viernes, octubre 02, 2015

El ritmo del lunes. (El hombre que quería escribir 11 entrega)



En la mesa los de barba se confiesan porque están de la cabeza, karatekas que a las siete siguen golpeando y buscando ese gran significado que la vida ha programado, desterrado.

Los otros días fuimos a tomar una cerveza con el Perro al barcito que está en la esquina de Cañada y Montevideo. Un barcito muy lindo de la zona más infectada de barcitos. Barcito ahí, barcito allá, barcito a la vuelta, el barcito de la otra cuadra y el barcito de la esquina, ese larguito, que ocupa un espacio muy chiquitito de la vereda. A ese barcito fuimos. Es un barcito que tiene cierta identidad, los dueños son piolas y la cerveza no es ni cara ni barata. 
La noche se hacía cada vez más de noche. La juventud se movía apurada por la ciudad buscando un encuentro. Se ríen los pibes, se sacan fotos las niñas haciendo trompita. Todo es una joda. Ese radio de 20 cuadras de Córdoba no duerme, no para. El Perro y yo tomamos la tercera cerveza. Hace como diez minutos que ninguno de los dos parece querer meter más birra al estómago. Hablamos poco. Le pregunto por el laburo. Responde con una mueca y dice algo que no alcanzo a escuchar. Ni le pregunto, tampoco me interesa tanto y él lo sabe. Miramos las minas, las mesas que nos rodean. Siempre hay alguien riéndose a los gritos, golpeando la mesa. Alguno tira un vaso al piso. Una parejita chapa como nunca y otra como siempre. A mi derecha, un grupo de universitarios hablan a lo loco. A los universitarios, y especialmente a los que estudian carreras sociales, se los reconoce al instante. Los escuchamos. Sé que el Perro también lo hace porque intercambiamos una mirada veloz. Son cuatro, dos chicas y dos chicos. Hablan uno arriba del otro, las palabras se montan una a la otra, tiran una, devuelven otra, ping pong, tenis, squash. Hablan de política, de que la discusión no es esa, sino esta otra. Que el capitalismo, que De la Sota, que el campo, el kirchnerismo, la agrupación, los troskos, la carrera, el plan de estudios, Estados Unidos, que vos siempre fuiste peronista, que qué decís si vos votaste a La Bisagra en las elecciones de Consejo, que compañeros no se peleen, que tenés razón, que disculpame, que sí, que dale, que otra birra. Y luego ya no se pelean más. Ahora planifican. Quieren hacer una radio comunitaria en alguno de los quince mil barrios de Córdoba que están para atrás. Quieren armar una agrupación. Estoy convencido de que si armamos una agrupación les ganamos la próxima elección del centro a los muertos esos, dice uno de los dos chicos, el que más habla. 

- ¿Vos decís, Gastón? –pregunta la hermosa. 
- Meli: en tres meses les rompemos el culo a los troskos – se agrandó el tal Gastón. 

Qué boludo que sos Gastón, pienso; pero sé que sólo lo pienso porque estoy celoso de que “Meli” lo mire con esos ojitos al salame éste. Lo que “Meli” debería hacer es levantarse como si fuera al baño, chocarme el codo sin querer, a pesar de que para ir al baño no tiene que pasar al lado mío, decirme discúlpame, hermoso, y apoyar su palma en mi brazo con una sonrisita, te invito una birra, no me aguanto más a estos boludos con sus discusiones al pedo. Y yo le diría que sí, claro, hermo… Pero qué hago con el Perro. No lo puedo dejar en banda. Tampoco puede quedarse conmigo, sería un embole para todos. Yo sé lo que el Perro quiere pero no, eso no. No sé si me sentiría cómodo. Y Meli es tan simpática, se ha quedado con su mano en mi brazo, esperando mi respuesta, sosteniendo la sonrisa, haciéndome ojitos. 

- Eh, drogadicto –dice el Perro y con el mentón me hace una seña- Dejá pasar al guaso. 

Un guaso se levantó para ir al baño y no podía pasar sin chocarme el codo. Pasá maestro. Gastón hablaba de no sé qué. Meli revisaba su celular mucho menos hippie que su vestimenta, y los otros dos escuchaban la prédica gastoniana. El Perro me miró y volvió a hacerme otra seña haciéndome entender: ¿vamos? Tan universal como que un tarrito arriba del techo de un auto es igual a Se Vende. 
Juntamos teléfono, puchos, encendedor. La banda de Gastón brindaba, chocaron los vasos y uno dijo, exaltado y feliz: ¡el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo! Chin, chin, chin, chin, los cuatro cristales. Realmente creen que el futuro es de ellos. Qué suerte que tienen. Quince años atrás nosotros estábamos brindando con un arremangado, en la plaza del barrio, y tomando porque no hay nada más después, no hay futuro, no hay nada. Algo ha cambiado en este país. Llegando a la vereda del frente le diré al Perro que son unos pendejos pelotudos, aunque por dentro sepa que no es así. Cuando sea grande quiero ser amigo tuyo, Gastón. 
El Perro se prendió un pucho, entrecerró los ojos, tiró el humo al aire cordobés y me miró: 

- Sabés que no es así. Vamos. 

