martes, enero 01, 2013

Peleas callejeras

Hay una etapa de la vida, esa que va, imprecisa, entre lo que se denomina niñez y lo que se denomina adolescencia, en la que la admiración hacia pequeñísimas cosas es fuerte e incuestionable. Creo que es la misma ingenuidad y felicidad cotidiana lo que convierte a cada sensación en única e incontaminada. Hay pocos peros, todo es así como se lo ve, lisa y llanamente. Así se ama, por ejemplo, a una compañera del Primario, esa que se sienta un par de bancos adelante. Se la ama en silencio, en las bromas, en una tirada de pelos, jugando a la escondida, en los recreos, antes de dormir y en las americanas donde jamás la voy a sacar a bailar, primero por cobarde, segundo porque asumo que no aceptará y tercero porque sí.

Parte de la magia de ser niños o de no ser adultos, tiene que ver con ese amor hacia mucho de lo que rodea. No se piensan segundas intenciones, no se le atribuye al mundo esa cuota de mala leche, desconfianza, dudas, tristezas proyectadas: amo a esa niña de guardapolvos, a mi pelota de fútbol, a las chozas en el cañaveral, a las medialunas con dulce de leche y a la pizza sin anchoas. Casi todo va en el mismo nivel.

Estamos en lo de Hugo. Dos tipos se miden. Un rubio bien rubio y un negro bien negro, tienen los puños en alto, la defensa preparada. Parecen estar dando saltitos, juntando bronca para reventarse a piñas. Es una pelea callejera. La gente al fondo también da saltitos y espera los primeros golpes. La ciudad, los edificios al fondo. El rubio le cruza un derechazo a la mandíbula del negro, que cae y desaparece del cuadro. En el medio de la imagen una leyenda titila pidiendo “insert coin”. En Estados Unidos, en todos los niveles, siempre ganan los rubios.
El Laucha se hace desear. Tiene un cigarrillo en la oreja, como lápiz de carpintero. Somos tres o cuatro pibes los que esperamos verlo jugar. ¿Están listos?, nos pregunta, pedagógico, canchero, agrandado. Dale, Laucha, dale. A que no lo finalizás con Dalshim, se escucha desde atrás. Un desafío, un difícil desafío para casi todos, pero para el Laucha nada era imposible. Manejaba las palancas y los botones mejor que todos. La semana pasada lo di vuelta con Dalshim, si vos lo viste, retrucó el Laucha. Elegí otro, pidió. Comenzamos una mini discusión para desafiarlo a que llegue hasta la final con victoria incluida con el jugador más choto del Street Fighter. Descartamos a Honda, porque, si bien era un jugador lento, con el truquito de la mano moviéndose rápido podía vencer a muchos. Zangief, que tenía una agarradita interesante, y el mencionado Dalshim, quedaron en el camino y le tiramos el mayor reto de todos: terminar el juego con Balrog, un boxeador yanqui que no tenía ningún golpe, ningún truquito que lo hiciera fuerte en el juego. - ¡¿Balrog?! Pfff… me he hartado de terminarlo con Balrog. Preparensé, pendejos –dijo el Laucha y puso la ficha.

Los ojos nos brillaban. Verlo al Laucha derrotar uno tras otros a los rivales con un jugador tan malo como Balrog era digno de admiración. Así era. Cuando él jugaba se armaba un remolino de pibes y no tan pibes alrededor de la máquina. Nadie le ganaba al Laucha.
Primero viajó a Brasil, a enfrentarse con Blanka. Nos daba un poco de envidia que Brasil apareciera en el juego y nosotros no, aunque fuera en forma de monstruo y no de humano. Luego fue a China, donde Chun Li lo esperaba con esas piernas hermosas, obsesión de la pendejada. Viaje corto a Japón para pasar por arriba al mala onda de Ryu. Luego, le tocó ir a la madre patria, Estados Unidos, para derrotar con facilidad al Marine Guille, y al fachero Ken. La Unión Soviética, India y Japón vieron las victorias contra Zangief, Dalshim y Honda. Además destruyó el auto en pocos segundos, a puñetazo limpio, como así también los barriles. A todos los rivales los venció con increíble facilidad. Tuvo suerte de que le tocara Blanka en la primera pelea. Cuando el monstruo brasilero tocaba cerca del final la complejidad aumentaba. Luego vinieron los luchadores finales: el propio Balrog, el gallego Vega, el tailandés Sagat y el insoportable Bison, que volaba de un lado para el otro y tenía un golpe de barredora difícil de esquivar.

Finalmente, en poco menos de media hora, el Laucha se daba vuelta, orgulloso y sonriente por la victoria definitiva:
 - Vamos, pendejos, a ponerla –nos dijo, burlista. Y todos tuvimos que sacar las monedas para pagarle la Coca. Ese había sido el trato, la apuesta. De algún modo el Laucha se aprovechaba de nosotros pero no había dudas de una cosa: lo admirábamos. Jugar bien a los videojuegos otorgaba una especie de estima colectiva que era muy importante, como ser bueno en el fútbol, o jugando a la escondida. El Laucha era para todo el piberío un grande, un héroe, un ganador nato. Creo que se llamaba Daniel, pero nadie lo llamaba por su nombre y el apodo lo tenía casi adherido: el pelo negro, largo y desparejo, los dientes un poco salidos y unas orejas gigantes. Una cara de Laucha que volteaba. A veces usaba una gorra.

