viernes, noviembre 07, 2014

El hombre que quería escribir. (Folletín) Cuarta entrega

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Domingo

El sábado se me había escurrido de las manos. Mi cabeza no servía para nada después de tanto vino con coca. El baile no es para cualquiera. Hay que tener todo el cuerpo preparado para recibir una cantidad absurda de alcohol, y el mío ya se había acostumbrado a recibir otro tipo de tratamiento a base de cerveza y fernet. 
Sin conexión a internet por mi morosidad acostumbrada, sin guita como para salir a hacerme el no sé qué, sin cabeza y sin ideas, el mejor plan fue tirarme en la cama hasta que el cuerpo me doliera de tanto dormir. Almorcé panchos y me fui directamente a lo del Perro. 
El domingo ofrece una maratón de partidos irresistible, la jornada ideal para el hombre soltero. La Vero no entendía nada “¿cómo puede ser que te pases todo un día tirado en el sillón viendo fútbol?” Dependiendo de los estados de ánimo, a veces la pregunta no buscaba una respuesta, sino que era un grito, un reclamo, una crítica directa y abierta a, no tan sólo mis costumbres, sino a la masculinidad y a toda la cultura argentina. Claro, mis argumentos no convencían y la Vero se terminaba yendo, bastante enojada a decir verdad. El ruido del portazo era lo único que quedaba rebotando en el ambiente. En esos momentos pensaba que la relación no daba para más. Luego comenzaba Banfield vs Atlético de Rafaela o Manchester City contra el Bolton o un vibrante Platense-Atlanta, y todo se me olvidaba. 
El perro me esperó con el combo de la amistad: coca cola, cerveza helada, una bolsa de chizitos Cheetos, una de doritos y los palitos de queso Pehuamar. Nada podía salir mal. 
Ver fútbol con un amigo te permite dos cosas: si el partido está bueno te alegrás de compartir un momento frente al televisor, y si el partido da angustia (como suele ocurrir) te podés colgar charlando con el fútbol de fondo. Eso pasó. Olimpo contra Gimnasia, en Bahía Blanca. Hay canchas en las que nunca pueden salir partidos lindos, la cancha de Olimpo es una de esas. 
- Perro: sigo sin encontrar una historia para escribir –dije, aprovechando que el arquero de Gimnasia estaba fingiendo lesión y pedía a gritos que los médicos vinieran a salvarlo de una segura muerte. 
- ¿Pero lo fuiste a ver al Ñato al final? –dijo el Perro mandándose una mano llena de palitos a la boca. 
- ¿Me estás jodiendo? Si te dije que el Ñato no tiene nada que ver con la literatura, que él trabaja en una fotocopiadora. 
- Ah, cierto –dijo sin escucharme nada- Che, parece que está lesionado en serio –agregó señalando la pantalla.
- ¡Qué va a estar lesionado! Son todos una manga de cagones los jugadores –grité enojado.
Finalmente el juego se reanudó. El spray mágico hizo su parte y el arquero de Gimnasia parecía recuperado, no quedaban indicios de esa lesión por la cual aparentaba haberse acercado a la muerte. 
- ¿Para vos quiénes son más mentirosos: los políticos o los jugadores de fútbol? –pregunté.
- Mmm, difícil pregunta… Supongo que los políticos. El Diego dijo que los jugadores eran lo más sano del fútbol. 
- Sí, pero el Diego ha dicho todo. No hay nada que el Diego no haya dicho –retruqué. 
- Igual, me parece que los políticos son más chamuyeros –concluyó el Perro. 
- Para mí también, pero bueno, quería ver qué pensabas. 
- Yo reformularía tu pregunta. No compararía a los jugadores con los políticos, o el periodismo, o la policía. Los jugadores se tienen que comparar con los jugadores, no sé si me entendés. 
- Sí –dije, sin entender
- Los jugadores son llorones, de eso no quedan dudas.Ya no queda nada de lo que el fútbol supo ser: un juego de hombres, pero de hombres en serio. Yo no viví el fútbol de hace 30 años para atrás pero soy un estudioso, lo sabés. Basta con mirar partidos viejos para darse cuenta de cómo era antes el fútbol. Era, justamente eso: fútbol, un partido de fútbol y nada más. Como cualquier partido que se juega. 
- Claro, como que antes se jugaba por la camiseta –dije. 
- Sí, ponele. Pero no es sólo por eso. Los jugadores parecen actores, todo el tiempo simulando y la televisión tiene mucho que ver con eso. 
- Y la televisión qué mierda tien…
Gol de Olimpo. Gol de segunda jugada. Aunque decirle jugada es mucho. Corner, rechazo flojito, uno que patea, rebote, mil piernas y la pelota que sale hacia el arco dando saltitos, el arquero que se revuelca en el piso para alcanzarla y gol. Gol de mierda pero gol. 
El Perro es un filósofo del fútbol, hincha, televidente, pensador. Los guasos de la banda dicen que es insoportable hablando de fútbol, incoherente. Pero yo lo quiero al Perro. Me gusta escucharlo, me da letra para futuras discusiones futboleras. 
Inexplicablemente el segundo tiempo se puso entretenido. Gimnasia buscando el empate y Olimpo colgándose del travesaño. A los 35 el árbitro le regala un penal  a los visitantes. Todos los de camiseta tacheras se le van al humo a Lunatti. El loco Pablo amonesta a Furios y otro más. Todo se demora. Finalmente, el 9 del Lobo puede acomodar la pelota en el punto del penal, en esa área hecha mierda donde crece el pasto por partes. Habrá sido justicia divina o algo así porque el muerto la tiró a las nubes. Gritamos y festejamos como si fuéramos hinchas de Olimpo. Siempre nos ponemos del lado del más débil, o sea, del equipo que esté más lejos de la Capital Federal.  
El tiempo vuela con el Perro. Podemos estar horas y horas en un ida y vuelta de todo y nada. 

