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jueves, mayo 19, 2016

El hombre que quería escribir. "Arquero poeta" 13° entrega.


La mano, la salvación, vino, como tantas otras veces, del fútbol. Nacho, es un compañero de facultad de Sergio. Una vez al mes aparece por el fútbol de los miércoles. Juega en cualquier lugar de la cancha y lo hace bastante mal en todos lados. Pero es un chango pasado de piola y siempre es recibido con una sonrisa, se queda a los asados, nunca hace problemas cuando algún desubicado se va de mano con las compras y hay que poner dos Roca o Evita sobre la mesa, mira fútbol, algunos partidos de primera, con lo cual sus opiniones tienen, al menos, un  mínimo fundamento, un respaldo: a ese partido lo vi en casa y ese Mancuello es horrible, por ejemplo. No como el mentiroso de Maxi que opina sobre todo y no ve nada, simplemente le pone su sello personal a cualquier tema que se esté hablando, sea de fútbol, política, mujeres, autos, asado o drogas. Juega mal al fútbol, no sabe nada de política, sus novias son unas idiotas, tiene un auto caro al que no sabe cómo cambiarle una cubierta, hace feos asados y no se droga. Pero es del grupo y lo seguirá siendo. Nacho no es el del grupo pero le pasa el trapo al otro salame. 

- ¿Viste el flaquito aquel que está estirando? –me dijo Nacho mientras nos hacíamos los que sabíamos elongar en el medio de la cancha. 
- ¿Cuál, aquel? –señalé con el mentón a un petisito escuálido que estaba jugando en la cancha de al lado. 
- No, boludo, al nuestro, el arquerito.
- ¿Y ese quién es? –pregunté. 
- Creo que es un amigo de Carrizo. Como hoy faltan varios él se encargó de invitar a algunas caras para tratar de ser por lo menos seis contra seis. 
- Vos lo conocés entonces –siempre pongo reparos con traer gente nueva, que nadie conoce, que te puede arruinar los miércoles ancestrales por calentón o canchero o llorón o muertazo. 
- Lo vi un par de veces, sé quién es, nos tenemos de vista. 
- Pará, pará, pará: ¿lo que me estás queriendo decir es que te gusta el arquerito? –dije imitando la voz de Fantino. 
- No, boludo –dijo Nacho riéndose e iniciando la segunda etapa de nuestro frío precalentamiento. 

Comenzamos a trotar como dos pendejas ojotas de 15 años a las que las obligaban a hacer gimnasia en el secundario y no tenían ni siquiera la mínima destreza física para correr. Así corremos hoy. Así corren los que pasaron los 30 y tienen un cuerpo como el mío. Ahora bien, cuando la jugada pide ataque, tenemos la gracilidad de un animal de presa, somos veloces, intrépidos y temerarios. Si alguien frenara todo en ese instante tendríamos la delicadeza de una estatua de un dios griego. O por lo menos eso creo y por eso sigo yendo al ataque cuando la jugada no lo pide, dejando el fondo de mi defensa desprotegido, sabiendo que tengo casi todos los números comprados para que me la roben y nos calven un gol. 

- Ese arquerito, así como lo ves, es poeta –dijo Nacho tratando de cambiar el aire. 
- ¿Poeta? 
- Así es. 
- Es la primera vez que me cruzo con un escritor que juegue al fútbol. Pensé que era el único –dije mirando hacia el arquerito. 
- ¿Vos, escritor? ¡Déjate de hinchar los huevos, gordo!
- Eh, en serio, posta, estoy empezando a escribir. 
- ¡¿Qué has escrito che gordo caradura?! –dijo haciendo montoncito con la mano. 
- Todavía nada. Pero me estoy moviendo, recolectando información, escuchando historias de la gente. 
- ¿Y por qué no charlás después en el asado con el arquero? Capaz que tenga algo para decirte –aventuró. 
- ¿Qué va a tener para decir aquel otro? Es arquero, nacho, ar-que-ro. 
- Sí, pero un arquero poeta –dijo y metió un pique corto que a mí me dejó fuera de carrera.

Ya estaban casi todos en la cancha. Dos rezagados hijos de puta se cambiaban con lentitud al costado de la cancha. No les importa nada. Ni la hora, ni el resto de los boludos que estamos corriendo hace media hora para no acalambrarnos en la primera jugada, ni nada. Ellos se cagan de risa, se ponen los botines, se fuman un pucho. El arquerito pelotea con Maxi. Casi todas van afuera; las que no, al medio. Se suma el Negro Jefe, agarra una de aire y le mete un balinazo que le da vuelta las manos, pero alcanza a sacarle el tiro, se va por arriba. El diminuto arquero se levanta lleno de tierra, trota hasta el alambre, busca la pelota y la lanza desde atrás del arco hacia mi lugar; pica defectuosamente; me lleva tres movimientos pararla y acomodarme; la adelanto un poco, estoy lejos, le doy otro toquecito más y estoy unos metros afuera del área grande, por el costado derecho; le pego con toda, e inexplicablemente va hacia al arco, hacia el ángulo, hacia esa red hecha mierda que no contiene nada. Golazo. No vale nada pero empecé ganando. Sonrío. Señalo hacia arriba, imito festejo. 
Lo voy a entrevistar, sólo que él todavía no lo sabe y voy uno a cero desde el vestuario. Vuelvo a sonreír con mis manos en jarra sobre mi camiseta de Las Flores ajustada sobre los rollos. 

- ¡Bien, boludo! –grita el arquerito y todos se ríen. 

Este recién llega y ya me agarra para la cagada.  
Uno a uno. Soy horrible. No aguanto ningún resultado. La concha de su madre. 

martes, enero 06, 2015

El hombre que quería escribir. (Folletín) Quinta entrega


5

Lunes

Estamos en casa. 
- ¡Compramos carne y nos hacemos un asado! –dijo el Perro emocionadísimo, con los ojos y el cerebro convulsionado al tirar semejante buena idea. 
- ¿Y dónde vamos a conseguir una carnicería abierta a esta hora? –pregunté y miré mi reloj: eran las 9 de la noche. Todavía están abiertas todas las carnicerías. Me sentí un cagón al haber hecho esa pregunta.  
- Compramos allá, en la ruta. Esos hijos de puta no cierran nunca –la euforia del Perro era cada vez más intensa. Contagiosa. 
- ¿Nosotros nomás o invitamos a alguien más?
- ¡Qué importa! Vamos a comprar la carne ya y después vemos –dijo agarrando las llaves, tanteando los bolsillos para ver si aparecía la guita. 
Comencé a buscar con mi mirada el buzo, mi billetera. El Perro ya estaba listo. Yo todavía no andaba ni por el 30% de mi proceso. En ciertos estados me cuesta tomar algunas decisiones; prepararme para salir puede ser eterno, no encuentro el orden de las maniobras. 
- ¡Dale culiado, agarrá el buzo, la plata y vamos, qué tanto! –me gritó el Perro. 
Yo seguía dando vueltas como una calesita, como la que hace el Pupi Zanetti para salir jugando. El Perro, que ya sabía de estas cuestiones, me pegó un chirlo en la nuca. El desfibrilador funcionó, se me acomodaron las ideas, agarré la billetera, saqué mis únicos cien mangos y salimos.

Está bueno salir a la calle.

