miércoles, octubre 15, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín) Tercera entrega

3


Miércoles

La semana estaba a la mitad y no tenía nada. Descartada completamente la historia de Daniel, iba a tener que ponerme en campaña para encontrar otras historias. 
Esa noche, al terminar el partido de los miércoles, el Negro Jefe me dijo que podía conseguirme algo, una muy buena. Me lo dijo mientras meábamos, sin levantar la vista de su tarea. 
- Ajá, de qué se trata –pregunté haciéndome el desinteresado. 
- Es algo bueno, fuerte, pero… 
- Pero qué, pero qué –dije desesperado, tirando al carajo mi estrategia. 
- No sé si es para vos, no sé si te da el cuero –dijo el Negro Jefe sacudiéndose las gotas. 
La puta que te parió Negro Jefe. Te hacés el especial ahora, después de todo lo que he hecho por vos. ¿Quién te hizo entrar al equipo? ¿quién te puso el tremendo apodo de Negro Jefe, decime, quién?
Terminó de lavarse las manos y encaró para irse. Apenas pasó la puerta del baño le grité:
- Si necesitamos gente para el miércoles que viene te llamo –y esperé. 
Volvió. 
- ¿Cómo que si necesitamos gente? Si yo vengo siempre. Soy de los que no fallo nunca. 
- Bueno, vendrás siempre pero no sos del grupo de amigos original. Sos un agregado, Pablo, sos como el Ciruja o el primo de Leandro –dije sacudiéndome las manos y peinándome en el espejo. 
Eso le dolió. Primero que le dijera Pablo, segundo que lo igualara con dos idiotas como el Ciruja o el primo de Leandro, al que ni siquiera le sabíamos el nombre porque venía sólo cuando faltaba uno. De hecho, le decíamos “primo”. Lo miré desde el espejo. Me miró, asintió, mordió su bronca y supo que yo había ganado. 
En el asado post partido se me sentó al lado. 
- Esta es una historia de misterio, de drama, de suspenso –me dijo mirando para ambos lados, en secreto-
- Bueno, contame –insistí. 
- No, acá no se puede. Además… No es mi historia, a mí me la contaron.
- ¿Y de quién es entonces? 
- De mi hermano, el Gringo –dijo, se enderezó y se mandó un pedazo de carne a la boca. 
- ¿Gringo? ¿Tu hermano es gringo? –pregunté. 
- Sí, es hijo de mi vieja con otro novio que tuvo. Mi papá es negrazo, el de mi hermano no.
No sabía eso del Negro Jefe. De hecho, no sabía nada de él, mucho menos de que tuviera un hermano de diferente padre. Al Negro lo conocí en el call center, era uno de los que limpiaba ahí. Le vi pinta de buen jugador y lo invité una vez al partido de los miércoles. Al principio alguno de los muchachos se enojó porque cómo iba a traer a alguien sin consultar, que eso no se puede, que seguro que este negro nos roba los bolsos. Boludeces. No me equivoqué, la rompió. Se paró en el mediocampo, ordenó, pegó un par de patadas y en un partido nomás, con esa solita actuación, dejó de ser Pablo, para ser el Negro Jefe. Al finalizar el partido, le palmeé la transpirada espalda y le dije “buen partido, Negro Jefe”. 
- ¿Por Astrada me decís? Mirá que yo soy de Boca –dijo él. 
- No, boludo, por Obdulio Varela.
- ¿Quién?
- El capitán de Uruguay en el 50.
- Ni idea quién es.
- ¡Uruguay en el 50, por Dios! El maracanazo, Uruguay dos Brasil uno. ¡El maracanazo, Pablo! –dije desesperado. 
- No, no escuché nunca hablar de ese lugar, pero me gusta el apodo, mientras no sea por Astrada, decime como quieras –largó mientras se sacaba las medias. 
Hay gente que no sabe nada de historia del fútbol. En cambio yo sé mucho, debe ser de lo único que sé. 
Quedamos que caería el jueves o viernes a su casa. ¿Dónde mierda viviría el Negro Jefe?

Jueves

Nada. Ni un  mensaje de texto, ni un mensaje en Facebook. Negro y la puta que te parió.

