sábado, febrero 21, 2015

El hombre que quería escribir. (Folletín) Sexta entrega.


Martes

El asado es literatura, sin dudas. El fernet también y el whisky también, por supuesto. La charla con un amigo como el Perro, bueno, no sé si es literatura, pero algo es. Y a veces es tanto que no podemos parar, ni decir hasta acá llegamos. El dolor del cuerpo un martes a la mañana no es literatura, o por lo menos no es lo que me gustaría estar leyendo. 

Ayer fue tremendo, un clásico de dos guasos que van quedando solos, una raza en extinción en ciertos círculos, grupos, clases: la del soltero que ya pasó los 30, el de clase media, el que terminó el secundario, incluso fue a la universidad un rato, que alguna vez ha estado de novio y que probablemente vuelva a estarlo pero que no tiene ninguna intención de abandonar su estado de bienestar: libertad, fraternidad e igualdad. Soltería, nutrida vida y rutina de amistad, y orgullo propio. El que se va quedando solo en las reuniones familiares, las de fin de año, las de las abuelas, tíos, primos y niños, esas a las que siempre van las esposas y las novias ya conocidas, importantes para la familia porque ya aparecen en las fotos, esas que van a poner en algún marquito sobre una mesa ratona, y también esas caras nuevas, las que traen los primos más jóvenes, esas ricuras que quieren impresionar a la abuela y a la suegra. Alguna llegará hasta el final y la veremos en las fotos más viejas junto a toda la familia para que mamá diga, agarrando el marco: mirá el corte de pelo que tenía el tío Oscar, qué loco el tío Oscar, siempre el mismo / qué gorda que estaba la Claudia, che /ah, mirala a la Roxana, tan jovencita, ese fue el primer día que la trajiste, hijo, me acuerdo hasta el día de hoy. Algunas abandonaran el álbum familiar antes de tiempo. ¿Te enteraste que el Ezequiel, el más grande de la tía Claudia, se peleó con la novia? Dirá mi mamá, bajito, en tono de secreto, sin mirarme, abanicándose, casi como si fuéramos dos espías, uno al lado del otro. Yo ya lo veía venir, esa chica me daba mala espina, dirá. Lo que mamá no sabe es que el primo Eze tiene una debilidad por la carne ajena. Y por más de que su novia partía la tierra él no podía controlar ese temita. Y la mina lo dejó. Pero mamá es sabia y las tías también. Esas viejas que están sentadas en esas sillas desde que tengo uso de razón. Esas estatuas son parte de todas las fotografías y en todas deben haber estado sentadas ahí, con la misma ropa. Esas viejas que no quieren a nadie, ni siquiera a sí mismas pero que parecen disfrutar mucho del chisme. ¿Cuál de todas mis novias o menos que novias aparecerán en esas fotos? ¿Seguirán ahí, en ese álbum, o alguien se habrá encargado de ir limpiando los fracasos? Los divorciados, las parejas de las que toda la familia se quiere olvidar, suelen abandonar el álbum, las novias de la juventud no. 

En esas juntadas familiares yo soy ese. Y el Perro también. Somos dos fracasos del amor y de la familia, y del deber ser de esos. Me la paso tomando fernet con los primos más jóvenes, a los que creo que les caigo bien y piensan que soy algo mucho mejor que lo que soy. Les cuento las anécdotas de mis años ágiles y se vuelven locos. Quieren eso ya. Quieren ir a la facultad, conocer gente, ponerla, fumar marihuana y, alguno que otro, cambiar el mundo, pintar carteles, ir a marchas en las que no sabés muy bien por lo que está marchando, y así. Así y todo, estos pibes van a ser los futuros artistas, creativos, pensadores de esta ciudad. Como yo, que voy camino a convertirme en un destacado escritor. 