miércoles, octubre 15, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín) Tercera entrega

3


Miércoles

La semana estaba a la mitad y no tenía nada. Descartada completamente la historia de Daniel, iba a tener que ponerme en campaña para encontrar otras historias. 
Esa noche, al terminar el partido de los miércoles, el Negro Jefe me dijo que podía conseguirme algo, una muy buena. Me lo dijo mientras meábamos, sin levantar la vista de su tarea. 
- Ajá, de qué se trata –pregunté haciéndome el desinteresado. 
- Es algo bueno, fuerte, pero… 
- Pero qué, pero qué –dije desesperado, tirando al carajo mi estrategia. 
- No sé si es para vos, no sé si te da el cuero –dijo el Negro Jefe sacudiéndose las gotas. 
La puta que te parió Negro Jefe. Te hacés el especial ahora, después de todo lo que he hecho por vos. ¿Quién te hizo entrar al equipo? ¿quién te puso el tremendo apodo de Negro Jefe, decime, quién?
Terminó de lavarse las manos y encaró para irse. Apenas pasó la puerta del baño le grité:
- Si necesitamos gente para el miércoles que viene te llamo –y esperé. 
Volvió. 
- ¿Cómo que si necesitamos gente? Si yo vengo siempre. Soy de los que no fallo nunca. 
- Bueno, vendrás siempre pero no sos del grupo de amigos original. Sos un agregado, Pablo, sos como el Ciruja o el primo de Leandro –dije sacudiéndome las manos y peinándome en el espejo. 
Eso le dolió. Primero que le dijera Pablo, segundo que lo igualara con dos idiotas como el Ciruja o el primo de Leandro, al que ni siquiera le sabíamos el nombre porque venía sólo cuando faltaba uno. De hecho, le decíamos “primo”. Lo miré desde el espejo. Me miró, asintió, mordió su bronca y supo que yo había ganado. 
En el asado post partido se me sentó al lado. 
- Esta es una historia de misterio, de drama, de suspenso –me dijo mirando para ambos lados, en secreto-
- Bueno, contame –insistí. 
- No, acá no se puede. Además… No es mi historia, a mí me la contaron.
- ¿Y de quién es entonces? 
- De mi hermano, el Gringo –dijo, se enderezó y se mandó un pedazo de carne a la boca. 
- ¿Gringo? ¿Tu hermano es gringo? –pregunté. 
- Sí, es hijo de mi vieja con otro novio que tuvo. Mi papá es negrazo, el de mi hermano no.
No sabía eso del Negro Jefe. De hecho, no sabía nada de él, mucho menos de que tuviera un hermano de diferente padre. Al Negro lo conocí en el call center, era uno de los que limpiaba ahí. Le vi pinta de buen jugador y lo invité una vez al partido de los miércoles. Al principio alguno de los muchachos se enojó porque cómo iba a traer a alguien sin consultar, que eso no se puede, que seguro que este negro nos roba los bolsos. Boludeces. No me equivoqué, la rompió. Se paró en el mediocampo, ordenó, pegó un par de patadas y en un partido nomás, con esa solita actuación, dejó de ser Pablo, para ser el Negro Jefe. Al finalizar el partido, le palmeé la transpirada espalda y le dije “buen partido, Negro Jefe”. 
- ¿Por Astrada me decís? Mirá que yo soy de Boca –dijo él. 
- No, boludo, por Obdulio Varela.
- ¿Quién?
- El capitán de Uruguay en el 50.
- Ni idea quién es.
- ¡Uruguay en el 50, por Dios! El maracanazo, Uruguay dos Brasil uno. ¡El maracanazo, Pablo! –dije desesperado. 
- No, no escuché nunca hablar de ese lugar, pero me gusta el apodo, mientras no sea por Astrada, decime como quieras –largó mientras se sacaba las medias. 
Hay gente que no sabe nada de historia del fútbol. En cambio yo sé mucho, debe ser de lo único que sé. 
Quedamos que caería el jueves o viernes a su casa. ¿Dónde mierda viviría el Negro Jefe?

