miércoles, marzo 18, 2015

El hombre que quería escribir. (Folletín) Séptima entrega.


Viernes

Había quedado en encontrarme con el Negro Angel Ríos. Al contacto lo había hecho otro Negro, el Jefe, el hermano del Gringo y de la Colo. Al parecer es un personaje hermoso de esta ciudad, uno de esos guasos que no aparecen en ninguna pantalla pero del que muchos tienen alguna referencia, leyenda. Cuando escuché su nombre me sonó familiar.
Llevaba anotada la dirección en un papelito pero el papelito ya no estaba más en mi bolsillo. Al bajarme del colectivo me di cuenta, putié y volví a preguntarme porqué siempre me pasa lo mismo. Recordaba mi letra en azul, el nombre de la calle, Arturo Orgáz, pero a qué altura. ¿A qué altura? 
Me bajé de uno de los setentas y fui pateando desde Colón, bajando por Orgáz, haciendo equilibrio en las veredas rotas y tratando de ganarle el juego al laberinto de mi cabeza. Me esforzaba por recordar, recordar, recordar, recordar. Había escrito es número en el papel. El papel ya no estaba. El número tampoco, pero alguna vez estuvo, alguna vez mi cabeza le envió la señal a mi mano para que escribiera ese número de tres ¿tres? O cuatro dígitos. 1114, 680, 2320, 915, cualquier número puede ser, cualquier. 
La cancha de Belgrano. 
No es tan alta, che. Creo que vine alguna vez acá. Estos le dicen Gigante a esto. Ni se compara con Las Flores. La platea de los socios del Verde es mucho más alta que esta. Me cae bien Belgrano pero cuando jugamos por el torneo o por otra instancia más picante como la Libertadores, ahí sí, ahí quiero romperles el orto. 
No puedo recordar el número. Miro la hora: es temprano. Voy a poder perderme y encontrarme sin llegar tarde. Mucha gente en las veredas, con la mesita afuera, las sillas de chapa o las de patio blancas. Toman mate dulce, vino tinto, soda, nada. La vieja, el gordo en cuero, la tele prendida al mango desde adentro, o La Mona cantando La Reina de la Mentira. Otro con el parlante del Fiat Uno al mango con el cuarteto más  gritón: Damian Córdoba, La Banda de Carlitos, esos. 
Todos me miran, en este barrio todos miran y yo empiezo a sentir que saben que no soy de acá. Soy muy cagón. Lo sé pero igual me hago el valiente y disimulo mi paso más acelerado. Todos se deben dar cuenta que soy un cagón, la concha de su madre. Listo. Es obvio lo que va a pasar: a mis espaldas se va a levantar el guaso ese de la gomería porque va a creer que lo miré mal o que simplemente lo miré y eso no se hace. Y se va a levantar el gordo lleno de grasa y aceite en la remera hecha mierda con una escopeta y me va a decir: “vete de nuestro Barrio, intruso” y va a disparar su escopeta recortada hacia mi espalda. Bien de película. Probablemente no diga vete de nuestro barrio, intruso, sino algo como qué mirai culiado.  
Alberdi es un barrio en el que notás que mucho de su paisaje, en muchas de sus calles, parece estar sostenido por hilos, hilos como telarañas, como estalactitas de paisaje. Los ladrillos de las casas, las casas hechas bosta, las calles hechas bosta, las veredas hechas bosta, la oscuridad de noche y la de día, la suciedad, la cancha, los peruanos, los malandras, las viejas, los pendejos, el celeste oscuro, el celeste claro, los borrachos, los árboles, el río. Cada tanto se corta uno de esos hilitos que sostienen esa estructura que parece que en cualquier momento se viene en banda, y se cae un ladrillo, el techo de chapa o una chimenea. Y todos los ladrillos se van acomodando en la foto. 
Paso por lo que supo ser la cervecería, hoy emprendimiento inmobiliario. Una pinchila, como tantas pinchilas de esta ciudad. Llego al canal. ¿Qué mierda es esto? Pje San Pablo dice un cartel hecho mierda. No sé para qué sigo caminando. Son las seis de la tarde y todavía me queda luz. Un par de pasajes, otra calle y otra. Andrés Llobet. El nombre me queda dando vueltas en la cabeza, pero tengo tantas pelotudeces dando vueltas en la cabeza que no logro hacer coincidir los datos. Un bar, me dijo el Negro Jefe que le había dicho el Negro Ríos. Acá no hay ningún bar. Acá hay borrachos pero no hay ningún bar. Decido preguntar en la despensa y una vieja que tiene mil años detrás de mostradores me atiende limpiándose las manos con un trapo. 
- Hola señora, una preguntita… –dije con tono cordobés, amable, simpático y medio boludo
- Vos sos el escritor, verdad –me interrumpió la señora.  
- El escritor –titubeé- Bueno, sí –dije tímidamente. 
- ¿Sos o no sos? –dijo la señora con el mismo tono con el que mi abuela paterna nos ponía en nuestro lugar. 
- Sí, soy –dije como ese nieto al que su abuela le indicaba las cosas con toda la pedagogía de la época. 
- Pasá. El Negro está adentro –dijo la señora moviendo el mentón hacia allá. 
Detrás de una cortinita destruida, por una puertita chiquita de revoque grueso pintado de celeste, se entraba a otro ambiente de la casa. 
Mierda. 

(continuará)