domingo, diciembre 30, 2007

Séptima y Octava parte

8

Los dos equipos pidieron un descanso de quince minutos y el Juez (que ahora hacía las veces del árbitro) se los concedió. En esa especie de entretiempo, algunos de los padres de los jugadores del Monserrat, llegaron con cajas que traían indumentaria completa. Botines, medias grises, pantalones grises y…y ahí me enojé. Toda la furia que tenía guardada en mi cuerpo, volvió como un huracán. Empecé a transpirar y mis ojos se pusieron rojos. Los padres de los pendejos de mierda, todos chochos, repartiendo camisetas azules con una banda roja: la camiseta de Arsenal de Sarandí. Encima, de una limusina, se bajó Jorge Burruchaga. Cuando los periodistas se acercaron con los micrófonos, éste se sacó los lentes oscuros y respondió: “me ofrecieron un contrato para dirigir estos diez goles que nos quedan. Tenemos un buen equipo así que creo que todo va a salir bien.” Yo corrí y lo increpé. Le dije que era un hijo de puta. Que él era mi ídolo en los mundiales de Méjico y de Italia, pero que era un pichón de Grondona. Burruchaga no me respondió y la seguridad personal del ahora técnico de los del Monse me sacó a patadas. Yo volví a mi lugar con más bronca aún. Me acerqué a los descamisados y les pregunté si tenían técnico. Me dijeron que no y me preguntaron quién carajo era yo. Les dije que yo me ofrecía a dirigirlos. Que conocía muy bien el juego de Burruchaga. Que confiaran en mí. Que esto era más que un partido de fútbol. Y otras tantas cosas más. Los pibes me miraron con desconfianza y uno de ellos agregó que habían venido muchos como yo, con los mismos versos de siempre. En medio de la charla apareció el pocho y les dijo que yo era confiable, que sabía muchísimo de fútbol y que les iba a comprar un choripan a cada uno si ganábamos el partido. Yo lo miré de reojo, desde mi metro ochenta, al petiso. El subió la mirada y me guiñó su ojo cómplice. Al final, después de debatir, los pibes aceptaron que los dirija tácticamente.
Les pregunté si tenían remeras, para no confundirse. Se miraron y se empezaron a cagar de risa. No se cómo, pero los partidos de izquierda se enteraron y empezaron a caer con camisetas de los partidos y agrupaciones. Los pibes ya estaban acostumbrados al chamuyo y no les dieron pelota. Liliana Olivero se acercó a hablar de la heroica lucha de los más necesitados y yo la mandé a la mierda y le tiré con un balde de uno de los chicos. Al final, decidieron usar los chalecos de los naranjitas, que se estaban haciendo la guita por tantos autos estacionados. Entre todos eligieron el nombre del equipo. Se barajaron muchos: “los guardianes de la mona”, “herederos del Luifa”, “cachi gol”, “la gloria”, etc. Pero todos tenían connotaciones con los equipos de Córdoba, entonces siempre había alguno disconforme. Yo sugerí el nombre de “Revolución Teresín”. Todos se dieron vuelta y me dijeron de que, a pesar de que era el técnico, eso no me autorizaba a hablar pelotudeces. “Además, ¿qué carajo significa revolución teresín?”, preguntó uno. Yo tampoco sabía, pero el nombre saltó a mi cabeza y lo dije sin pensarlo. Creo que lo traje desde lo más profundo de mi inconsciente. Al final, eligieron el nombre de: “Los limpia-vidrios”, ya que la mayoría laburaba de eso.
De reojo lo veía al técnico de los del Monse. Daba indicaciones moviendo las manos, señalando un pizarrón que no sé de dónde lo sacó. Yo agarré un palito y dibujé un cuadrado con dos arcos y dos áreas en la tierra para tratar de preparar alguna jugada. Preparé la alineación titular. Al arco, el de remera de Talleres. Y el resto, por toda la cancha. “Esto es fútbol total”, les dije. El Pies descalzos, el de remera roja, el de la cubana y el de alpargatas, eran la alineación inicial. En tanto que Burruchaga paró un arquero y el resto, todos defensores. Todos con la camiseta de Arsenal, con la propaganda que decía “Grondona, por otros 10 años más.”
7
