jueves, septiembre 07, 2006

Breve Historia

“Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol”

Eduardo Sacheri



EL AÑO DEL MUNDIAL


Año 2018, son pocos los que muestran interés por el mundial de fútbol que se tendría que disputar. La FIFA ya no existe y los países no tienen jugadores profesionales, porque el fútbol, tal cual se lo conocía diez años atrás, ya ha dejado de ser. El “deporte más hermoso del mundo”, lema de la ex cadena televisiva de deportes ESPN, ya no es la prioridad número uno de las naciones. Nadie invierte en el fútbol. En el año del mundial no hay televisión idiotizante, no hay publicidades en el país de Quilmes, de YPF, de CTI, de Banco Nación, de nadie. Ni las radios destinan un segundo de su tiempo, ni los periódicos un pedazo de página de su tirada diaria. La comercialización exagerada del juego ha muerto. Junto con esto, parece que ha muerto el fútbol todo. Pero no. Su difusión mediática desapareció. La masificación de la pasión, la banalización del deporte, también. Es cierto, parece que a nadie, a ningún habitante le interesa el fútbol. Si las cosas no aparecen en los medios, no existen, y la gente tiene memoria muy corta para algunas cosas. Pero algunos se resisten. La pelota sigue rodando, esta vez sin tantos ojos alrededor de ella, ni cámaras, ni comentarios asesinos, ni tanto circo. Son los olvidados de siempre, los que amaron y aman el fútbol, los que siempre lo jugaron, los que nunca transaron, los que nunca se vendieron, los que nunca firmaron por sus piernas, los que todavía, a pesar de todo, conservan una vieja pelota debajo de sus camas.
Desde la caída del Muro de Berlín todo cambió. Futbolísticamente hablando podemos decir que el quiebre vino con el Mundial ’94, en los Estados Unidos. Nada fue igual desde aquel momento. La FIFA abrió la boca y muchos se sorprendieron (el resto de las grandes empresas que todavía no se habían dado cuenta) “El fútbol es un poder inmenso porque se juega en todo el mundo y mucha gente vive de él: periodistas, jugadores, hoteles, aerolíneas, industrias variadas, entrenadores, médicos, árbitros. Es una multitud de personas. Este movimiento del fútbol anualmente mueve 250.000 millones de dólares. La mayor empresa del mundo es la General Motors, que factura 170 millones de dólares. Vean la fuerza del fútbol…” Palabras que pronunciaba el ex presidente de la organización más grande del mundo en aquel momento, en cualquier entrevista, conferencia, o congreso donde se lo invitara. El poder del fútbol estaba en manos de pocos y sostenido en las piernas de muchos. Con el neoliberalismo en auge, la FIFA decidió abrir el juego a los que siempre tienen plata para pagar la cancha. Las multinacionales entraron de cabeza al negocio, y por una década y media, se llenaron de dinero.
Lentamente, la institución fútbol, se fue sacando rivales de encima. Primero inventó el doping de Maradona, en el ’94. Después pasó lo del misterioso accidente automovilístico de Pelé, en el 2007; luego de que los dos más grandes se unieran para decirle NO a tanta corrupción. Al astro argentino lo dejaron vivir, pero le apagaron las cámaras y su poder disminuyó. En la Argentina, Raúl Gamez fue secuestrado y nunca más se supo de él. En todo el mundo se daban hechos como estos. El fútbol comenzaba a ser sinónimo de miedo y de el “no te metás”. Pero la pólvora se fue juntando, y un buen día se prendió la mecha.
Pero ¿cómo se llegó hasta este punto? El camino fue largo y traumático. Pero ese día llegó, y fue más o menos así como pasaron las cosas…

