martes, junio 26, 2007

Carta a poste restante *

Hoy, que acumulo una decena de cartas sin escribir, te escribo a vos. No sé muy bien que extraña fuerza me habrá acercado a esta hoja de renglones grises, rectos, perfectamente horizontales. Tampoco tengo muy en claro el sentido de estas líneas (quizá, con el correr del tiempo lo encuentre) Pero acá me tenés; más gordo, más viejo, y con la barba bien dura, sacándole chispas a esta lapicera azul (nunca me gustó demasiado la tinta negra)
Hay tantas cosas que me gustaría saber. Desde las más profundas hasta las más intrascendentes. Pasó mucho tiempo. Demasiado, me parece. Me pregunto si te casaste (¿te casaste? ¿te juntaste? ¿vivís con alguien) Creo que no era de tu agrado el tema del casamiento, pero la vida hace cosas raras y de eso estoy seguro.
Yo vivo solo. No es lo que más me gusta, pero así me encuentran los días. Disfruto mucho las visitas y trato, también, de visitar a mi vieja y a los familiares que aún me quedan. Mi lugar es pequeño. Una cama de una plaza, la cocina, una sala de estar diminuta (en la que no “estoy” casi nunca) y un baño a tamaño escala de la casa. Mi lugar, a pesar de su pequeñez me gusta. No es lo mejor, ni lo que alguna vez alguien podría soñar, pero es lo que hay y es todo mío.
El trabajo bien, igual que siempre, como todo. Conservo algunos amigos y otros tantos enemigos para balancear mi vida afectiva. Como verás no es mucho lo que tengo para decir, para contar. También te darás cuenta que no tiene mucha lógica esta carta, y que más que una carta, es un conjunto caótico de palabras y de manchones de tinta. La escribo, a pesar de todo, esperando que caiga en tus manos.
¿Tuviste hijos? ¿Sos mamá? (sé que cambié rotundamente de tema, pero si todavía conservás alguna de mis cartas, sabrás que siempre lo hago/hice) Hace unas décadas esa pregunta hubiera tenido una respuesta cerrada y concreta. Hoy, ya verás, los años han hecho esto que somos y no me extrañaría para nada si fueras madre. ¿Te acordás que yo jodía con que iba a tener seis hijos, o diez, o los que fueran? Sospecharás que nada de eso pasó. En mi juventud pensé que podría ser un buen padre y aprender de todos los errores que detecté en los míos. Pero el tiempo fue pasando y los esporádicos encuentros y las prolongadas soledades me fueron sacando las ganas, los pelos y las motivaciones.
Te quería contar que hace un par de años murió mi viejo, y los dos quedamos con gritos de amor atorados en la garganta, en el estómago; y hoy, después de tanto tiempo, los sigo teniendo ahí guardados, recordándome de vez en cuando que las palabras hay que decirlas. Sé que fue tanto lo que no te dije que duele mucho. Se me vienen a la cabeza todas las desilusiones que causé…y los silencios que provoqué.
Ahora me detengo. Me empiezo a preguntar cuánto sentido tiene escribir una carta que quizás nunca leerás. Una carta que no sé muy bien adónde mandar. Me pregunto si tiene sentido que esto se convierta en mensaje de náufrago esperando su destino. Igual, las palabras siguen saliendo. Sé, también, que creo en esa remota posibilidad de que esta hoja de papel llegue a tus manos donde quieras que estés. Y aunque escriba sin nombres propios, fechas o lugares, vos sabés (vos sabrás) que esto es sólo para vos. Porque las décadas pasaron y con ellas se fueron miles de cosas, pero estoy seguro que hay un pedacito de tu corazón que aún me recuerda.
Ahora me detengo de vuelta. Sospecho que por última vez. Miro las fotos que nunca devolví y sonrío. Creo que ya sé adonde mandarte estas palabras.
Te quiere, te abraza:
yo


* Ejercicio literario propuesto por Valeria Carranza que decidí continuar fuera del espacio del taller (que aún no tiene nombre ni lugar ni día fijo de realización..... pero parece que así también funciona.)

sábado, junio 16, 2007






Jugar a las figuritas era algo más que tirar papelitos rectangulares de 8 x 5 cm contra un ángulo de 90º que formaba el piso y la pared en primera instancia y el techo y la pared en segunda instancia.