Jueves

Nada. Ni un  mensaje de texto, ni un mensaje en Facebook. Negro y la puta que te parió.

Viernes

Mensaje de texto: “caete a casa, vamo a come un asado con lso vecinos”. 
Respuesta: “Dale, adnde vivís? Pasame la dire”
Respuesta: “En San vicente”.
Negro boludo, dejá de hacerme gastar mensajes. Si te pregunto por la dirección pasame la dirección y ya. Después de varios idas y vueltas de mensajes logró explicarme dónde vivía y qué colectivo me dejaba cerca. Le pedí que me esperara en la parada porque no conocía bien San Vicente. Me dijo que era un puto y que si podía me esperaba.
Me bajé del trole y no había nadie. Revisé el mensaje y caminé por las oscuras calles. Sentí que cada grupito de guasos que había en los kioscos me miraba, me hacían sentir que no era del barrio. Finalmente, con las manos transpiradas, llegué a la casa. No tenía timbre. Aplaudí. De fondo se escuchaba La Mona. Acá no me va a venir a abrir nadie, pensé. Esperé dos minutos y entré. Cagaso padre me agarré cuando se me vino en banda un perraso gigante. Se frenó justo ante el grito del Gringo, el hermano no-negro del Negro Jefe. 
Comimos un azadazo con un montón de guasos del barrio y del laburo. El Negro no trabajaba más en el call center, ahora había entrado a una fábrica y estaba dulce, tenía guita para botines nuevos, para dejar impecable el Fiat Uno, para comprarse una pantalla de tele gigante. Yo miraba la casa que se venía abajo y al mismo tiempo una cantidad de artefactos electrónicos de no creer. El celular del Negro era tres veces más grande y más caro que el mío. 
De a poco se fueron yendo los comensales. Partían para el Sargento Cabral. Quedábamos nosotros tres nomás. El Negro se excusó y se fue a proseguir la pelea que estaba teniendo via mensaje de texto con su novia por el fijo. 
No sabía cómo encarar la situación. Preparé dos vasos de vino con Pritty y arranqué.
- Che, Gringo, tu hermano me dijo que vos tenías una historia ¿puede ser? –dije tímidamente. 
El Gringo agarró el vaso, se lo bajó de un solo buche, se limpió la boca con todo el antebrazo y dijo:
- Tengo una historia –y agregó: ¿vos creés que estás preparado para esto? 
Qué mierda se agranda este gil si todavía no me dijo nada. No vaya a ser que me salte con una historia de su padre, de su hermano que es de otro color. Además, qué historia digna de mi fabuloso libro puede tener este boludo. 
- Y, si no me contás va a ser difícil –respondí con mi clásica y sagaz ironía. 
Sin decir palabra se levantó. A los dos minutos volvió con un cuaderno inflado de hojas y recortes. 
- Me tomé el atrevimiento, un par de años atrás, de empezar a escribir esta historia. 
Ah, bueno, resulta que ahora todos escriben. Este se piensa que uno se levanta un día y se le ocurre escribir y que con eso basta. Qué cosa che. 
- Tomá, leela –dijo y me extendió una hoja toda garabateada con lapicera azul, dibujos a los costados, tachones, liquid paper. Un desastre. 
Agarré la hoja. No se entendía nada. 
- ¿Por qué no me la leés vos? De paso me voy interiorizando en el tono que le pusiste a la historia. Capaz que después me sirve para escribirla de manera más fiel –dije y le devolví la hoja. 
El Gringo se puso feliz. Por dentro rogaba que este agrandado supiese leer y que no me hiciera poner nervioso. Había tomado bastante y había fumado una seca. Si este boludo se empezaba a trabar no iba a poder contener la risa y seguramente me ligaría una piña. 
El Gringo respiró hondo y comenzó a leer.