El mundial organizado en Alemania en el 2006, fue ganado (vaya casualidad) por Brasil. Ronaldiño, Ronaldo, Kaká, Cafú, y todos esos morochos de camisetas amarillas, que parecían no tener ni apellidos ni nombres, levantaron la copa por sexta vez. Lula da Silva mantuvo el poder de su país por otro mandato más, gracias a la explotación propagandística de la conquista en tierras alemanas. Luego habría de huir a tierras lejanas.
Las grandes potencias del fútbol sintieron que ya era el colmo. La UEFA organizó una reunión con carácter de urgencia para resolver lo que se llamó: “La cuestión Brasil”. Estaban nerviosos. Ya no se aguantaban más que los verdeamarelos, levantaran cada copa que disputaban. Encima en Europa, en la propia Europa. Encima eran casi todos negros. Y Encima (y esto era lo que más les dolía) hasta se divertían en la cancha.
Mientras los jugadores campeones del mundo recorrían las calles de Río, ofrendando la copa a su pueblo, se daba por concluida la reunión en Zurich. Las puertas de la elegante oficina de la FIFA se abrían, y un montón de gordos con traje, maletines y celulares último modelo, caminaban con aires de conformidad. Con sonrisas de maldad. Como quién sabe que acaban de planear algo oscuro que les dará lo que tanto añoran: borrar a Brasil. La “Operación Brasil” (no tenían demasiado ingenio para los nombres) se desarrollaría en total coordinación con los árbitros, los medios (la televisión más que todo), los clubes, las ligas, los médicos, algunos jugadores, y todo aquel que fuera necesario. Objetivo principal: borrar al sextacampeón del mapa. Objetivo secundario: sacarlos de Europa. Duración de la operación: dos años.
Primer paso: cortarle las piernas al gigante. Una docena de casos de doping se sucedieron en las diferentes ligas europeas. Los encargados del plan estudiaron a cada uno de los jugadores brasileros. Sabían que tenían que ser discretos, así que las acciones se tendrían que desarrollar con cautela. No se podía abusar con los controles antidoping ya que hubiera sido demasiado sospechoso. Árbitros y pegadores se encargaron de quebrar a unos cuantos. Tarea difícil esta ya que por más flaquitos que fueran, parecía que no se rompían. Algunos picapiedras, incluso, salieron lesionados por intentar lesionar. Sucedieron confusiones ya que cuando empezó la razzia, algunos defensores no distinguían entre brasileros y no brasileros. Todos los que tenían pinta de sudamericanos, eran bajados. La comisión que llevaba a cabo el plan, debatió este tema en su reunión semanal, y concluyeron que sacarse de encima a un par de argentinos, uruguayos, y cualquier otro latino que jugara bien, no estaría nada mal. Ordenaron más cautela para no levantar la perdiz y crearon una empresa fabricante de botines especiales para dicha función.
La Operación Brasil funcionó, durante el primer año, con altos niveles de eficiencia, según los informes de la comisión. Los jugadores de aquel país se encontraban envueltos en escándalos por uso de sustancias no permitidas. Otros eran destruidos por la prensa por cualquier baja de rendimiento. Se les inventaban chismes, mentiras, problemas con la policía, con mujeres, con la noche y la joda. De esta manera los indefensos jugadores se ganaban un enemigo de peso, quizás el de mayor importancia: las hinchadas. La comisión evaluó que los hinchas podían ser su único obstáculo para llevar a cabo el plan, así que tuvieron que hilar fino en las cuestiones. Diálogos con algunos jefes de barras, agentes infiltrados haciéndose pasar por seguidores, grupos de extrema derecha gritando consignas racistas contra los morenos. Todo esto sumado a las consabidas lesiones que fecha tras fecha dejaban a un jugador fuera de partido. Luego de quebrar las piernas, el segundo paso era en la enfermería donde los maltrechos laburantes de la pelota no eran atendidos debidamente, lo que retrasaba su recuperación, en el mejor de los casos, o provocaba el retiro de algunos jugadores. Esto último constituía un éxito rotundo de la operación.
La segunda parte del plan consistía en cerrarle las fronteras europeas a los jugadores brasileros. Los que ya estaban iban a sufrir, pero aquellos que quisieran ingresar al viejo mundo, serían víctimas de una serie de cláusulas absurdas que les impedían desembarcar su calidad de fútbol en Europa. Negación de visas de trabajo, bajos sueldos, problemas de ciudadanía, entre otras cosas. Ayudado todo esto por un apriete de la UEFA que presionaban para que los clubes no contrataran a ningún brasilero que jugara bien.
La elite del fútbol mundial veía como le cerraban las puertas a su alegría. El comienzo de la operación consistió en cortarle las piernas a los mejores: Ronaldinho, Ronaldo, Robinho, Julio Baptista, Roberto Carlos, Cafú, Edmilson, y tantos otros más. El que se salvó por un tiempo fue Kaká, ya que era blanco y tuvieron más compasión por él. Pero como sucede en todo terrorismo sistematizado, la cosa se puso peor. No conformes con eliminar a los mejores, luego empezaron con los de medio pelo, con los que no daban tanta alegría en las canchas. La razzia se hizo evidente.
Al no haber brasileros compitiendo en las principales ligas europeas, los argentinos comenzaron a destacarse. Los que en una época fueron los mejores del mundo, se encontraban armando las valijas para retornar a sus lugares de origen. En tanto que los clubes argentinos, siempre dispuestos a vender las semillas antes de que crezcan, se llenaban de dinero que quedaba en manos de algunos pocos. La plata dulce ingresaba en carretillas a las arcas privadas de los principales dirigentes. Como si fuera un reflejo perfecto de los modelos tradicionales del país, las instituciones vendieron todo: jugadores, instalaciones, prestigio, orgullo, tierras. Las camisetas, viejo emblema de pasión inquebrantable, lucían una docena de publicidades, y se hacía imposible ya distinguir los históricos colores de cada club.
A Brasil le destruyeron las piernas, aniquilaron a sus jugadores. Con los argentinos hicieron un negocio mucho más provechoso: destruyeron sus bases mismas, con la total anuencia de los propios presidentes de clubes. Repitiendo el modelo de privatización de empresas estatales, los europeos compraron los clubes a dos monedas y después los fundieron. Con los brasileros empezaron por el último escalón, en cambio, con los argentinos tuvieron que mostrar un par de maletines, y el piso fue todo de ellos. La maniobra fue lenta, pero tendría el mismo efecto, o peor aún.
Una de las principales corporaciones económicas del mundo pegó el grito en el cielo. Nike (que había sido excluida de la Operación Brasil) era el principal sponsor de la selección brasilera y sufrió una importante caída en sus ganancias, provocando numerosos desajustes financieros en todo el globo. Los que tanto defendieron a la globalización, hoy sufrían los tirones de esas cadenas. Las empresas que quedaban se dividirían la torta y absorberían los mercados que antes ocupaba Nike. Adidas, el principal beneficiario y gestor del plan tenía, ahora, tres tiras, y muchos billetes más.
Se avecinaba el Mundial del 2010. La cita sería en Sudáfrica. Brasil sufría un crack económico en el ambiente futbolístico ya que había en el país cientos de jugadores de primer nivel que no podían emigrar a Europa y los clubes quebraban al no poder venderlos. El sistema de venta indiscriminada de talentos se caía y la situación era inmanejable. Por primera vez desde que se organizan los mundiales, Brasil faltaría a la cita. Ni siquiera se presentó en las eliminatorias. Cayó el fútbol y con él se vino abajo la estructura del país. Una guerra civil se veía venir en el país de los carnavales y la zamba.
Los gordos de la FIFA se refregaban las manos: esta vez no se les podía escapar. Brasil estaba out y el mundial tenía que ser de algún europeo. Las opciones eran las de siempre: Italia, Alemania, Francia, España y, por supuesto, Inglaterra. Cualquier otro país del viejo mundo que ganara la copa sería un revés.
Lo que pasó en el Mundial Sudáfrica 2010, quedaría para la historia. Fue el momento en que el orgullo de las potencias quedó herido, maltratado de una forma que nadie imaginó. Los jefes del fútbol estaban furiosos, rojos de enojo por lo que pasó en ese Mundial. Habían comprado árbitros, jueces de línea y jugadores. Habían borrado a Brasil; Argentina participaba del mundial, pero no podía utilizar ninguno de los jugadores que militaba en Europa. Las cláusulas sorpresas en los contratos aparecieron a sólo tres meses de comenzar el campeonato. Las grandes estrellas que todavía quedaban, no formarían parte de esta competición. Igual, la selección albiceleste, se presentaba con un grupo de jugadores que militaban en el país, y no sería tan fácil derrotarlos.
Ese Mundial fue ganado por Camerún, y la consagración fue festejada por todo el continente africano. Este singular hecho representaba la victoria de los dominados, los colonizados, los del tercer mundo, incivilizados y bárbaros, contra las potencias dominantes, colonizantes del primer mundo, civilizado, occidental y cristiano. La selección de Camerún, dirigida por Roger Milla, se alzó con la copa al derrotar en la final a Alemania por un categórico 5 a 0. De nada sirvieron los penales a favor, los off-sides convenientes, y la vista gorda ante las patadas de los teutones. La goleada era inapelable. El continente negro, históricamente esclavo, levantaba la copa por primera vez desde aquel 1930, año en que se empezaron a disputar los mundiales.
Europa no entendía nada. La FIFA era un escándalo. Los dedos apuntaron a Joseph Blatter. Porque les había dado el mundial a los africanos, convencido de que no iban a pasar más de cuartos de final. Y ahora esto; los de piel morena, negra como carbón, eran los dueños del mundo futbolístico. Y los blancos leche, racistas y orgullosos, se quedaban sin nada, otra vez. Por tercera vez consecutiva, el mundial quedaba en manos ajenas, y las potencias volvían con las manos vacías a casa.
Sudáfrica 2010 tuvo como semifinalistas: al dueño de casa, a Camerún, a Alemania, y a Uruguay, que resucitaba después de muchas décadas, y volvía a tener protagonismo en una copa del mundo. Argentina llegó hasta cuartos de final, donde perdió uno a cero contra Alemania, con un penal en el minuto 88.
Las corporaciones económicas pegaron el grito en el cielo ya que los máximos dirigentes europeos les habían prometido una victoria segura. La consagración de Camerún les hizo perder cientos de millones de euros y se desató una guerra de intereses entre cada una de las partes afectadas; lo que se dice un “ajuste de cuentas”. Blatter sufrió un paro cardíaco inesperado y el sillón de la FIFA fue ocupado por un títere; una persona débil que pudiera ser manejada por los dirigentes sin rostro, aquellos que caminan en las sombras, y en los pasillos oscuros.
La copa viajó a Camerún, pero sólo por unos meses, ya que la comisión organizadora de los mundiales (integrada por los mismos de siempre), determinó que era inseguro que la estatuilla estuviese en un país tan inestable y que corría riesgo de ser robada. Otra artimaña, típica de los que no saben perder. Sin embargo el trofeo pisó suelo africano, y millones de personas pudieron observar el brillo dorado por primera vez en sus vidas. Y eso sí que no tenía precio.
En Europa el fútbol ya no era lo mismo. La gran rueda financiera giraba cada vez más lento y los números perdían cifras. La gente ya no iba tanto a la cancha, y las corporaciones le daban la espalda a la pelota y buscaban meter sus billetes y sus influencias en otros lados. La explotación económica del sentimiento futbolero fue reemplazada por el manejo publicitario del amor, la tristeza, la inseguridad y el hambre; espacios tradicionales pero no por eso menos efectivos. Le aseguraban a la gente que eso sí lo podían comprar, y la gente compraba, como siempre lo hizo. La televisión (que había perdido millones con la consagración de Camerún) recortaba presupuestos a las ligas y se abría paso a otras programaciones. El fútbol, después de una vida en continuo ascenso propagandístico entraba en recesión. Ahora, quedaba en segundo plano. Y como cuando Europa estornuda el mundo se resfría, la situación se reprodujo en todas partes.