A esta altura la ciudad estaba paralizada. Los medios transmitían en vivo y en directo el partido y la gente se acercaba masivamente a una plaza que ya no tenía espacios libres. La policía cortó el tránsito a tres cuadras a la redonda. La noticia de este extraño suceso superó las fronteras cordobesas y llegó a los oídos de todo el país. La gente de T y C fletó un equipo de transmisión en vivo para recordarles a todos de que si querían ver algún partido de fútbol por la tele, por más chico que sea, tenían que pagar. Los canales de aire se quejaron y aprovecharon la cercanía de Tribunales para presentar una demanda y un recurso para que los dejaran transmitir en vivo. Uno de los jueces se levantó de su siesta y ordenó de que todos podían transmitir el partido, pero que la repetición de jugadas y el telebeam estaban a cargo de T y C. Con esa parcial decisión dejó a todos felices y contentos; mucho más a los del canal porteño.
Otros dos que se levantaron de su siesta diaria fueron el Gobernador de la Provincia, José Manuel de la Sota y el Intendente de la Ciudad, Luis Juez. El gallego llegó a la plaza de la intendencia en helicóptero, con la custodia de quince guardaespaldas y un asistente personal que le apoyaba la mano en el quincho para que no se volara. Luis Juez llegó, también, casi en el mismo instante. Se bajó de un taxi puteando, diciendo que eran todos unos culeados, que nadie le avisaba nunca nada, que por ser honesto siempre lo cagan. Los guardaespaldas de De la Sota corrieron a algunas personas y desplegaron unas reposeras para que el Gobernador pudiera ver el partido cómodo. Juez, en cambio, se sentó en el piso y le dio diez pesos a un pibe para que comprara un vino y una Pritty Limón. “Sangrión, papá”, gritó el Intendente.
A los pibes parecía no importarles nada de lo que estaba sucediendo afuera de la cancha. Seguían jugando y metiendo goles. A esta altura ya se podían distinguir dos hinchadas. Los de camisa blanca contaban con el apoyo de todo el Colegio Nacional del Monserrat. Estaban, también, algunos integrantes de la U.C.R., muchos promotores y promotoras de productos de última moda y la comunidad de tomadores de cervezas en los portales de los edificios de Nueva Córdoba (la C.T.C.P.E.N.C., en la jerga, conocidos como los “se te pencan”). Los descamisados eran alentados por el sindicato de limpiadores de vidrios, por algunos representantes oportunistas de los partidos de izquierda, por algunos estudiantes universitarios (muy pocos), por alumnos del Colegio Carbó, que nunca perdían la oportunidad de rivalizar con los del Monse, por los vendedores de La Luciérnaga, y por los familiares de los jugadores. De Villa Richardson había varios. De la Villa los cuarenta guasos, había veinte, aproximadamente, porque los otros estaban laburando. Yo no podía decidirme por ninguno de los dos equipos. Me caían bien los descamisados, pero los de camisa blanca practicaban un fútbol más colectivo, compacto, como me gusta a mí.
Las personalidades seguían llegando al lugar y los pibes seguían disputando el partido como si nada. De vez en cuando se quejaban porque la pelota se iba lejos y nadie la buscaba. Yo no podía creer todo esto. Parecía que hacía horas que estaba allí, pero el sol seguía igual de radiante que cuando me senté a descansar en aquel banco, que ya no distinguía por la cantidad de gente que había. El de alpargatas hizo una jugada sensacional que incluía algunas piruetas como saltos mortales y tumbas carneras. Fue un golazo y los descamisados se abrazaban porque decían que, con ese gol, iban ganando 112 a 111. Los del Monse se quejaron y alegaron de que iban empatados. Se armó un barullo tremendo. La cosa se estaba poniendo áspera porque ninguno de los dos equipos aflojaba. De repente apareció otro Juez, con un choripan en la mano, limpiándose el enchastre de mayonesa de con una hoja de la Constitución. Éste determinó de que el partido estaba empatado (que extraña decisión, pensé) y que se jugaría hasta que uno de los dos equipos marcara diez goles más. El fallo fue protestado, pero los descamisados tampoco estaban muy seguros de cuánto iban.