Caminamos por una calle oscura de barrio, como son las calles de los barrios cordobeses. Las manos en los bolsillos, cangurito, la capucha puesta. Fumamos una seca, claro. 
- Así que todavía no encontrás ninguna historia –dijo como preguntando. 
- No, che, no –agaché la cabeza y patié una piedra (tic) del piso. Le di como para picársela por arriba al arquero. La piedra dio unos saltitos, mínimos, y dio contra el cordón. 
- Tiene que haber alguna buena historia dando vueltas por ahí. 
Busqué la piedra y la fui llevando con un par de toquecitos certeros. No es fácil llevar una piedra, a veces se va para cualquier lado, incluso a veces la podés perder: debajo de un auto, en una alcantarilla o que se te vaya para cualquier lado. Le di con la derecha un pase en diagonal al Perro como para que pique en profundidad. 
- Tengo miedo de encontrarme una buena historia y no poderla escribir –dije con miedo.
El Perro, que no había picado en profundidad sino que había seguido caminando hasta encontrarse con la piedra, la tocó suave de zurda hacia mí. La piedra venía bien pero dio un giro en el asfalto y se quedó en el medio, en un punto equidistante en el cual cualquiera de los dos podía impactarla. Pero me correspondió a mí porque el Perro había intentado darme un pase. 
- No seas puto. ¿Tenés ganas de escribir? Escribí entonces. Después ves si sale bien o mal. Vos tenés que escribir –dijo como dicen las cosas los amigos como el Perro. 
Llegamos pateando la piedra hasta la avenida. La tenía yo, atada a mi pie derecho. ¿Podría cruzar la avenida, el cantero central, la otra mano, el cordón de enfrente, dejarla en la puerta de la carnicería, comprar, pagar, recordar que había dejado una piedra y emprender el regreso a casa con el piedrabalón? 
- Lo voy a intentar –dije, decidido, mirando a los ojos del Perro. 
El Perro me miró como se miran en las películas. Asintió. Entrecerró los ojos y me dijo: “no vas a poder”.


- Vamos a comprar: chinchulines, un poco de vacío, si la falda está buena compramos falda… y chori, chori hay que comprar –el Perro venía enumerando una cantidad ridícula de carne. Estaba en la cresta de la ola, en el punto de éxtasis, en el momento  cumbre de su emoción. 
- Perro… Somos dos. No podemos comprar todo eso –dije y fue como bajarlo de su árbol de imaginación de un piedrazo. Lo veo caer al Perro, rebotando en las ramas, raspándose todo. A veces soy mal amigo. 
El Perro me miró triste. Si fuera por él comprábamos cuatro kilos de carne. Somos dos, no tenemos mucha plata y queremos tomar fernet. Hay que ajustar los números. 
- Pedimos un poco de chinchu y un buen pedazo de vacío ¿cómo la ves? –dije como para conciliar. 
- Comprá lo que quieras –respondió con tonito poco creíble de ofendido.  



- ¿Cómo les va a los chicos? –preguntó Leonardo, el carnicero- ¿Se van a comer un asadito?

- ¿Cómo andás Leo? Sí, algo así. Algo tranqui. Somos dos nomás –respondí. 

Leonardo ya me conocía. Ya sabía los cortes que suelo llevar. Tener un carnicero de confianza es uno de mis grandes orgullos. Hay veces que uno ve tipos que van a la carnicería y no tienen ni idea qué comprar, como si no hicieran un asado en su puta vida. La confianza con el carnicero se construye. Uno se presenta, prueba la carne; si el asado sale bueno tenés que volver  y decirle “salió bueno el asado, muy bueno el vacío”, por decir un corte. Y vas de a poco, equilibrando tus saberes con los suyos. 
El Leo me dio dos tiritas de falda de película, unos chinchus y un pedacito de vacío. Lo justo, necesario y un poquito más, como para dos personas. Mientras le sacaba la grasita al vacío contemplamos a una vieja riquísima que se agachaba a elegir los tomates. Nos dijimos de todos los tres sin decir nada, a puro intercambio de miradas. Cuando la vieja se fue Leonardo se apoyó en el mostrador y dijo:

- ¿Te conté de la vez que me levanté a una vieja?

Mi novia me había asado las pelotas, y una vez después de discutir por vaya a saber qué pelotudez, me harté y me fui a la mierda. Me fui a la mierda, eh. Sin aviso, sin mensaje de texto, nada. Di un portazo y me fui. Como estaba sin laburo agarré y me piré para Carlos Paz, a la casa que estaba alquilando un amigo. Era enero…
… La cosa es que nos la pasamos de caravana. Salíamos todos los días, viste como es Carlos Paz. En una de esas salidas, creo que en Kalama, me pongo a bailar con una mina, una mina más grande que yo. ¿Viste cuando pegás onda bailando, que no te decís nada sino que bailás y bailás y te vas tirando onda con el cuerpo? La cosa fue subiendo de tono y en el tercer tema, sin decirnos una sola palabra, empezamos a apretar a full, mal. Tremendo. De contarlo nomás se me empieza a parar la pinchila. Nos hicimos de todo, ahí, en el medio de la pista. Creo que lo único que nos dijimos fue “vamos”. Y nos fuimos. En el auto de ella, obvio; si yo andaba con mi amigo. No le avisé nada y me tomé el palo. La mina se pagó un hotel de la concha de su hermana, no sabés lo que era. Y ojo que no era un telo, un hotel alojamiento, era uno de los caros de Carlos Paz, cuatro estrellas o algo así. Ahí ya habíamos hablado algo. Pero viste cuando sentís que no querés hablar, que ya te dijiste todo sin abrir la jeta. Yo medio que tenía miedo de que la mina se me fuera. Y como venía bien así… 
En la luz, en el auto, en el lobby del hotel ya me daba cuenta de que era una mina más grande que yo, suponía que andaba por los 30, los 32; yo tenía 25 en aquel entonces. 

- ¿Cuándo fue esto? –interrumpió el verdulero mientras separaba un par de papas podridas. 
- Ya te conté mil veces, Gonzalo, fue hace unos tres años. 

La cosa es que esa noche fue espectacular y que al otro día…

- ¿Cómo que al otro día? –volvió a interrumpir el verdulero- Contá detalles de esa noche che culiado. Qué nos importa a nosotros sobre el otro día, el otro día; lo que todos queremos escuchar es sobre esa noche y nada de vos eh, sino sobre la mina –Gonzalo es re denso. Lo harta al Leonardo. Juegan siempre a lo mismo- ¿Tenía buenas gomas? –preguntó finalmente. 
- Sí, gordo, tenía unas re gomas.
- ¿Hechas o naturales?
- Hechas, por supuesto.
- Ooooh –dijo el verdulero acariciando un limón. 

Al otro día abrí los ojos y la vi. Y era aun más hermosa la mina. No había sido un sueño, no era un delirio de borracho. ¡Realmente había pasado todo eso! No nos movimos del hotel y le seguimos dando y dando. Cada tanto nos levantábamos para ir al baño o para tomar agua y seguir. Resulta que la mina tenía 42 pirulos, ¡cuarentaydos años papá! Y parecía cero kilómetro, con los nylon puestos todavía en los asientos. Una barbaridad de mujer. La mina me tiró que me quedara con ella, que nos fuéramos en un crucero (al parecer tenía mucha guita) que ella pagaba todo… 

- ¿Y, qué pasó? Preguntó el Perro completamente compenetrado con la historia
- Y bueno, lo que pasa es que… 
- ¡El pelotudo se cagó, eso fue lo que pasó! –gritó Gonzalo agachado buscando una cebolla que se había caído detrás de todo. 
- No, bueno, lo que pasa es que yo estaba de novio –empezó a querer argumentar el Leo, rascándose la cabeza, nervioso. 


