domingo, febrero 18, 2007

A los ocho

La vida está compuesta por miles de mitos. Eso fue una de las primeras cosas que aprendí y que llevo desde mi niñez desde aquel día en que mi abuela me sentó en su falda y me dijo: “Sebastián, la vida está compuesta por miles de mitos.” Me tomó mucho tiempo entender la frase. Principalmente porque no sabía qué significaba la palabra “compuesta”, ni la palabra “mitos”.
Fui creciendo, y de tanto repetir y repetir, un buen día usé la cabeza, y empecé a pensar todas las palabras que decía. La experiencia parecía emocionante. Me largué a preguntar a todos sobre todo. “¿Qué quiere decir eso?” “¿Por qué pasa lo que pasa?” “¿Seguro que cuando sea grande voy a entender?” “¿Cuándo voy a ser grande?” La decepción fue enorme al encontrarme con pocas respuestas a tantas preguntas infantiles. Ni papá ni mamá se mostraban interesados en explicarme ciertas cosas. Entonces, volvía a la falda de la abuela. Ella un poco más vieja y cansada. Yo un poco más inquieto y más pesado.
Una tarde de mucho calor, sentados debajo del nogal de su casa, la nona me contó historias maravillosas, sobre sus hermanos, su padre, la gente de su pueblo. Me relató, con lujo de detalle, la vez que se salvó de un tigre, allá en el Líbano. Feroces gritos de ese tigre malvado que quería atacarla. La valentía de su hermano que enfrentó al animal con un palo y un cuchillo. Mi abuela moviendo las manos, exagerando cada acción, haciéndola única e irrepetible. Los brazos flacos, caídos, dejándose llevar por la gravedad que parecía ganarle esa batalla día a día. Pobre mi abuela, tan trabajadora, tan cansada, tan hermosa. Disimulaba el dolor que le causaba tenerme en sus piernas.
Y yo que ya no era el mismo chico de cinco años. No, señor. Yo era grandecito, tenía ocho años. “Y los nenes de ocho años no lloran y no protestan, porque sino te voy a llevar a la cueva y te vas a quedar ahí…, con el hombre de la cueva.” Qué poca imaginación que tenía mi mamá para hacerme asustar. Al principio, cualquier imagen monstruosa causaba efecto, pero con el correr de los años, ella perdió la capacidad para causar terror. Si tan sólo me hubiera hablado más, como lo hacía con la abuela. Si tan sólo hubiera peleado con un tigre, un león. Pero no.
En cambio la nona había cruzado un río crecido para buscar comida del otro lado de la orilla, salvando su vida y la de sus, ahora, seis hermanos, por un milagro de alguno de los dioses que solía mezclar y confundir. A la vieja siempre le costó decidirse por una de las tantas religiones que habían cruzado su vida y sus rezos.
Un día no soportó la gravedad, el peso de mi cuerpo en su falda, los Dioses que no le respondían, y creo, también, que ya estaba cansada un poco de pelear toda la vida contra los ríos que le corrieron en dirección opuesta, y los cientos de tigres, leones y animales con los que tuvo que pelear. Siempre luchando para llegar a esa otra orilla a la que no pertenecía.
Sí, los mitos.
¿Qué parte no entendés? Bueno, un mito es algo fantástico. Son esas cosas que elegimos creer para darle a esta vida un poco más de sabor. Pueden existir o no, pero el chiste está en no esforzarse demasiado por encontrar una verdad. Muchos intentan destruir los mitos, los cuentos, las leyendas. No sé cuán felices serán esas personas.
Yo tengo mis propias creencias, mis leyendas. Esas historias que me hacen feliz. La recuerdo a mi mamá, esperándome en casa, con la merienda. Tomaba la leche y salía disparado para el fondo, donde la abuela tejía, y el abuelo esperaba sentado, manso y tranquilo, encontrar ese perfecto atardecer que le permitiera irse en paz de ese mundo, su mundo, donde habitaban otros animales salvajes que nunca supe cuáles eran. El abuelo parecía una persona triste. Hablaba poco, se reía mucho menos. Me pregunto si habrá sido un héroe, como la nona.
Puedo sentir el aroma de las comidas. Esa mezcla de de cocina vieja, con pérdidas eternas de gas, y el olor a guiso que tanto me gustaba. Nadie cocinaba mejor que la abuela María. El amor que tenía esa mujer para cortar las zanahorias, pelar las cebollas, hasta para poner el agua en la fuente. Todos en casa terminaban limpiando los platos con un pedacito de pan. Yo pensaba que era porque la comida era irresistible. Después me di cuenta que lo que había era hambre.
Los asados que cocinaba mi papá, y lo que eso generaba, era algo hermoso. El gordo en cuero y descalzo, preguntando quién quería un pedacito más. La familia toda junta. El vino barato y el sifón de soda para cortarlo. En la punta de la mesa, el abuelo Cacho, a la derecha papá, y a la izquierda la abuela María. El resto se sentaba donde pudiera.
Si hablo tanto de las comidas es porque creo en los momentos. Creo en el poder que tiene un pan con dulce, un plato de ravioles, una sopa, un asado recién hecho. Creo en la felicidad de algunos recuerdos. Creo que algunas cosas son más ricas de una forma que de otra. Que la pizza tiene otro gusto cuando se come con la mano. Que el asado con leña es más sabroso. Que las pastas sin queso de rallar no son pastas. Que el huevo frito se come con la yema blanda, para luego untarlo con pan. ¿Me entendés? Y yo sé que hoy vos estás enojado porque no te quise calentar la leche con chocolate en el microondas. Pero en este jarrito, en este mismísimo jarrito, mi mamá, o sea tu abuela, me calentó la leche todos los días después del colegio, para que yo creciera sanito. Ya vas a ver que te va a gustar.
¿Querés probar? Bueno, pero ahora salí un ratito de la falda porque ya tenés ocho años y sos todo un hombrecito.