La segunda verdad no tardó en llegar: históricamente, cada vez que el viejo mundo se descuida o entra a tropezar ¿quién toma la posta? Sí, los Estados Unidos. Pasó con las industrias, con la guerra, con el plan Marshall, y con la imposición de las formas de ver las cosas, y ahora también, pasaba con el fútbol.
El gigante imperialista aprovechó esta oportunidad que se le presentaba, para ser los primeros en el mundo futbolístico y lograr así el título de campeón en el único deporte en el que no había podido imponerse nunca. Querían ser los mejores del mundo aunque a su población no le importase en lo más mínimo. El fútbol (soccer) no había logrado introducirse en la vida norteamericana (entiéndase por esto, que el fútbol no podía consolidarse como negocio a pesar de los esfuerzos; copa del mundo del ’94 inclusive) Pero, a los yanquis les gustaba ser los números uno. Territorio en donde eran mediocres, territorio en el que se ponían millones de dólares para tratar, primero, de hundir a aquel que fuera el mejor, y segundo, para que ellos puedan reinar y colgarse el cartelito. Por un siglo, el fútbol era para los estadounidenses, un deporte en el que no pesaban: eran una vergüenza y el hazmerreír del mundillo futbolero. Para jugar a la pelota tenían que poner sentimiento (que hasta donde yo sé eso no se compra), coraje, pasión e historia. Y era esto último lo que les impedía triunfar. En cientos de países, uno nace con un antepasado, con una raíz que lo ata a la tierra; la misma tierra donde mis abuelos descubrieron la pelota, el tiro libre y el orsay; donde mi padre se enamoró del juego, viendo jugar a su padre, y gritó goles a más no poder; donde nacimos mis hermanos y yo, y pateamos y pateamos hasta que la pelota decía basta. Pero la pelota no decía nunca basta, o eso creíamos, allá por aquellos años.
Estados Unidos armó un súper equipo. Contrató a los mejores y nacionalizó a los que tenía que nacionalizar. Puso millones de dólares (obstinados, seguían usando su verde moneda a pesar de que era el euro el que regía los mercados) en publicidad (propaganda) que instaba a todos los americanos para que apoyaran a su selección en el Mundial que se avecinaba. Roney Reagan, hijo, se jugaba sus últimas cartas como Presidente ya que había un gran sector de la derecha yanqui que lo acusaba de progresista, zurdo y blando, por no haberse animado a tirar otra bomba nuclear en el devastado medio oriente. El hijo del mítico Ronald Reagan había perdido toda guerra que intentó declarar. Esto era un gran retroceso ya que no podía ni siquiera iniciar un conflicto bélico en ningún país del mundo.
Igual, la potencia seguía siendo potencia. Para el 2014 el mundial tendría sede en Suiza, el histórico paraíso bancario, y el domicilio de la Federación Internacional de Fútbol. A pesar de que el torneo le correspondía a América, los popes de la FIFA determinaron que las condiciones no estaban dadas para que se organizara una competencia de tal magnitud. Latinoamérica vivía presentes de cambio. Los gobiernos populares ganaban espacios; la gente se levantaba, discutía, se organizaba, y pasaba a la acción. En tanto que la derecha conservadora utilizaba todas sus armas para frenar el avance de los oprimidos, y había mucho olor a pólvora. Los únicos dos países latinoamericanos que se postularon para organizar la Copa fueron Cuba, que le habían levantado el embargo y podía, ahora, participar en los mundiales, y Bolivia, que era por primera vez en su historia, una nación nacionalizada. No hicieron falta excusas para decirle que no a ambos países. Igual, las dos selecciones hicieron un papel fantástico en las eliminatorias y clasificaron para jugar el mundial.
Treinta y dos equipos participaron de la vigésima Copa del Mundo, Suiza 2014. Brasil seguía ausente y lentamente re-fundaba las bases de su fútbol. Argentina se quedó sin fútbol profesional rentable, y la liga, la AFA y los clubes eran un bochorno de corrupción y delito. Igualmente, logró clasificar en el último pasaje de avión que quedaba (manos amigas mediante; necesitaban un equipo con prestigio, aunque fuera sólo histórico) El resto de los sudamericanos fueron: Uruguay, Paraguay, Venezuela y la ya mencionada selección boliviana.
El mundial de Suiza tuvo la menor cantidad de horas de transmisión de televisión en la historia desde que los partidos se empezaron a ver en todo el mundo. Ya se sabía que el fútbol no era lo mismo. Ya no vendía como antes, y eran cada vez menos los que creían en él y en su imagen mágica.
La primera fase tuvo resultados sorpresa, partidos previsibles, y varias goleadas. Los árbitros se venían portando bien ya que la situación no ameritaba ninguna intervención demasiado evidente. Estados Unidos goleó en los tres partidos de su grupo contra Montenegro, Argelia y Finlandia, tres rivales de bajísimo nivel. Sólo contra Argelia tuvo momentos de zozobra ya que ganó 5 a 3 y los africanos se erraron una cantidad de goles increíbles. Los yanquis tenían un equipo bárbaro: once muchachos fornidos que no paraban de correr en ningún momento y que funcionaban como una máquina perfecta, previsible y sin desorden táctico. En el fútbol es necesario el desorden y la sorpresa, por eso es que sólo ganaban los encuentros por el excelente estado físico de los jugadores.
La sorpresa fue Cuba, que pasó heroicamente de ronda, con un triunfo y dos empates, frente a Túnez, Bélgica y Ucrania, respectivamente. El equipo caribeño desplegaba un fútbol alegre y despreocupado. Los jugadores, cuerpo técnico y directivos de la Federación Nacional de Fútbol Cubano, le dedicaron el triunfo deportivo a la memoria de su histórico líder, Fidel Castro, fallecido dos años atrás, sin que pudiera llegar a ver por segunda vez en la historia a su país jugando un Mundial. La muerte de Castro representó la posibilidad de cambio, de nuevos rumbos en la política cubana. El régimen seguía, más firme que nunca, pero con otros aires que buscaban la integración de todos los habitantes en las tomas de decisiones. A los 23 jugadores del plantel los eligió el pueblo en una votación nacional.
Argentina terminó por confirmar su decadencia: perdió los tres partidos de la fase inicial y se volvió a casa, sin que esto causara demasiada sorpresa. El fútbol profesional agonizaba, y a la gente parecía no importarle. No iban a salvarlo como tantas veces, para que los mismos que se llenaron los bolsillos una vez, vuelvan a hacerlo.
El torneo era mediocre, pero los equipos debutantes le daban otro ritmo de juego a los partidos. Los africanos dominaban claramente, y los cuatro participantes del continente negro se metieron en cuartos de final. Los sudamericanos también pasaron a la siguiente fase, y Uruguay parecía que se encaminaba hacia las instancias finales. El fútbol uruguayo vio la debacle antes que todos e implementó una reestructuración de su liga. Federalizó el torneo y le dio más competencia al resto de los equipos. Nacional y Peñarol seguían siendo los grandes, pero no dominaban siempre, y los campeonatos eran atractivos y con alto nivel de juego.
Los europeos eran una vergüenza. Ni Alemania, ni Francia e Inglaterra (clasificados al mundial casi por decreto) pasaron a la siguiente fase, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo el aparato futbolístico. Italia llegó a octavos y perdió con Ghana por un contundente 4 a 0. La esperanza era Suiza: por ser local, y porque no había sufrido todo el desbaratuje que había arrastrado a las principales ligas de fútbol del viejo continente a la decadencia total. No tenían un buen equipo, pero jugaban despreocupados y sin la presión de ser campeones. En cuartos de final perdieron contra Cuba por 5 a 3, y todos los espectadores se levantaron a aplaudir un verdadero espectáculo de fútbol.
Los uruguayos tuvieron la mala suerte de cruzarse con la máquina estadounidense en cuartos y con la ayuda bastante evidente del árbitro inglés que cobró todo para un solo lado. El primer partido de la semifinal fue disputado entonces, entre Estados Unidos y Camerún, el último campeón. En tanto que en la otra llave, la sorprendente Cuba jugaría contra Holanda, pero una Holanda sin todos sus jugadores extranjeros nacionalizados. El equipo naranja había llegado hasta esa instancia casi de casualidad y su derrota no causó ninguna sorpresa. Lo que sí sorprendió a todo el mundo fue el rendimiento del equipo cubano. En los partidos previos habían mostrado grandes falencias, algunas infantilidades defensivas y un estado físico por debajo del ideal. Pero en el partido de las semifinales, Cuba, fue un equipo impecable: un desempeño táctico perfecto, una entrega nunca antes vista; jugadores corriendo por todas las partes de la cancha, lujos, precisión, calidad, goles de alta factura, en pocas palabras: un baile. De repente, los pocos periodistas que habían ido a cubrir el torneo, se dieron cuenta de que algo raro pasaba.
En tanto que Estados Unidos se sacó de encima a Camerún por un ajustado 2 a 1, con dos goles de pelota parada y un juego chato, con mucho roce y poco despliegue. Los yanquis se encaminaban hacia su objetivo definitivo que era ser los mejores del mundo en el fútbol. La final parecía de película.
El conflicto entre la isla y el imperio había bajado su intensidad en el 2012 luego de que EEUU le levantara el bloqueo económico porque era insostenible y ridículo, y la presión mundial fuera demasiada para el actual presidente americano. Además, con la muerte de Castro, el gigante capitalista esperaba que, de una vez por todas, se cayera ese régimen de igualdad que tanto les molestaba.
El final de esta historia es conocido. La FIFA decidió la suspensión por tiempo indeterminado de la Copa del Mundo y después de 20 ediciones, desaparecía la máxima competencia internacional. El trofeo viajó hacia Centroamérica donde millones de cubanos festejaban con ron y música de fiesta. Estados Unidos cayó sin atenuantes frente al conjunto caribeño, que lo pasó por arriba. Nunca en la historia se vio tanta diferencia entre dos equipos en una definición del mundial. Muy pocos entendían cómo podía ser que un equipo formado por jugadores amateur, sin roce internacional, sin referencias históricas, pudiera jugar de esa forma y ganar el torneo. Sin embargo había otros que entendían a la perfección lo que había pasado. En los últimos seis años, Fidel Castro había ideado un plan para lograr la consagración futbolística. Los jugadores se entrenaban sin descanso, en la lucha por ese ideal. Se les hablaba de filosofía de juego, de humildad, de compañerismo y de tantas otras cosas con las que se forma un verdadero deportista. Los mejores técnicos del mundo, aquellos que practicaban el lirismo, el juego limpio y vistoso, los amantes del buen trato a la pelota, fueron contratados en total confidencialidad. La operación fue todo un éxito, y las consecuencias, marcaron un punto y aparte.
El Presidente estadounidense había apostado su continuidad a la victoria en la copa del mundo. No sólo la perdió, sino que fue Cuba, su histórica espina en el ojo, quien se alzara con el trofeo. Esto fue insoportable para los caciques yanquis, y por primera vez en la historia derrocaron explícitamente a un presidente norteamericano (las otras veces habían sido encubiertas) El fútbol profesional, tal cual todo el mundo lo conocía, murió. En Europa hicieron todo lo posible por mantener las ligas. Y los equipos continúan jugando, pero las empresas privadas que los gerenciaban, se fueron en el primer buque que encontraron, y todo volvió a punto cero: asociaciones sin fines de lucro, o sea entidades públicas, por y para la gente.
Y en Argentina la cosa no fue tan distinta. Una vez que las empresas extranjeras terminaron de saquear y de exprimir todo, armaron las valijas y se marcharon, dejando la tierra seca e improductiva. Destruyeron una generación de jugadores: cumplieron su misión; pero de poco les servía, ya que todo había acabado y nadie consumía fútbol. Estadios vacíos, camisetas guardadas, borrón y cuenta nueva. La televisión se dedicó a idiotizar a la población con otras cosas, pero no les era sencillo ya que el fútbol lo aglutinaba todo. Ni las radios ni los periódicos se molestaron en analizar lo que había pasado. Y la gente lentamente se fue olvidando que este había sido alguna vez el país de la pelota.