Llovía torrencialmente en la ciudad de Córdoba. Ella aguardaba en una esquina que el agua parase, guarecida bajo un pequeño techo. Los autos pasaban veloces. Los colectivos surfeaban las calles. La ciudad se inundaba en sus tristezas. Ella sintió frío y maldijo todo a su alrededor. Nadie la rescataría. Estaba sola contra todo y todos. Se prendió el último cigarrillo de su empapada etiqueta. El humo le trajo alivio, todo es mejor con un cigarrillo en la boca. La situación parecía que jamás mejoraría, tomó coraje y salió caminando por las calles,  dejándose mojar, aceptando la derrota del día. Empapada, un lento paso tras otro, a contramano de los transeúntes que corrían desesperados, tapándose la cabeza con un diario, envueltos en bolsas de consorcio, sosteniendo el ala de sus paraguas baratos, avanzaba hacia quién sabe dónde. 
Muchas cuadras después, encontró un taxi vacío. “Día difícil”, dijo el tachero. “Como todos”, respondió ella. La ciudad se duplicaba en el reflejo del vidrio mojado. Las luces, los carteles, los semáforos, todo adquiría un tono diferente. Pagó su viaje con un par de billetes húmedos, se bajó y entró a su casa. El silencio. Fue quitándose la ropa mojada, dejándola tendida en el piso, por toda la casa. Abrió la ducha y un chorro de agua caliente la alivió. Cerró los ojos y se dejó de llevar…

