domingo, septiembre 27, 2009

Jugadas

Este texto representa una doble felicidad. Primero porque logré "editarlo". Así es. Ya hay varias decenas de papelitos, de fotocopias, de letras impresas, deambulando entre conocidos y desconocidos. Si lo pongo acá es pa compartirlo con los poquitos y poquitas que entran al blog y que no me conocen ni la cara ni el nombre. La segunda felicidad es por el texto mismo, por el tema, la forma, la producción y por la felicidad misma. Así, se completa el círculo.
Abrazos.


Hace calor. Todavía no es verano pero los disparates climáticos permiten que la temperatura se acerque a los 30 grados. Yo escribo en la computadora, intento terminar algo, cerrar una idea. No hay caso. Ese párrafo maldito no quiere terminar feliz y comer perdices. Le digo al monitor que es un hijo de puta. También lo señalo con el índice. Lo amenazo, le pego un tincazo fuerte y me duele un poco la uña. Me siento un poco estúpido, pero no le muestro mi dolor a ese cuadrado brillante. Saco las manos del teclado y puteo de vuelta. De repente me percato de la presencia de mi hijo. Lo miro. Me mira. Siento que lo está haciendo hace un rato largo y empiezo a sentir vergüenza por la mirada de ese niño de seis años que carga mi apellido, mis felicidades, mis dolores y mi patria. ¿Qué pasa pá?, me pregunta. Le respondo que nada. Él me sigue mirando. Tiene seis años y me devora con su mirada. Miro de vuelta al monitor, a las palabras que están escritas, al párrafo hijo de puta que no puedo terminar. Giro mi cabeza hacia mi hijo con la esperanza de que no me siga mirando. Pero no, ahí está, con los juguetes en la mano, sentado en el piso, con sus ojos, los ojos de su madre, esperando una respuesta honesta de su padre. Le digo algo como que a papá le está costando terminar el trabajo. Me pregunta si estoy enojado. Le digo que no. De vuelta esa mirada. Le digo que sí, que estoy un poco enojado, pero no con él, que no se preocupe. No me preocupo, dice, y vuelve a jugar con el autito Duravit que el negro Baltazar le regaló para el 6 de enero.
Lo contemplo mientras juega. Suspiro por no tener que responder más a esos ojos, a esa mirada penetrante. A veces siento que voy a estar totalmente perdido cuando crezca, que a los seis años me gana por todos lados, que me desborda como el mejor Housemann, que echa el centro y me caga a goles. Por ahora no se da cuenta pero su futuro me aterra, me llena la canasta. En este panorama soy un defensor en blanco y negro de los años cuarenta, lento, matungo, rústico, que todavía conserva algo de calidad pero la pierde a cuentagotas. Soy un caudillo al que se le pasan los años y se resiste a aceptarlo. Salgo a la cancha y los pibes me amagan para un lado y me salen para el otro. Y yo corro, patético, con el orgullo herido, tratando de alcanzarlos, camiseteándolos, esperando que el referee me la perdone, por viejo, por piedad.
Vuelvo a mirar la pantalla. No hay caso, el párrafo no se completó solo. No consigo encontrar un punto, un aparte, un seguido. Me levanto y busco algo para tomar. Abro la heladera y saco una botella de coca cola. Busco un vaso grande y pongo tres hielos. Vuelvo al living y saco del mueble la botella de fernet. Mi hijo sigue jugando, estrellando autos con camiones. Calculo la medida y levanto la botella mientras sirvo el fernet para hacerme el barman. Echo la coca con lentitud para que no levante espuma. Después el toque final, el chorrito de líquido negro que baja el colchón beige. Siento que ese es uno de los placeres más grandes de la vida y que me reconfortan las felicidades minúsculas.
Tomo un trago. Suspiro, casi por costumbre. Pienso que en este preciso momento la mitad de los cordobeses deben estar haciendo lo mismo y que la otra mitad debe estar camino al quiosco. Apoyado en el marco de la puerta, miro a mi hijo con ternura. Se rasca la cabeza y con su dedo se hace un rulito en el pelo. Yo hacía lo mismo. ¿Cómo funciona la herencia? ¿Por qué mi hijo repite las conductas que nunca me vio hacer? ¿En qué cosas me pareceré a mi viejo? ¿Me habrá visto él, desde la entrada del living de mi infancia, jugar, hacerme un rulito con el pelo? Automáticamente pienso en mi niñez, en mis juguetes, en los amigos, en los mejores amigos y en las niñas, hoy mujeres, quizás madres o esposas, que amé en silencio. Una noche elaboré una lista, una extensa lista, de todas las mujeres que me habían gustado y que, por supuesto, nunca lo supieron; por lo menos no de boca mía.
En esa noche calurosa sólo se escucha el rechinar del ventilador de techo. Me doy cuenta que mi hijo ya no juega y que me mira nuevamente. ¿Qué tomás?, me pregunta. Me pongo nervioso, le respondo que tomo coca cola. Pide que le convide. Le respondo que no, que en realidad no estoy tomando gaseosa sino alcohol y que el alcohol no es para los chicos. También le pido que no le diga a su madre, que lo mantengamos en secreto. Levanta los hombros y vuelve a los autitos. Yo aprovecho para sentarme nuevamente al frente de ese párrafo. La última vez que lo dejé era un hijo de puta, ahora ya no sé.
Me muerdo la uña y vuelvo a pensar en mi viejo. Se me viene al presente la primera vez que fuimos a la cancha. El viaje en colectivo hasta el estadio, los olores, los colores, los gritos. Aquella noche me compró un gorro, un choripán y una gaseosa. Le ganamos tres a cero a Boca y conté e inventé durante una semana miles de anécdotas en el colegio. En los años felices inventar historias era lo más fácil del mundo. Ahora me siento un viejo lento, al frente de un párrafo que se me caga de risa y un niño de seis años me pasa la pelota entre las piernas, tira el centro y me clava un gol.
Detrás de mí llegan los susurros de mi hijo, las historias que se imagina con un autito y un camión. ¿Y? ¿Quién va ganando?, le pregunto. Me mira, deja de mover los coches y me contesta que nadie va ganando, que no está jugando carreritas. Esta vez me desbordó con una bicicleta y al centro lo tiró de rabona. ¿A qué jugás entonces?, me le planto con los ojos fijos en la pelota. Estoy jugando a la ciudad, me responde. Pero eso no es ningún juego: caigo bajísimo, siento que le estoy pegando una patada de atrás al pibe que me pasó con una gambeta fácil. No me contesta y sigue con lo suyo. A esta altura estoy perdiendo por goleada. Me refugio en el monitor. ¿Habré sido un goleador implacable como lo es mi hijo? Me pregunto cuántas veces le desbordé a mi viejo, cuántas veces le falté el respeto, le gambeteé en la cara, cuántas veces lo dejé parado, con la mano levantada pidiendo un inexistente offside.
Se escucha un ruido de bisagras. Escondo el fernet detrás del parlante. Lo miro a mi hijo, me mira. ¿Qué hacen?, pregunta la mujer que nos ama. Yo titubeo y señalo la pantalla. Empiezo a sentirme acorralado. Ella me mira y yo siento que voy a empezar a transpirar de puro boludo. De repente se escucha: Papá trabaja y yo juego a las carreritas. Miro a mi hijo. Las tribunas se vienen abajo. Hacía años que no veía una jugada así.