Media hora después nos fuimos con nuestra bolsita de carne, el carbón y dos pimientos rojos para hacer con huevo y un remate malísimo de la excelente historia de Leonardo, una buena película con final chotaso, como para exigir que devuelvan el precio de la entrada, que nos regale la carne el hijo de puta. La historia de Leonardo no servía. ¿Por qué siempre terminan las cosas así? Si Leonardo se hubiera ido con la mina al crucero de seguro que no estaría atendiendo esta carnicería, trabajando casi todo el día, con un delantal lleno de sangre. Quizás estaría manejando alguna de las tantas empresas de las que es dueña esta exitosa mujer, esta heredera de millones de dólares. Hola, soy Leonardo, vicepresidente ejecutivo de … Leonardo S.A., fabricamos todo tipo de productos. Vicepresidente ejecutivo. Nadie sabe bien qué mierda es un vicepresidente ejecutivo, pero debe ejecutar cosas y ser la mano derecha del Presidente. El Presidente no es ejecutivo, el presidente es todo. ¿Quién era esta mujer? ¿Habrá encontrado otros Leonardos para llevar a algún crucero? El Perro se imaginó una vieja mi amor como Lisa Ann. El Perro está obsesionado con Lisa Ann, hermosa milf si las hay. Pero Lisa es más vieja y es demasiado camión. Yo imaginé alguien más real, una Mercedes Morán un poco más joven. Ella en un crucero, él en la carnicería. Una buena historia pero una casi historia. Daniel nunca encontró a esa chica de 15 años que le voló el marote y Leonardo decidió hacer la jugada fácil, volver a su novia, a los días de siempre, al delantal con sangre. ¿Acaso la vida es una sucesión de eventos previsibles? ¿Dónde está la literatura? ¿Qué mierda es la literatura? 
- Dejá de hacerte el bocho, boludo –dijo, con olfato de Perro, el Perro. 
- ¿Qué mierda es la literatura? –murmuré entre dientes. 
- ¿Qué cosa? –preguntó.
- Que qué mierda es la literatura. Eso me pregunto –dije ofuscado. 
- ¿La literatura? –dijo el Perro, miró la calle, las bombitas iluminando lúgubremente el barrio, las dos sombras avanzando, caminando como caminan desde que se conocen, el pelo del agua, los árboles y las piedritas del pavimento.
- ¿La literatura? –volvió a preguntar el Perro. Miró la bolsita con carne, me miró y la levantó, pendulando la bolsita; la señaló nomás y sonrió, así como sonríe él y sin hablar nada me dijo todo. 

viernes, noviembre 07, 2014

El hombre que quería escribir. (Folletín) Cuarta entrega

4

Domingo

El sábado se me había escurrido de las manos. Mi cabeza no servía para nada después de tanto vino con coca. El baile no es para cualquiera. Hay que tener todo el cuerpo preparado para recibir una cantidad absurda de alcohol, y el mío ya se había acostumbrado a recibir otro tipo de tratamiento a base de cerveza y fernet. 
Sin conexión a internet por mi morosidad acostumbrada, sin guita como para salir a hacerme el no sé qué, sin cabeza y sin ideas, el mejor plan fue tirarme en la cama hasta que el cuerpo me doliera de tanto dormir. Almorcé panchos y me fui directamente a lo del Perro. 
El domingo ofrece una maratón de partidos irresistible, la jornada ideal para el hombre soltero. La Vero no entendía nada “¿cómo puede ser que te pases todo un día tirado en el sillón viendo fútbol?” Dependiendo de los estados de ánimo, a veces la pregunta no buscaba una respuesta, sino que era un grito, un reclamo, una crítica directa y abierta a, no tan sólo mis costumbres, sino a la masculinidad y a toda la cultura argentina. Claro, mis argumentos no convencían y la Vero se terminaba yendo, bastante enojada a decir verdad. El ruido del portazo era lo único que quedaba rebotando en el ambiente. En esos momentos pensaba que la relación no daba para más. Luego comenzaba Banfield vs Atlético de Rafaela o Manchester City contra el Bolton o un vibrante Platense-Atlanta, y todo se me olvidaba. 
El perro me esperó con el combo de la amistad: coca cola, cerveza helada, una bolsa de chizitos Cheetos, una de doritos y los palitos de queso Pehuamar. Nada podía salir mal. 
Ver fútbol con un amigo te permite dos cosas: si el partido está bueno te alegrás de compartir un momento frente al televisor, y si el partido da angustia (como suele ocurrir) te podés colgar charlando con el fútbol de fondo. Eso pasó. Olimpo contra Gimnasia, en Bahía Blanca. Hay canchas en las que nunca pueden salir partidos lindos, la cancha de Olimpo es una de esas. 
- Perro: sigo sin encontrar una historia para escribir –dije, aprovechando que el arquero de Gimnasia estaba fingiendo lesión y pedía a gritos que los médicos vinieran a salvarlo de una segura muerte. 
- ¿Pero lo fuiste a ver al Ñato al final? –dijo el Perro mandándose una mano llena de palitos a la boca. 
- ¿Me estás jodiendo? Si te dije que el Ñato no tiene nada que ver con la literatura, que él trabaja en una fotocopiadora. 
- Ah, cierto –dijo sin escucharme nada- Che, parece que está lesionado en serio –agregó señalando la pantalla.
- ¡Qué va a estar lesionado! Son todos una manga de cagones los jugadores –grité enojado.
Finalmente el juego se reanudó. El spray mágico hizo su parte y el arquero de Gimnasia parecía recuperado, no quedaban indicios de esa lesión por la cual aparentaba haberse acercado a la muerte. 
- ¿Para vos quiénes son más mentirosos: los políticos o los jugadores de fútbol? –pregunté.
- Mmm, difícil pregunta… Supongo que los políticos. El Diego dijo que los jugadores eran lo más sano del fútbol. 
- Sí, pero el Diego ha dicho todo. No hay nada que el Diego no haya dicho –retruqué. 
- Igual, me parece que los políticos son más chamuyeros –concluyó el Perro. 
- Para mí también, pero bueno, quería ver qué pensabas. 
- Yo reformularía tu pregunta. No compararía a los jugadores con los políticos, o el periodismo, o la policía. Los jugadores se tienen que comparar con los jugadores, no sé si me entendés. 
- Sí –dije, sin entender
- Los jugadores son llorones, de eso no quedan dudas.Ya no queda nada de lo que el fútbol supo ser: un juego de hombres, pero de hombres en serio. Yo no viví el fútbol de hace 30 años para atrás pero soy un estudioso, lo sabés. Basta con mirar partidos viejos para darse cuenta de cómo era antes el fútbol. Era, justamente eso: fútbol, un partido de fútbol y nada más. Como cualquier partido que se juega. 
- Claro, como que antes se jugaba por la camiseta –dije. 
- Sí, ponele. Pero no es sólo por eso. Los jugadores parecen actores, todo el tiempo simulando y la televisión tiene mucho que ver con eso. 
- Y la televisión qué mierda tien…
Gol de Olimpo. Gol de segunda jugada. Aunque decirle jugada es mucho. Corner, rechazo flojito, uno que patea, rebote, mil piernas y la pelota que sale hacia el arco dando saltitos, el arquero que se revuelca en el piso para alcanzarla y gol. Gol de mierda pero gol. 
El Perro es un filósofo del fútbol, hincha, televidente, pensador. Los guasos de la banda dicen que es insoportable hablando de fútbol, incoherente. Pero yo lo quiero al Perro. Me gusta escucharlo, me da letra para futuras discusiones futboleras. 
Inexplicablemente el segundo tiempo se puso entretenido. Gimnasia buscando el empate y Olimpo colgándose del travesaño. A los 35 el árbitro le regala un penal  a los visitantes. Todos los de camiseta tacheras se le van al humo a Lunatti. El loco Pablo amonesta a Furios y otro más. Todo se demora. Finalmente, el 9 del Lobo puede acomodar la pelota en el punto del penal, en esa área hecha mierda donde crece el pasto por partes. Habrá sido justicia divina o algo así porque el muerto la tiró a las nubes. Gritamos y festejamos como si fuéramos hinchas de Olimpo. Siempre nos ponemos del lado del más débil, o sea, del equipo que esté más lejos de la Capital Federal.  
El tiempo vuela con el Perro. Podemos estar horas y horas en un ida y vuelta de todo y nada. 