domingo, diciembre 23, 2007

Quinta y Sexta parte

6

Los carritos de choripanes estaban todos en fila sobre la calle Duarte Quiroz. El humo era persistente y tentador. No recordaba la última vez que había comido. Se que había almorzado, pero no tenía ni idea la hora que era. Me fijé si tenía plata y encontré un billete de cinco pesos. Le pregunté a Pocho si tenía hambre y el me contestó que siempre tenía hambre. Le ofrecí un choripan a cambio de que los fuera a comprar mientras yo cuidaba los lugares. Se levantó corriendo y le di dos pesos más para comprar una etiqueta de puchos de los más baratos.
Los dos equipos se juntaron en el medio de la cancha y pidieron a todos que nos corriéramos dos metros más porque así no se podía jugar. No se cuánta gente había, pero éramos muchos. La policía no tardó en llegar. Cuatro móviles de la CAP estacionaron en el medio de la calle. Se bajaron 16 policías con escopetas, escudos y palos. El más gordo de todos preguntó quién estaba a cargo de la manifestación, cuáles eran las peticiones y qué calle íbamos a cortar para desviar el tránsito. Nadie hablaba. Volvió a preguntar, esta vez a los gritos. Entre todos le intentamos explicar que los pibes estaban jugando un inocente partido de fútbol y que espontáneamente nos habíamos acercado a ver. El cana no entendía nada y se estaba poniendo nervioso. No le gustaba para nada que hubiera tanta gente reunida en un mismo lugar. Nos ordenó a todos que circuláramos. Entonces nos levantamos y empezamos a dar vueltas (todos, jugadores incluidos) alrededor de la cancha. Habló por teléfono a su superior (sería un comisario o algo así) y le preguntó si podía decretar un estado de sitio ante la caótica e inmanejable situación que se estaba llevando a cabo en el mismísimo centro de la ciudad. Se ve que el comisario dijo que no, porque el gordo se alteró y le recordó que si había otro cordobazo él iba a ser el responsable. Al final, dejó que el partido continuara, pero llamó a otra docena de móviles de la CAP, con sus cuatro integrantes clásicos en cada uno, para hacer un cordón perimetral por toda la extensión de la plaza. “Para prevenir nomás, no se preocupen, ustedes sigan jugando”, dijo el gordo. Todos los espectadores nos volvimos a ubicar en nuestros lugares.
Con el movimiento de policías y con la gran cantidad de gente que se seguía acercando a la plaza, ahora sitiada, los medios de prensa no tardaron en llegar. Canal doce y canal ocho llegaron con sus camionetas e instalaron varias cámaras en la plaza. Canal diez también llegó al lugar, pero se dieron cuenta que no tenían ni baterías ni casetes. La Voz del Interior arribó con su tropa de especializados periodistas deportivos y con su comando de censura de la información. En tanto que Cadena Tres instaló un equipo de transmisión en vivo para todo el país para desinformar sobre los hechos que se estaban llevando a cabo en la Plaza de la Intendencia. Mario Pereyra instó a terminar con todo este bochinche tirando balas de gomas y gases lacrimógenos y que para frenar toda esta desobediencia había que cortarles la cabeza como a las víboras. Más tarde le informaron de que sus comentarios le habían hecho perder tres sponsors y entonces se corrigió diciendo que era una broma, que la juventud de la clase media tiene derecho a divertirse. Agregó también que para terminar con la inseguridad habría que poner mano dura. Así como lo hicieron Canal Doce, Canal Ocho, La Voz y Cadena Tres, muchos otros periodistas de otros medios de Córdoba, intentaron llegar al lugar, pero se encontraron con un cerco de “seguridad” que les impidió el paso. Les exigían acreditaciones de prensa. Permisos especiales y un billetito en el bolsillo del señor policía.

