lunes, septiembre 22, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín) Segunda entrega

2

Martes


El lunes me había pasado todo el día pensando en si estaba bien o estaba mal concretar mi sueño de ser escritor. Recordé que en el colegio primario las señoritas siempre me felicitaban por mi imaginación. No sé qué pasó en el secundario pero la cosa fue completamente distinta.

No me importó demasiado y decidí quedarme con el recuerdo de mi tierna edad, darle bola a eso, a la etapa más pura de mi vida, a la niñez imperturbable y sin desvíos.

Recordé que Daniel una vez me había contado una historia, hace muchos años, sobre una chica que había conocido. Salí de trabajar y me fui directamente para su casa. Luego de los abrazos, de la charla sobre fútbol, de los cómo andás y los tanto tiempo que no nos vemos, me zambullí en el tema.

- Quiero escribir –le dije, serio y decidido.

Daniel me miró un poco asustado, sus ojos eran pura incredulidad.

- Está bien, no tengo mucho crédito, pero tomá, usá el mío –me dijo extendiendo su viejo celular.

Otro más. Estoy rodeado de los mismos tipos.

- No, Daniel, no. Quiero escribir, escribir una novela o un cuento. Eso, empezar por un cuento y después, si me sale bien, sí, largarme a algo más grande, más ambicioso –exclamé con emoción. 
- Eh, qué bueno, Gordo, me parece muy bien –me alentó Daniel, que me seguía diciendo Gordo por eso de que de chico era un poco gordo. 
- Sí, estoy decidido, por eso vine a verte. 
- ¿A mí?  -preguntó extrañado- ¿Necesitás plata?
- No, boludo. O bueno, capaz que sí, pero más adelante. Te vengo a ver porque quiero que me cuentes tu historia.
- ¿La historia de mi vida? –preguntó. 
- No, Daniel,  no. Tu vida es una mierda. Quiero que me cuentes sobre esa chica que conociste cuando tenías unos 20 años, que te enamoraste y que la buscabas y no la encontrabas. Esa chica que…
- Laura –interrumpió él- Se llama Laura. Y no tenía 20, tenía 16. Y ustedes se me cagaron de risa cuando les conté en aquel momento. Se me siguieron cagando de risa. ¡Hasta el día de hoy se me cagan de risa! –dijo enojado. 

Es cierto, algunos pueden ser muy crueles en nuestro grupo, y especialmente contra Daniel, que es tan boludo a veces.
- Yo no te dije nunca nada, eh –me atajé- Si a mí esa historia siempre me gustó –inventé.

Daniel masculló un rato. Tomamos algo, desviamos el tema, le volvimos a entrar, nos volvimos a desviar y luego, tras un rato de charla, volvió a recordar aquel momento, aquellos instantes donde vivió una historia digna de ser rescatada por un escritor de mi talla.

- ¿Por dónde empiezo? –preguntó. 
- Por el principio –dije, crucé las piernas y apoyé la pera con la palma de mi mano. Esas frases de las películas me encantan. No sabía bien cómo tendría que hacer para que me cuente su historia, de qué manera me iba a servir, si tenía que tomar apuntes, si lo debía grabar. No tenía nada, así que daba lo mismo. Me sentí un detective. Debería escribir alguna historia sobre un detective. Siempre me gustaron.