Viernes

Mensaje de texto: “caete a casa, vamo a come un asado con lso vecinos”. 
Respuesta: “Dale, adnde vivís? Pasame la dire”
Respuesta: “En San vicente”.
Negro boludo, dejá de hacerme gastar mensajes. Si te pregunto por la dirección pasame la dirección y ya. Después de varios idas y vueltas de mensajes logró explicarme dónde vivía y qué colectivo me dejaba cerca. Le pedí que me esperara en la parada porque no conocía bien San Vicente. Me dijo que era un puto y que si podía me esperaba.
Me bajé del trole y no había nadie. Revisé el mensaje y caminé por las oscuras calles. Sentí que cada grupito de guasos que había en los kioscos me miraba, me hacían sentir que no era del barrio. Finalmente, con las manos transpiradas, llegué a la casa. No tenía timbre. Aplaudí. De fondo se escuchaba La Mona. Acá no me va a venir a abrir nadie, pensé. Esperé dos minutos y entré. Cagaso padre me agarré cuando se me vino en banda un perraso gigante. Se frenó justo ante el grito del Gringo, el hermano no-negro del Negro Jefe. 
Comimos un azadazo con un montón de guasos del barrio y del laburo. El Negro no trabajaba más en el call center, ahora había entrado a una fábrica y estaba dulce, tenía guita para botines nuevos, para dejar impecable el Fiat Uno, para comprarse una pantalla de tele gigante. Yo miraba la casa que se venía abajo y al mismo tiempo una cantidad de artefactos electrónicos de no creer. El celular del Negro era tres veces más grande y más caro que el mío. 
De a poco se fueron yendo los comensales. Partían para el Sargento Cabral. Quedábamos nosotros tres nomás. El Negro se excusó y se fue a proseguir la pelea que estaba teniendo via mensaje de texto con su novia por el fijo. 
No sabía cómo encarar la situación. Preparé dos vasos de vino con Pritty y arranqué.
- Che, Gringo, tu hermano me dijo que vos tenías una historia ¿puede ser? –dije tímidamente. 
El Gringo agarró el vaso, se lo bajó de un solo buche, se limpió la boca con todo el antebrazo y dijo:
- Tengo una historia –y agregó: ¿vos creés que estás preparado para esto? 
Qué mierda se agranda este gil si todavía no me dijo nada. No vaya a ser que me salte con una historia de su padre, de su hermano que es de otro color. Además, qué historia digna de mi fabuloso libro puede tener este boludo. 
- Y, si no me contás va a ser difícil –respondí con mi clásica y sagaz ironía. 
Sin decir palabra se levantó. A los dos minutos volvió con un cuaderno inflado de hojas y recortes. 
- Me tomé el atrevimiento, un par de años atrás, de empezar a escribir esta historia. 
Ah, bueno, resulta que ahora todos escriben. Este se piensa que uno se levanta un día y se le ocurre escribir y que con eso basta. Qué cosa che. 
- Tomá, leela –dijo y me extendió una hoja toda garabateada con lapicera azul, dibujos a los costados, tachones, liquid paper. Un desastre. 
Agarré la hoja. No se entendía nada. 
- ¿Por qué no me la leés vos? De paso me voy interiorizando en el tono que le pusiste a la historia. Capaz que después me sirve para escribirla de manera más fiel –dije y le devolví la hoja. 
El Gringo se puso feliz. Por dentro rogaba que este agrandado supiese leer y que no me hiciera poner nervioso. Había tomado bastante y había fumado una seca. Si este boludo se empezaba a trabar no iba a poder contener la risa y seguramente me ligaría una piña. 
El Gringo respiró hondo y comenzó a leer.

Llovía torrencialmente en la ciudad de Córdoba. Ella aguardaba en una esquina que el agua parase, guarecida bajo un pequeño techo. Los autos pasaban veloces. Los colectivos surfeaban las calles. La ciudad se inundaba en sus tristezas. Ella sintió frío y maldijo todo a su alrededor. Nadie la rescataría. Estaba sola contra todo y todos. Se prendió el último cigarrillo de su empapada etiqueta. El humo le trajo alivio, todo es mejor con un cigarrillo en la boca. La situación parecía que jamás mejoraría, tomó coraje y salió caminando por las calles,  dejándose mojar, aceptando la derrota del día. Empapada, un lento paso tras otro, a contramano de los transeúntes que corrían desesperados, tapándose la cabeza con un diario, envueltos en bolsas de consorcio, sosteniendo el ala de sus paraguas baratos, avanzaba hacia quién sabe dónde. 
Muchas cuadras después, encontró un taxi vacío. “Día difícil”, dijo el tachero. “Como todos”, respondió ella. La ciudad se duplicaba en el reflejo del vidrio mojado. Las luces, los carteles, los semáforos, todo adquiría un tono diferente. Pagó su viaje con un par de billetes húmedos, se bajó y entró a su casa. El silencio. Fue quitándose la ropa mojada, dejándola tendida en el piso, por toda la casa. Abrió la ducha y un chorro de agua caliente la alivió. Cerró los ojos y se dejó de llevar…