Quinta

5

Uhhhh, se escuchó. Fue un grito unánime, de ambas hinchadas. Uno de los mejor vestidos mandó la pelota al diablo y le pegó a una vieja que pasaba caminando por ahí. Fui corriendo a ayudarla. La vieja los puteaba a todos, pero se las agarró con los que no tenían remera. Yo le traté de explicar que no había sido adrede. Que son chicos. Que se están divirtiendo. Y la vieja dale que dale. Que pendejos de mierda, que por qué no van a laburar, que voy a llamar a la policía. Yo la miré y la invité a irse a la puta madre que la parió. Superado el incidente, volví a mi lugar.
Me costó ubicarme porque cada vez había más gente. No se cómo se habían enterado, ni por qué seguían viniendo. La cuestión es que la plaza se seguía poblando de personas. Adentro de la cancha era un espectáculo. El pies descalzos seguía haciendo lujos. Trasladó la pelota con el hombro por cinco minutos mientras las patadas volaban para sacársela. Uno de los del Monse le tiró tres caños en una misma jugada al otro que estaba en cuero y que tenía un tatuaje muy bien hecho de La Mona.
El partido se puso vibrante. Las emociones en cada arco no daban respiro. Una llegada era devuelta con otra. Un gol en un arco se sufría en el otro. Si alguien hacía una hermosa chilena, otro respondía con una chilena aún mejor. Casi ninguno de los jugadores daba pases normales. En un momento los descamisados se pusieron a hacer rabonas. No se por cuánto tiempo, pero yo me debo haber fumado tres puchos. Los mejor vestidos no se intimidaron y empezaron a jugar por los aires. Cabecita va, cabecita viene. Uno, dos, tres, quince toques de cabeza entre todos los jugadores para terminar marcando un hermoso gol…de cabeza. Lamenté que no estuviera Juan. Hubiera sido la mejor oportunidad para demostrarle que el fútbol todavía me apasionaba, pero que ir a la cancha ya no era lo mismo.
No sabía el tiempo que llevaban jugando. Tampoco sabía el marcador. Me di vuelta y lo vi al pibe durmiendo; recostado panchamente. Decidí no despertarlo. Pero se levantó asustado cuando todos gritaron un nuevo gol de los descamisados. Aproveché para preguntarle cuanto iban pero me dijo que se había perdido, que la última vez iban ganando los del Monse treinta y cinco a treinta y dos. Me pidió otro cigarrillo. Se lo di, vi que me quedaban pocos y lamenté no haber tenido otra etiqueta en el bolsillo.
El juego siguió. Algunos ya mostraban signos de cansancio y empezaron los cambios. Para el equipo de los descamisados entró un flaco de musculosa y alpargatas y otro con un gorro de Belgrano. En el Monse entraron tres con camisa blanca y salieron tres con camisa menos blanca. Con piernas menos cansadas, el partido recobró vitalidad. A veces nos teníamos que correr todos porque se jugaba fuera de los límites de la cancha. Los pibes corrían y corrían detrás de la pelota. Las peleaban todas. En los bancos de la plaza. Arriba de los árboles. En la calle. En las sendas peatonales. Por ahí la robaba uno y se volvía corriendo con la pelota de vuelta a la cancha a tratar de marcar un gol ya que los arcos estaban vacíos. Se seguían matando a goles pero, a esta altura, ya nadie sabía cuanto iban.

