miércoles, septiembre 06, 2006

Esperando en el umbral

Ya habían pasado las jornadas del 19 y 20 de diciembre. El país seguía quebrándose, la herida sangraba cada vez más, y las valijas llenas se iban para el exterior. A pesar de todo eso: argentinos. Y como argentinos, la fiesta tenía que seguir. Y el fútbol es fiesta. Y el fútbol siguió. Había ruido a cacerola vacía de unos y de cuentas vacías de otros. Eran piedras estrellándose contra todo, rompiendo todos los vidrios, todos los reflejos de la furia. Creo que si hubiera sido cualquier otra circunstancia, cualquier otra definición de campeonato, se hubiera hecho un parate. Normalmente, los diciembres de cada año nos encuentran viendo por la tele a Boca o River peleando contra algún otro equipo o contra ellos mismos, o dando la vuelta olímpica en cancha propia o ajena. Pero ese 2001 era algo distinto. No eran ninguno de los dos equipos más ricos del país. Tampoco eran Independiente (glorioso Rey de Copas), San Lorenzo (un campeonato de vez en cuando) o Velez Sarsfield (gran animador y ganador en los noventas) No. El que llegaba a la última fecha con altísimas chances de campeonar, no era otro que el Racing Club de Avellaneda, el que esperaba cortar esa racha de treinta y pico de años.

La campaña de Racing no había sido brillante, pero les había ganado a casi todos y llegaba hasta el final con la entereza de un campeón, de un “todavía no soy campeón”. Paso a paso fue dejando rivales en el camino; y esta vez, por fin, parecía que lo iba a lograr.

El nacimiento de Racing fue bien diferente al resto. El núcleo de fundadores era "made in Argentina" y todos de Avellaneda. ¡Veinte criollos que querían a toda costa quitarle la supremacía a Gran Bretaña! Y lo lograron. Ellos fueron Alejandro Carbone, Raimundo Lamour, Ignacio Oyarzábal, Pedro Viazzi, José Guimil, Julio Planisi, Leandro Boloque, Pedro Werner, Juan Sepich, Alfredo Lamour, Arturo Artola, Germán Vidaillac, Alfredo Paz, Bernardo Echeverri, Evaristo Paz, Francisco Balestrieri, Enrique Pujade, Elías Calmels, José Paz y Salvador Sohorondo. Eran todos criollos. Héroes en la gran cruzada que se llamó el 25 de marzo, y para siempre, RACING CLUB.

Rodolfo Gómez no había podido dormir casi nada esa noche. Las bolsas con papeles cortados estaban apiladas a un costado de la mesita de luz. La entrada, la tan ansiada entrada, estaba guardada en un cajón de la cómoda, debajo de los calzoncillos, adentro de un sobre color madera, sellado con una cinta y un cartel que decía “no tocar, entrada de Rodolfo”. ¡Con todo lo que le había costado conseguir el ticket! El tipo ya estaba viejo como para andar recibiendo golpes, balas de gomas, choques con los caballos y algún que otro bolsiqueo. No había podido comprar la entrada con todas las de la ley porque ese día, las boleterías del cilindro eran un caos. El país mismo era un caos. Rodolfo tenía 72 años y había mandado a uno de sus nietos a que le consiguiera ese tan preciado lugar en la cancha. A esta altura daba lo mismo: popular, platea, para-avalancha, palco, lo que fuere con tal de ver la tan ansiada vuelta olímpica. Matías, de 17 años, se llevó la bolsa de dormir y fue un día antes a hacer cola. El esfuerzo fue en vano. La venta fue un verdadero desastre y volvió con las manos vacías. El viejo lo miró y sus ojos eran una lágrima enorme. Estaba tan triste que ni siquiera pudo emitir palabra alguna. Se sentó en su sillón, apoyó la cabeza en el respaldo, y se quedó mirando un punto fijo en la nada. Tal vez en la nada encontraría algún consuelo. Matías (también hincha de Racing) mordió la bronca y salió a la calle. No podía ver a su abuelo así. Juntó plata de todos lados y consiguió un boleto para la popular al módico precio de noventa y ocho pesos en el país de la eterna reventa clandestina. Con esta tremenda erogación de dinero, las posibilidades del pibe de ir a la cancha de Velez se esfumaban.