Año 2018, el año del mundial. Observo la emoción de esos pibes al ponerse una camiseta. Todos se pelean por la número diez. Algunos no saben por qué, pero todos sienten que es un número grande, una responsabilidad de buen juego.
Son ocho contra ocho. La cancha es de tierra, y la pelota es muy vieja, por eso todos la tratan bien y la cuidan como el oro que nunca tendrán. El partido se disputa en una de las tantas villas miserias que todavía existen en el país. Son otros tiempos; algunas cosas parecen que están cambiando. Todavía falta mucho camino por recorrer. Los estadios están abiertos y desolados, como monumentos de un pasado de gloria y decadencia. Cualquiera que tenga ganas de usarlos, puede hacerlo; igual es difícil encontrar gente que se anime a entrar.
El fútbol vive en sus bases. En aquellos que sienten la tierra. En los que siempre lo defendieron y lo sintieron como propio. Todavía hay goles, pero sin repeticiones. Todavía hay quienes aplauden una buena jugada. La pelota sigue rodando. Quizás no pique igual que antes, porque el césped crece poco en los lugares donde todavía se juega, pero hay emoción pura en aquellos que la disfrutan.

Me ven sentado debajo del árbol y me piden que les alcance el balón. Se los pateo. Me invitan a que me sume, pero con una seña les digo que no. Yo ya estoy viejo para estos trotes. No voy a poder jugar, pero cuando terminen, quizás les cuente una historia.

miércoles, septiembre 06, 2006

Esperando en el umbral

Ya habían pasado las jornadas del 19 y 20 de diciembre. El país seguía quebrándose, la herida sangraba cada vez más, y las valijas llenas se iban para el exterior. A pesar de todo eso: argentinos. Y como argentinos, la fiesta tenía que seguir. Y el fútbol es fiesta. Y el fútbol siguió. Había ruido a cacerola vacía de unos y de cuentas vacías de otros. Eran piedras estrellándose contra todo, rompiendo todos los vidrios, todos los reflejos de la furia. Creo que si hubiera sido cualquier otra circunstancia, cualquier otra definición de campeonato, se hubiera hecho un parate. Normalmente, los diciembres de cada año nos encuentran viendo por la tele a Boca o River peleando contra algún otro equipo o contra ellos mismos, o dando la vuelta olímpica en cancha propia o ajena. Pero ese 2001 era algo distinto. No eran ninguno de los dos equipos más ricos del país. Tampoco eran Independiente (glorioso Rey de Copas), San Lorenzo (un campeonato de vez en cuando) o Velez Sarsfield (gran animador y ganador en los noventas) No. El que llegaba a la última fecha con altísimas chances de campeonar, no era otro que el Racing Club de Avellaneda, el que esperaba cortar esa racha de treinta y pico de años.