Nuestro bunker de videos quedaba a unas 10 cuadras de mi casa, en el barrio de al lado. Se llamaba simplemente “lo de Hugo”. Era un garaje gigante, con unas 15 máquinas. Ahí estaban todos: Capitán Comando, SnowBros, Tumblepop, Pacman, Final Fight, Cadillac Dinosaurios, Los Simpsons, Mortal Kombat, Sunset Riders y varios más. A veces traía algún flipper, pero lo que más había eran máquinas de videítos.

El mundo de los garajes de videos era netamente masculino y a las vecinas les encantaba pensar que era un mundo donde reinaba la droga y quién sabe cuántas cosas más. Éramos muchísimo más boludos de lo que las viejas imaginaban y casi no iban mujeres a jugar. En esa época todavía los chicos podían ser chicos mucho tiempo. Eso permitía compartir actividades y momentos. Así, estábamos codo a codo uno de diecisiete años con uno de nueve.

Como al Laucha no le ganaba nadie y contra la máquina no perdía nunca, había que esperar un montón para jugar. Para entrar en la máquina había dos formas. Una era esperar, preguntar cuántas fichas le quedaba al pibe que la estaba ocupando y hacer fila, aguantar que el otro perdiera rápido, ya. La otra forma era más emocionante. ¿Me puedo meter?, preguntaba el que quería iniciar un desafío. Si el que estaba jugando aceptaba, se iniciaba un duelo. Entonces a veces se armaban lindas peleas fuera del establecimiento. Bastaba con que alguno perdiera un desafío, el otro se burlara y terminaran a las piñas de en serio en la calle. Entonces el Hugo, que era odiado por los padres de todos los niños del barrio por ser el dueño de ese paraíso, salía, pegaba dos gritos y mandaba a todos a las casas. “Después me caen los padres y me culpan a mí”, decía, indignado.

La rentabilidad del dinero infantil era inigualable: cinco o seis fichas por un peso, dependiendo la ocasión. Eso costaban. Recuerdo robarle de a diez pesos a mi viejo y tener para varios días de diversión. Con Tomás cruzábamos el barrio, la iglesia, el descampado, el cañaveral, la plaza del pozo y entrábamos a la zona de magnetismo. Allá a lo lejos, se empezaban a escuchar todos esos sonidos, las musiquitas, los ruiditos característicos de cada juego. Y como los niños que éramos empezábamos a correr, no lo podíamos evitar, corríamos esos 200 metros finales como boludos, como poseídos.

Los noventas recién empezaban y rápidamente nos acostumbramos a ese mundo que se nos venía encima. La época de los videos, de los juguetes nuevos, de la televisión por cable, de las importaciones entrando al país sin límites.

Con el correr de los años empezaron a desaparecer los garajes, los antros de máquinas. En la primera mitad de los noventas poner una salita de videos era un negocio rápido y rentable, y sin necesidad de mayor infraestructura más que un par de enchufes. Algunos ponían una verdulería, otros un kiosco y otros un par de máquinas de videojuegos.

Los controles crecieron y sólo sobrevivieron las grandes salas céntricas. También fue avanzando la tecnología y las consolas pequeñas para las casas. Es curioso notar que todos los progresos de la tecnología buscan el disfrute puertas adentro, y en soledad. Si bien los videojuegos no eran de los pasatiempos más sanos, constructivos o educadores, de algún modo te empujaban a la calle, a trasladarte hacia algo, a recorrer una distancia y a estar con otros, con iguales. Los años te van empujando las costumbres, hasta que se caen y desaparecen. Y vienen otras y luego otras, lo mismo con la gente.

Así, se fueron los garajes, las caras frecuentadas, las corridas desesperadas con Tomás, el barrio sin límites, Hugo, el Street Fighter y el Laucha. A mis diez años hubiera jurado que el Laucha, un ganador de aquellos días, tendría el futuro asegurado: jugaba bien al Street Fighter, el resto de la vida era accesorio.

A veces camino por el centro y las agujas me dan un sándwich de algunos minutos. Saco unos pesos del bolsillo y compro un par de fichas. Los juegos que jugaba ya no existen. Los chicos son otros; bailan sobre una tabla iluminada, corren carreras de rally, se baten a duelo en otros jueguitos de peleas. Ubico algo conocido, algo que me lleve un ratito a la admiración ingenua, al amor por la compañera de primaria. El flipper de los Locos Adams. Pongo una ficha y pierdo rápidamente. Yo era bueno en este juego, la puta madre. Tozudo, coloco otra más y otra más hasta que algo me salga. A la tercera ficha me empiezan a salir algunas cosas, me emociono, avanzo, gano, sonrío. En una de esas me sale una buenísima y pego un grito de felicidad. Jackpot. Miro a los costados, busco a un montón de pibes que deberían estar rodeándome, felicitándome por mi partida. No hay nadie.

Finalmente, pierdo. Dejo de invertir mis billetes, agarro la mochila y me voy. Al salir saludo al cajero con un cabeceo. El tipo me saluda pero ni siquiera levanta la vista de la pantalla de Facebook. Tiene un cigarrillo en la oreja, el pelo largo y desprolijo y unas orejas llamativamente grandes.