El viejo se levantó a las siete de la mañana. Trató de no hacer demasiado ruido para no despertar a Paula, su mujer. Se calzó las chinelas y se fue a la cocina a preparar unos mates. Entre sorbo y sorbo se acordaba de los goles del “bocha” Maschio, de la seguridad de Perfumo, del gol…, aquel gol hermoso del “chango” Cárdenas, que de tantas veces visto, pensaba, algún día iba a pegar en el travesaño y se iba a ir. Treinta y cinco años. Ese número pasaba por su cabeza como una maldición eterna. Un maleficio acumulativo. Porque cuando llegaron a los treinta años sin salir campeones, Rodolfo pensó que nunca más iban a quebrar la mala racha. Tantas frustraciones. Tantos gritos ahogados. Tantas lágrimas mojando los escalones de ese estadio hermoso. Esa cancha redonda, enorme, imponente que el General Perón les había hecho. “Al final, nunca la pagamos”, pensaba Rodolfo y se daba permiso para soltar una sonrisa. Igual, el estado de ánimo general era de nerviosismo y de tensión.

El estadio de Racing, Juan Domingo Perón, ubicado en las calles Mozart y Oreste Omar Corbatta (Avellaneda) fue construido en 1945. Con el tiempo fue remodelado y hoy en día puede albergar a 50.000 personas: 18.000 en su bandeja superior, 7.000 en plateas preferenciales y palcos (en las áreas centrales de la bandeja inferior) y 25.000 populares en las cabeceras detrás de los arcos para espectadores de pié. (15.000 locales y 10.000 visitantes)
La hinchada visitante se coloca en la cabecera norte mientras que la local utiliza todo el resto del estadio. Posee, además, un estacionamiento para 700 autos. Gracias a la instalación de un techo celeste, liviano y translúcido, montado sobre una estructura metálica que sostiene un moderno sistema de iluminación, el “cilindro” es el primer estadio de Argentina que posee todas las plateas techadas.

Se hicieron las diez de la mañana y llegó Agustín, uno de sus hijos. Lo abrazó y le dijo: “papi, hoy se nos da, acordate lo que te digo: hoy damos la vuelta” Y el viejo lo miraba, asentía y le respondía con un nervioso “sí, sí”. Pero de algo sabía Rodolfo, y eso era no cantar victoria por adelantado. En los setentas, todavía, vaya y pase. El último título local había sido en el ’66 y en ese entonces, Racing todavía peleaba por cosas grandes y siempre se le escapaba la chance de ser campeón. Nadie se moría. “Ya va a llegar”, pensaban los hinchas. Nunca sospecharon que iba a tardar tanto. En los ochentas comenzó la debacle. La única alegría había sido la obtención de la supercopa, allá en Brasil, en 1988. Pero el título local no llegaba. Rodolfo pensó que en el ’96 iban a poder gritar campeones con ese equipazo: el “mago” Capria, el “piojo” Lopez, el “chelo” Delgado, Carrario, “nacho” Gonzalez y otros más; el 6 a 4 al Boca de Maradona, en la propia bombonera. Pero el campeonato fue de Velez. Y hoy le tocaba ir a esa cancha, a la de Velez Sarsfield, con la ilusión de tocar el cielo con las manos o por lo menos sentir algo parecido, algo indescriptible, algo que sólo podía pasar en ese diciembre caótico que luego pasó a llamarse “argentinazo”.