La campaña de Racing no había sido brillante, pero les había ganado a casi todos y llegaba hasta el final con la entereza de un campeón, de un “todavía no soy campeón”. Paso a paso fue dejando rivales en el camino; y esta vez, por fin, parecía que lo iba a lograr.

El nacimiento de Racing fue bien diferente al resto. El núcleo de fundadores era "made in Argentina" y todos de Avellaneda. ¡Veinte criollos que querían a toda costa quitarle la supremacía a Gran Bretaña! Y lo lograron. Ellos fueron Alejandro Carbone, Raimundo Lamour, Ignacio Oyarzábal, Pedro Viazzi, José Guimil, Julio Planisi, Leandro Boloque, Pedro Werner, Juan Sepich, Alfredo Lamour, Arturo Artola, Germán Vidaillac, Alfredo Paz, Bernardo Echeverri, Evaristo Paz, Francisco Balestrieri, Enrique Pujade, Elías Calmels, José Paz y Salvador Sohorondo. Eran todos criollos. Héroes en la gran cruzada que se llamó el 25 de marzo, y para siempre, RACING CLUB.

Rodolfo Gómez no había podido dormir casi nada esa noche. Las bolsas con papeles cortados estaban apiladas a un costado de la mesita de luz. La entrada, la tan ansiada entrada, estaba guardada en un cajón de la cómoda, debajo de los calzoncillos, adentro de un sobre color madera, sellado con una cinta y un cartel que decía “no tocar, entrada de Rodolfo”. ¡Con todo lo que le había costado conseguir el ticket! El tipo ya estaba viejo como para andar recibiendo golpes, balas de gomas, choques con los caballos y algún que otro bolsiqueo. No había podido comprar la entrada con todas las de la ley porque ese día, las boleterías del cilindro eran un caos. El país mismo era un caos. Rodolfo tenía 72 años y había mandado a uno de sus nietos a que le consiguiera ese tan preciado lugar en la cancha. A esta altura daba lo mismo: popular, platea, para-avalancha, palco, lo que fuere con tal de ver la tan ansiada vuelta olímpica. Matías, de 17 años, se llevó la bolsa de dormir y fue un día antes a hacer cola. El esfuerzo fue en vano. La venta fue un verdadero desastre y volvió con las manos vacías. El viejo lo miró y sus ojos eran una lágrima enorme. Estaba tan triste que ni siquiera pudo emitir palabra alguna. Se sentó en su sillón, apoyó la cabeza en el respaldo, y se quedó mirando un punto fijo en la nada. Tal vez en la nada encontraría algún consuelo. Matías (también hincha de Racing) mordió la bronca y salió a la calle. No podía ver a su abuelo así. Juntó plata de todos lados y consiguió un boleto para la popular al módico precio de noventa y ocho pesos en el país de la eterna reventa clandestina. Con esta tremenda erogación de dinero, las posibilidades del pibe de ir a la cancha de Velez se esfumaban.

El viejo se levantó a las siete de la mañana. Trató de no hacer demasiado ruido para no despertar a Paula, su mujer. Se calzó las chinelas y se fue a la cocina a preparar unos mates. Entre sorbo y sorbo se acordaba de los goles del “bocha” Maschio, de la seguridad de Perfumo, del gol…, aquel gol hermoso del “chango” Cárdenas, que de tantas veces visto, pensaba, algún día iba a pegar en el travesaño y se iba a ir. Treinta y cinco años. Ese número pasaba por su cabeza como una maldición eterna. Un maleficio acumulativo. Porque cuando llegaron a los treinta años sin salir campeones, Rodolfo pensó que nunca más iban a quebrar la mala racha. Tantas frustraciones. Tantos gritos ahogados. Tantas lágrimas mojando los escalones de ese estadio hermoso. Esa cancha redonda, enorme, imponente que el General Perón les había hecho. “Al final, nunca la pagamos”, pensaba Rodolfo y se daba permiso para soltar una sonrisa. Igual, el estado de ánimo general era de nerviosismo y de tensión.

El estadio de Racing, Juan Domingo Perón, ubicado en las calles Mozart y Oreste Omar Corbatta (Avellaneda) fue construido en 1945. Con el tiempo fue remodelado y hoy en día puede albergar a 50.000 personas: 18.000 en su bandeja superior, 7.000 en plateas preferenciales y palcos (en las áreas centrales de la bandeja inferior) y 25.000 populares en las cabeceras detrás de los arcos para espectadores de pié. (15.000 locales y 10.000 visitantes)
La hinchada visitante se coloca en la cabecera norte mientras que la local utiliza todo el resto del estadio. Posee, además, un estacionamiento para 700 autos. Gracias a la instalación de un techo celeste, liviano y translúcido, montado sobre una estructura metálica que sostiene un moderno sistema de iluminación, el “cilindro” es el primer estadio de Argentina que posee todas las plateas techadas.

Se hicieron las diez de la mañana y llegó Agustín, uno de sus hijos. Lo abrazó y le dijo: “papi, hoy se nos da, acordate lo que te digo: hoy damos la vuelta” Y el viejo lo miraba, asentía y le respondía con un nervioso “sí, sí”. Pero de algo sabía Rodolfo, y eso era no cantar victoria por adelantado. En los setentas, todavía, vaya y pase. El último título local había sido en el ’66 y en ese entonces, Racing todavía peleaba por cosas grandes y siempre se le escapaba la chance de ser campeón. Nadie se moría. “Ya va a llegar”, pensaban los hinchas. Nunca sospecharon que iba a tardar tanto. En los ochentas comenzó la debacle. La única alegría había sido la obtención de la supercopa, allá en Brasil, en 1988. Pero el título local no llegaba. Rodolfo pensó que en el ’96 iban a poder gritar campeones con ese equipazo: el “mago” Capria, el “piojo” Lopez, el “chelo” Delgado, Carrario, “nacho” Gonzalez y otros más; el 6 a 4 al Boca de Maradona, en la propia bombonera. Pero el campeonato fue de Velez. Y hoy le tocaba ir a esa cancha, a la de Velez Sarsfield, con la ilusión de tocar el cielo con las manos o por lo menos sentir algo parecido, algo indescriptible, algo que sólo podía pasar en ese diciembre caótico que luego pasó a llamarse “argentinazo”.

A fines de 1900, Pedro Werner, un joven estudiante del Colegio Nacional Central, se apasionó de tal forma por el fútbol que fue incitando a sus compañeros a volcarse a ese deporte. El 12 de mayo de 1901 se realizó una reunión en la casa de Félix Cirio, en Saavedra 307. Allí se instituyó el Foot Ball Club Barracas al Sur. La mesa directiva quedó compuesta de la siguiente manera: presidente, Pedro Werner; secretario, Alfredo Lamour; tesorero, Salvador Sohorondo; y los demás miembros presentes fueron vocales.
El espíritu temperamental de Werner motivó ciertas fricciones. En marzo de 1902 eclosionaron las cuestiones internas por el color de la camiseta. Werner quería hacerla a rayas negras y amarillas. Artola y Evaristo Paz deseaban que fuese de tono colorado. Finalmente, no hubo reconciliación y la institución se disoció. Y el 16 de marzo se fundó Colorados Unidos. El sueño de la fusión quedó para más adelante. Fue en el Mercado de Hacienda, o en la Feria de Ganado. En Alsina y Colón. Eran las primeras horas de la tarde del glorioso 25 de marzo de 1903. El señor Juan Ohaco, padre de dos excepcionales jugadores, dio su anuencia para que allí se celebrase la reunión. En total eran unos cincuenta asociados de cada bando. Primero habló Werner y hubo silencio. Después habló Artola, hubo silencio y llegó el entendimiento. Y el silencio significó la alegría. De allí en adelante, la historia es conocida.