sábado, diciembre 15, 2007

Tercera y cuarta parte

4

El rubio de camisa blanca se la tocó al otro rubio de camisa blanca y empezó el juego. Muchos toques abajo. Precisión con la pelota y cabezas levantadas eran la característica de los de camisa blanca. Los descamisados presionaban pero no le podían sacar la pelota. No se cuántos minutos pasaron, pero el primer gol lo convirtió uno de zapatillas Nike. Agarró la pelota en la mitad de la cancha. Se la tocó a uno que tenía la corbata atada como bincha. Este se la devolvió de taco y el otro remató con mucha violencia superando la estirada del de remera de Talleres, que estaba al arco. El gol fue muy festejado por un grupito de chicas con camisa blanca y corbata del Monserrat, que estaban detrás del otro arco. Yo las miré con un cierto resentimiento. El pibito agachó la cabeza, la movió para los costados y murmuró un insulto. La reacción no se hizo esperar. Los descamisados armaron una jugada tremenda. Uno de remera roja, que jugaba descalzo, pasó a dos jugadores rivales y se largó a correr para el arco rival. De repente se frenó y observó que los había dejado tirados en el piso. Pisó la pelota, pegó marcha atrás y se puso a bailar en la cancha. Los de camisa blanca no se la podían sacar. La tiene atada, pensé, pero ni siquiera tenía zapatillas. Cambié de frase y me dije que la tenía pegada. Me reí solo y el pibe me miró con cara rara. Mientras, el de remera roja, seguía con la pelota. Ayudó a levantar a los que había dejado tirados en el piso y aguantó el balón en la cabeza. Después la volvió a poner en juego y los volvió a pasar. No se cuánto tiempo tuvo la pelota en los pies, pero el semáforo de la calle Duarte Quiróz cambió tres veces. Al final, después de pasar a todos dos veces, incluido a uno de su propio equipo, el pies descalzos se paró al frente del arquero, lo miró fijo, cerró los ojos y pateó con mucha violencia enviando el balón lejos, muy lejos del arco. La pelota pegó en una baranda de La Cañada, se salvó de milagro de que la pisaran y quedó en un lugar alejado de la plaza. El pibe hizo los mismos gestos. Cabeza gacha, indignación y me dijo que el negro siempre hacía lo mismo. Los pasaba a todos, pero como jugaba descalzo, nunca aprendió a patear al arco. Metía más goles de cabeza que con los pies, sentenció el pibe. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que en la villa nadie tiene nombre, o por lo menos nadie los usa. Su apodo era pocho. Abrí la segunda etiqueta de puchos y le ofrecía a pocho otro más. “No, gracias, estoy dejando”, me respondió. Yo me puse el cigarro en la boca, sonreí de costado y seguí viendo el partido. Levanté la cabeza y vi a los de blanco abrazándose. Uh, otro más, pensé. Pero pocho me dijo que iban tres a tres. “¿Cuándo metieron tantos goles?”, le pregunté. “Recién, ¿no los viste?”, me dijo. Levanté los hombros y seguí fumando.
El sol seguía igual de fuerte, pero teníamos sombra como para dos días más. Le dije a Pocho que me cuidara el lugar, aunque no hubiera nadie para ocuparlo. Me levanté y me fui a mear porque parecía que hacía años que estaba sentado ahí. Me metí en los baños públicos de la plaza. Traté de respirar por la boca porque el olor era insoportable. En una de las paredes del baño estaba escrito con birome: “Aguante los limpia vidrios. Monse no existís.” Había una fecha, pero estaba tapada con otra inscripción hecha con aerosol que decía “Aguante la mona.” Se ve que tenía muchas ganas de mear porque tuve tiempo de leer casi todo lo que estaba escrito en las paredes. Las clásicas “el futuro está en tus manos” o “no se droguen, somos muchos y hay poca.” Y otras más ingeniosas: “si no tenés pito para qué entrás acá???” , y una que me causó gracía: “acá debuté ió.” Me subí la bragueta y salí del baño pensando en lo feo que debe haber sido debutar en ese juntadero de bosta y de meada.
Volví para la cancha acomodándome el pantalón. Me sorprendió ver tanta gente. Pocho me miró y me dijo: “eh, al fin, casi te ocupan el lugar”. “¿Tanto tiempo estuve en el baño?”, le pregunté. “Vamos ganando siete a seis”, me dijo. Yo no entendía bien qué carajo estaba pasando. Había como treinta personas disfrutando de la sombra que antes era sólo nuestra. Miré para mi izquierda y vi que se estaban instalando dos carritos de venta de choripanes. Un negro con delantal blanco estaba agachado haciendo viento con un pedazo de cartón para que agarren fuego un par de carbones. Miré para la derecha y observé que los descamisados ya tenían una hinchada importante. Eran unos veinte, pero gritaban y alentaban a lo loco. Alcancé a ver a cuatro vendedores de la luciérnaga, dos vendedores ambulantes y varios pibes limpia vidrios. Pocho me dijo que el de remera azul era su hermano. La hinchada del otro equipo también tenía lo suyo. Unas treinta personas se acomodaron detrás del otro arco. Tomaban mate, Coca Cola, gaseosa Ser. Un grupito de pibes alentaba. Algunas de las chicas seguían como embobadas el desempeño de sus chicos. Mientras que otros afinaban y sincronizaban los ring tones de sus celulares para demostrar su aliento incondicional para con su equipo. Cada uno con lo suyo.
3