A fines de 1900, Pedro Werner, un joven estudiante del Colegio Nacional Central, se apasionó de tal forma por el fútbol que fue incitando a sus compañeros a volcarse a ese deporte. El 12 de mayo de 1901 se realizó una reunión en la casa de Félix Cirio, en Saavedra 307. Allí se instituyó el Foot Ball Club Barracas al Sur. La mesa directiva quedó compuesta de la siguiente manera: presidente, Pedro Werner; secretario, Alfredo Lamour; tesorero, Salvador Sohorondo; y los demás miembros presentes fueron vocales.
El espíritu temperamental de Werner motivó ciertas fricciones. En marzo de 1902 eclosionaron las cuestiones internas por el color de la camiseta. Werner quería hacerla a rayas negras y amarillas. Artola y Evaristo Paz deseaban que fuese de tono colorado. Finalmente, no hubo reconciliación y la institución se disoció. Y el 16 de marzo se fundó Colorados Unidos. El sueño de la fusión quedó para más adelante. Fue en el Mercado de Hacienda, o en la Feria de Ganado. En Alsina y Colón. Eran las primeras horas de la tarde del glorioso 25 de marzo de 1903. El señor Juan Ohaco, padre de dos excepcionales jugadores, dio su anuencia para que allí se celebrase la reunión. En total eran unos cincuenta asociados de cada bando. Primero habló Werner y hubo silencio. Después habló Artola, hubo silencio y llegó el entendimiento. Y el silencio significó la alegría. De allí en adelante, la historia es conocida.

La familia siguió las instrucciones al pie de la letra, y ya, al mediodía, la casa estaba vacía. Rodolfo había pedido que lo dejaran solo. Tenía mucho para pensar. “¿Y si ganamos? ¿Y si llegamos a salir campeones? ¿Cómo hago? ¿Cómo…? El loco Corbatta, Pedrito Dellacha, el “marqués” Rubén Sosa, Pizzuti, Manfredini y Belén, en el ’58 y en el ‘61. Cejas, Basile, el panadero Díaz, Rulli, Maschio, Cárdenas, Perfumo, y Juan Jose Pizzuti, pero en el banco, en el ‘66. Costas, Colombatt, Fabbri y el uruguayo Ruben Paz, en el ‘88. El gol de chilena de Fleitas contra Velez. La zurda de Capria y la del piojo. El más grande de todos sentado (aunque fuera por un tiempito no más) en el banco del cilindro… Por favor, que sea esta la vez, por favor –miraba para arriba y movía la cabeza para los costados. “Imaginate –como si le hablara a Dios- si nos caemos. Yo ya estoy, yo no puedo aguantar más tiempo. Si no salimos campeones me mato. Ya tengo 72 años. Hice lo que tenía que hacer: lo vi a Racing campeón... cada vez quedamos menos, pero yo lo vi. Fue hace tanto que ni me acuerdo”

Las horas pasaron, lentas. Rodolfo tuvo tiempo de pensar todas las definiciones posibles del campeonato. Todos los resultados. Todas las consecuencias. Todos los festejos y todos los llantos posibles. Faltaban tres horas para el partido. Agarró el bolsito que tenía preparado hacía dos días y se fue para la cancha.

La ruta parecía una peregrinación de alguna religión celeste y blanca. Los rostros de esas personas estaban transformados. Nadie se animaba a sentirse campeón, pero todos lo gritaban. Eran lágrimas, eran sonrisas, era tensión, era nerviosismo. Más de 40.000 personas se acercaban a Liniers y otras 30.000 se iban para Avellaneda, al cilindro. A abrazarse si todo salía bien, o a consolarse si el sueño se esfumaba y todo quedaba en el olvido.

Rodolfo llegó bien temprano a la cancha de Velez. Cumplió el ritual del hincha popular que sabe cómo manejarse. Miró la tribuna, buscó un lugar alejado del medio, (donde se ubica la barra, aquella guardia imperial) y subió caminando, lentamente, a su manera, como podía, como sus viejos músculos le permitían. Llegó arriba a la derecha y se sentó con el para avalanchas a su espalda. Abrió el bolsito y se puso a recortar algunos diarios viejos, un par de revistas y unos volantes de una pizzería que ya no está.

Y la gente fue llegando. Porque la gente de Racing siempre llega. A pesar de todo, a pesar de tanta nada, ellos van. Y a veces van tan contentos que asusta y ellos vuelven tan tristes, tan enojados, que también asusta. Y Rodolfo los miraba a todos. Y en cada uno de esos rostros se veía él. En todas sus edades, en todas sus etapas, en todas sus formas de expresión a esta devoción.

