sábado, septiembre 20, 2008

Houseman










Una: El loco de hoy

La otra: Houseman con las Madres de Plaza de Mayo en el Monumental.


Casi no te conozco. Todo lo que sé de vos lo he escuchado, me llegó de rebote, de pasada. Así y todo, te creo. Te creo tus palabras, tus gestos, tu sonrisa, tus anécdotas, tu vida, tus desbordes, tus centros, tus goles y los que hiciste hacer, y tus lágrimas. Ayer lloraste, y lloré con vos. Es difícil explicar lo que causa en mí la sincera emoción ajena. Sentadito en un sillón, con el payaso de Fantino al frente tuyo, en un programa de excelente producción, de incuestionable calidad técnica, pero cargado de asquerosa publicidad, y de la imagen del insoportable Alejandro Fantino. Tranquilo, sereno, con palabras justas en el momento justo, vos hablaste de tu vida, de tu juego, de los partidos memorables; y yo desde mi sillón te vi y te escuché casi sin cerrar los ojos. Y te creí todas y cada una de tus frases.

Dicen que jugabas hermoso. Dicen que fuiste el último wing. Dicen que casi ni tocabas el pasto, que volabas en la cancha. Dicen que te hartaste de tirar centros a la cabeza de Brindisi, Larrosa, Avallay, o cualquiera que vieras en el área con un golpe de vista. Dicen que hiciste revolcar a los arqueros más veces que Maradona. Dicen que con tu pierna derecha podías hacer cosas increíbles. Dicen que eras loco. Dicen que te decían loco. Dicen que jugaste borracho un par de veces. Dicen que fuiste uno de los mejores jugadores de la historia. Dicen que saliste campeón del mundo así como si nada. Dicen que saliste de la villa y que en realidad nunca te fuiste. Dicen que tuviste todo y que todo lo perdiste. Dicen tantas boludeces también. Dicen que ganaste una fortuna. Dicen que te quedaste sin un centavo. Dicen que te tomaste la vida, a veces con soda, otras veces directamente del pico. Dicen que casi te morís. Dicen que borracho y todo le amagaste para un lado y saliste para el otro. Dicen, otros, que no fue así, que le tiraste un caño a la muerte, y saliste pegadito a la línea; el resultado fue el mismo, la pelota siguió siendo tuya.

René Orlando “el loco” Houseman: digan lo que digan, yo te creo a vos. Gracias por los goles que nunca vi y que trato de imaginar. Gracias por ser el ídolo de tantos. Gracias por tu transparencia, por esas lágrimas y por las mías, por supuesto.

jueves, septiembre 11, 2008

Ladrones

Aún hoy se pueden ver sus huellas ...



Ayer se cumplieron 20 años de la muerte del último de los integrantes de la pandilla que más controversia generó en la historia argentina. Un grupo de forasteros que cabalgaron estas tierras de norte a sur, de este a oeste. Huyendo de la ley en tiempos en que la justicia se ejercía por mano propia. Una época de hombres duros, valientes y sanguinarios. Los buscaba la policía, y los asesinos a sueldo, que habitaban al por mayor en la Patagonia, en el litoral y en el norte; un trabajo digno en aquel entonces. También seguían sus pasos muy de cerca los asaltados: dueños de bancos, en su mayoría ingleses; también los grandes estancieros y terratenientes, abusadores históricos de su posición. Personas adineradas que se jactaban de poseer todo el horizonte y más.
Algunos dicen que ellos nunca existieron, que fue todo un mito, un invento de los peones, de los gauchos olvidados. Pero los testimonios orales están ahí, en la música del viento, en los viejos de manos gastadas, en los indios, en las mujeres enamoradas, en los hijos perdidos, y en las canciones alrededor de un fuego naranja. Porque la historia está en todos lados, en las cortezas de los árboles, en el correr de los arroyos donde se refrescaban tras una larga caravana, en los pueblos sin nombre, en la tierra, en las distancias recorridas.
Nunca los atraparon. Cada tanto aparecía un borracho gritando que él le había disparado a uno de ellos y lo había matado, pero eso era difícil de creer. A los meses llegaba la noticia de que habían asaltado otro banco más, y la gente respiraba aliviada. El pueblo pobre los quería. La peonada que había acompañado a Rosas hasta el final sentía que su causa era justa. Ellos le robaban a los que más tenían, burlándose de un orden que parecía único e inamovible. Se transformaron en los delincuentes más buscados, y los menos encontrados, por supuesto. Desde Sarmiento, pasando por Avellaneda y Roca, trataron de agarrarlos, de matarlos, de exhibir sus cabezas, o sus armas, para demostrar quién era el que mandaba. Nunca pudieron.
Se retiraron sin aviso. Desaparecieron dejando la sensación de que la pampa los tragó. Muchas son las hipótesis sobre la vida de estos cinco personajes pero es difícil asegurar qué pasó con cada uno de ellos. Hace 20 años se supo que había muerto en un pueblo de la provincia de Mendoza el último de ellos. Se calcula que tenía más de 90 años. Con él se fue un pedazo de la historia.
Hace 22 años, tuve la suerte de encontrarme con él…
Continuará…