La familia siguió las instrucciones al pie de la letra, y ya, al mediodía, la casa estaba vacía. Rodolfo había pedido que lo dejaran solo. Tenía mucho para pensar. “¿Y si ganamos? ¿Y si llegamos a salir campeones? ¿Cómo hago? ¿Cómo…? El loco Corbatta, Pedrito Dellacha, el “marqués” Rubén Sosa, Pizzuti, Manfredini y Belén, en el ’58 y en el ‘61. Cejas, Basile, el panadero Díaz, Rulli, Maschio, Cárdenas, Perfumo, y Juan Jose Pizzuti, pero en el banco, en el ‘66. Costas, Colombatt, Fabbri y el uruguayo Ruben Paz, en el ‘88. El gol de chilena de Fleitas contra Velez. La zurda de Capria y la del piojo. El más grande de todos sentado (aunque fuera por un tiempito no más) en el banco del cilindro… Por favor, que sea esta la vez, por favor –miraba para arriba y movía la cabeza para los costados. “Imaginate –como si le hablara a Dios- si nos caemos. Yo ya estoy, yo no puedo aguantar más tiempo. Si no salimos campeones me mato. Ya tengo 72 años. Hice lo que tenía que hacer: lo vi a Racing campeón... cada vez quedamos menos, pero yo lo vi. Fue hace tanto que ni me acuerdo”

Las horas pasaron, lentas. Rodolfo tuvo tiempo de pensar todas las definiciones posibles del campeonato. Todos los resultados. Todas las consecuencias. Todos los festejos y todos los llantos posibles. Faltaban tres horas para el partido. Agarró el bolsito que tenía preparado hacía dos días y se fue para la cancha.

La ruta parecía una peregrinación de alguna religión celeste y blanca. Los rostros de esas personas estaban transformados. Nadie se animaba a sentirse campeón, pero todos lo gritaban. Eran lágrimas, eran sonrisas, era tensión, era nerviosismo. Más de 40.000 personas se acercaban a Liniers y otras 30.000 se iban para Avellaneda, al cilindro. A abrazarse si todo salía bien, o a consolarse si el sueño se esfumaba y todo quedaba en el olvido.

Rodolfo llegó bien temprano a la cancha de Velez. Cumplió el ritual del hincha popular que sabe cómo manejarse. Miró la tribuna, buscó un lugar alejado del medio, (donde se ubica la barra, aquella guardia imperial) y subió caminando, lentamente, a su manera, como podía, como sus viejos músculos le permitían. Llegó arriba a la derecha y se sentó con el para avalanchas a su espalda. Abrió el bolsito y se puso a recortar algunos diarios viejos, un par de revistas y unos volantes de una pizzería que ya no está.

Y la gente fue llegando. Porque la gente de Racing siempre llega. A pesar de todo, a pesar de tanta nada, ellos van. Y a veces van tan contentos que asusta y ellos vuelven tan tristes, tan enojados, que también asusta. Y Rodolfo los miraba a todos. Y en cada uno de esos rostros se veía él. En todas sus edades, en todas sus etapas, en todas sus formas de expresión a esta devoción.

Los minutos pasaban y la comodidad iba en franco descenso. Los lugares se iban ocupando. Una marea de personas seguían ingresando al estadio. Parecían hormigas, pero eran personas, como él, como Agustín, como Matías, como tantos que ya no están. Y a pesar de tanta gente, de tanto anonimato, Rodolfo se sentía único, especial. A pesar de que todos eran un sólo color, la situación, el momento, le daban al viejo la sensación de sentirse tocado por una varita; la misma varita que tanto tiempo lo esquivó. “Quizás la varita cayó en manos del diablo (“maldito Independiente”, pensó Rodolfo) o de algún brujo que se enojó por la extrema alegría de nuestra gente” - reflexionaba. Pero el rumbo de la historia misma parecía estar cambiando. Latinoamérica se agitaba y no era solamente por la lucha por una igualdad social, por la distribución equitativa de las riquezas, sino que se estaba inclinando la balanza y una nueva, y más igualitaria, distribución de la felicidad se estaba gestando: solamente había que empatar con Velez.

A una hora de empezar el partido, la cancha era un hervidero. No había lugar para colgar las miles de banderas, expresión inigualable de un sentimiento, que los hinchas traían. La gente se agarraba a las trompadas por tanto nerviosismo. Las bolsas enormes de papeles cortados se distribuían en la tribuna. La policía provocaba, siempre en contra de todo lo que sea felicidad popular. Y todavía faltaba de llegar la Guardia Imperial. A pesar de todo ese clima, Rodolfo tenía tiempo para pensar: “Sí, es así, merecemos ser campeones, porque, pensá, del otro lado está River, y River ya ganó una pila de campeonatos, y como dos Libertadores, y nosotros tenemos una nomás. Y…, y, a ellos no les va importar un título más o un título menos. No se nos puede ir. No. No. ¿O sí? No, de ninguna manera. Velez no tiene nada. No pueden ser tan mal paridos. Seguro que van a jugar a muerte para vernos llorar. Y eso que nosotros éramos amigos de Velez. Pero los hijos de puta se nos burlaron mal en el ’91 y desde ese momento les hicimos la cruz. ¿Por qué nos hacen esto? ¿No se dan cuenta la cantidad de suicidios que se pueden llegar a dar? Racing campeón, Racing campeón – repetía Rodolfo mirando al cielo- Por Dios, Racing campeón.” Se escuchó una bomba de estruendo y Rodolfo interrumpió sus pensamientos, pero sintió algo raro, como si alguien allá arriba, o donde fuere, lo hubiera escuchado. El cielo lucía celeste, con unas nubes blancas que se abrían para dejar paso a los rayos de ese agitado sol de diciembre.

Los segundos parecían eternos, se sentían pesados. Los minutos duraban 35 años. Rodolfo se miró las manos y vio su vida. Arrugadas, gastadas, lastimadas, como su vida, como su Racing. Una sombra nomás de aquellos días, de su juventud, de sus años ágiles, de sus años rápidos, de sus años felices, como su vida, como su Racing. Cerró los puños, suspiró y volvió a los diarios. Cortó cuadrados exactos: “para que vuelen mejor y se vean bien”, se dijo. Uno de los papeles decía: “¿Racing campeón?”. Rodolfo lo sostuvo, lo miró unos segundos y dijo, en voz alta, “ojalá”. En minutos terminó de cortar los pocos diarios y papeles que le quedaban y puso las dos bolsas llenas debajo de sus pies.

Cantidad de Presidentes que tuvo la República Argentina en menos de treinta días: cinco. Cantidad de muertos por la brutal represión en las jornadas del 19 y 20 de diciembre: más de treinta en todo el país. Responsables oficiales por las muertes: nadie. Cantidad de afectados por las políticas estatales y mercantiles de los últimos diez años: no hay cifras exactas, pero se sospecha que fueron y serán cientos de miles. Cantidad de espectadores en el estadio Amalfitani, el 27/12/2001: aproximadamente 50.000 personas. Minutos restantes para el comienzo del partido entre Velez Sarsfield y Racing Club de Avellaneda: quince minutos. Estado de ánimo de Rodolfo Gómez: nerviosismo intenso, ansiedad y unas ganas inevitables de llorar. Síntomas: sudor en las manos; calor corporal en ascenso; fuertes y acelerados latidos del corazón; transpiración abundante en el área de las axilas, entrepierna, nuca, frente y pies. Tiempo restante de vida de Rodolfo Gómez: a punto de develarse.