Los minutos pasaban y la comodidad iba en franco descenso. Los lugares se iban ocupando. Una marea de personas seguían ingresando al estadio. Parecían hormigas, pero eran personas, como él, como Agustín, como Matías, como tantos que ya no están. Y a pesar de tanta gente, de tanto anonimato, Rodolfo se sentía único, especial. A pesar de que todos eran un sólo color, la situación, el momento, le daban al viejo la sensación de sentirse tocado por una varita; la misma varita que tanto tiempo lo esquivó. “Quizás la varita cayó en manos del diablo (“maldito Independiente”, pensó Rodolfo) o de algún brujo que se enojó por la extrema alegría de nuestra gente” - reflexionaba. Pero el rumbo de la historia misma parecía estar cambiando. Latinoamérica se agitaba y no era solamente por la lucha por una igualdad social, por la distribución equitativa de las riquezas, sino que se estaba inclinando la balanza y una nueva, y más igualitaria, distribución de la felicidad se estaba gestando: solamente había que empatar con Velez.

A una hora de empezar el partido, la cancha era un hervidero. No había lugar para colgar las miles de banderas, expresión inigualable de un sentimiento, que los hinchas traían. La gente se agarraba a las trompadas por tanto nerviosismo. Las bolsas enormes de papeles cortados se distribuían en la tribuna. La policía provocaba, siempre en contra de todo lo que sea felicidad popular. Y todavía faltaba de llegar la Guardia Imperial. A pesar de todo ese clima, Rodolfo tenía tiempo para pensar: “Sí, es así, merecemos ser campeones, porque, pensá, del otro lado está River, y River ya ganó una pila de campeonatos, y como dos Libertadores, y nosotros tenemos una nomás. Y…, y, a ellos no les va importar un título más o un título menos. No se nos puede ir. No. No. ¿O sí? No, de ninguna manera. Velez no tiene nada. No pueden ser tan mal paridos. Seguro que van a jugar a muerte para vernos llorar. Y eso que nosotros éramos amigos de Velez. Pero los hijos de puta se nos burlaron mal en el ’91 y desde ese momento les hicimos la cruz. ¿Por qué nos hacen esto? ¿No se dan cuenta la cantidad de suicidios que se pueden llegar a dar? Racing campeón, Racing campeón – repetía Rodolfo mirando al cielo- Por Dios, Racing campeón.” Se escuchó una bomba de estruendo y Rodolfo interrumpió sus pensamientos, pero sintió algo raro, como si alguien allá arriba, o donde fuere, lo hubiera escuchado. El cielo lucía celeste, con unas nubes blancas que se abrían para dejar paso a los rayos de ese agitado sol de diciembre.

Los segundos parecían eternos, se sentían pesados. Los minutos duraban 35 años. Rodolfo se miró las manos y vio su vida. Arrugadas, gastadas, lastimadas, como su vida, como su Racing. Una sombra nomás de aquellos días, de su juventud, de sus años ágiles, de sus años rápidos, de sus años felices, como su vida, como su Racing. Cerró los puños, suspiró y volvió a los diarios. Cortó cuadrados exactos: “para que vuelen mejor y se vean bien”, se dijo. Uno de los papeles decía: “¿Racing campeón?”. Rodolfo lo sostuvo, lo miró unos segundos y dijo, en voz alta, “ojalá”. En minutos terminó de cortar los pocos diarios y papeles que le quedaban y puso las dos bolsas llenas debajo de sus pies.

Cantidad de Presidentes que tuvo la República Argentina en menos de treinta días: cinco. Cantidad de muertos por la brutal represión en las jornadas del 19 y 20 de diciembre: más de treinta en todo el país. Responsables oficiales por las muertes: nadie. Cantidad de afectados por las políticas estatales y mercantiles de los últimos diez años: no hay cifras exactas, pero se sospecha que fueron y serán cientos de miles. Cantidad de espectadores en el estadio Amalfitani, el 27/12/2001: aproximadamente 50.000 personas. Minutos restantes para el comienzo del partido entre Velez Sarsfield y Racing Club de Avellaneda: quince minutos. Estado de ánimo de Rodolfo Gómez: nerviosismo intenso, ansiedad y unas ganas inevitables de llorar. Síntomas: sudor en las manos; calor corporal en ascenso; fuertes y acelerados latidos del corazón; transpiración abundante en el área de las axilas, entrepierna, nuca, frente y pies. Tiempo restante de vida de Rodolfo Gómez: a punto de develarse.