No se si fueron minutos o segundos, pero sentía que había dormido. El sol se filtró por las hojas del árbol y me daba en el cachete izquierdo de la cara. Abrí los ojos y tuve que frotarme un largo rato para volver a distinguir los colores de la realidad. A simple vista todo parecía igual. Pero yo lo sentía diferente. ¿Me dormí?, pensaba. Miré el reloj y era una sola mancha de humedad. Habrá sido el calor o la transpiración, pero sin dudas no funcionaba más. No tenía idea alguna del tiempo que llevaba allí sentado. Para mí había sido un abrir y cerrar de ojos. Los árboles eran los mismos. La gente caminaba en la plaza, apurada, como siempre. Algunos valientes tomaban sol. Me di vuelta y el tráfico seguía igual; deshumanizado, veloz, fugaz, enojado, avasallador. Me sentía raro.
Puse mi mano sobre mi frente para hacerme visera y ver un poco más lejos. En la canchita de la plaza, unos pibes se disponían a iniciar un partido. Con este sol, estos están locos, pensé. Cuando me senté no recordaba haber visto a nadie con una pelota, y ahora parecía que ya había dos equipos.
El sol había cambiado de posición y la sombra de ese viejo árbol ya no me servía. Aproveché para cambiar de lugar y de paso me ubicaba cerquita de la cancha. El edificio que está en el medio de la plaza cubría un enrome espacio con una mancha de sombra. Me senté en el pasto esperando el comienzo del partido. Me di vuelta para ver el reloj del Palacio Seis de Julio de la Municipalidad. Pero se ve que estaba roto porque seguía marcando que faltaban 112 días para el año 2000. No sabía la hora y quería llegar temprano a casa para evitarme un reto de mi mujer. Los pibes empezaron a los gritos discutiendo quién sacaba.
Sentado en el palco preferencial, seguí escuchando las discusiones. Claramente había dos equipos. Unos tenían camisas blancas con corbata del Colegio Monserrat. Los otros, no tenían indumentaria. Algunos estaban en cuero. Otro tenía una remera roja. Un petiso usaba una remera de Talleres, con una propaganda en el pecho que decía Martí Intendente. Me causó gracia pensar en la presentación del encuentro: “Los de Camisa vs Los Descamisados.” Y era más o menos así.
Un petiso, que parecía pertenecer al grupo de los sin camisa, se me sentó al lado y me pidió un cigarrillo. No debía tener más de trece años. Se lo di y le ofrecí fuego. Me dijo que no y sacó una cajita de fósforos. Le pregunté por el partido y me contestó que los “chetos estos les habían hecho partido para definir una pica que viene de mucho tiempo atrás”. Me contó, además, que jugaban siempre, todas las semanas. No se si era por el sol, pero no me acordaba qué día era. Sabía que había ido a laburar, así que ni sábado ni domingo podían ser. Le pregunté al pibe y me dijo que no tenía idea, pero que estaba seguro de que estábamos en primavera.
Apagué mi último pucho en el césped y me recosté apoyando las dos palmas de mis manos en el pasto para sostenerme. El pibe me miró, tiró su cigarrillo que estaba a la mitad, e hizo lo mismo. Observé que la pelota estaba en el medio de la cancha y que los dos equipos estaban cada uno en sus respectivos arcos. Quizás preparando alguna estrategia. Quizás arengándose. Quizás planeando alguna patada. No lo sé. Se escucharon algunos gritos y todos se pusieron en sus posiciones. El saque le correspondió a los del Monserrat ya que aludieron que la pelota era de ellos y sino sacaban se la iban a llevar. El pibe de al lado mío me codeó y me dijo “siempre hacen lo mismo estos chetos.”

viernes, diciembre 07, 2007

¡Seguuuunda! (qué quilombo leer al verre)