- ¿Te acordás que con mis viejos siempre veraneábamos en las sierras? 
- Sí, en La Falda –mentí. 
- No, en La Falda no, nada que ver. Siempre íbamos para el lado de La Cumbrecita, Santa Rosa de Calamuchita. 
- Ah, sí, sí, cierto –volví a mentir. 
- Bueno, resulta que a mi viejo, que era muy rompe bolas, te debés acordar, se le había puesto que teníamos que salir el domingo bien temprano a la mañana. Mi vieja y mi hermana estaban de acuerdo. Mi vieja nunca contradecía a mi viejo y mi hermana era más chica. Yo tenía 16 años, estaba en plena pelotudez. 
- ¡Sí! ¡Tenías toda la cara llena de granos! –recordé- Y ese corte de pelo horrible –dije riéndome. 
- No pongas eso en el cuento. Pelotudo. 
- Eh…
- Bueno, sigo. La cosa es que ese sábado teníamos el cumpleaños de 15 de la Andreíta López y había que ir sí o sí.
- Uuuh, la Andrea López, qué hermosa que era de chica. 
- Una bestia. Después se puso gorda –recordó.  
- Como la madre –completé. 
- Como la madre. Y bueno, yo me cambié para ir, mi viejo me agarró en la puerta, me gritó, me dijo que mañana no iba a poder levantarme nadie, que me iban a llamar una sola vez y que si no me levantaban me dejaban durmiendo, que después me las arreglara para ir. Y bueno, discutimos, andá a saber qué le dije y me fui. Fue un fiestón, ¿te acordás? 
- No mucho, la verdad –respondí. 
- Vos te chapaste a la prima de la Andrea, a la gorda –me recordó.

La puta madre, tenía razón. Me había chapado a la gorda. Igual la pasé bárbaro. A esa edad, y a esta también, me chapaba cualquier cosa.

- Eh, pero la gorda me tocó todo –le recordé- Imaginate, creo que hasta me vine encima. A esa edad uno era un volcán, estábamos más calientes que la mierda. 
- A esa edad y a esta también, Gordo. Vos siempre fuiste igual.
Me cago en la mierda. Este culiado me conoce demasiado. 
- La cosa es que esa noche volvimos tardísimo. Era esa época en que recién empezábamos a tomar y que nos poníamos en pedo con dos tragos de cualquier cosa. Y vos recordarás que yo siempre me ponía en pedo –concluyó. 
- Ahora también te ponés en pedo.
- Sí, pero antes era peor –dijo clausurando el tema. 
- Bueno, volviste borracho, te quisieron despertar, no pudieron y entonces qué. 
- Eso. Al parecer me zamarrearon, me gritaron y yo nada. No me acuerdo. Todo esto me lo contó mi vieja después. Resulta que ahora me tenía que ir para Santa Rosa y no tenía un mango, así que decidí hacer dedo. No sé de dónde saqué ese coraje porque yo era más bien cagón. No acotes nada por favor –dijo frenándome antes que acotara algo- Me tomé el colectivo, creo que era uno de los 30, me bajé en las afueras de la ciudad, ahí donde está la Universidad Católica e hice dedo. No sabía ni cómo hacer dedo. Estuve como 40 minutos ahí, en el medio de la nada, porque en aquel entonces no había nada ahí, y me entró a agarrar la desesperación. ¿Por qué mierda no le pedí plata a mi abuela, o algún vecino? Pensaba al costado de la ruta, conteniendo el llanto. En una de esas, un golpe de suerte. Frena un auto viejo, echo mierda. Una renoleta con dos viejos. “Vamos para Alta Gracia”, me dijeron. Y me subí. Era la primera vez que hacía dedo. Conocía el camino casi de memoria, o por lo menos eso creía. Recuerdo estar sintiendo una alegría que era inexplicable, novedosa. Los viejitos me dejaron en Alta Gracia, en la estación de servicio de la rotonda, donde tantas veces haría dedo después. No habrán pasado 15 minutos que frena un R12 Break, con una casilla rodante atrás. Familia de padre, madre e hija.
- Laura –dije yo sin aportar demasiado descubrimiento.
- Sí, Laura. Me senté atrás, con ella. No te puedo explicar el nerviosismo que tenía. 
- Era hermosa –afirmé preguntando.
- ¡Hermosísima! No la podía mirar a los ojos. Iba calladito, mirando por la ventana. El padre cada tanto me hablaba por el retrovisor, me preguntaba que a qué parte de Santa Rosa iba, porque ellos también iban para allá. Y no puedo tener más ocote: ellos también van al camping. Qué suerte, pienso, me llevan directo. Ni en mis sueños pasaba la posibilidad de siquiera hablarle a esa hermosa. 
- ¿Para tanto che?
- Sí, Gordo. Fue una edad de mierda para mí. Tenía aparatos, granos en la cara y ese corte de mierda. ¿Cómo puedo ser tan boludo y haber tenido ese corte de pelo? –exclamó con pena.-
- No era tan feo… –mentí nuevamente. 
- Bueno, la cosa es que estábamos viajando. Me acuerdo que al padre le gustaba el folclore y que íbamos escuchando un casete de no sé quién. Para mí el folclore es todo lo mismo. 
- Sí, para mí también. 
- Ponchos, griterío y la tierra y la concha de su madre –completó Daniel. 
-
- Bueno, y entonces ahí estábamos. Llegando al dique de Los Molinos siento una voz dulce, que me envuelve, que me mueve todas las estanterías: “¿A qué cole vas?”. Aaaaah –exclamó sonriendo- me puse tan nervioso que se me trabó  la lengua. “Al cassaffousth”, respondí con dificultad. “Ese es de chicos solos ¿verdad?”, dijo ella. “Sí, es técnico”. “Qué lástima”, respondió ella. Yo me quedé mirándola con toda mi cara de pelotudo y ella no me quitó la mirada de encima. No pude aguantarle los ojos, sonreí nervioso y agaché la cabeza con vergüenza... 

