viernes, octubre 02, 2015

El ritmo del lunes. (El hombre que quería escribir 11 entrega)



En la mesa los de barba se confiesan porque están de la cabeza, karatekas que a las siete siguen golpeando y buscando ese gran significado que la vida ha programado, desterrado.

Los otros días fuimos a tomar una cerveza con el Perro al barcito que está en la esquina de Cañada y Montevideo. Un barcito muy lindo de la zona más infectada de barcitos. Barcito ahí, barcito allá, barcito a la vuelta, el barcito de la otra cuadra y el barcito de la esquina, ese larguito, que ocupa un espacio muy chiquitito de la vereda. A ese barcito fuimos. Es un barcito que tiene cierta identidad, los dueños son piolas y la cerveza no es ni cara ni barata. 
La noche se hacía cada vez más de noche. La juventud se movía apurada por la ciudad buscando un encuentro. Se ríen los pibes, se sacan fotos las niñas haciendo trompita. Todo es una joda. Ese radio de 20 cuadras de Córdoba no duerme, no para. El Perro y yo tomamos la tercera cerveza. Hace como diez minutos que ninguno de los dos parece querer meter más birra al estómago. Hablamos poco. Le pregunto por el laburo. Responde con una mueca y dice algo que no alcanzo a escuchar. Ni le pregunto, tampoco me interesa tanto y él lo sabe. Miramos las minas, las mesas que nos rodean. Siempre hay alguien riéndose a los gritos, golpeando la mesa. Alguno tira un vaso al piso. Una parejita chapa como nunca y otra como siempre. A mi derecha, un grupo de universitarios hablan a lo loco. A los universitarios, y especialmente a los que estudian carreras sociales, se los reconoce al instante. Los escuchamos. Sé que el Perro también lo hace porque intercambiamos una mirada veloz. Son cuatro, dos chicas y dos chicos. Hablan uno arriba del otro, las palabras se montan una a la otra, tiran una, devuelven otra, ping pong, tenis, squash. Hablan de política, de que la discusión no es esa, sino esta otra. Que el capitalismo, que De la Sota, que el campo, el kirchnerismo, la agrupación, los troskos, la carrera, el plan de estudios, Estados Unidos, que vos siempre fuiste peronista, que qué decís si vos votaste a La Bisagra en las elecciones de Consejo, que compañeros no se peleen, que tenés razón, que disculpame, que sí, que dale, que otra birra. Y luego ya no se pelean más. Ahora planifican. Quieren hacer una radio comunitaria en alguno de los quince mil barrios de Córdoba que están para atrás. Quieren armar una agrupación. Estoy convencido de que si armamos una agrupación les ganamos la próxima elección del centro a los muertos esos, dice uno de los dos chicos, el que más habla. 

- ¿Vos decís, Gastón? –pregunta la hermosa. 
- Meli: en tres meses les rompemos el culo a los troskos – se agrandó el tal Gastón. 

Qué boludo que sos Gastón, pienso; pero sé que sólo lo pienso porque estoy celoso de que “Meli” lo mire con esos ojitos al salame éste. Lo que “Meli” debería hacer es levantarse como si fuera al baño, chocarme el codo sin querer, a pesar de que para ir al baño no tiene que pasar al lado mío, decirme discúlpame, hermoso, y apoyar su palma en mi brazo con una sonrisita, te invito una birra, no me aguanto más a estos boludos con sus discusiones al pedo. Y yo le diría que sí, claro, hermo… Pero qué hago con el Perro. No lo puedo dejar en banda. Tampoco puede quedarse conmigo, sería un embole para todos. Yo sé lo que el Perro quiere pero no, eso no. No sé si me sentiría cómodo. Y Meli es tan simpática, se ha quedado con su mano en mi brazo, esperando mi respuesta, sosteniendo la sonrisa, haciéndome ojitos. 

- Eh, drogadicto –dice el Perro y con el mentón me hace una seña- Dejá pasar al guaso. 

Un guaso se levantó para ir al baño y no podía pasar sin chocarme el codo. Pasá maestro. Gastón hablaba de no sé qué. Meli revisaba su celular mucho menos hippie que su vestimenta, y los otros dos escuchaban la prédica gastoniana. El Perro me miró y volvió a hacerme otra seña haciéndome entender: ¿vamos? Tan universal como que un tarrito arriba del techo de un auto es igual a Se Vende. 
Juntamos teléfono, puchos, encendedor. La banda de Gastón brindaba, chocaron los vasos y uno dijo, exaltado y feliz: ¡el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo! Chin, chin, chin, chin, los cuatro cristales. Realmente creen que el futuro es de ellos. Qué suerte que tienen. Quince años atrás nosotros estábamos brindando con un arremangado, en la plaza del barrio, y tomando porque no hay nada más después, no hay futuro, no hay nada. Algo ha cambiado en este país. Llegando a la vereda del frente le diré al Perro que son unos pendejos pelotudos, aunque por dentro sepa que no es así. Cuando sea grande quiero ser amigo tuyo, Gastón. 
El Perro se prendió un pucho, entrecerró los ojos, tiró el humo al aire cordobés y me miró: 

- Sabés que no es así. Vamos. 

Y con otro gesto universal me invitó a seguir caminando hacia adelante.