viernes, octubre 21, 2011
Cortázar, Torito y yo I
Las palabras abren puertas a otras palabras: pasen, vengan. Éstas entran y se acomodan para quedarse, para permanecer para siempre en algún rinconcito de la memoria. Es difícil darse cuenta, y mucho más difícil es explicar las sensaciones que provocan. Hablo de palabras y emociones.
Voy a hablar de ambos, pero mejor que empiece uno de ellos: “Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha, al mismo tiempo, fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra “madre” era la palabra “madre” y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.” Las palabras pertenecen a Julio Cortázar y describen un pedazo de universo, su historia de vida y los impulsos que lo llevaron a escribir. La cita (me) servirá para atar cabos con las palabras venideras, las que van desde este presente a aquellos pasados.
Supongo que andaba por mis 23 años. Hacía poco que había a “aprendido” a leer de nuevo, y si coloco las comillas es porque el colegio secundario y la pereza que desarrollé durante esos años, arrasaron con mi capacidad de lectura. Durante mi adolescencia no leí nada que no fuera una crónica deportiva o el epígrafe de una foto. Luego, en la universidad, los textos me golpeaban en la cara recordándome que no sabía leer, que no podía entender un concepto más o menos abstracto. Decía, que andaba por mis 23 años, descubriendo la literatura, los autores que hoy me fascinan, entre ellos Cortázar. En uno de sus libros llamado “Final de Juego” hay un relato titulado “Torito”. Su lectura me conmovió. Supe que hablaba de algo real, de un boxeador. Supe que se trataba de Justo Suárez. Ese nombre me llegaba de la mano de Cortázar. El cuento es bellísimo y sirvió para que indagase más sobre este boxeador que todo lo tuvo y todo lo perdió.
Justo Suárez, el “Torito de Mataderos.” Nació y se crió en el barrio de Mataderos, el 5 de Enero de 1909, al sudoeste de la ciudad de Buenos Aires y fue uno de los primeros ídolos populares del deporte argentino. El tipo salió desde abajo y llegó alto, muy alto. Su ascenso fue veloz al igual que su caída. Cuenta el periodista Horacio Pagani: “A los 9 años ya trabajaba, a los 19 era boxeador profesional y a los 29 todo había terminado. Le alcanzaron 29 peleas para convertirse en el ídolo de los argentinos, allá en los años ‘30, cuando golpeaba la crisis de la depresión económica mundial, cuando la figura de Luis Angel Firpo se esfumaba en la memoria, cuando el boxeo -casi una rebelión contra la pobreza- convocaba multitudes en el Parque Romano, en la vieja cancha de River, en el Luna.”
En “Torito”, Cortázar narra en la voz de Suárez los recuerdos de su vida: “Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza'e pobre.” Es el propio Suárez, echado en una cama, inmóvil, con una turbeculosis que lo terminó por matar. Sufre “el Torito”, sufre Cortázar y sufren ellos, los de abajo, el pueblo de Mataderos que lo acompañó en cada pelea, en cada defensa de título.
Aquellas palabras que llegaron a mis ojos y circularon por mi cuerpo efervescente cuando tenía 23 años, hoy vuelven a latir, vuelven a vivir en éstas palabras que son otras, totalmente sentidas pero con la angustia de saberlas insuficientes, incompletas. Serán entonces, la primera parte de otras más, de los renglones venideros.
Cortázar, Torito y yo. Queda mucho por decir. Hasta mañana. Hasta que suene la campana final.
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