...Pensé que eso sería todo, que no me hablaría más, por cagón, por granudo, por ese corte de pelo horrible. Pero no. Volvió a insistirme, comenzó a preguntarme las cosas que se preguntaban a esa edad: que qué materia te gusta más, qué tal los preceptores, si ponen muchas amonestaciones, su hacen fiestas, si me estoy llevando alguna a diciembre. Lentamente fui perdiendo mi timidez. No sé cómo pero no pudimos para de charlar durante el resto del viaje. Era todo ella. Era ella la que tenía las riendas de todo. Me envolvía, me hacía sentir que no era un idiota, era hermosa y me hacía sentir también… hermoso. No sé cómo decirlo. Hacía chistes y me los festejaba, me miraba interesada ante cualquier boludez de mi vida que le contara. Cada tanto, cuando estallaba en alguna de esas carcajadas hermosas, apoyaba su mano en mi rodilla, y se tapaba la cara porque se le salía la sonrisa. Tenía una sonrisa tan hermosa, de esas que te enamoran. Su mano en mi rodilla me electrificaba el cuerpo. 

Así estuvimos durante todo el viaje. Al entrar a Santa Rosa me percaté de algo que siempre estuvo presente pero que yo no me había dado cuenta: ellos iban al mismo camping que yo. Volví a ponerme nervioso, muy nervioso. Entró el R12, esquivando pozos y charcos, porque había llovido la noche anterior. Por la ventanilla vi el auto de mi viejo, y a mi viejo, con su malla amarilla, la panza, las chancletas. Qué vergüenza que me daba mi viejo a veces. Mi vieja, haciendo crucigramas. Y mi hermana, chiquita, jugando con otros nenes. 

- ¿A dónde está tu carpa?  -preguntó su padre. 
- Me bajo acá, no se haga drama –dije, abriendo el seguro y bajándome casi con el auto en movimiento, huyendo.

Me estaba yendo, con la cabeza en los lugares incorrectos, pensando en que mi familia me avergonzaba y sentí que me agarraba de la mano y me decía “chau”. “Chau”, le respondí. “Te busco más tarde para ir al río”, dijo ella. No lo podía creer. “Dale”, respondí. Me soltó y me fui caminando rápido hacia mi familia, donde mi padre me esperaba, en cuero, con los brazos en jarra, manchado de negro por estar batallando con un carbón demasiado húmedo para el asado dominguero. 