Y con otro gesto universal me invitó a seguir caminando hacia adelante. 

viernes, julio 10, 2015

El hombre que quería escribir. Décima entrega. "Perro Amor"


Para el Perro nunca iba a existir alguien igual. Fue ella y será ella. Para siempre. 
La misma historia: pasados de copas, pasados de todo, cuando el piso es un enchastre, la música suena alta para un par de pocos y todo el espacio se va desvaneciendo, el Perro arranca:
- … son todas iguales, loco, todas iguales. 
Son todas iguales, piensa y dice. Todas menos ella, claro. 
Se queda en silencio, mueve el vaso, abre la boca como para decir algo, se manda el trago, el traguito para una sed hirviente. Vuelve a abrir la boca y dice, sabiendo que lo que está por decir lo ha dicho mil veces, hasta el hartazgo de todos, incluso de él mismo, por eso antes se detuvo, pero ahora ya no va a poder hacerlo, porque lo siente, lo siente bien adentro y tiene que salir, como una ansiedad hecha costumbre: 
- Nunca va a haber otra María Emilia.
¿Quién es o quién era María Emilia? Fue la novia del Perro, hace ya muchos años. Era linda la flaquita. Media loquita como le gustaban a él. Con arranques raros pero dulces, siempre dulces. Sonreía mucho pero también se deprimía por cosas que al Perro a veces le parecían absurdas, como una canilla perdiendo agua, una señora vendiendo praliné, un nene llorando o las paredes sucias de su barrio. Esas cosas te pueden molestar, hasta te pueden conmover, le decía el Perro con todo el amor, pero no te podés deprimir, mi amor, no te podés largar a llorar por estas cosas, le decía acariciándole la cabeza. Pero era una buena mina, para el Perro y para todos. No vivían juntos pero casi. Ella era del interior. El de acá, del interior del interior. Estaba feliz mi amigo. Estaba. 
- … y cada día que paso me convenzo de eso, loco. Y te digo más: … –dice con el dedito en alto, como queriendo aleccionarme. 
Y ya sabemos todos, casi con las mismas palabras, en el mismo orden lo que el Perro va a seguir diciendo. Generalmente lo dejamos ser, permitimos que hable y hable, contradiciendo las mismas cosas de siempre, hasta que se la pasa. Pero a veces yo también estoy ebrio:
- La concha de tu madre, Perro. –lo interrumpo antes de que empiece con el monólogo- ¡La mina te cagó y vos me decís que nunca va a haber otra igual! ¡Muerto! ¡Das vergüenza, hijo de puta! –le digo, como si no me importara nada, sabiendo que me importa todo. 
Esa es la parte en la que todo el relato mágico del Perro recibe el golpe más bajo, el que lo deja al borde de la lona. Él amó a esa mujer y ella también lo amó. Eran el uno para el otro, eso lo sabíamos todos. Pero pasó el tiempo, poco tiempo y la cosa se desinfló. La excusa de la infidelidad les vino, en cierta medida, bien a los dos. El Perro no era ningún boludo y se hartó de ir de cucha en cucha, y ni siquiera estaba realmente dolido porque la mina haya estado con otro guaso, pero él la amaba. Y la mina también. Pero terminaron y él comenzó a caer en lo que había pasado, en la pérdida, en el dolor de no tenerla cerca, de no agarrarle la mano, jugar con el piercing en su lengua, en las canillas que le daban forma a las piernas, en la risa, en los estallidos de esa risa, en su felicidad. ¿Y la felicidad del Perro? ¿Adónde mierda estaba la felicidad del Perro?
- No me importa lo que me digas –dice, negando con la cabeza gacha, cabeza de escavio- no va a haber otra igual. Tenés razón, culiado, pero… -se le traba un moco en la garganta. Carraspea, lo saca y escupe una bola amarilla, al borde de la materia sólida y dice: la concha de tu madre. –me dice a mí, porque me mira a los ojos. Me mira con los ojos rojos. Y me susurra la concha de tu madre. Yo me estiro un poco y apoyo todo el peso de un brazo cansado. El hace lo mismo. Nos apretamos, la palma en el hombro. 
Y somos uno. A veces con el Perro somos uno.

sábado, mayo 23, 2015

El hombre que quería escribir. Novena entrega. El Negro Ríos parte II.


Tomamos otra cerveza, ahora más relajados. Brevemente me contó que el muchacho anterior había venido para conocer lo del ascenso del 2006 de Belgrano. Yo asentí preguntándome qué mierda tenía que ver éste con el ascenso, pero él dio por hecho que yo sabía a qué se refería. Yo le conté que había empezado hacía muy poco con esto de escribir. No había escrito todavía una puta página en mi vida, pero a eso él no tenía por qué saberlo. El alcohol ablandaba la fotografía y la charla fluía. 
Ríos es un tipo que le ha dedicado su vida al fútbol pero el fútbol parece no haberle dedicado mucho a él. No me explico de qué puede vivir este hombre y tampoco se lo voy a preguntar. No son las cosas que más me interesan. Si el Negro Jefe me mandó a tomar cerveza con este guaso es porque tiene algo para decirme, algo que contarme. Sólo hay que esperar que la jugada vaya fluyendo en la cancha y cuando todo esté dado, cuando el dos ya se mandó al ataque y la pelota vuela con comba perfecta hacia el área donde todos saltan: 

- …jugábamos en Alberdi –señaló con el índice hacia allá- Así que habíamos quedado con los muchachos en comer un asado. Comimos, chupamos, salimos para la cancha. Esto habrá sido a comienzos de los años noventas. No me acuerdo nada del partido, ni contra quién jugábamos ni cuánto salimos ni nada. La cosa es que apenas el árbitro pita el final del primer tiempo todos se apuran para sentarse, y en la tribuna de Los Piratas tamos más apretados que la mierda. Logro hacerme lugar y quedar sentado muy incómodo. Busco acomodarme mejor pero es muy difícil. En eso empiezo a sentir la billetera en el bolsillo derecho, siento que se me está cayendo, que cualquier movimiento que haga se me va del bolsillo. Trato de zafar una mano y meter la mano en el bolsillo. Cuando hago eso la billetera se me cae del bolsillo y no da que tengo tanta puta mala suerte de que pasa por entre medio de la unión de la estructura de la tribuna y se cae abajo, ¡abajo de todo!- dice emocionadísimo. 
- ¿Abajo de la tribuna? –pregunto yo nomás para alentarlo a seguir. 
- ¡Sí! –grita, un poco ebrio ya. 
Cuenta un par de giladas que no tenían que ver con la historia y vuelve con todo:
- Me quería matar, imaginate. Llegar a casa, sin los documentos, el carnet de conducir (en esa época trabaja en la calle, con una chata haciendo repartos), la poca guita que llevaba. No, no, me quería matar. Pero bueno, me las tuve que aguantar… 