El comienzo del partido tuvo una demora de unos minutos porque había gente trepada a los alambrados, cientos de periodistas adentro del campo de juego y porque todavía había muchísimo público afuera del estadio. Finalmente, el pitazo más esperado, sonó. Gabriel Brazenas silbó y el partido empezó. Los jugadores estaban iguales de nerviosos que los hinchas. Rodolfo intentaba seguir las jugadas pero había tanta gente en esa popular, que le costaba mucho. Se le caían los lentes, lo tapaban, lo empujaban y un sin fin de molestias que le sumaban nerviosismo y tensión a los viejos huesos de Rodolfo.

El primer tiempo pasó entre bolsiqueos, algunas aproximaciones y muchos gritos, alientos, y frases como:”Dale Racing”, y “Terminálo de una vez la puta que te parió”. Para que terminara ese partido, ese sufrimiento, esos 35 años, esa espera (larguísima espera), ese eterno nudo en la garganta, todavía faltaba el segundo tiempo.

El entretiempo fue una seguidilla de charlas con extraños. El nerviosismo dominaba todas las conversaciones. Rodolfo le contaba a un pibe de los legendarios equipos de los sesentas, de los goles, las hazañas, los campeonatos. El mocoso escuchaba, pero eran como media docena los que seguían, atentos, las palabras de Rodolfo. Sonreían, le miraban los gestos de su rostro, el movimiento de las manos y los ojos. Esos ojos que decían tanto. Una mirada que sólo te daban los años en la espalda; la sabiduría del que las vivió todas y sabe de qué está hablando. Nadie lo interrumpió. Todos estaban en ese pedacito de la tribuna, parados, porque no había un lugar para sentarse. El viejo contó la vez que conoció a Juan José Pizzuti, en el ’68, después de haber ganado todo. Uno de los que escuchaba le preguntó “¿en serio?”, y Rodolfo se sintió especial, escuchado, feliz de tener a esos pibes prestándole atención. Respondió con un “sí, nene, sí”, y una sonrisa enorme de abuelo, se dibujó en su rostro.

Rodolfo perdió el protagonismo de la charla cuando sus anécdotas se acercaron en el tiempo; ahí intervino un panadero que tendría unos cincuenta años y un vendedor de gaseosas que rondaba por los cuarenta. El viejo siguió escuchando al resto con cierta resignación pero con la certeza de que, a pesar de la edad, mantenía frescos tantos recuerdos.

Los dos equipos pisaron el césped con un poco de retraso. Brazenas pitó y comenzó el segundo tiempo. El partido era malo, sin llegadas. Poco importaba esto para la gente de Racing, es más, les convenía que el trámite entrara en un frezzer y terminar con todo esto de una vez.

A los siete minutos del complemento, el árbitro pitó una falta para Racing en el costado derecho del campo de Velez. Estaba lejos como para intentar pegarle al arco, pero era una buena posición para un centro al área. El colombiano Bedoya acomodó la pelota y la mandó alta y combada, al borde del área chica. Por detrás de todos, en posición adelantada, y sin marca apareció Gabriel Loeschbor, defensor, surgido en Rosario Central, ahora vistiendo la camiseta blanquiceleste. Cabeceó abajo, de pique. La pelota entró pidiendo permiso, entre el palo y el arquero de Velez, Sessa. Y lo que siguió fue espectacular.