miércoles, octubre 15, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín) Tercera entrega

3


Miércoles

La semana estaba a la mitad y no tenía nada. Descartada completamente la historia de Daniel, iba a tener que ponerme en campaña para encontrar otras historias. 
Esa noche, al terminar el partido de los miércoles, el Negro Jefe me dijo que podía conseguirme algo, una muy buena. Me lo dijo mientras meábamos, sin levantar la vista de su tarea. 
- Ajá, de qué se trata –pregunté haciéndome el desinteresado. 
- Es algo bueno, fuerte, pero… 
- Pero qué, pero qué –dije desesperado, tirando al carajo mi estrategia. 
- No sé si es para vos, no sé si te da el cuero –dijo el Negro Jefe sacudiéndose las gotas. 
La puta que te parió Negro Jefe. Te hacés el especial ahora, después de todo lo que he hecho por vos. ¿Quién te hizo entrar al equipo? ¿quién te puso el tremendo apodo de Negro Jefe, decime, quién?
Terminó de lavarse las manos y encaró para irse. Apenas pasó la puerta del baño le grité:
- Si necesitamos gente para el miércoles que viene te llamo –y esperé. 
Volvió. 
- ¿Cómo que si necesitamos gente? Si yo vengo siempre. Soy de los que no fallo nunca. 
- Bueno, vendrás siempre pero no sos del grupo de amigos original. Sos un agregado, Pablo, sos como el Ciruja o el primo de Leandro –dije sacudiéndome las manos y peinándome en el espejo. 
Eso le dolió. Primero que le dijera Pablo, segundo que lo igualara con dos idiotas como el Ciruja o el primo de Leandro, al que ni siquiera le sabíamos el nombre porque venía sólo cuando faltaba uno. De hecho, le decíamos “primo”. Lo miré desde el espejo. Me miró, asintió, mordió su bronca y supo que yo había ganado. 
En el asado post partido se me sentó al lado. 
- Esta es una historia de misterio, de drama, de suspenso –me dijo mirando para ambos lados, en secreto-
- Bueno, contame –insistí. 
- No, acá no se puede. Además… No es mi historia, a mí me la contaron.
- ¿Y de quién es entonces? 
- De mi hermano, el Gringo –dijo, se enderezó y se mandó un pedazo de carne a la boca. 
- ¿Gringo? ¿Tu hermano es gringo? –pregunté. 
- Sí, es hijo de mi vieja con otro novio que tuvo. Mi papá es negrazo, el de mi hermano no.
No sabía eso del Negro Jefe. De hecho, no sabía nada de él, mucho menos de que tuviera un hermano de diferente padre. Al Negro lo conocí en el call center, era uno de los que limpiaba ahí. Le vi pinta de buen jugador y lo invité una vez al partido de los miércoles. Al principio alguno de los muchachos se enojó porque cómo iba a traer a alguien sin consultar, que eso no se puede, que seguro que este negro nos roba los bolsos. Boludeces. No me equivoqué, la rompió. Se paró en el mediocampo, ordenó, pegó un par de patadas y en un partido nomás, con esa solita actuación, dejó de ser Pablo, para ser el Negro Jefe. Al finalizar el partido, le palmeé la transpirada espalda y le dije “buen partido, Negro Jefe”. 
- ¿Por Astrada me decís? Mirá que yo soy de Boca –dijo él. 
- No, boludo, por Obdulio Varela.
- ¿Quién?
- El capitán de Uruguay en el 50.
- Ni idea quién es.
- ¡Uruguay en el 50, por Dios! El maracanazo, Uruguay dos Brasil uno. ¡El maracanazo, Pablo! –dije desesperado. 
- No, no escuché nunca hablar de ese lugar, pero me gusta el apodo, mientras no sea por Astrada, decime como quieras –largó mientras se sacaba las medias. 
Hay gente que no sabe nada de historia del fútbol. En cambio yo sé mucho, debe ser de lo único que sé. 
Quedamos que caería el jueves o viernes a su casa. ¿Dónde mierda viviría el Negro Jefe?

Jueves

Nada. Ni un  mensaje de texto, ni un mensaje en Facebook. Negro y la puta que te parió.

Viernes

Mensaje de texto: “caete a casa, vamo a come un asado con lso vecinos”. 
Respuesta: “Dale, adnde vivís? Pasame la dire”
Respuesta: “En San vicente”.
Negro boludo, dejá de hacerme gastar mensajes. Si te pregunto por la dirección pasame la dirección y ya. Después de varios idas y vueltas de mensajes logró explicarme dónde vivía y qué colectivo me dejaba cerca. Le pedí que me esperara en la parada porque no conocía bien San Vicente. Me dijo que era un puto y que si podía me esperaba.
Me bajé del trole y no había nadie. Revisé el mensaje y caminé por las oscuras calles. Sentí que cada grupito de guasos que había en los kioscos me miraba, me hacían sentir que no era del barrio. Finalmente, con las manos transpiradas, llegué a la casa. No tenía timbre. Aplaudí. De fondo se escuchaba La Mona. Acá no me va a venir a abrir nadie, pensé. Esperé dos minutos y entré. Cagaso padre me agarré cuando se me vino en banda un perraso gigante. Se frenó justo ante el grito del Gringo, el hermano no-negro del Negro Jefe. 
Comimos un azadazo con un montón de guasos del barrio y del laburo. El Negro no trabajaba más en el call center, ahora había entrado a una fábrica y estaba dulce, tenía guita para botines nuevos, para dejar impecable el Fiat Uno, para comprarse una pantalla de tele gigante. Yo miraba la casa que se venía abajo y al mismo tiempo una cantidad de artefactos electrónicos de no creer. El celular del Negro era tres veces más grande y más caro que el mío. 
De a poco se fueron yendo los comensales. Partían para el Sargento Cabral. Quedábamos nosotros tres nomás. El Negro se excusó y se fue a proseguir la pelea que estaba teniendo via mensaje de texto con su novia por el fijo. 
No sabía cómo encarar la situación. Preparé dos vasos de vino con Pritty y arranqué.
- Che, Gringo, tu hermano me dijo que vos tenías una historia ¿puede ser? –dije tímidamente. 
El Gringo agarró el vaso, se lo bajó de un solo buche, se limpió la boca con todo el antebrazo y dijo:
- Tengo una historia –y agregó: ¿vos creés que estás preparado para esto? 
Qué mierda se agranda este gil si todavía no me dijo nada. No vaya a ser que me salte con una historia de su padre, de su hermano que es de otro color. Además, qué historia digna de mi fabuloso libro puede tener este boludo. 
- Y, si no me contás va a ser difícil –respondí con mi clásica y sagaz ironía. 
Sin decir palabra se levantó. A los dos minutos volvió con un cuaderno inflado de hojas y recortes. 
- Me tomé el atrevimiento, un par de años atrás, de empezar a escribir esta historia. 
Ah, bueno, resulta que ahora todos escriben. Este se piensa que uno se levanta un día y se le ocurre escribir y que con eso basta. Qué cosa che. 
- Tomá, leela –dijo y me extendió una hoja toda garabateada con lapicera azul, dibujos a los costados, tachones, liquid paper. Un desastre. 
Agarré la hoja. No se entendía nada. 
- ¿Por qué no me la leés vos? De paso me voy interiorizando en el tono que le pusiste a la historia. Capaz que después me sirve para escribirla de manera más fiel –dije y le devolví la hoja. 
El Gringo se puso feliz. Por dentro rogaba que este agrandado supiese leer y que no me hiciera poner nervioso. Había tomado bastante y había fumado una seca. Si este boludo se empezaba a trabar no iba a poder contener la risa y seguramente me ligaría una piña. 
El Gringo respiró hondo y comenzó a leer.