… Cuando terminó el partido ya era de noche y decime vos ¿a quién querías que le preguntara cómo ir debajo de la tribuna? Nadie me iba a dar bola en el club. Esto fue un domingo, yo caí al club el miércoles a la tarde, fijate lo boludo que fui. Bueno, voy pregunto por acá, por allá y caigo a hablar con el intendente –hace comillas con los dedos- del estadio. Un viejo, como los viejos de un club. Le cuento lo que me había pasado, me pregunta porqué no había venido antes, le invento que una cuestión laboral me lo había impedido y dice “bueno, vamos a ver qué encontramos, amigo”. Cruzamos por el medio de la cancha. Qué emoción –dice y hace una bolita con migas de pan de la mesa-  El viejo caminaba balanceándose, pisando con la cara externa de los pies, viejo chuecazo. Tenía una argolla así llena de llaves, las llaves de todo el club. Había llaves que tenían como cien años de puertas que no deben ni existir. Llegamos y me dice “bueno, fijate por acá a ver si la encontrás y después llamame, ¿sí? Yo voy a estar ahí donde me encontraste”. Y se fue… 

Debajo de la tribuna había un colchón de papelitos y suciedad acumulada de miles de partidos. Caminé pateando papeles, vasos de coca, botellas de vidrio rotas y mucha basura de todo tipo. Calculaba por dónde podría haber caído la billetera dada mi ubicación en la tribuna. Miraba hacia arriba, el sol filtrándose por las grietas de la vieja tribuna, señalaba y marcaba trayectorias con los dedos…. Pero no había caso, no aparecía. La tribuna estaba dividida por un paredón y noté que había una pequeña puertita de chapa, muy oxidada. Miro para los costados, como esperando que alguien me gritara “¡ni se te ocurra abrir esa puerta, nero!” Avancé hacia el pedacito de picaporte. Estaba roto, obviamente, pero noté que la puerta estaba trabada por la hinchazón, que cerraba y abría a la fuerza. Volví a mirar hacia los costados, apoyé el hombro éste -se palmea el hombro derecho- y peché…

… Entré cayéndome y rodando. Putié y me levanté sobándome un codo y cuando levanto la mirada, con la mano todavía limpiándome el codo, vi a toda una familia. ¡¿Entendés?! ¡Una familia entera! –el Negro inclinó la silla para atrás y casi se cae de la emoción de estar contando la historia, o de que alguien lo estuviera escuchando- Te juro que parecía una foto –dijo haciendo el marquito con las manos- La vieja fregando la ropa con la tabla y el fuentón de chapa. El abuelo en un sillón destartalado leyendo pedazos de diario, los pendejos pateando algo redondo que hacía las veces de pelota, un bebé llorando, alguien lavando los platos, el que parecía ser el padre de familia subido a dos ladrillos y una tabla, tensando el alambre que cruzaba por toda la tribuna donde había muchas prendas de todos colores, y un perro que dormía. Era un almanaque de Molina Campos...

Hizo una pausa para que la fotografía fuera creciendo en mi cabeza. Este negro es un negro hermoso. Fondo blanco para quién sabe qué numero de vaso. Los cadáveres marrones se acumulaban en la mesa, en el piso. 

…Me quedé mirando, con no sé qué cara, pero completamente sorprendido, no sabía qué decir. Me salió un “pe..perdón”. “¿Qué necesita amigo?” Dijo el que estaba arriba de los ladrillos y la tabla. Y yo arranqué nervioso, como diciéndole que se me había caído algo, pero que no sabía dónde, y me preguntaban qué era para saber si alguno de los chicos lo había encontrado y yo que no sabía si decirle que se me había perdido la billetera porque capaz que me decían que no, que no la habían encontrado y después se iban a poner a buscarla y me iban a robar qué, diez mangos, cuánto habré tenido. Las evasivas no me duraron mucho: no tenía nada que perder y lo único que tenía que recuperar eran los documentos. Les conté cómo había extraviado la billetera, el día, el lugar donde creía que había caído, lo de mi laburo, los documentos. Ahí nomás el abuelo les preguntó a los dos críos que habían parado de jugar a la pelota si no habían encontrado una billetera. Los niños negaron sin decir palabra alguna. El tipo dejó la tarea de tensar el cable, se bajó del improvisado atril, me dio la mano y me dijo “mucho gusto, Alberto”. La cuestión es que toda la familia se puso a buscar entre toda la chatarra que acumulaban la condenada billetera. 

En un momento, después de una búsqueda sin éxito, comencé a olvidarme de la billetera. La mujer puso la pava en una hornalla adaptada a una garrafa. Tomamos mate, sentados en ronda, uno sobre un cajón de cerveza, otro en una silla sin respaldar, el abuelo en el único sillón de resortes y goma espuma expuesta. Me contaban lo que era vivir ahí abajo. La forma en la que se sentían los goles, los festejos, la tribuna saltando, y también los quilombos, las balas y los gases. “No se da una idea usted cómo se siente desde acá la tristeza. Parece que no pero sí…” Me dijo Alberto mientras chupaba de un matecito dulce. La tristeza sintiéndose del otro lado del cemento… Era muy fuerte. Me contaron de la cantidad de cosas que caían; “usté sabe que cuando cae una billetera, para nosotros es como un regalo del cielo, como si Dios se acordara de nosotros de vez en cuando”, decía la señora, mirando, hablándole a mí y a Dios. “Yo quiero que usted sepa que cuando eso pasa nosotros esperamos un par de días para ver si alguien la viene a buscar, y si no la busca nadie, ahí sí, usamos la plata para comprar comida o lo que haga falta y si hay documentos se los damos al Intendente del club. Usted tiene que quedarse tranquilo que si encontramos su billetera se la vamos a devolver, con la plata que tenga y todo”. 
Estuve un par de horas con ellos, charlando, tomando mate primero y unos vinos después, como para no despreciar, ¿vio? Cuando se hizo muy de noche me levanté, les agradecí por todo, saludé y me fui… 

No dije nada. Dejé que el silencio amansara la historia entre todas las palabras que andaban flotando, tiradas arriba de la mesa, adentro de los vasos, en el ruido del televisor, en los griteríos del fondo, en el borracho que se dormía sentado y de brazos cruzados, en el Negro Ríos y en mí.



sábado, mayo 09, 2015

El hombre que quería escribir. Octava entrega. "El Negro Ríos I"



Me golpeé la cabeza con el marco de la puerta. Entré sobándome al ambiente contiguo, rascándome con la palma de la mano el marote, y las miradas me pegaron por todos lados, creo que hasta se escuchó el sonido de los ojos al moverse. Me sentí intimidado y un poco salame. Nada nuevo: desde que me bajé de colectivo vengo sintiéndome así.