Pero también están los otros, los hijos de los tíos que tienen guita, más que guita: clase. Esos que tienen entre 16 y 20 años y todavía piensan de que a los 25 van a estar recibidos y que en breve tendrán un trabajo acorde a su clase media acomodada y la casa, el auto y la mina. La hermosa familia igual a la de papá y mamá, y la calcomanía en la parte trasera del coche. Con esos no hablo mucho, no me registran a pesar de que jugaba mucho cuando ellos eran chicos. Les llevo entre 10 y 15 años, creo. Yo tenía 18 años, y fumaba una seca y me colgaba jugando con los más pendejos. Era el mejor primo de todos. Pero ahora estos primitos que tienen barbita algunos y otros la piel llena de granos, que juegan con celulares que yo no puedo comprar, apenas me saludan. Y ni me miran. Soy el fracasado que sigue trabajando en el mismo call center desde hace 8 años. Me dan la mano, yo atino a agarrarla pero en vez de eso golpean mi palma y me levantan un puñito maricón para que yo les golpee con el mío. Así se saluda hoy. El problema es que yo no suelo llegar tan fresco a estas juntadas y  a veces se me da por hacerles algunas bromas a los primos chetos, los de flequillo pegado a la frente, y cuando me saludan así les pego un puñetazo en el puño, y ellos pegan un gritito, ni siquiera un grito, una puteada, porque así de blandita está la juventud acomodada que ni se les ocurre decirme qué pegás pelotudo. No me dicen nada, y se van. Debe ser por eso que apenas me saludan.

Un tío abuelo me preguntó una vez si yo era puto. No traés nunca a nadie a las juntadas de fin de año, me dijo. Yo tenía 27 años, me había separado de una tarada importante a la que nunca había llevado a los eventos familiares y estaba en la mejor época de mi vida con las minas y con la noche. Ese estado se extendió un tiempo con un descenso sostenido en el levante de aquella época dorada. No tío, no soy puto. Le llené el vaso de vino y nos quedamos viendo a los nietos más chiquitos bañarse en una piletita con 15 centímetros de agua. 

El Perro y yo nos vamos quedando solos. Los amigos piolas tienen novias piolas. Los amigos más boludos a veces también tienen novias piolas, que no los merecen, que andarían mucho mejor con alguien como yo. Y también están las novias pelotudas. Uno no entiende cómo alguno de nuestros mejores amigos, los mejores de los mejores, pueden estar con personas tan estúpidas, con lo cual eso los transforma de a pocos en pelotudos, hasta el punto de convertirse en un pelotudo total. O de dejarla. A veces pasan. Las dos cosas. En cambio amigas solteras quedan pocas. Muchas se casan y no las vemos más. Agarran el autito del Juego de la Vida, giran la rueda, avanzan, nace un hijo: recibe regalos. Y se van, casillero por casillero. Es así. Chau, amiga, chau, jamás volveremos a salir a tomar algo con toda la banda, jamás bailaremos ebrios y amistosos en Pétalos, jamás te volveré a hablar al oído, a decirte que me encantaría que estuviéramos solos y darte un beso, oler tu perfume, jamás volveremos a volver borrachos porque te prometí acompañarte a tu casa porque estabas muy mal, riéndonos, vos con las sandalias en las manos, con el sol ya saliendo, hasta la puerta de tu depto donde voy a intentar besarte nuevamente y vos que no, boludo, que mi novio está arriba durmiendo, pero sonriendo, sabiendo de que tenés ganas, que no te gusto, realmente no te gusto, pero que esa noche, esa caravana de amigos, esa costumbre nuestra de juventud de salir y tomar, que el mundo se acaba esta noche, esa misma noche me darías un beso y quizás nos animaríamos a dormir juntos, pero no, estás de novia, pero igual ponés las llaves en la cerradura, abrís la puerta del edificio, hacés un paso, te volvés, me sonreís y me das un beso, un beso corto pero largo, diez segundos de tu lengua con la mía, y me decís chau, tonto, nos vemos en la facu el lunes, chau amiga. 

Chau amiga. 

Y así el Perro y yo nos vamos quedando solos. 

En veinte minutos entro a laburar. Voy a llegar tarde, lo sé. Pero igual voy. Ojos cerrados, mordiendo los dientes. Soy un defensor que a veces no sabe a qué mierda juega y siempre está cerca de la tarjeta roja.