No pude probar bocado. Mi padre me aleccionó con una de sus aseveraciones clásicas: “éste no puede comer porque anoche se emborrachó”, me señalaba con un tenedor cargado de chinchulines. Se mandaba el bocado y seguía hablando: “cuando chupás así no podés comer nada al otro día. Ya te voy a dar a vos con que caigas borracho a casa. Decí que no te agarré, que si no te metía a la ducha fría”. Mi viejo me amenazaba pero yo no lo podía escuchar. Sólo tenía su voz en mi cabeza, la de ella, la de Laura: “te busco más tarde”. ¿Me buscaría? ¿Pasaría por mi carpa? ¿Vendría en malla? Si íbamos al río, íbamos para bañarnos. Mi malla es horrible, pensaba. Soy flaco, blanco, con dos pelusas en el pecho. Cuando me vea en cuero le voy a dar asco. Pensaba cualquier cosa, me tiraba abajo, como siempre. No podía ser que una chica linda se fijara en mí. 

Mi familia se fue a dormir la siesta y yo me quedé sentado en una reposera esperando. No hice nada, absolutamente nada en dos o tres horas. No sé cómo pero me dormí, sentado. Algo de razón tenía mi viejo, tenía resaca, había dormido poco. De repente siento como si tuviera un bicho, o un mosquito en la cara. Cuando uno está dormido tiene actos reflejos, como sacarse de encima lo que le pica sin abrir los ojos. Pero seguía sintiendo el bicho. Cuando abrí los ojos la vi. Era ella, que me soplaba, que me despertaba dulcemente, sonriendo. Era demasiado. Tenía puesto un shortcito y una musculosa verde. Esa imagen es la postal inoxidable de mi vida. 

Fuimos el uno para el otro durante una semana. Ibamos juntos al río, al centro, a jugar a los videojuegos, a tomar helado, a caminar. Ella tenía 15, era de barrio General Paz e iba al colegio en la zona. Yo pensé una y mil veces en decirle algo, cualquier cosa: que me gustaba, que era la chica más linda del mundo, que la amaba, que si quería ser mi novia. Pensé todo y nada dije. Sabía que ella se volvería para su casa el domingo siguiente, y los días se pasaban entre una inédita felicidad y una angustia ya común en vida; no quería que se terminara esa semana nunca. 

Llegó el sábado. Habíamos quedado en ir al centro a la noche a pasear. A esta altura ya eran varios los que se habían sumado a nuestra amistad. Dos hermanos de Buenos Aires, uno de 17 y otro de 13. Una chica de 12 y un imbécil de mi edad que era de ahí, de Santa Rosa. El porteño la tenía re contra clara y siempre intentaba hacer cosas con ella. Claro, él era más grande, tenía guita, le robaba el auto al padre, era un combo difícil de igualar. Y era un clásico: alguien siempre se quedaba con la chica que me gustaba. 

Esa noche salimos a la matiné de un boliche de Santa Rosa. Me tomé dos tragos y ya estaba haciendo el ridículo. El porteño la sacaba a bailar y bailaba marcha y se movía. Yo ya estaba resignado, apoyado contra la pared, esperando que pasara un poco el tiempo para volverme al camping y dar por concluida una historia más, una de las tantas que siempre terminaban igual. 

Pero algo pasó. No sé si el porteño se desubicó o qué pero en un momento la vi a ella que venía hacia mí. Estaba incómoda, apurada. “Vamos”, me dijo. “¿A dónde?”, pregunté. “No sé, pero salgamos. Esto es un bodrio”, dijo y salimos. Caminamos hasta el camping, balanceándonos en el andar, chocando nuestros brazos, hombro con hombro, rozándonos las manos. 

- ¿Tenés novia, Daniel? –me preguntó. 