El estadio explotó, literalmente. La popular visitante saltó tanto que se movió el piso. Una avalancha enorme tiró a miles de hinchas por los escalones provocando caos. Uno de esos tantos fue Rodolfo. El viejo quedó tendido en el piso, varios metros debajo de donde estaba ubicado. El para avalanchas poco había servido. Mucha gente se precipitó a ayudar a los caídos. Varios cuerpos se levantaron hasta descubrir el de Rodolfo, que yacía tirado en la popular. Algunos lo quisieron levantar pero no había caso. Los hinchas alrededor pensaron que estaba muerto, y Rodolfo, pensó lo mismo.

Imágenes que pasaron por la cabeza de Rodolfo en esos instantes en que su cuerpo yacía en la popular visitante del Estadio José Amalfitani, certificando el dicho de que “ves toda tu vida en un segundo”: Corrientes en primavera; mis padres sentados en el umbral de la casa tomando mate; el calor y los mosquitos; la mirada de mi abuela paterna; una lastimadura en la rodilla izquierda; yodo; lágrimas y consuelo materno; papá que se va un tiempo; el mundo todo, cabe dentro de una mano; el olor a lluvia; “¿adónde está papi?”; las dos tías que tejen todo el día; la primera pelota de fútbol; la sensación de tocarle los codos arrugados a la abuela; el colegio primario; la primer maestra; la radio “spica” del tío Omar; “Rodolfo, papá está enfermo y no lo vamos a poder ver por algunos meses”; confusión; llanto; consuelo materno; la cancha del colegio; los goles; los abrazos; el camino arbolado desde la casa del tío hasta la mía; la luz que se filtra entre las hojas; la soledad; la duda; Paula Díaz que se sienta dos bancos adelante del mío; las meriendas; el mate dulce; el vestido negro de mamá; el llanto de mamá; la bronca de no entender; una cruz, un cura y un montón de frases inentendibles; murió papá; alguien que me apoya la palma de la mano en mi cabeza; mamá ya no es la misma; la mudanza; la despedida; Paula Díaz, la abuela pochola, los tíos y los primos, Corrientes, Paula Díaz, el aire puro, el verde, mi caballo, el campo, mi vida; el viaje interminable; la emoción de viajar en tren; los ranchos que desaparecen de mi vista; los edificios; Buenos Aires; llanto y más llanto; nadie me consuela; mamá trabaja todo el día; las miradas de la gente; las miradas de mi gente; las distancias; las diferencias; Corrientes; Buenos Aires; mi nueva casa no es mi casa; Colegio Secundario Normal Nro 23; guardapolvo blanco; mamá sigue trabajando; la soledad; las nuevas amistades; el tango; el cigarro; la indiferencia; caminar solo; las cartas; la abuela muere; ninguna lágrima, ningún consuelo; el trabajo en la fábrica; la explotación; la suciedad; la miseria; las chapas; Avellaneda; el Riachuelo; la cancha de Racing; la cancha de Independiente; los colores celestes y blancos; la Plaza de Mayo; octubre; calor agobiante; los pies en la fuente; la alegría de ser; después de varios años, una sonrisa en la cara de mamá; los colores celestes y blancos; “¡Rodolfo, ey, Rodolfo, vamos despertate, estás vivo, dale, vamos, che!”…

El viejo intenta abrirse paso entre la gente pero nadie se percata de su presencia. Todos se hacen un lado para darle aire a ese cuerpo que estaba tirado ahí, sin nadie que lo reclamara. El viejo ve una pierna con el pantalón roto. Rodolfo yacía en esa tribuna con lastimaduras en el cuerpo; había quedado con la cabeza boca arriba, mirando al cielo, con la nuca apuntando abajo, y con los pies apuntando hacia arriba. El viejo se ve ahí e intenta ayudarse, pero no puede porque no existe, porque está muerto, porque ya no es él, sino lo que queda de él sin su cuerpo. La gente alrededor de Rodolfo se empieza a impacientar; hay corridas y gritos llamando a un médico. Un joven con camiseta celeste y blanca se autoproclama doctor recién graduado y se abre paso entre la muchedumbre. El viejo mira los intentos de sus pares por traerlo de vuelta al juego, a la cancha, a la vida. El partido seguía y la mayoría de los espectadores ni se percataba de la situación que estaba sucediendo en ese pedacito de la tribuna visitante. El pibe doctor, coloca dos dedos en el cuello de Rodolfo para sentir el pulso. Mueve la cabeza para los costados y articula un gesto de preocupación. Se agacha y le susurra algo al oído. El viejo, que seguía mirando todo como podía, desde atrás de todo, se exalta y escucha las frases del médico.