El comienzo del partido tuvo una demora de unos minutos porque había gente trepada a los alambrados, cientos de periodistas adentro del campo de juego y porque todavía había muchísimo público afuera del estadio. Finalmente, el pitazo más esperado, sonó. Gabriel Brazenas silbó y el partido empezó. Los jugadores estaban iguales de nerviosos que los hinchas. Rodolfo intentaba seguir las jugadas pero había tanta gente en esa popular, que le costaba mucho. Se le caían los lentes, lo tapaban, lo empujaban y un sin fin de molestias que le sumaban nerviosismo y tensión a los viejos huesos de Rodolfo.

El primer tiempo pasó entre bolsiqueos, algunas aproximaciones y muchos gritos, alientos, y frases como:”Dale Racing”, y “Terminálo de una vez la puta que te parió”. Para que terminara ese partido, ese sufrimiento, esos 35 años, esa espera (larguísima espera), ese eterno nudo en la garganta, todavía faltaba el segundo tiempo.

El entretiempo fue una seguidilla de charlas con extraños. El nerviosismo dominaba todas las conversaciones. Rodolfo le contaba a un pibe de los legendarios equipos de los sesentas, de los goles, las hazañas, los campeonatos. El mocoso escuchaba, pero eran como media docena los que seguían, atentos, las palabras de Rodolfo. Sonreían, le miraban los gestos de su rostro, el movimiento de las manos y los ojos. Esos ojos que decían tanto. Una mirada que sólo te daban los años en la espalda; la sabiduría del que las vivió todas y sabe de qué está hablando. Nadie lo interrumpió. Todos estaban en ese pedacito de la tribuna, parados, porque no había un lugar para sentarse. El viejo contó la vez que conoció a Juan José Pizzuti, en el ’68, después de haber ganado todo. Uno de los que escuchaba le preguntó “¿en serio?”, y Rodolfo se sintió especial, escuchado, feliz de tener a esos pibes prestándole atención. Respondió con un “sí, nene, sí”, y una sonrisa enorme de abuelo, se dibujó en su rostro.

Rodolfo perdió el protagonismo de la charla cuando sus anécdotas se acercaron en el tiempo; ahí intervino un panadero que tendría unos cincuenta años y un vendedor de gaseosas que rondaba por los cuarenta. El viejo siguió escuchando al resto con cierta resignación pero con la certeza de que, a pesar de la edad, mantenía frescos tantos recuerdos.

Los dos equipos pisaron el césped con un poco de retraso. Brazenas pitó y comenzó el segundo tiempo. El partido era malo, sin llegadas. Poco importaba esto para la gente de Racing, es más, les convenía que el trámite entrara en un frezzer y terminar con todo esto de una vez.

A los siete minutos del complemento, el árbitro pitó una falta para Racing en el costado derecho del campo de Velez. Estaba lejos como para intentar pegarle al arco, pero era una buena posición para un centro al área. El colombiano Bedoya acomodó la pelota y la mandó alta y combada, al borde del área chica. Por detrás de todos, en posición adelantada, y sin marca apareció Gabriel Loeschbor, defensor, surgido en Rosario Central, ahora vistiendo la camiseta blanquiceleste. Cabeceó abajo, de pique. La pelota entró pidiendo permiso, entre el palo y el arquero de Velez, Sessa. Y lo que siguió fue espectacular.

El estadio explotó, literalmente. La popular visitante saltó tanto que se movió el piso. Una avalancha enorme tiró a miles de hinchas por los escalones provocando caos. Uno de esos tantos fue Rodolfo. El viejo quedó tendido en el piso, varios metros debajo de donde estaba ubicado. El para avalanchas poco había servido. Mucha gente se precipitó a ayudar a los caídos. Varios cuerpos se levantaron hasta descubrir el de Rodolfo, que yacía tirado en la popular. Algunos lo quisieron levantar pero no había caso. Los hinchas alrededor pensaron que estaba muerto, y Rodolfo, pensó lo mismo.

Imágenes que pasaron por la cabeza de Rodolfo en esos instantes en que su cuerpo yacía en la popular visitante del Estadio José Amalfitani, certificando el dicho de que “ves toda tu vida en un segundo”: Corrientes en primavera; mis padres sentados en el umbral de la casa tomando mate; el calor y los mosquitos; la mirada de mi abuela paterna; una lastimadura en la rodilla izquierda; yodo; lágrimas y consuelo materno; papá que se va un tiempo; el mundo todo, cabe dentro de una mano; el olor a lluvia; “¿adónde está papi?”; las dos tías que tejen todo el día; la primera pelota de fútbol; la sensación de tocarle los codos arrugados a la abuela; el colegio primario; la primer maestra; la radio “spica” del tío Omar; “Rodolfo, papá está enfermo y no lo vamos a poder ver por algunos meses”; confusión; llanto; consuelo materno; la cancha del colegio; los goles; los abrazos; el camino arbolado desde la casa del tío hasta la mía; la luz que se filtra entre las hojas; la soledad; la duda; Paula Díaz que se sienta dos bancos adelante del mío; las meriendas; el mate dulce; el vestido negro de mamá; el llanto de mamá; la bronca de no entender; una cruz, un cura y un montón de frases inentendibles; murió papá; alguien que me apoya la palma de la mano en mi cabeza; mamá ya no es la misma; la mudanza; la despedida; Paula Díaz, la abuela pochola, los tíos y los primos, Corrientes, Paula Díaz, el aire puro, el verde, mi caballo, el campo, mi vida; el viaje interminable; la emoción de viajar en tren; los ranchos que desaparecen de mi vista; los edificios; Buenos Aires; llanto y más llanto; nadie me consuela; mamá trabaja todo el día; las miradas de la gente; las miradas de mi gente; las distancias; las diferencias; Corrientes; Buenos Aires; mi nueva casa no es mi casa; Colegio Secundario Normal Nro 23; guardapolvo blanco; mamá sigue trabajando; la soledad; las nuevas amistades; el tango; el cigarro; la indiferencia; caminar solo; las cartas; la abuela muere; ninguna lágrima, ningún consuelo; el trabajo en la fábrica; la explotación; la suciedad; la miseria; las chapas; Avellaneda; el Riachuelo; la cancha de Racing; la cancha de Independiente; los colores celestes y blancos; la Plaza de Mayo; octubre; calor agobiante; los pies en la fuente; la alegría de ser; después de varios años, una sonrisa en la cara de mamá; los colores celestes y blancos; “¡Rodolfo, ey, Rodolfo, vamos despertate, estás vivo, dale, vamos, che!”…

El viejo intenta abrirse paso entre la gente pero nadie se percata de su presencia. Todos se hacen un lado para darle aire a ese cuerpo que estaba tirado ahí, sin nadie que lo reclamara. El viejo ve una pierna con el pantalón roto. Rodolfo yacía en esa tribuna con lastimaduras en el cuerpo; había quedado con la cabeza boca arriba, mirando al cielo, con la nuca apuntando abajo, y con los pies apuntando hacia arriba. El viejo se ve ahí e intenta ayudarse, pero no puede porque no existe, porque está muerto, porque ya no es él, sino lo que queda de él sin su cuerpo. La gente alrededor de Rodolfo se empieza a impacientar; hay corridas y gritos llamando a un médico. Un joven con camiseta celeste y blanca se autoproclama doctor recién graduado y se abre paso entre la muchedumbre. El viejo mira los intentos de sus pares por traerlo de vuelta al juego, a la cancha, a la vida. El partido seguía y la mayoría de los espectadores ni se percataba de la situación que estaba sucediendo en ese pedacito de la tribuna visitante. El pibe doctor, coloca dos dedos en el cuello de Rodolfo para sentir el pulso. Mueve la cabeza para los costados y articula un gesto de preocupación. Se agacha y le susurra algo al oído. El viejo, que seguía mirando todo como podía, desde atrás de todo, se exalta y escucha las frases del médico.