Dos viejos jugaban al dominó. Otros cuatro le daban al truco en una mesa al fondo. El resto un montón de tipos solos que miraban una tele colgada en una pared. ¿Cuál de todos estos negros es mi negro? ¿Ese que está tomando un sodeado? ¿O es aquel otro que se está durmiendo sobre un vaso de cerveza caliente?

- ¿Qué hacés acá pendejo de mierda? –sentí la voz y la mano pesada apoyándose contra mi hombro. Me di vuelta con el pis a punto de salirse.
- Te cagaste todo, pendejo –me dijo el Negro Ríos cagándose de risa.
Listo, encontré a mi negro, contuve mi pis y los huevos fueron descendiendo a su lugar.
Largué una risa como pude:
- ¿Señor Ríos? –pregunté.
- ¿Señor? –preguntó el Negro- Decime Negro. Acá todos me dicen Negro –completó.
Levantó la cabeza y le habló a los guasos:
- ¡¿Cómo me llamo yo?! –gritó a todos.
Algunos levantaron la mirada, otros no le dieron ni bola.
- ¡Negro culiado te dicen a vos! –se escuchó desde el fondo, seguido de algunas carcajadas.

Nos sentamos en una mesa de plástico. Mi silla, también de plástico, parecía que se iba a partir. Pensé en la humillación de que se me rompiera la silla, me voy a caer y se me van a cagar de risa todos. Me cambié a una de Quilmes. El Negro me miraba hacer. Yo sabía que él sabía que estaba nervioso, y jugó acorde. No podía ser más local el tipo y yo no podía ser más visitante. Parecía un equipo chico.

- Bueno –dije arrimando la silla hacia adelante. En el impulso moví la mesa y se cayó un vaso de plástico que por suerte ya había sido escabiado. Fue como cuando apenas empieza el partido y uno se manda una burrada como sacar desde el arco y mandarla lejos al lateral.
- ¿Qué vamos a tomar entonces? –dijo el Negro cuando estaba por agacharme a buscar un vaso vacío.
- No sé. Lo que usted quiera.
- ¿Cerveza?
- Cerveza.
El Negro corrió la silla hacia atrás con cuidado, se levantó y fue a buscar la bebida. Quedé solo. Miré hacia los costados y a nadie parecía interesarle mi presencia. Mejor, me siento más tranquilo así.
- ¿Así que vos sos escritor? –me preguntó el Negro Ríos, dando vueltas el vaso con un poquito de cerveza, mirando el remolino y empinando.
- Sí –dije con mentirosa seguridad.
- Ah, vos también –sonrió arqueando las cejas.
No entendí.
- Hace unos años vino a verme un escritor. Escritor o periodista, no sé –agregó.
Maldición, competencia, pensé. Este tipo no sólo era escritor sino también periodista. Con eso no podía competir.
- ¿Y? –pregunté estúpidamente porque no sabía qué decir. Pero paradójicamente la pregunta pareció desconcertar al Negro, que se quedó pensativo.
- Removí muchas cosas, pibe –dijo, y parecía estar conteniendo una emoción. Yo no dije nada. Lo dejé mirando hacia adelante pero mirando hacia adentro, hacia alguna historia, hacia algo que yo desconocía.
- Nunca nadie me agradeció por el ascenso del 2006 –dijo a punto de quebrarse.
Se sirvió un vaso. Lo tomó. Todo. La cerveza lo trajo nuevamente.
- Me dijo que iba a volver. Todavía lo estoy esperando –dijo forzando una sonrisa. Creo que publicó un libro. Nunca lo vi –perfecto, lo que necesitaba: encima el tipo ya había publicado un libro.
- Lo que yo quería era charlar con usted porque quiero escribir un libro –dije, contratacando a nadie y cambiando de tema.
- ¿Un libro de qué?
- No sé muy bien –y quise sonar seguro- estoy en la búsqueda de historias, de cosas que le pasan a todos, a la gente común, a los que quedaron afuera –terminé de decir eso y no podía creer haber tenido esa claridad para decir algo, me sentí el dos del equipo pasando rivales y la platea parándose de a poco. Cuando el dos sale hasta la mitad de cancha cualquier cosa puede pasar. El Negro asintió. Había ganado su confianza.
- A los que quedaron afuera… -dijo pensativo, dejando la flotar la frase.

miércoles, marzo 18, 2015

El hombre que quería escribir. (Folletín) Séptima entrega.