Con un cagazo de novela respondí que no. Me preguntó si me gustaba alguna chica. Respondí que sí. Me preguntó si alguna vez había estado con alguna chica y mentí diciendo que sí. Y en la entrada al camping, debajo de un farolito lleno de insectos, ella agarró mis manos, se elevó un poquito en puntas pie y acercó sus labios a los míos. Era la primera vez que besaba a alguien. Nos besamos, nos besamos mucho. Yo ni siquiera sabía si sabía besar, era un queso. No quería desprenderme de esos labios, no quería que ella alzara la mirada y que se diera cuenta que estaba conmigo y que se quisiera ir corriendo de vergüenza. Nada de eso pasó. Porque ella me miró, sonrió, me dijo que era también la primera vez que besaba a un chico, aunque no le creí porque nunca sentí una lengua tan perfecta como la suya. 

Noté que Daniel tenía los ojos vidriosos. La historia era demasiado perfecta, demasiado de película como  para ser verdad. No podía encararlo así de la nada, estando él tan vulnerable, así que lo dejé seguir escarbando en su recuerdo.

- ¿Y después qué pasó? –pregunté. 
- En algún momento ella se dio cuenta de la hora, dijo “mis viejos me van a matar”. Me besó y se fue, corriendo. 
- ¿Y no le pediste ningún teléfono, dirección de mail, algo? –pregunté con alarma.
- No idiota, no existía el mail en aquel entonces. ¿Cómo hacés para hacer preguntas tan boludas? –me retó. 
- Bueno, la dirección de su casa. El teléfono fijo, el nombre del colegio, algo –enumeré.
- Nada. Me quedé petrificado. Al otro día, cuando me levanté, ellos ya no estaban. 
- ¿Y nunca la buscaste?
- ¡Claro que la busqué! La busqué siempre y… -sentí que se la trababa la garganta, que no había posibilidad de que saliera palabra alguna de ese nudo- y… la sigo buscando –dijo y rompió en llanto.

Era la primera vez que lo veía llorar a Daniel. La primera vez de en serio porque de chico lloraba siempre, era de los llorones. No supe qué hacer. Apoyé mi palma en su espalda. Él me pidió perdón, como piden perdón los que lloran. Me conmovió su historia pero tuve que preguntarle de todos modos si todo lo que me había dicho era verdad, si no había inventado algo.

Se enojó un poco.

- Esta es la única historia, la más linda de las historias de mi vida. Incluso al día de hoy, cuando ya pasaron como veinte años –respondió él, con brutal honestidad.

Quiso seguir hablando pero las palabras se estancaban en la emoción de su garganta. Eran como palabras tratando de avanzar en un pantano. Cuando se relajó pudo contarme de la cantidad de veces que se tomó el colectivo, que pasó por la puerta del colegio en la que ella le había dicho que cursaba, que deambuló y conoció de punta a punta ese maldito barrio General Paz y que nunca la vio. Creyó verla, eso sí, miles de veces. Finalmente, y en un último suspiro de llanto me dijo que tenía miedo de no reconocerla si se la cruzaba.

Media hora después me preguntó si escribiría su historia. Le respondí que sería imposible, que esta era su historia, que era hermosa y que debía conservarla, y que si el tiempo pasaba y le nacía lo mismo que a mí, que la debería escribir.

- … y es por eso que la deberías escribir vos –dije finalizando mi respuesta.

En la puerta de su casa nos dimos un abrazo. Caminé hasta la vereda, me di vuelta y le dije:

- Deberías abrirte un perfil de Facebook. Capaz que ahí la encontrás.
- ¿Qué cosa? –preguntó el dinosaurio. 
- Dejá, Dani. ¿Vas mañana a jugar?
- Más vale, llevá canilleras –dijo, y cerró la puerta de su casa.

Al salir de lo de Daniel me fui pensando. Qué historia, por favor. ¿Sería cierta? Sí, no podía ser mentira. Daniel no tenía esa capacidad de mentira elaborada. Quizás algo de eso pasó y él fue completando los huecos de la memoria con relleno de colores. Verdad o mentira, era una linda pero triste anécdota. Qué lástima que Daniel no tenga mis cualidades en la escritura, qué lástima. 

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