El Gringo me miró con ojos de satisfacción. 
- ¿Qué te parece? –me preguntó, agrandado. 
- ¿Qué me parece qué? –respondí con indulgencia. 
- La historia. 
- Pero si no contaste nada. Además, la protagonista es una mujer. Pensé que era una historia tuya –repliqué. 
- Bueno, sí… -dudó- En realidad no es mía, así como mía, sino de mi hermana.
- ¿Tu hermana?
- Sí, la Colo. 
- ¿La Colo? 
A esta altura cualquier cosa era esperable de esta familia. 
- ¿Otra hermanastra? –pregunté. 
- ¿Qué? La Colo es mi hermana –respondió él sin entender. 
- ¿Mismo padre y misma madre? 
- ¿Que quién? 
- Que vos. 
- Y sí. ¿Estás bien, flaco? –preguntó el Gringo ante mis preguntas sobre paternidades, familia y color de cabello. 
- Sí, no me des bola. Pero al final no me estás diciendo nada, tenés algo escrito sobre una historia sin historia –recriminé. 
- Bueno, es que tuve tiempo sólo para la introducción –se excusó. 
- ¿No era que lo habías escrito hace un par de años? –recordé. 
El Gringo se enojó. Todos estábamos un poco borrachos. Me dijo que quién carajo me creía que era, que él se había tomado el trabajo de buscar sus papeles, de mostrar una parte muy íntima de su vida, su escritura, que para qué había ido yo y un montón de estupideces dignas de borrachos. Cuando la espuma del fernet fue bajando volvimos al diálogo.  
- Esto le pasó a la Colo hace unos dos años –comenzó a explicar el Gringo- Resulta que una vez mi hermana se entera que se podían hacer compras por internet y que había cosas buenísimas y a buen precio. Nosotros no entendemos nada, imaginate que a las cosas las compramos acá en la San Jerónimo donde tenemos de todo. Pero la Colo siempre fue distinta, es moderna, tiene una tarjeta de crédito, se viste bien. Entonces una vez se compró una cartera y a los 10 días le llegó la cartera. Estaba chocha. Después un Ipod y así fue comprando una parva de boludeces. Una de esas tantas compras fue un tapado, un saco, no sé, un abrigo. Como siempre, a los 10/15 días estaba el saco para ser retirado en el correo. Fue, lo trajo, se lo probó: le quedaba increíble. Tiene buen lomo la Colorada. En una de esas, mirándose al espejo, se mete la mano en el bolsillo y encuentra un papel, un papel con algo escrito, uno de esos jeroglíficos chinos. Era cortito, un par de dibujitos nomás. Cuando me lo mostró yo le dije que eso debía ser la garantía, o algo así. “¿Cuándo viste vos una prenda de ropa con garantía, burro?”, me dijo. Nos puteamos y al instante me olvidé del asunto. Pero ella no. Comenzó a buscar a alguien que supiese hablar chino para traducir ese misterioso mensaje. Se fue hasta el supermercado chino del barrio y resulta que los chinos no eran chinos sino coreanos, que para mí eran lo mismo. Eso estaba escrito en otro idioma, en otro dialecto, o algo así. Bueno, finalmente, un par de días después, encuentra a un chino que entendía esa escritura en chino y que además hablaba más o menos el castellano. ¿Y sabés lo  que decía ese papel?
- ¿Qué? –pregunté intrigado. 
- AYUDA. 
Nos quedamos en silencio unos 30 segundos. Me fueron cayendo un par de fichas. 
- Bueno ¿Y? –pregunté.
- ¿Cómo que “y”? Es buenísima la historia. 
- Pero… ¿eso es todo? 
- ¿No te parece suficiente? 
Me puse mi traje de investigador y comencé a disparar preguntas.
- ¿Qué hizo tu hermana después?
- Nada. Se lo  contó a un par de amigas y ya. 
- ¿Y cuál es la historia entonces?
- Bueno, yo se lo conté a un par de amigos y la re flasheamos. 
- Tus amigos fuman todos ¿no?
- Sí, pero no tiene nada que ver –se excusó. 
- ¿Y qué flashearon? –dije haciendo las comillas con los dedos. 
- Y, que la que escribió ese mensaje trabaja como esclava en china, y la tienen encadenada y que ella tomó muchos riesgos para conseguir ese papel y esa lapicera y mucho más para esconderlo en el bolsillo de ese saco y que…
- … yo te entiendo –interrumpí- ¿pero cuál es la historia?
El Gringo se quedó en silencio. Comenzaba a dudar de todo. 
- La anécdota es muy buena, Gringo, pero acaso ¿vos te vas a ir a China a liberar a esa pobre esclava? –pregunté. 
- Y… No… -dijo resignado.
- No, verdad… 
Le acababa de destruir su historia. Tomamos un rato más en silencio. Noté que el Gringo había quedado mal y lo alenté a que tratara de escribirla, que no importaba lo que yo dijera, que en la introducción se notaba que había talento. Él se animó un poco, guardó sus papeles y propuso que fuéramos para el Sargento, que a esta hora era cuando mejor se ponía. Miré mi reloj, dos y media de la mañana. Era volver a mi casa o irme al baile. 
- Ya que estamos en el baile bailemos –dije, y nos fuimos para allá.