Llovía torrencialmente en la ciudad de Córdoba. Ella aguardaba en una esquina que el agua parase, guarecida bajo un pequeño techo. Los autos pasaban veloces. Los colectivos surfeaban las calles. La ciudad se inundaba en sus tristezas. Ella sintió frío y maldijo todo a su alrededor. Nadie la rescataría. Estaba sola contra todo y todos. Se prendió el último cigarrillo de su empapada etiqueta. El humo le trajo alivio, todo es mejor con un cigarrillo en la boca. La situación parecía que jamás mejoraría, tomó coraje y salió caminando por las calles,  dejándose mojar, aceptando la derrota del día. Empapada, un lento paso tras otro, a contramano de los transeúntes que corrían desesperados, tapándose la cabeza con un diario, envueltos en bolsas de consorcio, sosteniendo el ala de sus paraguas baratos, avanzaba hacia quién sabe dónde. 
Muchas cuadras después, encontró un taxi vacío. “Día difícil”, dijo el tachero. “Como todos”, respondió ella. La ciudad se duplicaba en el reflejo del vidrio mojado. Las luces, los carteles, los semáforos, todo adquiría un tono diferente. Pagó su viaje con un par de billetes húmedos, se bajó y entró a su casa. El silencio. Fue quitándose la ropa mojada, dejándola tendida en el piso, por toda la casa. Abrió la ducha y un chorro de agua caliente la alivió. Cerró los ojos y se dejó de llevar…

El Gringo me miró con ojos de satisfacción. 
- ¿Qué te parece? –me preguntó, agrandado. 
- ¿Qué me parece qué? –respondí con indulgencia. 
- La historia. 
- Pero si no contaste nada. Además, la protagonista es una mujer. Pensé que era una historia tuya –repliqué. 
- Bueno, sí… -dudó- En realidad no es mía, así como mía, sino de mi hermana.
- ¿Tu hermana?
- Sí, la Colo. 
- ¿La Colo? 
A esta altura cualquier cosa era esperable de esta familia. 
- ¿Otra hermanastra? –pregunté. 
- ¿Qué? La Colo es mi hermana –respondió él sin entender. 
- ¿Mismo padre y misma madre? 
- ¿Que quién? 
- Que vos. 
- Y sí. ¿Estás bien, flaco? –preguntó el Gringo ante mis preguntas sobre paternidades, familia y color de cabello. 
- Sí, no me des bola. Pero al final no me estás diciendo nada, tenés algo escrito sobre una historia sin historia –recriminé. 
- Bueno, es que tuve tiempo sólo para la introducción –se excusó. 
- ¿No era que lo habías escrito hace un par de años? –recordé. 
El Gringo se enojó. Todos estábamos un poco borrachos. Me dijo que quién carajo me creía que era, que él se había tomado el trabajo de buscar sus papeles, de mostrar una parte muy íntima de su vida, su escritura, que para qué había ido yo y un montón de estupideces dignas de borrachos. Cuando la espuma del fernet fue bajando volvimos al diálogo.  
- Esto le pasó a la Colo hace unos dos años –comenzó a explicar el Gringo- Resulta que una vez mi hermana se entera que se podían hacer compras por internet y que había cosas buenísimas y a buen precio. Nosotros no entendemos nada, imaginate que a las cosas las compramos acá en la San Jerónimo donde tenemos de todo. Pero la Colo siempre fue distinta, es moderna, tiene una tarjeta de crédito, se viste bien. Entonces una vez se compró una cartera y a los 10 días le llegó la cartera. Estaba chocha. Después un Ipod y así fue comprando una parva de boludeces. Una de esas tantas compras fue un tapado, un saco, no sé, un abrigo. Como siempre, a los 10/15 días estaba el saco para ser retirado en el correo. Fue, lo trajo, se lo probó: le quedaba increíble. Tiene buen lomo la Colorada. En una de esas, mirándose al espejo, se mete la mano en el bolsillo y encuentra un papel, un papel con algo escrito, uno de esos jeroglíficos chinos. Era cortito, un par de dibujitos nomás. Cuando me lo mostró yo le dije que eso debía ser la garantía, o algo así. “¿Cuándo viste vos una prenda de ropa con garantía, burro?”, me dijo. Nos puteamos y al instante me olvidé del asunto. Pero ella no. Comenzó a buscar a alguien que supiese hablar chino para traducir ese misterioso mensaje. Se fue hasta el supermercado chino del barrio y resulta que los chinos no eran chinos sino coreanos, que para mí eran lo mismo. Eso estaba escrito en otro idioma, en otro dialecto, o algo así. Bueno, finalmente, un par de días después, encuentra a un chino que entendía esa escritura en chino y que además hablaba más o menos el castellano. ¿Y sabés lo  que decía ese papel?
- ¿Qué? –pregunté intrigado. 
- AYUDA. 
Nos quedamos en silencio unos 30 segundos. Me fueron cayendo un par de fichas. 
- Bueno ¿Y? –pregunté.
- ¿Cómo que “y”? Es buenísima la historia. 
- Pero… ¿eso es todo? 
- ¿No te parece suficiente? 
Me puse mi traje de investigador y comencé a disparar preguntas.
- ¿Qué hizo tu hermana después?
- Nada. Se lo  contó a un par de amigas y ya. 
- ¿Y cuál es la historia entonces?
- Bueno, yo se lo conté a un par de amigos y la re flasheamos. 
- Tus amigos fuman todos ¿no?
- Sí, pero no tiene nada que ver –se excusó. 
- ¿Y qué flashearon? –dije haciendo las comillas con los dedos. 
- Y, que la que escribió ese mensaje trabaja como esclava en china, y la tienen encadenada y que ella tomó muchos riesgos para conseguir ese papel y esa lapicera y mucho más para esconderlo en el bolsillo de ese saco y que…
- … yo te entiendo –interrumpí- ¿pero cuál es la historia?
El Gringo se quedó en silencio. Comenzaba a dudar de todo. 
- La anécdota es muy buena, Gringo, pero acaso ¿vos te vas a ir a China a liberar a esa pobre esclava? –pregunté. 
- Y… No… -dijo resignado.
- No, verdad… 
Le acababa de destruir su historia. Tomamos un rato más en silencio. Noté que el Gringo había quedado mal y lo alenté a que tratara de escribirla, que no importaba lo que yo dijera, que en la introducción se notaba que había talento. Él se animó un poco, guardó sus papeles y propuso que fuéramos para el Sargento, que a esta hora era cuando mejor se ponía. Miré mi reloj, dos y media de la mañana. Era volver a mi casa o irme al baile. 
- Ya que estamos en el baile bailemos –dije, y nos fuimos para allá.

lunes, septiembre 22, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín) Segunda entrega

2

Martes


El lunes me había pasado todo el día pensando en si estaba bien o estaba mal concretar mi sueño de ser escritor. Recordé que en el colegio primario las señoritas siempre me felicitaban por mi imaginación. No sé qué pasó en el secundario pero la cosa fue completamente distinta.

No me importó demasiado y decidí quedarme con el recuerdo de mi tierna edad, darle bola a eso, a la etapa más pura de mi vida, a la niñez imperturbable y sin desvíos.

Recordé que Daniel una vez me había contado una historia, hace muchos años, sobre una chica que había conocido. Salí de trabajar y me fui directamente para su casa. Luego de los abrazos, de la charla sobre fútbol, de los cómo andás y los tanto tiempo que no nos vemos, me zambullí en el tema.