…La vida en la villa; la enfermedad de mamá; las mujeres; la plenitud y la sensación fugaz de eternidad en el debut sexual; las mujeres; las reposeras; el barrio; los naipes en lo de don Esteban; las cartas de Paula Díaz; la represión; la cárcel; “volvete a tu casa, negrito, y aprendé a hablar”; los palos; las banderas; la impotencia ante la inminente muerte de mamá; la tristeza de viajar en tren; los edificios se hacen chiquitos; las casas; los rancheríos; el campo; Corrientes; la casa donde nací; las dos tías que tejen todo el día; la ausencia de la abuela, de papá, de mi caballo; los atardeceres; la luz que se filtra entre las hojas; Paula Díaz; la extraña sensación de amar; el sexo que es más que sexo; mamá se sienta en el umbral de la casa esperando a papá; las caminatas desde casa hasta el pueblo, agarrados de la mano con Paula; las cejas perfectas, el pelo siempre arreglado y la hermosura plena en cada palabra que sus labios sueltan; mamá ya no habla; el árbol detrás de la casa; los primos, las tías, Paula y yo, rezando; mamá se fue con papá y ahora quedo yo; el emocionado rostro de Paula viajando en tren; el campo se hace menos verde; los ranchos y las casas se alejan; la altura creciente de los edificios; Buenos Aires; mi casa; mi barrio; los muchachos; Paula con panza; la libertadora nos encarcela; Racing campeón; el sueño del negocio propio; la pizzería; Racing Campeón; Agustín quepa en mi brazo; las lágrimas más felices de mi vida; Racing dueño del mundo; el fuerte apretón de manos de Juan José Pizzuti; “es un placer, maestro”; adiós a las chapas; el piso y el techo de cemento; “Pulso tenés. Así que depende de vos si te despertás o no. Estás vivo. Escuchá a la gente como canta. Van a salir campeones, después de tres décadas. ¿No tenés ganas de verlo? ¿Querés vivir o no?”

La gente gritaba como loca. Todos se abrazaban, lloraban, cantaban. Era ensordecedor y emotivo. El país, herido, parecía de pie. Propios y extraños sentían la emoción de los miles de hinchas y algo se les movía en el corazón. Rodolfo seguía tirado. De su boca chorreaba un hilo de saliva. El doctor sonrío y dijo: “tiene pulso, está vivo”. El viejo se miró y sintió que se acercaba. La gente que miraba seguía tensa y a la espera de que ese cuerpo se moviera. El pibe agarró la mano derecha de Rodolfo y se acercó de vuelta al oído y le susurró algunas frases más. El viejo sintió un cosquilleo y se acercó aún más a Rodolfo. Ahora estaba ahí, al lado de Rodolfo, al lado de él mismo. Miró su cuerpo y derramó una lágrima invisible. Miró a la gente cantar como loca, poseída, y sintió un escalofrío de felicidad. Miró al doctor y le preguntó algo.

Agustín crece sanito; el cartel luminoso en la pizzería; Racing sub-campeón; el país ya no es el mismo; la rutina que se impone a la libertad; los nuevos vecinos que no paran de llegar; los fines de semana en el Tigre; las piedras que salen despedidas con fuerza de aquel brazo cordobés; la villa crece día a día; Agustín con guardapolvo blanco; el adiós al barrio; el auge de la pizzería; Racing deambula en la mitad de la tabla; la nueva casa; el patio, el jardín y las ventanas; los años difíciles; las miradas; la vieja sensación de no pertenecer; el sueño del avión negro; la panza de Paula que vuelve a crecer; Ezeiza; los tiros; la locura; Agustín llorando en mis brazos y yo que corro para cualquier lado sin saber adónde ir; más tiros; la cerradura nueva en la puerta de casa; la pizzería; la muerte y la desesperación por no saber ahora qué hacer; la locura; la tristeza a finales de marzo; el encierro hasta nuevo aviso; Juancito nace en medio de la paranoia y la desaparición; las rejas en las ventanas; ya nadie se mira; todos con la cabeza gacha; el control; el miedo; Argentina campeona del mundo en fútbol y en derechos humanos; los gritos que no se escuchan; mis manos cada vez más gastadas y mi cuerpo cada vez más cansado; la emoción de los chicos de viajar en auto; los edificios se alejan; las villas se acercan; las casas; los rancheríos; el campo; el aire puro; Corrientes; las primeras vacaciones después de dos décadas; tomo mate y los veo a papá y a mamá, sentaditos en el umbral de casa; la abuela pochola me sonríe desde su mecedora; el sol se filtra entre las hojas; las caminatas hasta el pueblo con Paula, agarrados de la mano; los atardeceres; el calor agobiante pero feliz; las tías ya no tejen; el triste adiós a Corrientes y la vuelta a Buenos Aires; Diego Armando Maradona hace que vuelva a creer en algo; Racing desciende a la B; España ’82; Malvinas; la bronca; el grito de libertad; los pibes que ya no van a aparecer; la crisis; el llanto de Paula; los chicos que crecen felices, a pesar de todo; la pizzería ya no vende como antes; la sensación de sentirse extraño en esta tierra; lentamente empiezo a envejecer; “¿Qué tengo que hacer?”. “Mirá, Rodolfo, vos ya tenés 72 años, y mucho no te queda”. “Ya lo sé.” “Te dejamos volver; ver a tu Racing campeón, besar a Paula, saludar a tus hijos, y sentarte en el umbral a esperar.” “Me parece justo; ¿usted es Dios?” “No, Rodolfo, pero yo me voy a encargar de llevarte.” “Pero…”. “Pero, nada, levantate, escuchá a tu gente y disfrutá; nos vemos al rato; dale, levantate; levántese, señor, vamos…”

“Señor, levántese, vamos”, dijo el pibe doctor. El viejo desapareció en el cuerpo de Rodolfo. La gente empezó a sonreír. Ese cuerpo antes muerto, empezaba a moverse. Rodolfo se levantó desorientado. Los hinchas empezaron a aplaudir, como cuando un salvavidas saca a alguien del mar. Rodolfo se levantó. El pibe le sonrío, le giñó el ojo y desapareció en ese océano de hinchas. Ya no tenía la billetera, los lentes tenían un cristal roto y el pantalón tenía un hueco en el culo. Muchas personas le ofrecieron ayuda, lo palmeaban en la espalda y le traían algo para beber. El viejo, todavía exaltado, respondía con monosílabos.

Rodolfo se recompuso y trató de ubicarse como pudo en algún lugar de la colmada tribuna. Las personas que lo ayudaron en esos minutos, volvieron a centrar su atención en lo que sucedía dentro de la cancha.

El partido terminó, no sin antes sufrir algún que otro susto. Velez puso el 1 a 1 y Rodolfo pensó que el diablo o Independiente, no los iba a dejar festejar en paz. Ese jugador velezano marcó el empate y nunca más se supo de él. Habrá sido obra del lado oscuro o la mano de Dios, que quería que sufriéramos un ratito más, para que el festejo fuera más intenso. Total, si fueron treinta y cinco años, con unos minutos más de espera, no se iba a morir nadie.

El que sí se empezó a morir fue Rodolfo. Las vueltas olímpicas se sucedieron en todo el territorio de la desangrada Argentina. La pasión no tenía fronteras. Rodolfo fue el último en irse de la cancha de Velez. Se paró y caminó, lentamente, como sus años le permitían, preguntándose por la cantidad de hinchas que habían dado su vida, como él, por ver a Racing campeón. La luna se precipitaba en la noche. El viejo salió del estadio, escoltado por el último policía que quedaba en la tribuna. Levantó la cabeza, miró el cielo estrellado y se preguntó si el tren a Corrientes todavía andaba.