Viernes

Había quedado en encontrarme con el Negro Angel Ríos. Al contacto lo había hecho otro Negro, el Jefe, el hermano del Gringo y de la Colo. Al parecer es un personaje hermoso de esta ciudad, uno de esos guasos que no aparecen en ninguna pantalla pero del que muchos tienen alguna referencia, leyenda. Cuando escuché su nombre me sonó familiar.
Llevaba anotada la dirección en un papelito pero el papelito ya no estaba más en mi bolsillo. Al bajarme del colectivo me di cuenta, putié y volví a preguntarme porqué siempre me pasa lo mismo. Recordaba mi letra en azul, el nombre de la calle, Arturo Orgáz, pero a qué altura. ¿A qué altura? 
Me bajé de uno de los setentas y fui pateando desde Colón, bajando por Orgáz, haciendo equilibrio en las veredas rotas y tratando de ganarle el juego al laberinto de mi cabeza. Me esforzaba por recordar, recordar, recordar, recordar. Había escrito es número en el papel. El papel ya no estaba. El número tampoco, pero alguna vez estuvo, alguna vez mi cabeza le envió la señal a mi mano para que escribiera ese número de tres ¿tres? O cuatro dígitos. 1114, 680, 2320, 915, cualquier número puede ser, cualquier. 
La cancha de Belgrano. 
No es tan alta, che. Creo que vine alguna vez acá. Estos le dicen Gigante a esto. Ni se compara con Las Flores. La platea de los socios del Verde es mucho más alta que esta. Me cae bien Belgrano pero cuando jugamos por el torneo o por otra instancia más picante como la Libertadores, ahí sí, ahí quiero romperles el orto. 
No puedo recordar el número. Miro la hora: es temprano. Voy a poder perderme y encontrarme sin llegar tarde. Mucha gente en las veredas, con la mesita afuera, las sillas de chapa o las de patio blancas. Toman mate dulce, vino tinto, soda, nada. La vieja, el gordo en cuero, la tele prendida al mango desde adentro, o La Mona cantando La Reina de la Mentira. Otro con el parlante del Fiat Uno al mango con el cuarteto más  gritón: Damian Córdoba, La Banda de Carlitos, esos. 
Todos me miran, en este barrio todos miran y yo empiezo a sentir que saben que no soy de acá. Soy muy cagón. Lo sé pero igual me hago el valiente y disimulo mi paso más acelerado. Todos se deben dar cuenta que soy un cagón, la concha de su madre. Listo. Es obvio lo que va a pasar: a mis espaldas se va a levantar el guaso ese de la gomería porque va a creer que lo miré mal o que simplemente lo miré y eso no se hace. Y se va a levantar el gordo lleno de grasa y aceite en la remera hecha mierda con una escopeta y me va a decir: “vete de nuestro Barrio, intruso” y va a disparar su escopeta recortada hacia mi espalda. Bien de película. Probablemente no diga vete de nuestro barrio, intruso, sino algo como qué mirai culiado.  
Alberdi es un barrio en el que notás que mucho de su paisaje, en muchas de sus calles, parece estar sostenido por hilos, hilos como telarañas, como estalactitas de paisaje. Los ladrillos de las casas, las casas hechas bosta, las calles hechas bosta, las veredas hechas bosta, la oscuridad de noche y la de día, la suciedad, la cancha, los peruanos, los malandras, las viejas, los pendejos, el celeste oscuro, el celeste claro, los borrachos, los árboles, el río. Cada tanto se corta uno de esos hilitos que sostienen esa estructura que parece que en cualquier momento se viene en banda, y se cae un ladrillo, el techo de chapa o una chimenea. Y todos los ladrillos se van acomodando en la foto. 
Paso por lo que supo ser la cervecería, hoy emprendimiento inmobiliario. Una pinchila, como tantas pinchilas de esta ciudad. Llego al canal. ¿Qué mierda es esto? Pje San Pablo dice un cartel hecho mierda. No sé para qué sigo caminando. Son las seis de la tarde y todavía me queda luz. Un par de pasajes, otra calle y otra. Andrés Llobet. El nombre me queda dando vueltas en la cabeza, pero tengo tantas pelotudeces dando vueltas en la cabeza que no logro hacer coincidir los datos. Un bar, me dijo el Negro Jefe que le había dicho el Negro Ríos. Acá no hay ningún bar. Acá hay borrachos pero no hay ningún bar. Decido preguntar en la despensa y una vieja que tiene mil años detrás de mostradores me atiende limpiándose las manos con un trapo. 
- Hola señora, una preguntita… –dije con tono cordobés, amable, simpático y medio boludo
- Vos sos el escritor, verdad –me interrumpió la señora.  
- El escritor –titubeé- Bueno, sí –dije tímidamente. 
- ¿Sos o no sos? –dijo la señora con el mismo tono con el que mi abuela paterna nos ponía en nuestro lugar. 
- Sí, soy –dije como ese nieto al que su abuela le indicaba las cosas con toda la pedagogía de la época. 
- Pasá. El Negro está adentro –dijo la señora moviendo el mentón hacia allá. 
Detrás de una cortinita destruida, por una puertita chiquita de revoque grueso pintado de celeste, se entraba a otro ambiente de la casa. 
Mierda. 

(continuará)

sábado, febrero 21, 2015

El hombre que quería escribir. (Folletín) Sexta entrega.


Martes

El asado es literatura, sin dudas. El fernet también y el whisky también, por supuesto. La charla con un amigo como el Perro, bueno, no sé si es literatura, pero algo es. Y a veces es tanto que no podemos parar, ni decir hasta acá llegamos. El dolor del cuerpo un martes a la mañana no es literatura, o por lo menos no es lo que me gustaría estar leyendo. 

Ayer fue tremendo, un clásico de dos guasos que van quedando solos, una raza en extinción en ciertos círculos, grupos, clases: la del soltero que ya pasó los 30, el de clase media, el que terminó el secundario, incluso fue a la universidad un rato, que alguna vez ha estado de novio y que probablemente vuelva a estarlo pero que no tiene ninguna intención de abandonar su estado de bienestar: libertad, fraternidad e igualdad. Soltería, nutrida vida y rutina de amistad, y orgullo propio. El que se va quedando solo en las reuniones familiares, las de fin de año, las de las abuelas, tíos, primos y niños, esas a las que siempre van las esposas y las novias ya conocidas, importantes para la familia porque ya aparecen en las fotos, esas que van a poner en algún marquito sobre una mesa ratona, y también esas caras nuevas, las que traen los primos más jóvenes, esas ricuras que quieren impresionar a la abuela y a la suegra. Alguna llegará hasta el final y la veremos en las fotos más viejas junto a toda la familia para que mamá diga, agarrando el marco: mirá el corte de pelo que tenía el tío Oscar, qué loco el tío Oscar, siempre el mismo / qué gorda que estaba la Claudia, che /ah, mirala a la Roxana, tan jovencita, ese fue el primer día que la trajiste, hijo, me acuerdo hasta el día de hoy. Algunas abandonaran el álbum familiar antes de tiempo. ¿Te enteraste que el Ezequiel, el más grande de la tía Claudia, se peleó con la novia? Dirá mi mamá, bajito, en tono de secreto, sin mirarme, abanicándose, casi como si fuéramos dos espías, uno al lado del otro. Yo ya lo veía venir, esa chica me daba mala espina, dirá. Lo que mamá no sabe es que el primo Eze tiene una debilidad por la carne ajena. Y por más de que su novia partía la tierra él no podía controlar ese temita. Y la mina lo dejó. Pero mamá es sabia y las tías también. Esas viejas que están sentadas en esas sillas desde que tengo uso de razón. Esas estatuas son parte de todas las fotografías y en todas deben haber estado sentadas ahí, con la misma ropa. Esas viejas que no quieren a nadie, ni siquiera a sí mismas pero que parecen disfrutar mucho del chisme. ¿Cuál de todas mis novias o menos que novias aparecerán en esas fotos? ¿Seguirán ahí, en ese álbum, o alguien se habrá encargado de ir limpiando los fracasos? Los divorciados, las parejas de las que toda la familia se quiere olvidar, suelen abandonar el álbum, las novias de la juventud no. 