martes, febrero 13, 2007

Nos dijeron (mucho antes de poder entender) que de eso no se habla.
Nos metieron miedo porque de eso no se habla.
Nos creímos el silencio porque de eso no se habla.
Nos saltó la duda y preguntamos. Nos dijeron que de eso no se habla.
Nos juntamos y cuestionamos por qué de eso no se habla.
Nos rebelamos y empezamos a gritar acerca de eso que no se habla.
Nos callaron. Porque de eso, no se tiene que hablar.

El lenguaje nos limita cualquier tipo de pretensión de neutralidad.
Está bien que así sea. Está bien que así se crea. Está bien que así se entienda. Está bien si así se aclara. Está bien que no se mienta. Está bien si no te venden una imagen armada por ese mismo lenguaje que solo es usado para matarnos.

Nos limitan. Nos encierran. Nos culpan por creer, por resistirnos a caer, por resistirnos a ceder. Nos meten dentro de un concepto vacío de sentido del que no podemos salir. Nos condenan por luchar. Nos condenan por amar. Nos condenan por no discriminar. Nos condenan por no condenar.
Nos inventan. Nos definen. Nos dicen quienes somos, quienes tenemos que ser y que es lo que vamos a ser.
No participamos de su invento y vamos quedando solos. Solos pero juntos.
Entre nosotros.
Entre “los otros”.

Inventaron el negro de mierda
Inventaron el negro cabeza
Inventaron el boliviano, el peruano, el paraguayo
Inventaron el zurdito
Inventaron el vago que no sabe hacer nada
Inventaron el pendejo de mierda
Inventaron el son todos choros
Inventaron el maricón hacete hombre
Inventaron el que no trabaja es porque no quiere
Inventaron el inadaptado de siempre
Inventaron el por algo será
Inventaron el no te metas
Inventaron el no fueron 30.000
Inventaron el somos derechos y humanos
Inventaron el si quieren venir que vengan
Inventaron el trabajás o estudiás
Inventaron el gente de bien

Inventan nuestro dolor, nuestra felicidad, nuestras lágrimas y nuestras risas.