El Gringo me miró con ojos de satisfacción. 
- ¿Qué te parece? –me preguntó, agrandado. 
- ¿Qué me parece qué? –respondí con indulgencia. 
- La historia. 
- Pero si no contaste nada. Además, la protagonista es una mujer. Pensé que era una historia tuya –repliqué. 
- Bueno, sí… -dudó- En realidad no es mía, así como mía, sino de mi hermana.
- ¿Tu hermana?
- Sí, la Colo. 
- ¿La Colo? 
A esta altura cualquier cosa era esperable de esta familia. 
- ¿Otra hermanastra? –pregunté. 
- ¿Qué? La Colo es mi hermana –respondió él sin entender. 
- ¿Mismo padre y misma madre? 
- ¿Que quién? 
- Que vos. 
- Y sí. ¿Estás bien, flaco? –preguntó el Gringo ante mis preguntas sobre paternidades, familia y color de cabello. 
- Sí, no me des bola. Pero al final no me estás diciendo nada, tenés algo escrito sobre una historia sin historia –recriminé. 
- Bueno, es que tuve tiempo sólo para la introducción –se excusó. 
- ¿No era que lo habías escrito hace un par de años? –recordé. 
El Gringo se enojó. Todos estábamos un poco borrachos. Me dijo que quién carajo me creía que era, que él se había tomado el trabajo de buscar sus papeles, de mostrar una parte muy íntima de su vida, su escritura, que para qué había ido yo y un montón de estupideces dignas de borrachos. Cuando la espuma del fernet fue bajando volvimos al diálogo.  
- Esto le pasó a la Colo hace unos dos años –comenzó a explicar el Gringo- Resulta que una vez mi hermana se entera que se podían hacer compras por internet y que había cosas buenísimas y a buen precio. Nosotros no entendemos nada, imaginate que a las cosas las compramos acá en la San Jerónimo donde tenemos de todo. Pero la Colo siempre fue distinta, es moderna, tiene una tarjeta de crédito, se viste bien. Entonces una vez se compró una cartera y a los 10 días le llegó la cartera. Estaba chocha. Después un Ipod y así fue comprando una parva de boludeces. Una de esas tantas compras fue un tapado, un saco, no sé, un abrigo. Como siempre, a los 10/15 días estaba el saco para ser retirado en el correo. Fue, lo trajo, se lo probó: le quedaba increíble. Tiene buen lomo la Colorada. En una de esas, mirándose al espejo, se mete la mano en el bolsillo y encuentra un papel, un papel con algo escrito, uno de esos jeroglíficos chinos. Era cortito, un par de dibujitos nomás. Cuando me lo mostró yo le dije que eso debía ser la garantía, o algo así. “¿Cuándo viste vos una prenda de ropa con garantía, burro?”, me dijo. Nos puteamos y al instante me olvidé del asunto. Pero ella no. Comenzó a buscar a alguien que supiese hablar chino para traducir ese misterioso mensaje. Se fue hasta el supermercado chino del barrio y resulta que los chinos no eran chinos sino coreanos, que para mí eran lo mismo. Eso estaba escrito en otro idioma, en otro dialecto, o algo así. Bueno, finalmente, un par de días después, encuentra a un chino que entendía esa escritura en chino y que además hablaba más o menos el castellano. ¿Y sabés lo  que decía ese papel?
- ¿Qué? –pregunté intrigado. 
- AYUDA. 
Nos quedamos en silencio unos 30 segundos. Me fueron cayendo un par de fichas. 
- Bueno ¿Y? –pregunté.
- ¿Cómo que “y”? Es buenísima la historia. 
- Pero… ¿eso es todo? 
- ¿No te parece suficiente? 
Me puse mi traje de investigador y comencé a disparar preguntas.
- ¿Qué hizo tu hermana después?
- Nada. Se lo  contó a un par de amigas y ya. 
- ¿Y cuál es la historia entonces?
- Bueno, yo se lo conté a un par de amigos y la re flasheamos. 
- Tus amigos fuman todos ¿no?
- Sí, pero no tiene nada que ver –se excusó. 
- ¿Y qué flashearon? –dije haciendo las comillas con los dedos. 
- Y, que la que escribió ese mensaje trabaja como esclava en china, y la tienen encadenada y que ella tomó muchos riesgos para conseguir ese papel y esa lapicera y mucho más para esconderlo en el bolsillo de ese saco y que…
- … yo te entiendo –interrumpí- ¿pero cuál es la historia?
El Gringo se quedó en silencio. Comenzaba a dudar de todo. 
- La anécdota es muy buena, Gringo, pero acaso ¿vos te vas a ir a China a liberar a esa pobre esclava? –pregunté. 
- Y… No… -dijo resignado.
- No, verdad… 
Le acababa de destruir su historia. Tomamos un rato más en silencio. Noté que el Gringo había quedado mal y lo alenté a que tratara de escribirla, que no importaba lo que yo dijera, que en la introducción se notaba que había talento. Él se animó un poco, guardó sus papeles y propuso que fuéramos para el Sargento, que a esta hora era cuando mejor se ponía. Miré mi reloj, dos y media de la mañana. Era volver a mi casa o irme al baile. 
- Ya que estamos en el baile bailemos –dije, y nos fuimos para allá.

lunes, septiembre 22, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín) Segunda entrega

2

Martes


El lunes me había pasado todo el día pensando en si estaba bien o estaba mal concretar mi sueño de ser escritor. Recordé que en el colegio primario las señoritas siempre me felicitaban por mi imaginación. No sé qué pasó en el secundario pero la cosa fue completamente distinta.

No me importó demasiado y decidí quedarme con el recuerdo de mi tierna edad, darle bola a eso, a la etapa más pura de mi vida, a la niñez imperturbable y sin desvíos.

Recordé que Daniel una vez me había contado una historia, hace muchos años, sobre una chica que había conocido. Salí de trabajar y me fui directamente para su casa. Luego de los abrazos, de la charla sobre fútbol, de los cómo andás y los tanto tiempo que no nos vemos, me zambullí en el tema.

