Para el Perro nunca iba a existir alguien igual. Fue ella y será ella. Para siempre.
La misma historia: pasados de copas, pasados de todo, cuando el piso es un enchastre, la música suena alta para un par de pocos y todo el espacio se va desvaneciendo, el Perro arranca:
- … son todas iguales, loco, todas iguales.
Son todas iguales, piensa y dice. Todas menos ella, claro.
Se queda en silencio, mueve el vaso, abre la boca como para decir algo, se manda el trago, el traguito para una sed hirviente. Vuelve a abrir la boca y dice, sabiendo que lo que está por decir lo ha dicho mil veces, hasta el hartazgo de todos, incluso de él mismo, por eso antes se detuvo, pero ahora ya no va a poder hacerlo, porque lo siente, lo siente bien adentro y tiene que salir, como una ansiedad hecha costumbre:
- Nunca va a haber otra María Emilia.
¿Quién es o quién era María Emilia? Fue la novia del Perro, hace ya muchos años. Era linda la flaquita. Media loquita como le gustaban a él. Con arranques raros pero dulces, siempre dulces. Sonreía mucho pero también se deprimía por cosas que al Perro a veces le parecían absurdas, como una canilla perdiendo agua, una señora vendiendo praliné, un nene llorando o las paredes sucias de su barrio. Esas cosas te pueden molestar, hasta te pueden conmover, le decía el Perro con todo el amor, pero no te podés deprimir, mi amor, no te podés largar a llorar por estas cosas, le decía acariciándole la cabeza. Pero era una buena mina, para el Perro y para todos. No vivían juntos pero casi. Ella era del interior. El de acá, del interior del interior. Estaba feliz mi amigo. Estaba.
- … y cada día que paso me convenzo de eso, loco. Y te digo más: … –dice con el dedito en alto, como queriendo aleccionarme.
Y ya sabemos todos, casi con las mismas palabras, en el mismo orden lo que el Perro va a seguir diciendo. Generalmente lo dejamos ser, permitimos que hable y hable, contradiciendo las mismas cosas de siempre, hasta que se la pasa. Pero a veces yo también estoy ebrio:
- La concha de tu madre, Perro. –lo interrumpo antes de que empiece con el monólogo- ¡La mina te cagó y vos me decís que nunca va a haber otra igual! ¡Muerto! ¡Das vergüenza, hijo de puta! –le digo, como si no me importara nada, sabiendo que me importa todo.
Esa es la parte en la que todo el relato mágico del Perro recibe el golpe más bajo, el que lo deja al borde de la lona. Él amó a esa mujer y ella también lo amó. Eran el uno para el otro, eso lo sabíamos todos. Pero pasó el tiempo, poco tiempo y la cosa se desinfló. La excusa de la infidelidad les vino, en cierta medida, bien a los dos. El Perro no era ningún boludo y se hartó de ir de cucha en cucha, y ni siquiera estaba realmente dolido porque la mina haya estado con otro guaso, pero él la amaba. Y la mina también. Pero terminaron y él comenzó a caer en lo que había pasado, en la pérdida, en el dolor de no tenerla cerca, de no agarrarle la mano, jugar con el piercing en su lengua, en las canillas que le daban forma a las piernas, en la risa, en los estallidos de esa risa, en su felicidad. ¿Y la felicidad del Perro? ¿Adónde mierda estaba la felicidad del Perro?
- No me importa lo que me digas –dice, negando con la cabeza gacha, cabeza de escavio- no va a haber otra igual. Tenés razón, culiado, pero… -se le traba un moco en la garganta. Carraspea, lo saca y escupe una bola amarilla, al borde de la materia sólida y dice: la concha de tu madre. –me dice a mí, porque me mira a los ojos. Me mira con los ojos rojos. Y me susurra la concha de tu madre. Yo me estiro un poco y apoyo todo el peso de un brazo cansado. El hace lo mismo. Nos apretamos, la palma en el hombro.
Y somos uno. A veces con el Perro somos uno.
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