Lo que no han podido inventar todavía es la forma de hacernos callar. A pesar de los tiros, a pesar de los palos, a pesar de los golpes, a pesar de las heridas de su lenguaje (el de la violencia física y el de los inventos), todavía susurramos, todavía hablamos, todavía gritamos acerca de eso que no se puede gritar.

jueves, febrero 01, 2007

Punto, y aparte


El hombre se levantó sintiéndose extraño. Raro, como cuando no se entiende bien qué pasa, pero hay algo que no es lo mismo. Y a la vez desconocido. Separado de su cuerpo, de su existencia, de lo que aferra a la vida: que es nuestra historia, nuestras relaciones y lo que elegimos retener en la memoria.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Fue hasta el baño a empezar con la primera parte de la rutina. Las necesidades fisiológicas se imponían a esa hora de la mañana. Bajó la tabla del baño, se sentó y orinó. Continuó con la segunda instancia de la rutina: leer el diario. Repasar superficialmente los títulos (Bolivia nacionaliza sus hidrocarburos), las fotos y los epígrafes (Así quedó el estadio después de los incidentes). Pasó algo así como quince minutos sentado allí. Cuando le empezaron a doler los muslos, accionó su cuerpo.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. (Estoy viejo) Le dolían las piernas por tanto tiempo sentado. Se miró al espejo y la sensación de extrañeza se hizo visible. Se veía, pero era otro. Se pasó una mano por la cara y pensó que hacía dos días que no se había afeitado. Entrecerró los ojos y decidió permanecer un día más con esa misma cara; que era la suya, pero no la sentía. Observó que el espejo estaba roto, pero no le dio mayor importancia (esto ayer no estaba). El hombre se lavó los dientes, la cara y las manos. Prendió la mitad de pucho que había dejado la noche anterior y se fue al trabajo sin desayunar. Como estaba bien de tiempo, (me voy a ir caminando) decidió caminar.
El hombre caminó sintiéndose extraño. La sensación se hizo más aguda al recorrer las calles. Todo el mundo le era ajeno. Sentía que caminaba a tientas por la vida. Que cualquier cosa que pasara lo iba a hacer tropezar. Que esta no era su casa. Que la gente estaba disfrazada. Que todo era igual, pero no se sentía así. Los olores cambian, las percepciones también. Las emociones son otras, y la sensación de no pertenecer empieza a inundar el cuerpo del hombre. Se prende otro pucho. Se sube el cuello del abrigo y mira tímidamente para ambos lados. Camina cada vez más rápido, el hombre. Mete las manos en los bolsillos para tantear sus objetos personales (encendedor, etiqueta, llaves, billetera; todo en orden) Ahora los paisajes pasan cada vez más rápido por las pupilas de sus ojos, y no tiene tiempo de registrar todo esto que siente, que conoce pero no reconoce. Comienza a caminar cada vez más rápido. Empieza a pensar. Elabora hipótesis, teorías infalibles, y en pocos segundos vuelve a reformular, se auto responde. Una señora y dos nenes lo miran. El hombre se pone nervioso y empieza a trotar mirando para atrás, con la vista desesperada en los transeúntes y (por qué me miran, qué hice o acaso ustedes no tienen la culpa de todo esto que me pasa, yo tengo los mismos derechos que…) el hombre se tropieza con una baldosa rota de la vereda.