2


Esa tarde había salido temprano del trabajo. Mi jefe me dio una licencia por dos semanas y me mandó sin falta al odontólogo. Hacía ya tres años que trabaja en Arcor como catador de caramelos. Eso era toda una contradicción para mí. Una más que se sumaba a mis locuras cotidianas y a otras que arrastraba desde hacía mucho tiempo. Yo, el comprometido, el militante, el coherente, el que había laburado en la G.L.A.L (Golosinas libres para América Latina) durante tantos años en la facultad.
Mi vida había tenido momentos buenos y momentos muy malos. Cuando la paranoia atacaba a mi cabeza, el fútbol funcionaba como oasis. Yo iba a mi escalón de la tribuna, me prendía un pucho y me quedaba viendo la reserva. Al lado mío tenía una mujer hermosa, de fierro, una compañera inigualable. Pero había cosas que ella no podía entender y no era justo que la volviera loca con idioteces que no tenían nada que ver con nuestra relación.
En los momentos en que todo iba mal, el fútbol era mi río fresco en un día de calor. Ya sea jugando, mirando, yendo a la cancha, o leyendo. En fin, en todas sus vertientes. Cuando pasó lo de Arsenal, hace ya dos años y monedas, perdí mi oasis, ese abrazo necesario, esa mano que me frotaba la espalda, esa complicidad hermosa.
Hacía calor. En Córdoba el calor tiene su particularidad: es insoportable. Imagino que será así en todo el país. Los cincuenta grados en el norte, la humedad de Santa Fe, el asfalto de Buenos Aires. Me puse a caminar por el centro, buscando algún lugar donde sentarme tranquilo a fumar un cigarrillo, tomar algo fresco y pensar, seguramente, en todo lo que había hecho y desecho en ese día. Necesitaba un poquito de sombra. Las axilas desprendían un olor intenso y la transpiración era ya imposible de disimular.
En este año último había ido unas veces a la cancha, pero ya no era lo mismo. De aquel oasis de seguridad que me brindaba el fútbol, solo me quedaba una parte pequeñita. Ya casi no iba al Gigante de Alberdi a ver a Belgrano. Me mantenía informado de los resultados. Festejaba las victorias, pero siempre había excusas para mis amigos que aún continuaban yendo. Esa partecita que quedaba eran los chicos, los pibes, los nenes. A veces me pasaba horas mirando a los petisos jugar a la pelota con una inocencia total. Me volvía del trabajo, caminando. Alargaba un poco y pasaba al frente de un potrero donde siempre había alguien pateando. Me sentaba y los miraba. Me pasaba horas ahí. Los pibitos me ignoraban y seguían corriendo y gritando y jugando como siempre. Jugando. Ese verbo hermoso. Esa palabra que ya de grandes no usamos más. Porque crecer significa dejar de jugar, dejar de divertirse, dejar de joder. A esos nenes, nada de eso les importaba y movían la pelota con una sonrisa en la cara. A veces se agarraban a las piñas, pero a los cinco minutos ya eran todos amigos. Mirar esos partidos me hacía acordar a los partidos que jugábamos en mi barrio, en mi cuadra, en nuestro potrero. Con mi hermanos, con mis primos, con mis vecinos. Las zapatillas rotas y la felicidad plena.
Ubiqué el banco con más sombra en la Plaza de la Intendencia. Me desprendí la camisa y quedé en cuero. Me saqué los zapatos, las medias y me arremangué los pantalones. Ahora sí parecía un ciruja. Prendí un pucho y tomé un sorbo de coca cola. El sol picaba fuerte, pero la sombra y el viento pegando en mi transpiración me otorgaban una especie de satisfacción. Cerré los ojos un rato y empecé a imaginar, a recordar.

(continuará...)

miércoles, diciembre 05, 2007

Se viene la primera

“y así vamos, corriendo tan lento como el verbo lo permite por esta gran curva que por larga parece recta, y nos deposita, tiempo después, cansados y maltrechos en el mismo lugar. Todo fue muy rápido y no hubo tiempo para pequeños milagros que decían a gritos llamarse felicidad. Todo fue muy rápido, y yo me senté a esperar.”