En esas juntadas familiares yo soy ese. Y el Perro también. Somos dos fracasos del amor y de la familia, y del deber ser de esos. Me la paso tomando fernet con los primos más jóvenes, a los que creo que les caigo bien y piensan que soy algo mucho mejor que lo que soy. Les cuento las anécdotas de mis años ágiles y se vuelven locos. Quieren eso ya. Quieren ir a la facultad, conocer gente, ponerla, fumar marihuana y, alguno que otro, cambiar el mundo, pintar carteles, ir a marchas en las que no sabés muy bien por lo que está marchando, y así. Así y todo, estos pibes van a ser los futuros artistas, creativos, pensadores de esta ciudad. Como yo, que voy camino a convertirme en un destacado escritor. 

Pero también están los otros, los hijos de los tíos que tienen guita, más que guita: clase. Esos que tienen entre 16 y 20 años y todavía piensan de que a los 25 van a estar recibidos y que en breve tendrán un trabajo acorde a su clase media acomodada y la casa, el auto y la mina. La hermosa familia igual a la de papá y mamá, y la calcomanía en la parte trasera del coche. Con esos no hablo mucho, no me registran a pesar de que jugaba mucho cuando ellos eran chicos. Les llevo entre 10 y 15 años, creo. Yo tenía 18 años, y fumaba una seca y me colgaba jugando con los más pendejos. Era el mejor primo de todos. Pero ahora estos primitos que tienen barbita algunos y otros la piel llena de granos, que juegan con celulares que yo no puedo comprar, apenas me saludan. Y ni me miran. Soy el fracasado que sigue trabajando en el mismo call center desde hace 8 años. Me dan la mano, yo atino a agarrarla pero en vez de eso golpean mi palma y me levantan un puñito maricón para que yo les golpee con el mío. Así se saluda hoy. El problema es que yo no suelo llegar tan fresco a estas juntadas y  a veces se me da por hacerles algunas bromas a los primos chetos, los de flequillo pegado a la frente, y cuando me saludan así les pego un puñetazo en el puño, y ellos pegan un gritito, ni siquiera un grito, una puteada, porque así de blandita está la juventud acomodada que ni se les ocurre decirme qué pegás pelotudo. No me dicen nada, y se van. Debe ser por eso que apenas me saludan.

Un tío abuelo me preguntó una vez si yo era puto. No traés nunca a nadie a las juntadas de fin de año, me dijo. Yo tenía 27 años, me había separado de una tarada importante a la que nunca había llevado a los eventos familiares y estaba en la mejor época de mi vida con las minas y con la noche. Ese estado se extendió un tiempo con un descenso sostenido en el levante de aquella época dorada. No tío, no soy puto. Le llené el vaso de vino y nos quedamos viendo a los nietos más chiquitos bañarse en una piletita con 15 centímetros de agua. 

El Perro y yo nos vamos quedando solos. Los amigos piolas tienen novias piolas. Los amigos más boludos a veces también tienen novias piolas, que no los merecen, que andarían mucho mejor con alguien como yo. Y también están las novias pelotudas. Uno no entiende cómo alguno de nuestros mejores amigos, los mejores de los mejores, pueden estar con personas tan estúpidas, con lo cual eso los transforma de a pocos en pelotudos, hasta el punto de convertirse en un pelotudo total. O de dejarla. A veces pasan. Las dos cosas. En cambio amigas solteras quedan pocas. Muchas se casan y no las vemos más. Agarran el autito del Juego de la Vida, giran la rueda, avanzan, nace un hijo: recibe regalos. Y se van, casillero por casillero. Es así. Chau, amiga, chau, jamás volveremos a salir a tomar algo con toda la banda, jamás bailaremos ebrios y amistosos en Pétalos, jamás te volveré a hablar al oído, a decirte que me encantaría que estuviéramos solos y darte un beso, oler tu perfume, jamás volveremos a volver borrachos porque te prometí acompañarte a tu casa porque estabas muy mal, riéndonos, vos con las sandalias en las manos, con el sol ya saliendo, hasta la puerta de tu depto donde voy a intentar besarte nuevamente y vos que no, boludo, que mi novio está arriba durmiendo, pero sonriendo, sabiendo de que tenés ganas, que no te gusto, realmente no te gusto, pero que esa noche, esa caravana de amigos, esa costumbre nuestra de juventud de salir y tomar, que el mundo se acaba esta noche, esa misma noche me darías un beso y quizás nos animaríamos a dormir juntos, pero no, estás de novia, pero igual ponés las llaves en la cerradura, abrís la puerta del edificio, hacés un paso, te volvés, me sonreís y me das un beso, un beso corto pero largo, diez segundos de tu lengua con la mía, y me decís chau, tonto, nos vemos en la facu el lunes, chau amiga. 

Chau amiga. 

Y así el Perro y yo nos vamos quedando solos. 