- Quiero escribir –le dije, serio y decidido.

Daniel me miró un poco asustado, sus ojos eran pura incredulidad.

- Está bien, no tengo mucho crédito, pero tomá, usá el mío –me dijo extendiendo su viejo celular.

Otro más. Estoy rodeado de los mismos tipos.

- No, Daniel, no. Quiero escribir, escribir una novela o un cuento. Eso, empezar por un cuento y después, si me sale bien, sí, largarme a algo más grande, más ambicioso –exclamé con emoción. 
- Eh, qué bueno, Gordo, me parece muy bien –me alentó Daniel, que me seguía diciendo Gordo por eso de que de chico era un poco gordo. 
- Sí, estoy decidido, por eso vine a verte. 
- ¿A mí?  -preguntó extrañado- ¿Necesitás plata?
- No, boludo. O bueno, capaz que sí, pero más adelante. Te vengo a ver porque quiero que me cuentes tu historia.
- ¿La historia de mi vida? –preguntó. 
- No, Daniel,  no. Tu vida es una mierda. Quiero que me cuentes sobre esa chica que conociste cuando tenías unos 20 años, que te enamoraste y que la buscabas y no la encontrabas. Esa chica que…
- Laura –interrumpió él- Se llama Laura. Y no tenía 20, tenía 16. Y ustedes se me cagaron de risa cuando les conté en aquel momento. Se me siguieron cagando de risa. ¡Hasta el día de hoy se me cagan de risa! –dijo enojado. 

Es cierto, algunos pueden ser muy crueles en nuestro grupo, y especialmente contra Daniel, que es tan boludo a veces.
- Yo no te dije nunca nada, eh –me atajé- Si a mí esa historia siempre me gustó –inventé.

Daniel masculló un rato. Tomamos algo, desviamos el tema, le volvimos a entrar, nos volvimos a desviar y luego, tras un rato de charla, volvió a recordar aquel momento, aquellos instantes donde vivió una historia digna de ser rescatada por un escritor de mi talla.

- ¿Por dónde empiezo? –preguntó. 
- Por el principio –dije, crucé las piernas y apoyé la pera con la palma de mi mano. Esas frases de las películas me encantan. No sabía bien cómo tendría que hacer para que me cuente su historia, de qué manera me iba a servir, si tenía que tomar apuntes, si lo debía grabar. No tenía nada, así que daba lo mismo. Me sentí un detective. Debería escribir alguna historia sobre un detective. Siempre me gustaron.

- ¿Te acordás que con mis viejos siempre veraneábamos en las sierras? 
- Sí, en La Falda –mentí. 
- No, en La Falda no, nada que ver. Siempre íbamos para el lado de La Cumbrecita, Santa Rosa de Calamuchita. 
- Ah, sí, sí, cierto –volví a mentir. 
- Bueno, resulta que a mi viejo, que era muy rompe bolas, te debés acordar, se le había puesto que teníamos que salir el domingo bien temprano a la mañana. Mi vieja y mi hermana estaban de acuerdo. Mi vieja nunca contradecía a mi viejo y mi hermana era más chica. Yo tenía 16 años, estaba en plena pelotudez. 
- ¡Sí! ¡Tenías toda la cara llena de granos! –recordé- Y ese corte de pelo horrible –dije riéndome. 
- No pongas eso en el cuento. Pelotudo. 
- Eh…
- Bueno, sigo. La cosa es que ese sábado teníamos el cumpleaños de 15 de la Andreíta López y había que ir sí o sí.
- Uuuh, la Andrea López, qué hermosa que era de chica. 
- Una bestia. Después se puso gorda –recordó.  
- Como la madre –completé. 
- Como la madre. Y bueno, yo me cambié para ir, mi viejo me agarró en la puerta, me gritó, me dijo que mañana no iba a poder levantarme nadie, que me iban a llamar una sola vez y que si no me levantaban me dejaban durmiendo, que después me las arreglara para ir. Y bueno, discutimos, andá a saber qué le dije y me fui. Fue un fiestón, ¿te acordás? 
- No mucho, la verdad –respondí. 
- Vos te chapaste a la prima de la Andrea, a la gorda –me recordó.