…La vida en la villa; la enfermedad de mamá; las mujeres; la plenitud y la sensación fugaz de eternidad en el debut sexual; las mujeres; las reposeras; el barrio; los naipes en lo de don Esteban; las cartas de Paula Díaz; la represión; la cárcel; “volvete a tu casa, negrito, y aprendé a hablar”; los palos; las banderas; la impotencia ante la inminente muerte de mamá; la tristeza de viajar en tren; los edificios se hacen chiquitos; las casas; los rancheríos; el campo; Corrientes; la casa donde nací; las dos tías que tejen todo el día; la ausencia de la abuela, de papá, de mi caballo; los atardeceres; la luz que se filtra entre las hojas; Paula Díaz; la extraña sensación de amar; el sexo que es más que sexo; mamá se sienta en el umbral de la casa esperando a papá; las caminatas desde casa hasta el pueblo, agarrados de la mano con Paula; las cejas perfectas, el pelo siempre arreglado y la hermosura plena en cada palabra que sus labios sueltan; mamá ya no habla; el árbol detrás de la casa; los primos, las tías, Paula y yo, rezando; mamá se fue con papá y ahora quedo yo; el emocionado rostro de Paula viajando en tren; el campo se hace menos verde; los ranchos y las casas se alejan; la altura creciente de los edificios; Buenos Aires; mi casa; mi barrio; los muchachos; Paula con panza; la libertadora nos encarcela; Racing campeón; el sueño del negocio propio; la pizzería; Racing Campeón; Agustín quepa en mi brazo; las lágrimas más felices de mi vida; Racing dueño del mundo; el fuerte apretón de manos de Juan José Pizzuti; “es un placer, maestro”; adiós a las chapas; el piso y el techo de cemento; “Pulso tenés. Así que depende de vos si te despertás o no. Estás vivo. Escuchá a la gente como canta. Van a salir campeones, después de tres décadas. ¿No tenés ganas de verlo? ¿Querés vivir o no?”

La gente gritaba como loca. Todos se abrazaban, lloraban, cantaban. Era ensordecedor y emotivo. El país, herido, parecía de pie. Propios y extraños sentían la emoción de los miles de hinchas y algo se les movía en el corazón. Rodolfo seguía tirado. De su boca chorreaba un hilo de saliva. El doctor sonrío y dijo: “tiene pulso, está vivo”. El viejo se miró y sintió que se acercaba. La gente que miraba seguía tensa y a la espera de que ese cuerpo se moviera. El pibe agarró la mano derecha de Rodolfo y se acercó de vuelta al oído y le susurró algunas frases más. El viejo sintió un cosquilleo y se acercó aún más a Rodolfo. Ahora estaba ahí, al lado de Rodolfo, al lado de él mismo. Miró su cuerpo y derramó una lágrima invisible. Miró a la gente cantar como loca, poseída, y sintió un escalofrío de felicidad. Miró al doctor y le preguntó algo.