En veinte minutos entro a laburar. Voy a llegar tarde, lo sé. Pero igual voy. Ojos cerrados, mordiendo los dientes. Soy un defensor que a veces no sabe a qué mierda juega y siempre está cerca de la tarjeta roja. 

martes, enero 06, 2015

El hombre que quería escribir. (Folletín) Quinta entrega


5

Lunes

Estamos en casa. 
- ¡Compramos carne y nos hacemos un asado! –dijo el Perro emocionadísimo, con los ojos y el cerebro convulsionado al tirar semejante buena idea. 
- ¿Y dónde vamos a conseguir una carnicería abierta a esta hora? –pregunté y miré mi reloj: eran las 9 de la noche. Todavía están abiertas todas las carnicerías. Me sentí un cagón al haber hecho esa pregunta.  
- Compramos allá, en la ruta. Esos hijos de puta no cierran nunca –la euforia del Perro era cada vez más intensa. Contagiosa. 
- ¿Nosotros nomás o invitamos a alguien más?
- ¡Qué importa! Vamos a comprar la carne ya y después vemos –dijo agarrando las llaves, tanteando los bolsillos para ver si aparecía la guita. 
Comencé a buscar con mi mirada el buzo, mi billetera. El Perro ya estaba listo. Yo todavía no andaba ni por el 30% de mi proceso. En ciertos estados me cuesta tomar algunas decisiones; prepararme para salir puede ser eterno, no encuentro el orden de las maniobras. 
- ¡Dale culiado, agarrá el buzo, la plata y vamos, qué tanto! –me gritó el Perro. 
Yo seguía dando vueltas como una calesita, como la que hace el Pupi Zanetti para salir jugando. El Perro, que ya sabía de estas cuestiones, me pegó un chirlo en la nuca. El desfibrilador funcionó, se me acomodaron las ideas, agarré la billetera, saqué mis únicos cien mangos y salimos.

Está bueno salir a la calle.

Caminamos por una calle oscura de barrio, como son las calles de los barrios cordobeses. Las manos en los bolsillos, cangurito, la capucha puesta. Fumamos una seca, claro. 
- Así que todavía no encontrás ninguna historia –dijo como preguntando. 
- No, che, no –agaché la cabeza y patié una piedra (tic) del piso. Le di como para picársela por arriba al arquero. La piedra dio unos saltitos, mínimos, y dio contra el cordón. 
- Tiene que haber alguna buena historia dando vueltas por ahí. 
Busqué la piedra y la fui llevando con un par de toquecitos certeros. No es fácil llevar una piedra, a veces se va para cualquier lado, incluso a veces la podés perder: debajo de un auto, en una alcantarilla o que se te vaya para cualquier lado. Le di con la derecha un pase en diagonal al Perro como para que pique en profundidad. 
- Tengo miedo de encontrarme una buena historia y no poderla escribir –dije con miedo.
El Perro, que no había picado en profundidad sino que había seguido caminando hasta encontrarse con la piedra, la tocó suave de zurda hacia mí. La piedra venía bien pero dio un giro en el asfalto y se quedó en el medio, en un punto equidistante en el cual cualquiera de los dos podía impactarla. Pero me correspondió a mí porque el Perro había intentado darme un pase. 
- No seas puto. ¿Tenés ganas de escribir? Escribí entonces. Después ves si sale bien o mal. Vos tenés que escribir –dijo como dicen las cosas los amigos como el Perro. 
Llegamos pateando la piedra hasta la avenida. La tenía yo, atada a mi pie derecho. ¿Podría cruzar la avenida, el cantero central, la otra mano, el cordón de enfrente, dejarla en la puerta de la carnicería, comprar, pagar, recordar que había dejado una piedra y emprender el regreso a casa con el piedrabalón? 
- Lo voy a intentar –dije, decidido, mirando a los ojos del Perro. 
El Perro me miró como se miran en las películas. Asintió. Entrecerró los ojos y me dijo: “no vas a poder”.


- Vamos a comprar: chinchulines, un poco de vacío, si la falda está buena compramos falda… y chori, chori hay que comprar –el Perro venía enumerando una cantidad ridícula de carne. Estaba en la cresta de la ola, en el punto de éxtasis, en el momento  cumbre de su emoción. 
- Perro… Somos dos. No podemos comprar todo eso –dije y fue como bajarlo de su árbol de imaginación de un piedrazo. Lo veo caer al Perro, rebotando en las ramas, raspándose todo. A veces soy mal amigo. 
El Perro me miró triste. Si fuera por él comprábamos cuatro kilos de carne. Somos dos, no tenemos mucha plata y queremos tomar fernet. Hay que ajustar los números. 
- Pedimos un poco de chinchu y un buen pedazo de vacío ¿cómo la ves? –dije como para conciliar. 
- Comprá lo que quieras –respondió con tonito poco creíble de ofendido.  



- ¿Cómo les va a los chicos? –preguntó Leonardo, el carnicero- ¿Se van a comer un asadito?

- ¿Cómo andás Leo? Sí, algo así. Algo tranqui. Somos dos nomás –respondí. 

Leonardo ya me conocía. Ya sabía los cortes que suelo llevar. Tener un carnicero de confianza es uno de mis grandes orgullos. Hay veces que uno ve tipos que van a la carnicería y no tienen ni idea qué comprar, como si no hicieran un asado en su puta vida. La confianza con el carnicero se construye. Uno se presenta, prueba la carne; si el asado sale bueno tenés que volver  y decirle “salió bueno el asado, muy bueno el vacío”, por decir un corte. Y vas de a poco, equilibrando tus saberes con los suyos. 
El Leo me dio dos tiritas de falda de película, unos chinchus y un pedacito de vacío. Lo justo, necesario y un poquito más, como para dos personas. Mientras le sacaba la grasita al vacío contemplamos a una vieja riquísima que se agachaba a elegir los tomates. Nos dijimos de todos los tres sin decir nada, a puro intercambio de miradas. Cuando la vieja se fue Leonardo se apoyó en el mostrador y dijo:

- ¿Te conté de la vez que me levanté a una vieja?