- Quiero escribir –le dije, serio y decidido.

Daniel me miró un poco asustado, sus ojos eran pura incredulidad.

- Está bien, no tengo mucho crédito, pero tomá, usá el mío –me dijo extendiendo su viejo celular.

Otro más. Estoy rodeado de los mismos tipos.

- No, Daniel, no. Quiero escribir, escribir una novela o un cuento. Eso, empezar por un cuento y después, si me sale bien, sí, largarme a algo más grande, más ambicioso –exclamé con emoción. 
- Eh, qué bueno, Gordo, me parece muy bien –me alentó Daniel, que me seguía diciendo Gordo por eso de que de chico era un poco gordo. 
- Sí, estoy decidido, por eso vine a verte. 
- ¿A mí?  -preguntó extrañado- ¿Necesitás plata?
- No, boludo. O bueno, capaz que sí, pero más adelante. Te vengo a ver porque quiero que me cuentes tu historia.
- ¿La historia de mi vida? –preguntó. 
- No, Daniel,  no. Tu vida es una mierda. Quiero que me cuentes sobre esa chica que conociste cuando tenías unos 20 años, que te enamoraste y que la buscabas y no la encontrabas. Esa chica que…
- Laura –interrumpió él- Se llama Laura. Y no tenía 20, tenía 16. Y ustedes se me cagaron de risa cuando les conté en aquel momento. Se me siguieron cagando de risa. ¡Hasta el día de hoy se me cagan de risa! –dijo enojado. 

Es cierto, algunos pueden ser muy crueles en nuestro grupo, y especialmente contra Daniel, que es tan boludo a veces.
- Yo no te dije nunca nada, eh –me atajé- Si a mí esa historia siempre me gustó –inventé.

Daniel masculló un rato. Tomamos algo, desviamos el tema, le volvimos a entrar, nos volvimos a desviar y luego, tras un rato de charla, volvió a recordar aquel momento, aquellos instantes donde vivió una historia digna de ser rescatada por un escritor de mi talla.

- ¿Por dónde empiezo? –preguntó. 
- Por el principio –dije, crucé las piernas y apoyé la pera con la palma de mi mano. Esas frases de las películas me encantan. No sabía bien cómo tendría que hacer para que me cuente su historia, de qué manera me iba a servir, si tenía que tomar apuntes, si lo debía grabar. No tenía nada, así que daba lo mismo. Me sentí un detective. Debería escribir alguna historia sobre un detective. Siempre me gustaron.

- ¿Te acordás que con mis viejos siempre veraneábamos en las sierras? 
- Sí, en La Falda –mentí. 
- No, en La Falda no, nada que ver. Siempre íbamos para el lado de La Cumbrecita, Santa Rosa de Calamuchita. 
- Ah, sí, sí, cierto –volví a mentir. 
- Bueno, resulta que a mi viejo, que era muy rompe bolas, te debés acordar, se le había puesto que teníamos que salir el domingo bien temprano a la mañana. Mi vieja y mi hermana estaban de acuerdo. Mi vieja nunca contradecía a mi viejo y mi hermana era más chica. Yo tenía 16 años, estaba en plena pelotudez. 
- ¡Sí! ¡Tenías toda la cara llena de granos! –recordé- Y ese corte de pelo horrible –dije riéndome. 
- No pongas eso en el cuento. Pelotudo. 
- Eh…
- Bueno, sigo. La cosa es que ese sábado teníamos el cumpleaños de 15 de la Andreíta López y había que ir sí o sí.
- Uuuh, la Andrea López, qué hermosa que era de chica. 
- Una bestia. Después se puso gorda –recordó.  
- Como la madre –completé. 
- Como la madre. Y bueno, yo me cambié para ir, mi viejo me agarró en la puerta, me gritó, me dijo que mañana no iba a poder levantarme nadie, que me iban a llamar una sola vez y que si no me levantaban me dejaban durmiendo, que después me las arreglara para ir. Y bueno, discutimos, andá a saber qué le dije y me fui. Fue un fiestón, ¿te acordás? 
- No mucho, la verdad –respondí. 
- Vos te chapaste a la prima de la Andrea, a la gorda –me recordó.

La puta madre, tenía razón. Me había chapado a la gorda. Igual la pasé bárbaro. A esa edad, y a esta también, me chapaba cualquier cosa.

- Eh, pero la gorda me tocó todo –le recordé- Imaginate, creo que hasta me vine encima. A esa edad uno era un volcán, estábamos más calientes que la mierda. 
- A esa edad y a esta también, Gordo. Vos siempre fuiste igual.
Me cago en la mierda. Este culiado me conoce demasiado. 
- La cosa es que esa noche volvimos tardísimo. Era esa época en que recién empezábamos a tomar y que nos poníamos en pedo con dos tragos de cualquier cosa. Y vos recordarás que yo siempre me ponía en pedo –concluyó. 
- Ahora también te ponés en pedo.
- Sí, pero antes era peor –dijo clausurando el tema. 
- Bueno, volviste borracho, te quisieron despertar, no pudieron y entonces qué. 
- Eso. Al parecer me zamarrearon, me gritaron y yo nada. No me acuerdo. Todo esto me lo contó mi vieja después. Resulta que ahora me tenía que ir para Santa Rosa y no tenía un mango, así que decidí hacer dedo. No sé de dónde saqué ese coraje porque yo era más bien cagón. No acotes nada por favor –dijo frenándome antes que acotara algo- Me tomé el colectivo, creo que era uno de los 30, me bajé en las afueras de la ciudad, ahí donde está la Universidad Católica e hice dedo. No sabía ni cómo hacer dedo. Estuve como 40 minutos ahí, en el medio de la nada, porque en aquel entonces no había nada ahí, y me entró a agarrar la desesperación. ¿Por qué mierda no le pedí plata a mi abuela, o algún vecino? Pensaba al costado de la ruta, conteniendo el llanto. En una de esas, un golpe de suerte. Frena un auto viejo, echo mierda. Una renoleta con dos viejos. “Vamos para Alta Gracia”, me dijeron. Y me subí. Era la primera vez que hacía dedo. Conocía el camino casi de memoria, o por lo menos eso creía. Recuerdo estar sintiendo una alegría que era inexplicable, novedosa. Los viejitos me dejaron en Alta Gracia, en la estación de servicio de la rotonda, donde tantas veces haría dedo después. No habrán pasado 15 minutos que frena un R12 Break, con una casilla rodante atrás. Familia de padre, madre e hija.
- Laura –dije yo sin aportar demasiado descubrimiento.
- Sí, Laura. Me senté atrás, con ella. No te puedo explicar el nerviosismo que tenía. 
- Era hermosa –afirmé preguntando.
- ¡Hermosísima! No la podía mirar a los ojos. Iba calladito, mirando por la ventana. El padre cada tanto me hablaba por el retrovisor, me preguntaba que a qué parte de Santa Rosa iba, porque ellos también iban para allá. Y no puedo tener más ocote: ellos también van al camping. Qué suerte, pienso, me llevan directo. Ni en mis sueños pasaba la posibilidad de siquiera hablarle a esa hermosa. 
- ¿Para tanto che?
- Sí, Gordo. Fue una edad de mierda para mí. Tenía aparatos, granos en la cara y ese corte de mierda. ¿Cómo puedo ser tan boludo y haber tenido ese corte de pelo? –exclamó con pena.-
- No era tan feo… –mentí nuevamente. 
- Bueno, la cosa es que estábamos viajando. Me acuerdo que al padre le gustaba el folclore y que íbamos escuchando un casete de no sé quién. Para mí el folclore es todo lo mismo. 
- Sí, para mí también. 
- Ponchos, griterío y la tierra y la concha de su madre –completó Daniel. 
-
- Bueno, y entonces ahí estábamos. Llegando al dique de Los Molinos siento una voz dulce, que me envuelve, que me mueve todas las estanterías: “¿A qué cole vas?”. Aaaaah –exclamó sonriendo- me puse tan nervioso que se me trabó  la lengua. “Al cassaffousth”, respondí con dificultad. “Ese es de chicos solos ¿verdad?”, dijo ella. “Sí, es técnico”. “Qué lástima”, respondió ella. Yo me quedé mirándola con toda mi cara de pelotudo y ella no me quitó la mirada de encima. No pude aguantarle los ojos, sonreí nervioso y agaché la cabeza con vergüenza... 