Todos los que fuimos pibes, y jugábamos a las figuritas, lo podemos confirmar. No voy a decir que todos los chicos jugaban, pero la gran mayoría lo hacía. Algunos lo hacían solo por diversión, otros tan sólo para sacarle las figuritas a su acérrimo enemigo (si no lo podía vencer en el campo de batalla, la pelea se trasladaba al campo de las figuritas), otros jugaban para llenar el álbum; ¿no era ese el objetivo de juntarlas? No, no necesariamente. Tomás vivía al frente de casa y casi nunca compraba los álbumes. Claro, con la habilidad que tenía, tampoco le hacía falta comprar. Nos robaba (legal y legítimamente) todas nuestras figuritas. Había pibes con una destreza espectacular. Me pregunto yo si la habrán usado para algo, luego de grandes. Cajero de un banco. Carterista. Mago. Jugador de cartas. Quien sabe.
Las figuritas que más recuerdo (las que más emociones me traen) son las del Mundial ’90. Italia ’90 fue el primer mundial del que tengo memoria de los partidos. Nosotros nos aprendíamos los nombres de los jugadores. A juanchi le faltaba el ocho de Suecia. Al Viti el 14, que jugaba de suplente en Camerún. Algún ignoto jugador de Checoslovaquia, algún suplente eterno de Brasil, o algún jugador de E.A.U. (Emiratos Árabes Unidos), Egipto, Costa Rica, o la URSS (que nostalgia la URSS. A esa edad no entendía nada, pero me caían simpáticas las siglas) Todos eran importantes. Todos tenían su recuadro en el álbum. Valían igual que el Diego, que Burru, que Monzón o que el desconocido para mis infantiles oídos, el número 12, Segio Goycochea.
Al final, fue final en la final para nuestras ilusiones de patear penales. Perdimos. Hubo un solo penal y fue para ellos. Ese mejicano petisito, vestido de negro, ayudó a que la pelota llegara a la red. Yo también perdí. Cometí el error de aliarme con un vecino para llenar el álbum de a dos. No nos dimos cuenta que en algún momento, cuando lo llenáramos, iba a haber disputa por su tenencia. Al final se lo quedó él. No hubo disputa. Tampoco hubo golpes (yo era 3 años mayor) El había colaborado con la mayor cantidad de figuritas y yo solo me había limitado a conseguir un par. Le dejé quedarse con esa reliquia y seguimos siendo amigos. Nos saludamos en la calle, en el bondi o en la facu. Pero él no sabe que yo todavía tengo esa espina de no poseer aquel tesoro de hojas arrugadas, enchastre de plasticola y figuritas torcidas.