viernes, septiembre 25, 2009

Córdoba ta buenaza.



Espacio Literario Nitrato Ferroso.
Miércoles 23 de septiembre.
Piso 18.















volamos alto...............

sábado, septiembre 19, 2009

Belgrano provoca ira

Belgrano provoca ira.
Hay algo difícil de explicar con palabras y por ende, muchas veces, se manifiesta en gestos. No es una casualidad que seamos siempre los más violentos en Córdoba. “No se aguantan perder”, dicen. Más vale que no nos aguantamos perder y espero que eso nunca suceda.
Belgrano provoca ira.
Todavía no terminó el partido. Ya apagué la radio. Nunca lo hago. Hoy sí. Perder 3 a 0 contra un equipo de mierda como Sportivo Italiano me provoca violencia. Si tan sólo fuese por este único partido. No. Esto viene hace cinco años. Prender la radio, apoyar la oreja al parlante y esperar… los goles del local, los comentarios de mierda de los relatores, ese gritito que llega, que se escucha de fondo, ese grito de gol de los cien pelotudos que van a ver a esos equipos de mierda, esas populares semivacías con cien pelotudos que se nos cagan de risa, cien pelotudos hinchas de equipos de mierda. La re mil puta madre que los parió.
Belgrano provoca ira.
Cada día me molesta más escuchar los partidos de mi equipo por la radio. Cada día odio más. Cada día, cada fecha, descreo de las palabras que me llegan, aunque estas se acerquen a la realidad. No importa. No les creo. Yo quiero ser el testigo de mis enojos. Ya no quiero la traducción periodística de los sucesivos fracasos de Belgrano. La re mil puta madre que los parió.
Belgrano provoca ira.
Mejor no sigo.
Prendo la radio.
De vuelta.
Al parecer en el momento justo.
Terminó el partido. Confirmo el patético tres a cero.
Mejor no sigo.
Belgrano provoca ira.