El hombre se levanta sintiéndose extraño. (Ay, no, no, ay, ay) Lastimado en la rodilla derecha y en los codos, intenta recomponerse. La caída fue tan inesperada y rápida, que no tuvo tiempo de sacarse las manos de los bolsillos. Recoge el encendedor del piso y lo coloca de vuelta en el bolsillo (encendedor, etiqueta, llaves, billetera, ¡¿qué me falta, qué me falta?!) Se da vuelta y ve acercarse a dos personas. Rápidamente se recupera y sigue su caminata (¿adonde voy, por dios, adonde voy?) La gente que se acercaba a ayudarlo se queda a mitad de camino. El hombre entra en crisis. La palabra es una: paranoia. Transpira. Hace frío, le sudan las manos y los pies. Siente más frío. Respira cada vez más fuerte y (esto ya lo vi, esto me pasó, sí, quedate tranquilo, shhh, ya está, shh, esto es solo un…) un auto casi lo atropella por intentar cruzar una calle con el semáforo en rojo. El hombre decide tomar un café, sentarse y tratar de conseguir algo cercano a la tranquilidad. Se dirige al bar de siempre y pide un café gigante sin azúcar (sin azúcar, por favor) El mozo de siempre lo mira con cara rara y evita charla alguna. El hombre ve alejarse la figura del mozo y (no me saludó, pero, porq…, tres años viniendo acá, y, ay, ay, la lengua, la pu…) se mete un sorbo de café sin darse cuenta lo caliente que estaba. Putea en voz alta (¡la puta madre que lo parió, café de mierda!) y el dueño del bar se acerca disimuladamente y le pide que por favor no levante la voz. El hombre se sorprende del trato diferenciado (después de tantos años) y no emite palabra alguna. Deja tres pesos en la mesa y un café sin terminar. Corre la silla para atrás, apoyando las manos en la mesa y parte.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. (Me habrá caído mal el café) Se mira en la vidriera del bar y se desconoce. Los reflejos son otros. Observa que desde el interior lo miran, y que los dos mozos y el dueño intercambian palabras (que me miran, si no me robé nada) Da media vuelta y se va. Cada vez hace más frío o por lo menos eso siente el hombre. El viento le pega en la cara y le dificulta la visión. Camina varias cuadras sin saber adonde ir (adonde estoy yendo) De repente se para y evalúa los pasos a seguir. Sus pasos, los que determinan los rumbos. Los que marcan la historia, los que hacen a la historia de uno. Decide no ir a trabajar y volver a su casa cuanto antes. Camina rápido sin mirarle la cara a la gente. Con la cabeza clavada al piso, intenta superar toda esta confusión lo más rápido posible (no entiendo, la gente…, no soy yo, o es que…, estoy loco, lo sé, y duele, duele tener conciencia de eso, porque saber la locura es saber el dolor, es sentir el dolor, y nadie me entiende y nadie me conoce, y soy uno más y a la vez uno menos, y no existo, ante las miradas no existo, y me voy convenciendo que no soy nadie, y…) y en el apuro se choca con un hombre, otro hombre. Ambos se miran a los ojos. El chocado lo fulmina con sus párpados, esperando una disculpa. El que choca siente que esa mirada lo traspasa y lo convierte en nadie. Tres segundos tensos congelan la imagen. Por un momento no existe nada ( ) El hombre chocado no emite palabra y sigue su camino. El que chocó se queda congelado, parado en el mismo lugar. Una lágrima se desprende de su ojo izquierdo, el ojo que siempre llora, que se lamenta, que sufre. El hombre se sienta en el cordón de la vereda y mira un punto del paisaje, hasta que las figuras se deforman y se convierten en un collage de colores borrosos. (puesto que la realidad es esta, puesto que mi realidad es esta, no existo, sólo aparezco a los ojos del resto a través de la violencia, de la ruptura de lo normal, de las diferencia simbólicas: si corro para cualquier lado, si me caigo, si grito, si choco, si confronto; de lo contrario no soy nada, un punto blanco en la nieve, una sombra en la oscuridad, una gota de agua en el mar; si aparezco, es porque molesto, si molesto se fijan en mí, si es lo único que tengo entonces ¿qué hacer?; si la atención es el choque, entonces choco: si mato a alguien el mundo se entera de mí, si me mato, mucho más)