Uno de cordobeses
1
Las palabras de Juan todavía me resonaban en la cabeza: “¿Qué pasa, Ángel, ya no vas más a la cancha?” Era verdad lo que me decía mi amigo. El fútbol ya no era lo mismo para mí desde el trágico día en que Arsenal de Sarandí ganó la Copa Intercontinental. Lo del campeonato de primera división era duro, pero me dije que había sido pura suerte. Que Grondona movió los tentáculos y jugó sus últimas cartas antes de su retiro de la AFA, a los 80 años de edad. Cuando ganó la Libertadores de América arranqué con el alcohol. Pasé muchas noches borracho. No entendía cómo había pasado para que el antifútbol de Sarandí hubiera ganado la copa. La mejor excusa que se me ocurrió fue la de que Grondona era vicepresidente de la FIFA y que su influencia sobrepasaba las fronteras argentinas. Además, a los europeos no les importaba una mierda el fútbol de Sudamérica. Con la marihuana empecé hace dos años, en junio. Arsenal empataba cero a cero con el Arsenal de Inglaterra y triunfaba por un tres a cero en los penales. Claro, los ingleses no habían practicado tiros desde los doce pasos. Asumían que ganarían en los noventa minutos fácilmente.
Desde aquel triste día de junio, dejé de creer en el fútbol. Empecé a ir al psicólogo. Éste me recomendó que, en primera medida, dejara la marihuana y en segunda medida, que dejara paulatinamente el alcohol. Así fue que arranqué con un programa de rehabilitación que incluía comida sana, jugo de naranja, nada de drogas y alcohol, de paso me hicieron dejar el cigarrillo y, por sobre todas las cosas, no ir más a la cancha. Funcioné bastante bien el primer año. Me mantuve limpio. En la clínica me autorizaron a volver, lentamente, a los asados con papas fritas, al vino tinto y a la cerveza, con moderación. Me recomendaron no volver a los porros y me prohibieron terminantemente volver a las canchas.
Fue el mes pasado que Juan me dijo esas palabras. Yo, igual, no había seguido las recomendaciones de los doctores; y no sólo me había fumado unos porritos, sino que también había ido a ver una docena de veces a Belgrano. Era una emoción inmensa, inexplicable, la de volver a la cancha; cantar; aplaudir al equipo; tirar papelitos… todo el folclore. Lo triste era que todas esas imágenes de aquel junio, volvían a mi cabeza como una pesadilla sin resolver. Y los veo a esos hijos de puta de los japoneses entregándole la copa al capitán de Arsenal. Y vienen con la llave de la camioneta Toyota, y no saben a quién dársela, porque la llave es para el goleador, y ese equipo no mete goles, porque no juega al fútbol, porque no arma jugadas, porque los pocos goles que hace son de pelota parada. Y los japonesitos se la dan al técnico, a Burruchaga, que tiene firmado un contrato de por vida. Y ya no queda casi nadie en la cancha. Porque los nipones son unos boludos felices, pero se dan cuenta cuando un partido es malo. Y el festejo de Arsenal de Sarandí que no me lo puedo sacar. Y por qué carajo tuvo que pasar eso. Y por qué mierda salió campeón Intercontinental ese equipo del orto. Y por qué no te vas a la puta que te parió, vos Juan, que me cuestionás y de paso vos, Grondona, mafioso y matón de aquellos y de paso, Burruchaga, Esmerado, el pulpo González, Limia y todos esos que ahora levantan la copa y que… ¡¡¡GOOOOOOOOOL!!! ¡Vamos Belgrano! Golazo. Un gol hermoso. Y esos eran los únicos momentos, cuando gritaba un gol, en los que me olvidaba de Arsenal. Del Torneo Apertura que ganaron con 16 goles a favor y 5 en contra. De la Libertadores, en la que pasaron todas las fases por penales. Y me olvidaba también, aunque fuera por solo unos minutos, del festejo en Tokio.
Sí, lo sabía, a pesar de los años que pasé visitando psicólogos, la cuestión seguía irresuelta. Psicoanálisis, Lacanismo, Gestalt, y todo tipo de terapias, para “curar” este mal. A veces sentía que mejoraba. Pero había días en que la imagen volvía como mazazo a la inocencia de una pelota que rueda, con pique falso, por un potrero de tierra quebrada y seca.
(continuará...)