Mi novia me había asado las pelotas, y una vez después de discutir por vaya a saber qué pelotudez, me harté y me fui a la mierda. Me fui a la mierda, eh. Sin aviso, sin mensaje de texto, nada. Di un portazo y me fui. Como estaba sin laburo agarré y me piré para Carlos Paz, a la casa que estaba alquilando un amigo. Era enero…
… La cosa es que nos la pasamos de caravana. Salíamos todos los días, viste como es Carlos Paz. En una de esas salidas, creo que en Kalama, me pongo a bailar con una mina, una mina más grande que yo. ¿Viste cuando pegás onda bailando, que no te decís nada sino que bailás y bailás y te vas tirando onda con el cuerpo? La cosa fue subiendo de tono y en el tercer tema, sin decirnos una sola palabra, empezamos a apretar a full, mal. Tremendo. De contarlo nomás se me empieza a parar la pinchila. Nos hicimos de todo, ahí, en el medio de la pista. Creo que lo único que nos dijimos fue “vamos”. Y nos fuimos. En el auto de ella, obvio; si yo andaba con mi amigo. No le avisé nada y me tomé el palo. La mina se pagó un hotel de la concha de su hermana, no sabés lo que era. Y ojo que no era un telo, un hotel alojamiento, era uno de los caros de Carlos Paz, cuatro estrellas o algo así. Ahí ya habíamos hablado algo. Pero viste cuando sentís que no querés hablar, que ya te dijiste todo sin abrir la jeta. Yo medio que tenía miedo de que la mina se me fuera. Y como venía bien así… 
En la luz, en el auto, en el lobby del hotel ya me daba cuenta de que era una mina más grande que yo, suponía que andaba por los 30, los 32; yo tenía 25 en aquel entonces. 

- ¿Cuándo fue esto? –interrumpió el verdulero mientras separaba un par de papas podridas. 
- Ya te conté mil veces, Gonzalo, fue hace unos tres años. 

La cosa es que esa noche fue espectacular y que al otro día…

- ¿Cómo que al otro día? –volvió a interrumpir el verdulero- Contá detalles de esa noche che culiado. Qué nos importa a nosotros sobre el otro día, el otro día; lo que todos queremos escuchar es sobre esa noche y nada de vos eh, sino sobre la mina –Gonzalo es re denso. Lo harta al Leonardo. Juegan siempre a lo mismo- ¿Tenía buenas gomas? –preguntó finalmente. 
- Sí, gordo, tenía unas re gomas.
- ¿Hechas o naturales?
- Hechas, por supuesto.
- Ooooh –dijo el verdulero acariciando un limón. 

Al otro día abrí los ojos y la vi. Y era aun más hermosa la mina. No había sido un sueño, no era un delirio de borracho. ¡Realmente había pasado todo eso! No nos movimos del hotel y le seguimos dando y dando. Cada tanto nos levantábamos para ir al baño o para tomar agua y seguir. Resulta que la mina tenía 42 pirulos, ¡cuarentaydos años papá! Y parecía cero kilómetro, con los nylon puestos todavía en los asientos. Una barbaridad de mujer. La mina me tiró que me quedara con ella, que nos fuéramos en un crucero (al parecer tenía mucha guita) que ella pagaba todo… 

- ¿Y, qué pasó? Preguntó el Perro completamente compenetrado con la historia
- Y bueno, lo que pasa es que… 
- ¡El pelotudo se cagó, eso fue lo que pasó! –gritó Gonzalo agachado buscando una cebolla que se había caído detrás de todo. 
- No, bueno, lo que pasa es que yo estaba de novio –empezó a querer argumentar el Leo, rascándose la cabeza, nervioso. 


Media hora después nos fuimos con nuestra bolsita de carne, el carbón y dos pimientos rojos para hacer con huevo y un remate malísimo de la excelente historia de Leonardo, una buena película con final chotaso, como para exigir que devuelvan el precio de la entrada, que nos regale la carne el hijo de puta. La historia de Leonardo no servía. ¿Por qué siempre terminan las cosas así? Si Leonardo se hubiera ido con la mina al crucero de seguro que no estaría atendiendo esta carnicería, trabajando casi todo el día, con un delantal lleno de sangre. Quizás estaría manejando alguna de las tantas empresas de las que es dueña esta exitosa mujer, esta heredera de millones de dólares. Hola, soy Leonardo, vicepresidente ejecutivo de … Leonardo S.A., fabricamos todo tipo de productos. Vicepresidente ejecutivo. Nadie sabe bien qué mierda es un vicepresidente ejecutivo, pero debe ejecutar cosas y ser la mano derecha del Presidente. El Presidente no es ejecutivo, el presidente es todo. ¿Quién era esta mujer? ¿Habrá encontrado otros Leonardos para llevar a algún crucero? El Perro se imaginó una vieja mi amor como Lisa Ann. El Perro está obsesionado con Lisa Ann, hermosa milf si las hay. Pero Lisa es más vieja y es demasiado camión. Yo imaginé alguien más real, una Mercedes Morán un poco más joven. Ella en un crucero, él en la carnicería. Una buena historia pero una casi historia. Daniel nunca encontró a esa chica de 15 años que le voló el marote y Leonardo decidió hacer la jugada fácil, volver a su novia, a los días de siempre, al delantal con sangre. ¿Acaso la vida es una sucesión de eventos previsibles? ¿Dónde está la literatura? ¿Qué mierda es la literatura? 
- Dejá de hacerte el bocho, boludo –dijo, con olfato de Perro, el Perro. 
- ¿Qué mierda es la literatura? –murmuré entre dientes. 
- ¿Qué cosa? –preguntó.
- Que qué mierda es la literatura. Eso me pregunto –dije ofuscado. 
- ¿La literatura? –dijo el Perro, miró la calle, las bombitas iluminando lúgubremente el barrio, las dos sombras avanzando, caminando como caminan desde que se conocen, el pelo del agua, los árboles y las piedritas del pavimento.
- ¿La literatura? –volvió a preguntar el Perro. Miró la bolsita con carne, me miró y la levantó, pendulando la bolsita; la señaló nomás y sonrió, así como sonríe él y sin hablar nada me dijo todo.