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Un auto pasó velozmente y casi lo empapa. Este acto de violencia, que justificaba su no-existencia en la realidad, hizo que el hombre suspendiera sus pensamientos y se dirigiera a su casa. Caminó con rumbo fijo. El tiempo no existía, no eran los relojes los que determinaban los momentos. El tiempo de los sentidos, de la cabeza, de los pensamientos, de las charlas, de las percepciones, de las estructuras, se alternaban para encuadrar las situaciones. A dos cuadras de su casa, sintió una especie de tranquilidad (ahora van a ver)
El hombre entró a su casa sintiéndose extraño. (Si las cosas son así, así serán) Se sacó el abrigo y dejó en la mesa el encendedor, la etiqueta, la billetera y las llaves. Miró su casa y otra lágrima recorrió su rostro. Se sintió solo, abandonado, tirado a la deriva en este océano, en esta ciudad cargado de anónimos. La lágrima que representaba tristeza se transformó en furia y (esto es una pocilga, yo no soy digno, pero ya van a ver, y van a llorar, porque siempre lloran, las lágrimas de frivolidad cuestan poco y valen mucho cuando las miradas las registran y las cámaras se prenden, ¡tomen manga de cretinos hijos de mil…!) le pegó un puñetazo a la pared. El hombre no sintió el dolor de los huesos rotos. Se dirigió con mirada perdida hacia el baño y se miró en el espejo. Vio sus ojos con sus ojos y (¿esto soy yo? ¿En esto me convertí? ¿Esto hicieron de mí? Entonces es puramente una cuestión de piel, de opacidades, de oscuridad, de sombras, de desprecio histórico; que lo que sufro yo lo sufrieron los de atrás y lo sufrirán los que vengan; pero de mí no van a conseguir nada más, yo no voy a dejar nada ni nadie; someter un alma a tremenda locura; y ellos ríen con la misma facilidad que lloran; y están chochos de que yo no pueda ser lo que me gustaría ser, contentos de que no atraviese por sus inocentes miradas, por su limpio paisaje; y lo felices que están de que yo no pueda llegar caminando al centro, al lugar de ellos, donde ya no pertenezco, donde me echaron, donde no puedo ir más; y me armaron mi ciudad, y esta tierra no es la mía, no es la de mi viejo, y lo extraño tanto…) agarró una hoja de afeitar ( y no pienso soportar lo que soportó él; acá se termina, basta de dedos acusadores, de miradas de rabia, de sentirme todo el tiempo culpable de tanto que ya no sé; es acá que digo basta, y ustedes van a ver, porque voy a estar en todas las pantallas que se prenden a cada hora, y ustedes se van a alarmar, de la misma manera que se alarman cuando hay un nuevo pozo en la calle, o cuando la carne sube, porque siempre se alarman, abren los ojos por dos segundos y pasan a otra cosa, y se les abren los ojos, pero no la mirada; y el dedo siempre apunta a mí, a mi viejo, a los otros; y hoy digo basta, y se van a acordar de mí, aunque sea por unos segundos les voy a amargar el rato, y las comidas que ustedes comen y yo no, se les van a quedar trabadas en la garganta, y espero que vomiten y…) apretó la gillette contra su muñeca derecha y la sangre empezó a correr por su brazo hasta llegar al piso. El hombre observó las gotas desprendiéndose de su cuerpo, el líquido rojo, el color puro, la sangre que todos compartimos, lo que está adentro nuestro y es de todos sin distinciones, lo que hace que todos seamos iguales. El hombre se desvaneció en el suelo.

El hombre se levantó sintiéndose triste, pero con una certeza (no les pienso regalar mi vida: estoy acá aunque no les guste)