La puta madre, tenía razón. Me había chapado a la gorda. Igual la pasé bárbaro. A esa edad, y a esta también, me chapaba cualquier cosa.

- Eh, pero la gorda me tocó todo –le recordé- Imaginate, creo que hasta me vine encima. A esa edad uno era un volcán, estábamos más calientes que la mierda. 
- A esa edad y a esta también, Gordo. Vos siempre fuiste igual.
Me cago en la mierda. Este culiado me conoce demasiado. 
- La cosa es que esa noche volvimos tardísimo. Era esa época en que recién empezábamos a tomar y que nos poníamos en pedo con dos tragos de cualquier cosa. Y vos recordarás que yo siempre me ponía en pedo –concluyó. 
- Ahora también te ponés en pedo.
- Sí, pero antes era peor –dijo clausurando el tema. 
- Bueno, volviste borracho, te quisieron despertar, no pudieron y entonces qué. 
- Eso. Al parecer me zamarrearon, me gritaron y yo nada. No me acuerdo. Todo esto me lo contó mi vieja después. Resulta que ahora me tenía que ir para Santa Rosa y no tenía un mango, así que decidí hacer dedo. No sé de dónde saqué ese coraje porque yo era más bien cagón. No acotes nada por favor –dijo frenándome antes que acotara algo- Me tomé el colectivo, creo que era uno de los 30, me bajé en las afueras de la ciudad, ahí donde está la Universidad Católica e hice dedo. No sabía ni cómo hacer dedo. Estuve como 40 minutos ahí, en el medio de la nada, porque en aquel entonces no había nada ahí, y me entró a agarrar la desesperación. ¿Por qué mierda no le pedí plata a mi abuela, o algún vecino? Pensaba al costado de la ruta, conteniendo el llanto. En una de esas, un golpe de suerte. Frena un auto viejo, echo mierda. Una renoleta con dos viejos. “Vamos para Alta Gracia”, me dijeron. Y me subí. Era la primera vez que hacía dedo. Conocía el camino casi de memoria, o por lo menos eso creía. Recuerdo estar sintiendo una alegría que era inexplicable, novedosa. Los viejitos me dejaron en Alta Gracia, en la estación de servicio de la rotonda, donde tantas veces haría dedo después. No habrán pasado 15 minutos que frena un R12 Break, con una casilla rodante atrás. Familia de padre, madre e hija.
- Laura –dije yo sin aportar demasiado descubrimiento.
- Sí, Laura. Me senté atrás, con ella. No te puedo explicar el nerviosismo que tenía. 
- Era hermosa –afirmé preguntando.
- ¡Hermosísima! No la podía mirar a los ojos. Iba calladito, mirando por la ventana. El padre cada tanto me hablaba por el retrovisor, me preguntaba que a qué parte de Santa Rosa iba, porque ellos también iban para allá. Y no puedo tener más ocote: ellos también van al camping. Qué suerte, pienso, me llevan directo. Ni en mis sueños pasaba la posibilidad de siquiera hablarle a esa hermosa. 
- ¿Para tanto che?
- Sí, Gordo. Fue una edad de mierda para mí. Tenía aparatos, granos en la cara y ese corte de mierda. ¿Cómo puedo ser tan boludo y haber tenido ese corte de pelo? –exclamó con pena.-
- No era tan feo… –mentí nuevamente. 
- Bueno, la cosa es que estábamos viajando. Me acuerdo que al padre le gustaba el folclore y que íbamos escuchando un casete de no sé quién. Para mí el folclore es todo lo mismo. 
- Sí, para mí también. 
- Ponchos, griterío y la tierra y la concha de su madre –completó Daniel. 
-
- Bueno, y entonces ahí estábamos. Llegando al dique de Los Molinos siento una voz dulce, que me envuelve, que me mueve todas las estanterías: “¿A qué cole vas?”. Aaaaah –exclamó sonriendo- me puse tan nervioso que se me trabó  la lengua. “Al cassaffousth”, respondí con dificultad. “Ese es de chicos solos ¿verdad?”, dijo ella. “Sí, es técnico”. “Qué lástima”, respondió ella. Yo me quedé mirándola con toda mi cara de pelotudo y ella no me quitó la mirada de encima. No pude aguantarle los ojos, sonreí nervioso y agaché la cabeza con vergüenza... 

