martes, abril 29, 2014

Las cosas de Barrio Las Flores XI: Gitanos

La nena llora. Llora como nena. La madre la lleva de la mano, la arrastra, digamos. El llanto se duplica. Las veredas rotas, llenas de agua.Las calles rotas, llenas de agua, territorio minado, desparejo. La madre levanta la cabeza, ve la postal y encuentra la solución, el recuerdo de la vieja receta materna: si no dejás de llorar te van a llevar los gitanos. Clásico. Antes era el hombre de la bolsa, o el cuco, o cualquiera que infundiera terror, aleccionamiento, conductismo básico a la criatura para que dejara de llorar/portarse mal.
Los guasos están ahí, como siempre, como todos los días, como todo el día. Son una barra, sentados sobre la verja, apoyados con el hombro en la pared, parados, fumando un cigarrillo. Los gitanos están ahí, sin hacer nada pero haciendo algo. Esa es siempre la sensación: que hay algo en su nada. Son los vigías constantes de la calle, del barrio y quién sabe de cuántas cosas más.

“¡Eh, tus gitanos son flacos!”, me dijo sorprendido Maxi, al compararlos con los suyos, en la zona de Nueva Italia. Mis gitanos. Me gusta. Me encanta, pero los gitanos tienen la particularidad de ser de ellos y de nadie más, son ellos, y al carajo. El viejo, el que le sigue en viejo, los hombres, los más pendejos, los niños, los muy niños. Ahí están todos ellos, siendo inegociablemente ellos. Hablan a los gritos un idioma de ellos. Gesticulan. Fuman. Gesticulan. Viene una chata, una Toyota, y de ahí se bajan dos, vestidos como ellos, hablan a los gritos, gesticulan, fuman, gesticulan. Se suben otros dos a la chata. Otro queda. Pasa un Bora, toca bocina, gritan, saludan, gesticulan, fuman. Y así. Siempre así y ahí. Van a la panadería, al kiosco, compran cerveza, toman mucha cerveza. Parecen ir todos caminando por ese camino que de tan pisado ya hizo huella. Fosa. Túnel. Un paso tras otro, uno tras otro, pasando los años, las generaciones, las costumbres de la sociedad en la que ellos son un mundo oblicuo.

Yo saludo sólo a uno de ellos. No sé su nombre. Siempre está en alguno de los kioscos tomando cerveza, con la cara roja, supongo que con hojas de coca en su boca, masticando todo el día, con el cachete inflado, la camisa desprendida, el pantalón sucio, como si fuera el mismo siempre. Sé que es de Instituto por algún comentario que me hizo alguna vez. Esa es casi nuestra única charla, nuestro tema. Alguna vez me dijo boliviano, que todos los de Belgrano éramos bolivianos y que había que echarlos del país. Era una broma, una mala broma, una broma de fútbol, aceptable en una tribuna, supongo, pero bastante violenta en el kiosco. Yo sonreí, le dije que no dijera barbaridades pero en un tono lo menos confrontativo posible. El gitano buscó la complicidad de la kiosquera pero no tuvo eco. Dos tiras de pan, acá tenés el cambio. Chau, viejo. Chau, gringou.

Castelli se peleó varias veces con los perros de los gitanos. Parecen hablar el mismo idioma, ellos y sus perros. Ligó varias veces el mío y parece que aprendió: la mayoría de las veces elige ir por la vereda del frente; qué vergüenza, Castelli. Igual, muchos vecinos y transeúntes se cruzan de vereda, no pasan al frente de ellos, al frente de esa siempre abultada cantidad de pares de ojos. Parecen tener miedo a que les griten algo, a que les quieran leer la suerte, a que se los lleven, como la nena que lloraba. Se cruzan de vereda, le huyen a la suerte, a los ojos, al idioma incomprensible, al llanto de aquella niñez.


Quisiera estar ahí adentro de sus patios. En la charla del vermut, en el negocio que están cerrando por un Ford Focus, en las cenas, en las noches, en el sexo, en los mensajes de texto, en el partido de metegol que se juegan siempre en el kiosco, en las confesiones de amor,
en el arreglo del matrimonio, en el chiste, en la verja, sentado,
apoyando el hombro, gesticulando,
fumando,
gesticulando.