viernes, mayo 20, 2011

Garrafa

Acostumbrados a una vida de tiempos veloces, de poca pausa, de un olvido sistemático del estar para ser, siento que tengo que aprovechar cada momento distinto, la gambeta que conmueve a todos esquivando pilares de cemento.
El tipo se llamaba José Luis Sánchez. Dicho así, a secas, con el nombre y apellido que el Registro Civil guarda en sus archivos, en las partidas de nacimiento y defunción, el nombre no dice nada. José Sánchez es, así, un profesor de matemática en un secundario, un barrendero, un vendedor de artículos de limpieza o un cantor de peñas de algún pueblo pampeano. De esos hay miles. Pero éste José Sánchez jugaba al fútbol, y le decían “Garrafa”.
No soy un conocedor de su trayectoria. Apenas si recuerdo algunas de sus jugadas. Su aspecto físico, eso sí, era reconocible: pelado, retacón y de poca altura. Muchos pensaban que su apodo era la continuación de su facha, pero no, le decían así porque trabajó un tiempo vendiendo garrafas. Historias de un fútbol que vive, todavía, en las capas bajas de las divisionales.
El tipo tenía tatuajes de vida por todos lados; quizás adornaba su brazo con una cruz, o con alguna inscripción de rockero-motoquero, pero el más importante, el memorable, era el que tenía pintado en la espalda: el número 10. Y ese número, en este país, es cosa seria.
¿Por qué algunos jugadores quedan grabados en la memoria de tanta gente? No es sólo por la habilidad, por lo que sus piernas podían generar en una cancha, ni por los goles, y las gambetas. El jugador que nunca muere tiene algo más, que lo distingue del resto de los habilidosos de esta tierra. Hay sensaciones difíciles de analizar pero muy fáciles de sentir: Garrafa Sánchez era potrero. Era querido adentro y, especialmente, afuera de la cancha. Buena persona y buen compañero, mantenía un orden en la jerarquía de sus pasiones que iban en dirección contraria a lo normal en el ambiente del fútbol. Será por eso que el fútbol del ascenso era su lugar preferido. Lejos de los pastos bien cortados, de las líneas de cal, las mil cámaras y los análisis periodísticos, el Garrafa construyó su relación directa con la gente, sin intermediarios, sin micrófonos. Sus piernas, su pelada, el lenguaje de la cancha y los alambrados gastados.
José Luis Sánchez fue argentino al mango. Nunca se fue de los lugares que amaba, nunca dejó el abajo aun estando arriba. Dicen que se fue a probar a Ferro y no quedó. Luego arrancó jugando en el club del que era hincha: Laferrere. También pasó por El Porvenir y por Bella Vista, de Uruguay. Cuando había clasificado a la Copa Libertadores con el equipo uruguayo, Garrafa dejó el fútbol por ocho meses por la enfermedad y posterior muerte de su padre. Retornó al fútbol en Banfield. Allí consiguió el ascenso a primera división y brilló jugando ante los grandes del fútbol argentino. Pero el más grande era él, y en el 2005 a los 32 años decidió volver al barro, donde era feliz: fichó para Laferrere y completó el círculo que todo hincha desea con su ídolo.
Garrafa volvía a su club para devolver su magia a toda su gente, para dominar una pelota en esas canchas poceadas del ascenso porteño. Pero al tipo le gustaban las motos, la velocidad, las locuras. Así fue y así terminó. En la cuadra de su casa intentó hacer una de esas piruetas que hacía constantemente en todos los lugares de su vida. Esta vez no le salió y el resultado fue el peor de todos. No terminó en gol en contra, no se comió una puteada de tribuna, ni un reto paterno, no, la pagó con su vida. Perdió el control de su motocicleta y cayó directo al asfalto, sin casco.
Los testimonios de la gente que lo quiso son conmovedores. Todos sonríen, como hacía él; levantan los hombros, muestran los dientes con una mueca de felicidad en la que se lee un “bueno, así era él (así lo queríamos)”. Murió con la suya, la que hizo feliz a tantos.

“Muchas gracias, muchachos, por recordarme. Y bueno, aunque yo no esté presente ahí está mi bandera y eso me llena de orgullo”
José Luis “Garrafa” Sánchez. Zurdo, enganche, ídolo, argentino.