...Pensé que eso sería todo, que no me hablaría más, por cagón, por granudo, por ese corte de pelo horrible. Pero no. Volvió a insistirme, comenzó a preguntarme las cosas que se preguntaban a esa edad: que qué materia te gusta más, qué tal los preceptores, si ponen muchas amonestaciones, su hacen fiestas, si me estoy llevando alguna a diciembre. Lentamente fui perdiendo mi timidez. No sé cómo pero no pudimos para de charlar durante el resto del viaje. Era todo ella. Era ella la que tenía las riendas de todo. Me envolvía, me hacía sentir que no era un idiota, era hermosa y me hacía sentir también… hermoso. No sé cómo decirlo. Hacía chistes y me los festejaba, me miraba interesada ante cualquier boludez de mi vida que le contara. Cada tanto, cuando estallaba en alguna de esas carcajadas hermosas, apoyaba su mano en mi rodilla, y se tapaba la cara porque se le salía la sonrisa. Tenía una sonrisa tan hermosa, de esas que te enamoran. Su mano en mi rodilla me electrificaba el cuerpo. 

Así estuvimos durante todo el viaje. Al entrar a Santa Rosa me percaté de algo que siempre estuvo presente pero que yo no me había dado cuenta: ellos iban al mismo camping que yo. Volví a ponerme nervioso, muy nervioso. Entró el R12, esquivando pozos y charcos, porque había llovido la noche anterior. Por la ventanilla vi el auto de mi viejo, y a mi viejo, con su malla amarilla, la panza, las chancletas. Qué vergüenza que me daba mi viejo a veces. Mi vieja, haciendo crucigramas. Y mi hermana, chiquita, jugando con otros nenes. 

- ¿A dónde está tu carpa?  -preguntó su padre. 
- Me bajo acá, no se haga drama –dije, abriendo el seguro y bajándome casi con el auto en movimiento, huyendo.

Me estaba yendo, con la cabeza en los lugares incorrectos, pensando en que mi familia me avergonzaba y sentí que me agarraba de la mano y me decía “chau”. “Chau”, le respondí. “Te busco más tarde para ir al río”, dijo ella. No lo podía creer. “Dale”, respondí. Me soltó y me fui caminando rápido hacia mi familia, donde mi padre me esperaba, en cuero, con los brazos en jarra, manchado de negro por estar batallando con un carbón demasiado húmedo para el asado dominguero. 

No pude probar bocado. Mi padre me aleccionó con una de sus aseveraciones clásicas: “éste no puede comer porque anoche se emborrachó”, me señalaba con un tenedor cargado de chinchulines. Se mandaba el bocado y seguía hablando: “cuando chupás así no podés comer nada al otro día. Ya te voy a dar a vos con que caigas borracho a casa. Decí que no te agarré, que si no te metía a la ducha fría”. Mi viejo me amenazaba pero yo no lo podía escuchar. Sólo tenía su voz en mi cabeza, la de ella, la de Laura: “te busco más tarde”. ¿Me buscaría? ¿Pasaría por mi carpa? ¿Vendría en malla? Si íbamos al río, íbamos para bañarnos. Mi malla es horrible, pensaba. Soy flaco, blanco, con dos pelusas en el pecho. Cuando me vea en cuero le voy a dar asco. Pensaba cualquier cosa, me tiraba abajo, como siempre. No podía ser que una chica linda se fijara en mí. 

Mi familia se fue a dormir la siesta y yo me quedé sentado en una reposera esperando. No hice nada, absolutamente nada en dos o tres horas. No sé cómo pero me dormí, sentado. Algo de razón tenía mi viejo, tenía resaca, había dormido poco. De repente siento como si tuviera un bicho, o un mosquito en la cara. Cuando uno está dormido tiene actos reflejos, como sacarse de encima lo que le pica sin abrir los ojos. Pero seguía sintiendo el bicho. Cuando abrí los ojos la vi. Era ella, que me soplaba, que me despertaba dulcemente, sonriendo. Era demasiado. Tenía puesto un shortcito y una musculosa verde. Esa imagen es la postal inoxidable de mi vida. 

Fuimos el uno para el otro durante una semana. Ibamos juntos al río, al centro, a jugar a los videojuegos, a tomar helado, a caminar. Ella tenía 15, era de barrio General Paz e iba al colegio en la zona. Yo pensé una y mil veces en decirle algo, cualquier cosa: que me gustaba, que era la chica más linda del mundo, que la amaba, que si quería ser mi novia. Pensé todo y nada dije. Sabía que ella se volvería para su casa el domingo siguiente, y los días se pasaban entre una inédita felicidad y una angustia ya común en vida; no quería que se terminara esa semana nunca. 

Llegó el sábado. Habíamos quedado en ir al centro a la noche a pasear. A esta altura ya eran varios los que se habían sumado a nuestra amistad. Dos hermanos de Buenos Aires, uno de 17 y otro de 13. Una chica de 12 y un imbécil de mi edad que era de ahí, de Santa Rosa. El porteño la tenía re contra clara y siempre intentaba hacer cosas con ella. Claro, él era más grande, tenía guita, le robaba el auto al padre, era un combo difícil de igualar. Y era un clásico: alguien siempre se quedaba con la chica que me gustaba. 

Esa noche salimos a la matiné de un boliche de Santa Rosa. Me tomé dos tragos y ya estaba haciendo el ridículo. El porteño la sacaba a bailar y bailaba marcha y se movía. Yo ya estaba resignado, apoyado contra la pared, esperando que pasara un poco el tiempo para volverme al camping y dar por concluida una historia más, una de las tantas que siempre terminaban igual. 

Pero algo pasó. No sé si el porteño se desubicó o qué pero en un momento la vi a ella que venía hacia mí. Estaba incómoda, apurada. “Vamos”, me dijo. “¿A dónde?”, pregunté. “No sé, pero salgamos. Esto es un bodrio”, dijo y salimos. Caminamos hasta el camping, balanceándonos en el andar, chocando nuestros brazos, hombro con hombro, rozándonos las manos. 

- ¿Tenés novia, Daniel? –me preguntó. 

Con un cagazo de novela respondí que no. Me preguntó si me gustaba alguna chica. Respondí que sí. Me preguntó si alguna vez había estado con alguna chica y mentí diciendo que sí. Y en la entrada al camping, debajo de un farolito lleno de insectos, ella agarró mis manos, se elevó un poquito en puntas pie y acercó sus labios a los míos. Era la primera vez que besaba a alguien. Nos besamos, nos besamos mucho. Yo ni siquiera sabía si sabía besar, era un queso. No quería desprenderme de esos labios, no quería que ella alzara la mirada y que se diera cuenta que estaba conmigo y que se quisiera ir corriendo de vergüenza. Nada de eso pasó. Porque ella me miró, sonrió, me dijo que era también la primera vez que besaba a un chico, aunque no le creí porque nunca sentí una lengua tan perfecta como la suya. 

Noté que Daniel tenía los ojos vidriosos. La historia era demasiado perfecta, demasiado de película como  para ser verdad. No podía encararlo así de la nada, estando él tan vulnerable, así que lo dejé seguir escarbando en su recuerdo.