"Jugar a las figuritas era algo más que tirar papelitos rectangulares de 8 x 5 cm contra un ángulo de 90º que formaba el piso y la pared en primera instancia y el techo y la pared en segunda instancia." ¡Y que lo era! Las reglas cambiaban por cada cuadra, por cada barrio, por cada ciudad. Es por esto, que adonde uno iba con su fajito, atado con una bandita elástica, se tenían que explicitar las reglas. Si jugabas de visitante e ibas ganando, por ahí te saltaba alguno con una cláusula que había sido aprobada en la cuadra, por consejo supremo hace dos semanas y te metían el dedo..., en el bolsillo. Éramos chicos, pero nos entendíamos bien. Aclarar las reglas del juego antes de invitar a jugar. ¿Vieron que simple que era? Después, todos crecen, se hacen intendentes, gobernadores y presidentes, y se olvidan de decirnos las reglas para que juguemos todos por igual. Así, se nos hace difícil vivir. El juego ya empezó, y no se puede volver atrás. Es cómo que viviéramos jugando de visitantes en nuestra propia casa, en nuestro propio país. La única que queda (que es lo que hubiéramos hecho en la cuadra con los tramposos) es echarlos a patadas y decirles que no vuelvan más por acá.
Espejito vale dos. Eso pasaba cuando la figurita, por obra y gracia de una mano inspirada y de un viento inexistente, se posaba contra la pared verticalmente. Espejito. Tal vez, en otros barrios, eso se llame por otros nombres. En César Carrizo y Esteban Piacenza, del Barrio Poeta Lugones, eso, se llamaba espejito y te llevabas dos figuritas (esto se estipulaba antes del comienzo del juego. Normalmente eran dos). Las elegías vos, entonces ahí se veían quienes son amigos y quienes no tanto. El juego era simple. Los participantes eran limitados. Los limitaba el tamaño de la pared. Nosotros, normalmente, jugábamos en los porches de las casas, contra la puerta de entrada. Eso servía como reparo del viento. Cantidad de jugadores: entre 2 y 6. El que la tiraba más cerca de la pared era el que ganaba, y le tocaba cantar primero. Se juntaban todas las figuritas y se acomodaban (por lo menos en mi cuadra) una de un lado y otra del otro. Cara, númera, cara, númera. Se doblaba un poco la punta y se tiraba con fuerza contra ese ángulo de 90º que formaba la pared y el techo. Era una tensión hermosa esperar a que esos papelitos cayeran bailando, jugando con el aire, yendo de un lado al otro, mostrándonos lo caprichoso que puede ser el viento y el destino. Ese era el mejor momento, el más emocionante, el que más corazones paralizaba, el que en este preciso instante me ha hecho emocionar tanto, que siento que soy yo el que estoy tirando. ¡Si, soy yo! Tengo que cantar antes de que lleguen al suelo. Cara o númera, cara o númera. ¡Ah! Que más da: númera. Numeraaaaaaaaaaa..., ¡¡¡númera cuatro!!! Númera cuatro. Me llevé cuatro de seis. El resto arréglense con las otras dos que quedan. Yo me llevo todo esto. Permiso que vengo a juntar todo esto que es mío. Ahora vuelvo a ser yo. El que está acá sentado. El que casi no ve a sus vecinos por esta cosa de crecer y de envejecer la inocencia. Tirar esas figuritas que tanto costaba conseguir y verlas volar por los aires, esperando que caigan, que sean la cara que acabo de pedir a gritos, o la númera que pido siempre por obstinado que soy; y eso que me ha fallado toda la tarde la condenada númera.
Un momento de competencia, pero un momento de unión. Porque de las figuritas pasábamos a la chanta y de la chanta a la escondida y de la escondida al ladrón y la poli. Y si nos cansábamos de todo eso, nos metíamos un mes a construir una choza o agarrábamos las bicicletas, las viejas bicicletas y nos íbamos a explorar el cañaveral que estaba a cinco seis cuadras. O a tirarle piedras a los ovejas que antes pastaban en el mismo lugar donde hoy se erige, imponente, desafiante, avasallante un hipermercado que ha lastimado al barrio mucho más de lo que parece. Rodillas y codos sangrantes; todo el cuerpo teñido de naranja por ese desinfectante tan odiado: el Mertiolate. Y si no nos golpeábamos, el cuerpo terminaba, inevitablemente, lleno de tierra y barro. Polvo era lo que sobraba por estos lados.
Jugar a las figuritas era algo más. Era ganar y cargar al otro por lo que durara el día. Era perder y desear que ese eterno día terminara. Era irse a la cama y pensar "mañana le voy a quitar todas las figuritas a Martín". Era llegar caminando lentamente adonde estaban todos reunidos esperándome, y venir pensando en la nueva técnica de tiro que había desarrollado a escondidas en casa. Era ver la risa de los otros ante el fracaso total de mi técnica. Era decir "mamá por favor, dame 25 centavos para comprar figuritas" y mamá que "para figuritas no hay, además no tengo un mango y tu papá no ha cobrado." Era pedir prestadas cinco figuritas para probar suerte, ganar diez, devolver el préstamo y quedar con ganancia neta de cinco, para volver mañana. Era todo eso y más. Porque es difícil poner en palabras todos esas cosas que deambulan por mi pecho. Sentir como apretado el corazón y la garganta que me raspa cuando trago saliva.
Al álbum del mundial noventa no lo tengo y no creo que Juanchi me lo de. Ya para el mundial de Estados Unidos, consideré que era grandecito para andar jugando a las figuritas. ¡Que grave error! Pasaron cuatro años y se ve que se me habían subido los delirios de adultez. Hoy me siento en esta casa que no es la misma. Más viejo y más cansado veo por tercera vez el penal que Goyco le atajó a Serena. Qué épocas aquellas…