lunes, septiembre 14, 2009

Mujeres que me conmueven I

A la chica del Bar de Mario


Hace un montón de años que estás acá.
Sí.

Ella es una parte de Córdoba. Como cualquiera, como todos, pero más, un poco más.
Ella sonríe y levanta los hombros.
Le digo eso, vos ya sos una parte de Córdoba.
Ella sonríe y levanta los hombros.
Junta los labios, baja las comisuras y sube los hombros. Como cuando uno quiere dar a entender un no sé. O un qué se yo.
Yo le hablo mucho, como si la conociera.
Le digo eso, yo vengo acá y siento que sabés quién soy, que nos conocemos.
Ella asiente y me dice que se acuerda de mi cara.
Me reconforta su respuesta. De las cuatrocientas quince mil doscientas ocho caras que pasaron por sus ojos, ella dice retuvo mínimamente la mía. En esa perspectiva me sentí algo.
Empiezo a preguntarle cualquier cosa. Me fascina su lugar en el mundo. A cada respuesta suya surge una pregunta mía. Sus respuestas son interesantísimas: sus palabras son sus hombros levantados.
No sé.
Qué se yo.
Bueno.
Y sí.
Le cuento una anécdota. Una vez vine y me hice el pistola, te señalé el cartel (“esto es un bar. Acá no se pide música”) y te dije si te podía pedir un tema, con una amplia sonrisa, y vos me despachaste antes del primer chiste. Me sacaste cagando.
Ella parece avergonzarse un poco, casi nada y me dice que la próxima vez, cuando haya poca gente, puedo pedirle algún tema.
Me interesa muchísimo saber qué carajo hace una persona que tiene los horarios cambiados, que vive cuando el resto duerme, que duerme cuando el resto…
Le pregunto eso, qué hacés todo el día, estudiás.
Los hombros levantados. Me dice que no hace nada.
¿Nada?
Nada.

Sonríe.
Me resisto a creer su nada absoluta.
¿Leés?
No.
¿Escuchás música?
No, escucho todas las noches música. Cuando llego a mi casa quiero silencio.

¿Qué hace entonces?
¿Qué hacés entonces?
Duermo.

No acepté su respuesta y contraataqué con todo. Te gustaría viajar, ¿verdad?
Sí.
Y ahí estaba. El recorte de imaginación que la conmovía. A eso no le levantaba los hombros. A eso le sonreía, sí, pero no creo que lo anduviera mostrando mucho.

Miro para atrás y me doy cuenta que se está calentando la cerveza que me mandaron a comprar hace diez minutos.
La dejo de molestar.
Le digo eso, te dejo de molestar.
Todo bien.

Sonríe.
Me voy.
Me vuelvo.
Algún día voy a escribir algo sobre vos.
Levanta los hombros, sonríe.
Sé que no me cree.

sábado, septiembre 05, 2009

La (i)lógica de las cosas (o lo (i)lógico de las cosas)




Pasan cosas raras. Al principio uno las ignora, las deja con las sensaciones sin importancia. Después, cuando las repeticiones y secuencias se confirman llegan los miedos. Y empezamos con el otro lado de las explicaciones: "han de ser fantasmas, entonces".
Un día se me rompió la persiana. La pieza en penumbras, en oscuridad constante, en noche de día, todos los días.
Así.
Y así.
Durante casi dos meses.
Después (espontaneidades de la vida) arreglo la presiana.
De vuelta los colores, el aire circulando, la luz ¡por Dios la luz!
Creo que lo puedo decir: felicidad.
Al día siguiente
se quema la lamparita.
Todas las noches apretando en falso la llave que no da luz
el interruptor flaso
todo falso.
Así.
Y así.
Durante más de un mes.

Ayer se me rompió la persiana.
Hoy cambié las lamparitas.

Sí...
son fantasmas.