- ¿Y después qué pasó? –pregunté. 
- En algún momento ella se dio cuenta de la hora, dijo “mis viejos me van a matar”. Me besó y se fue, corriendo. 
- ¿Y no le pediste ningún teléfono, dirección de mail, algo? –pregunté con alarma.
- No idiota, no existía el mail en aquel entonces. ¿Cómo hacés para hacer preguntas tan boludas? –me retó. 
- Bueno, la dirección de su casa. El teléfono fijo, el nombre del colegio, algo –enumeré.
- Nada. Me quedé petrificado. Al otro día, cuando me levanté, ellos ya no estaban. 
- ¿Y nunca la buscaste?
- ¡Claro que la busqué! La busqué siempre y… -sentí que se la trababa la garganta, que no había posibilidad de que saliera palabra alguna de ese nudo- y… la sigo buscando –dijo y rompió en llanto.

Era la primera vez que lo veía llorar a Daniel. La primera vez de en serio porque de chico lloraba siempre, era de los llorones. No supe qué hacer. Apoyé mi palma en su espalda. Él me pidió perdón, como piden perdón los que lloran. Me conmovió su historia pero tuve que preguntarle de todos modos si todo lo que me había dicho era verdad, si no había inventado algo.

Se enojó un poco.

- Esta es la única historia, la más linda de las historias de mi vida. Incluso al día de hoy, cuando ya pasaron como veinte años –respondió él, con brutal honestidad.

Quiso seguir hablando pero las palabras se estancaban en la emoción de su garganta. Eran como palabras tratando de avanzar en un pantano. Cuando se relajó pudo contarme de la cantidad de veces que se tomó el colectivo, que pasó por la puerta del colegio en la que ella le había dicho que cursaba, que deambuló y conoció de punta a punta ese maldito barrio General Paz y que nunca la vio. Creyó verla, eso sí, miles de veces. Finalmente, y en un último suspiro de llanto me dijo que tenía miedo de no reconocerla si se la cruzaba.

Media hora después me preguntó si escribiría su historia. Le respondí que sería imposible, que esta era su historia, que era hermosa y que debía conservarla, y que si el tiempo pasaba y le nacía lo mismo que a mí, que la debería escribir.

- … y es por eso que la deberías escribir vos –dije finalizando mi respuesta.

En la puerta de su casa nos dimos un abrazo. Caminé hasta la vereda, me di vuelta y le dije:

- Deberías abrirte un perfil de Facebook. Capaz que ahí la encontrás.
- ¿Qué cosa? –preguntó el dinosaurio. 
- Dejá, Dani. ¿Vas mañana a jugar?
- Más vale, llevá canilleras –dijo, y cerró la puerta de su casa.

Al salir de lo de Daniel me fui pensando. Qué historia, por favor. ¿Sería cierta? Sí, no podía ser mentira. Daniel no tenía esa capacidad de mentira elaborada. Quizás algo de eso pasó y él fue completando los huecos de la memoria con relleno de colores. Verdad o mentira, era una linda pero triste anécdota. Qué lástima que Daniel no tenga mis cualidades en la escritura, qué lástima. 

jueves, septiembre 04, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín)

1

Domingo.

- ¡Quiero escribir! –exclamé. 
El Perro soltó su vaso, y sin dejar de mirar la pantalla, me pasó su celular.
- Tomá, usa el mío –dijo. 
- No, Perro, no es eso. Quiero escribir ¿me entendés? Quiero escribir algo, cualquier cosa. 
- Un libro, ¿querés escribir un libro? –dijo el Perro atendiendo al corner que se venía. 
La pelota pasó cerca, nos agarramos la cabeza. El Perro puteó al que cabeceó. El Perro puteaba a todos los jugadores, no se salvaba ninguno. 
- Sí, no sé, quiero escribir una novela o un cuento, y si después está bueno publico un libro. ¿Qué pensás? –pregunté ansioso. 
El Perro por primera vez me miró a los ojos. 
- Pero… ¿vos sabés escribir? –preguntó con voz de amigo. 
- Y, escribir sabemos todos ¿no? –dije con dudas. 
Él masticó su sándwich y volvió la mirada al partido. Seguimos así un rato más. Faltaban 15 para que terminara el primer tiempo. ¿Qué hacía pensando esas tonteras? ¿Escribir? ¿Yo? Si siempre me llevé todas las materias relacionadas a eso: castellano, lengua, literatura, historia, geografía. Me llevaba todas. Qué desastre. Ni si quiera me gusta leer. ¿De dónde saco yo esas ideas tan boludas? Además, ¿en qué momento podría escribir? Entre el laburo, y todas las otras cosas. Ahora el Perro va a pensar que soy un boludo. 
Terminó el primer tiempo y me levanté para ir al baño. Cuando volví el Perro había renovado la jarra. 
- ¿Y de qué querés escribir? –me preguntó. 
- No sé, historias –arriesgué- Viste que yo siempre cuento re bien las anécdotas. 
- Es cierto. Nos hacés cagar de risa. Y bueno, empezá escribiendo alguna de tus anécdotas –sugirió. 
- No, yo quiero escribir ficción. O no sé, capaz que quiero escribir historias nuevas, a las mías ustedes ya las conocen, no podría…
- Deberías ir a hablar con el Ñato.
- ¿Qué pasa con el Ñato?
- Está relacionado a eso de escribir. 
- El Ñato trabaja en la secretaría de apuntes de la facultad, Perro. No tiene nada que ver. 
- Ah. 
El Ñato. Mirá las boludeces que me dice este. Pero por lo menos me tiró buena onda. Lo quiero mucho al Perro. Es un amigo fiel, por eso le digo Perro. El resto de los chicos le dicen Sergio. Pero el resto de los chicos no creció con él, ni vivió las cosas que nosotros vivimos. El Perro decía que sí a cualquier estupidez que se me ocurría proponer: vamos de colados a una fiesta de 15. Vamos. Vamos a romperle los vidrios a la fábrica abandonada. No está abandonada, pero vamos. Vamos hasta el aeropuerto a tomar una cerveza y ver cómo llegan los aviones. Vamos. Nos sentemos en el capot y hagamos como en las películas. No, porque se va a romper el capot. Y se rompió nomás. Se enojó aquella vez pero después se le pasó, como siempre. 
Volví para casa pensando de dónde podía sacar ideas. Al regresar me encontré con lo mismo de todos los días, un chiquero. Debería limpiar o por lo menos ordenar. Es muy difícil. No sé cómo hacía mi vieja para mantener la casa siempre tan limpia. Qué laburo el de ama de casa. O la Vero. La Vero también limpiaba todo. Me limpiaba el departamento cada vez que venía. A veces la extraño, cogíamos bien, pero mejor así. Nunca me apoyaba en mis ideas y si hoy le viniera con que quiero escribir y publicar un libro y ser famoso, me hubiera mandado a cagar, que no, que siempre boludeando, que porqué no cambio de laburo, que cuánto tiempo más vas a estar en ese call center de mierda, que qué somos como pareja, que cómo nos proyectás en el futuro. Era cansadora con tantas preguntas. Estoy mejor solo. 
Pedí una pizza y miré los resúmenes de la fecha. Me cuesta mucho el bajón final de los domingos. El fútbol me mantiene alerta por varias horas pero a la noche me empiezo a deprimir. Me cago en los lunes y en los martes y en los miércoles y en todos los días que no sean jueves, viernes y sábados y domingos y feriados. Me gustan los jueves. Se pone lindo los jueves, es la noche de los que nos gusta hipotecar la semana, tachar la doble y pedirle de fiado al cuerpo un par de energías extras.