viernes, septiembre 05, 2008

La cuestión de la heladera



La discusión surgió en un ambiente bastante particular: tres o cuatro de nosotros parados al lado del asador; la carne cocinándose; el ruido de la grasa al hacer contacto con las brasas (uff, por Dios, eso es impagable. Tanto lo es que me retracto: no es ruido, es sonido, es música de asado); la luna alumbrando las siluetas; el vino tinto (algunos con hielo y soda, otros así como viene); algo de humo extra al del asado; la noche ni muy fría ni muy cálida. Y a mí se me viene por tirar una de esas máximas, que en esos momentos uno las siente como impecables, importantes, con una carga emotiva inigualable:

- ¿Vieron que es como una gran cosa abrir la heladera en casa ajena? Es todo un tabú. Uno se acerca, abre la puerta, y el momento se suspende, se “congela” (esto lo acabo de agregar ahora…, y si, está malísimo). No tendría que ser la gran cosa, ¿no les parece?

Y la charla, que empezó en buenos términos, fue cambiando su tono. Los fundamentalistas del “respeto”, “los códigos”, y no sé cuántas cosas más no podían (no querían) entender que para mí no significara gran cosa abrir la heladera en casa ajena. *

Cuando la discusión avanzaba yo pensaba “esto es tema de blog”.

Yo tiraba los siguientes argumentos: una vez que uno cruza un nivel de confianza, no tendría por qué haber problema en abrir la heladera. Ese era mi argumento principal, el de la confianza. Si alguien en mi casa quiere algo para tomar o para comer, no tiene que pedirme permiso para abrir la heladera. Ahora bien, uno sabe muy bien cuándo se puede comer algo y cuando no. Muchas veces esos códigos se van al carajo cuando pinta la gula. Ahí también interviene la confianza para mandar a la puta que lo parió al que se comió el almuerzo de mañana, la torta de cumpleaños, o las empanadas que me regaló mi vieja. Un buen golpe también sirve a los efectos de dejar bien en claro las conductas intolerables.

Lo que pasó con la discusión esa noche fue que yo quería plantear cómo es a veces esta cultura. No sólo con la cuestión de abrir ese mastodonte blanco, sino con otras cosas como usar el teléfono, prender la tele, poner música, tomar del mismo vaso, o picar algo del plato ajeno. Mi compañero Juan Cruz estuvo muy preciso al indicar: “si vos prendés la tele, o ponés música estás cambiando el ambiente del lugar. Le das otra forma al momento y al espacio. Es distinto a abrir la heladera. Tenés que pedir permiso sí o sí.” Tiene razón, parcialmente, obvio. Las variables casa de familia y casa de amigos (o casa de iguales entre sí) son de importancia fundamental para el análisis.

El tema nunca pudo ser cerrado. Juan Cruz llevó la discusión al plano personal al acusarme de voraz, desubicado, y de “a vos cuando te pega el bajón sos un culiado que abre la heladera para ver qué se puede comer.” Terrible error el de mi compañero al plantear la discusión en términos particulares, ya que yo quería llevar el tema al plano general, al del análisis un tanto más abarcativo. Nico Levy también me apoyó en la cuestión del “umbral de confianza” (y también se hizo cargo de las acusaciones de Juan Cruz vertidas hacia mi persona) Paco aclaró que en su casa hay que pedir permiso para abrir la heladera, pero que a él no le importa una mierda si alguien lo hace, ya que esas son “boludeces de mis hermanos.” No recuerdo las palabras de Maxi. Y creo que Rocío apoyaba mis sentencias pero conciliaba con Juan Cruz en otras cosas (qué raro…)

En fin, un tema que merece ser tratado con toda la seriedad del caso. Me pregunto qué opinará la comunidad blogera (aunque el Word no me acepte el término) (Ey, Word: ¡no me importa el subrayado rojo!)

Un abrazo a todos los perdedores de tiempo.

Palabras claves: Heladera - Umbral de confianza - Cultura - Cristina Fernández - Gula - Tabú. Y otras tantas más...

* Reconozco que mi reconstrucción de aquel momento es muy subjetiva, caprichosa, y recortada.