Agustín crece sanito; el cartel luminoso en la pizzería; Racing sub-campeón; el país ya no es el mismo; la rutina que se impone a la libertad; los nuevos vecinos que no paran de llegar; los fines de semana en el Tigre; las piedras que salen despedidas con fuerza de aquel brazo cordobés; la villa crece día a día; Agustín con guardapolvo blanco; el adiós al barrio; el auge de la pizzería; Racing deambula en la mitad de la tabla; la nueva casa; el patio, el jardín y las ventanas; los años difíciles; las miradas; la vieja sensación de no pertenecer; el sueño del avión negro; la panza de Paula que vuelve a crecer; Ezeiza; los tiros; la locura; Agustín llorando en mis brazos y yo que corro para cualquier lado sin saber adónde ir; más tiros; la cerradura nueva en la puerta de casa; la pizzería; la muerte y la desesperación por no saber ahora qué hacer; la locura; la tristeza a finales de marzo; el encierro hasta nuevo aviso; Juancito nace en medio de la paranoia y la desaparición; las rejas en las ventanas; ya nadie se mira; todos con la cabeza gacha; el control; el miedo; Argentina campeona del mundo en fútbol y en derechos humanos; los gritos que no se escuchan; mis manos cada vez más gastadas y mi cuerpo cada vez más cansado; la emoción de los chicos de viajar en auto; los edificios se alejan; las villas se acercan; las casas; los rancheríos; el campo; el aire puro; Corrientes; las primeras vacaciones después de dos décadas; tomo mate y los veo a papá y a mamá, sentaditos en el umbral de casa; la abuela pochola me sonríe desde su mecedora; el sol se filtra entre las hojas; las caminatas hasta el pueblo con Paula, agarrados de la mano; los atardeceres; el calor agobiante pero feliz; las tías ya no tejen; el triste adiós a Corrientes y la vuelta a Buenos Aires; Diego Armando Maradona hace que vuelva a creer en algo; Racing desciende a la B; España ’82; Malvinas; la bronca; el grito de libertad; los pibes que ya no van a aparecer; la crisis; el llanto de Paula; los chicos que crecen felices, a pesar de todo; la pizzería ya no vende como antes; la sensación de sentirse extraño en esta tierra; lentamente empiezo a envejecer; “¿Qué tengo que hacer?”. “Mirá, Rodolfo, vos ya tenés 72 años, y mucho no te queda”. “Ya lo sé.” “Te dejamos volver; ver a tu Racing campeón, besar a Paula, saludar a tus hijos, y sentarte en el umbral a esperar.” “Me parece justo; ¿usted es Dios?” “No, Rodolfo, pero yo me voy a encargar de llevarte.” “Pero…”. “Pero, nada, levantate, escuchá a tu gente y disfrutá; nos vemos al rato; dale, levantate; levántese, señor, vamos…”

“Señor, levántese, vamos”, dijo el pibe doctor. El viejo desapareció en el cuerpo de Rodolfo. La gente empezó a sonreír. Ese cuerpo antes muerto, empezaba a moverse. Rodolfo se levantó desorientado. Los hinchas empezaron a aplaudir, como cuando un salvavidas saca a alguien del mar. Rodolfo se levantó. El pibe le sonrío, le giñó el ojo y desapareció en ese océano de hinchas. Ya no tenía la billetera, los lentes tenían un cristal roto y el pantalón tenía un hueco en el culo. Muchas personas le ofrecieron ayuda, lo palmeaban en la espalda y le traían algo para beber. El viejo, todavía exaltado, respondía con monosílabos.

Rodolfo se recompuso y trató de ubicarse como pudo en algún lugar de la colmada tribuna. Las personas que lo ayudaron en esos minutos, volvieron a centrar su atención en lo que sucedía dentro de la cancha.

El partido terminó, no sin antes sufrir algún que otro susto. Velez puso el 1 a 1 y Rodolfo pensó que el diablo o Independiente, no los iba a dejar festejar en paz. Ese jugador velezano marcó el empate y nunca más se supo de él. Habrá sido obra del lado oscuro o la mano de Dios, que quería que sufriéramos un ratito más, para que el festejo fuera más intenso. Total, si fueron treinta y cinco años, con unos minutos más de espera, no se iba a morir nadie.

El que sí se empezó a morir fue Rodolfo. Las vueltas olímpicas se sucedieron en todo el territorio de la desangrada Argentina. La pasión no tenía fronteras. Rodolfo fue el último en irse de la cancha de Velez. Se paró y caminó, lentamente, como sus años le permitían, preguntándose por la cantidad de hinchas que habían dado su vida, como él, por ver a Racing campeón. La luna se precipitaba en la noche. El viejo salió del estadio, escoltado por el último policía que quedaba en la tribuna. Levantó la cabeza, miró el cielo estrellado y se preguntó si el tren a Corrientes todavía andaba.

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