...Pensé que eso sería todo, que no me hablaría más, por cagón, por granudo, por ese corte de pelo horrible. Pero no. Volvió a insistirme, comenzó a preguntarme las cosas que se preguntaban a esa edad: que qué materia te gusta más, qué tal los preceptores, si ponen muchas amonestaciones, su hacen fiestas, si me estoy llevando alguna a diciembre. Lentamente fui perdiendo mi timidez. No sé cómo pero no pudimos para de charlar durante el resto del viaje. Era todo ella. Era ella la que tenía las riendas de todo. Me envolvía, me hacía sentir que no era un idiota, era hermosa y me hacía sentir también… hermoso. No sé cómo decirlo. Hacía chistes y me los festejaba, me miraba interesada ante cualquier boludez de mi vida que le contara. Cada tanto, cuando estallaba en alguna de esas carcajadas hermosas, apoyaba su mano en mi rodilla, y se tapaba la cara porque se le salía la sonrisa. Tenía una sonrisa tan hermosa, de esas que te enamoran. Su mano en mi rodilla me electrificaba el cuerpo. 

Así estuvimos durante todo el viaje. Al entrar a Santa Rosa me percaté de algo que siempre estuvo presente pero que yo no me había dado cuenta: ellos iban al mismo camping que yo. Volví a ponerme nervioso, muy nervioso. Entró el R12, esquivando pozos y charcos, porque había llovido la noche anterior. Por la ventanilla vi el auto de mi viejo, y a mi viejo, con su malla amarilla, la panza, las chancletas. Qué vergüenza que me daba mi viejo a veces. Mi vieja, haciendo crucigramas. Y mi hermana, chiquita, jugando con otros nenes. 

- ¿A dónde está tu carpa?  -preguntó su padre. 
- Me bajo acá, no se haga drama –dije, abriendo el seguro y bajándome casi con el auto en movimiento, huyendo.

Me estaba yendo, con la cabeza en los lugares incorrectos, pensando en que mi familia me avergonzaba y sentí que me agarraba de la mano y me decía “chau”. “Chau”, le respondí. “Te busco más tarde para ir al río”, dijo ella. No lo podía creer. “Dale”, respondí. Me soltó y me fui caminando rápido hacia mi familia, donde mi padre me esperaba, en cuero, con los brazos en jarra, manchado de negro por estar batallando con un carbón demasiado húmedo para el asado dominguero. 

No pude probar bocado. Mi padre me aleccionó con una de sus aseveraciones clásicas: “éste no puede comer porque anoche se emborrachó”, me señalaba con un tenedor cargado de chinchulines. Se mandaba el bocado y seguía hablando: “cuando chupás así no podés comer nada al otro día. Ya te voy a dar a vos con que caigas borracho a casa. Decí que no te agarré, que si no te metía a la ducha fría”. Mi viejo me amenazaba pero yo no lo podía escuchar. Sólo tenía su voz en mi cabeza, la de ella, la de Laura: “te busco más tarde”. ¿Me buscaría? ¿Pasaría por mi carpa? ¿Vendría en malla? Si íbamos al río, íbamos para bañarnos. Mi malla es horrible, pensaba. Soy flaco, blanco, con dos pelusas en el pecho. Cuando me vea en cuero le voy a dar asco. Pensaba cualquier cosa, me tiraba abajo, como siempre. No podía ser que una chica linda se fijara en mí. 

Mi familia se fue a dormir la siesta y yo me quedé sentado en una reposera esperando. No hice nada, absolutamente nada en dos o tres horas. No sé cómo pero me dormí, sentado. Algo de razón tenía mi viejo, tenía resaca, había dormido poco. De repente siento como si tuviera un bicho, o un mosquito en la cara. Cuando uno está dormido tiene actos reflejos, como sacarse de encima lo que le pica sin abrir los ojos. Pero seguía sintiendo el bicho. Cuando abrí los ojos la vi. Era ella, que me soplaba, que me despertaba dulcemente, sonriendo. Era demasiado. Tenía puesto un shortcito y una musculosa verde. Esa imagen es la postal inoxidable de mi vida. 

Fuimos el uno para el otro durante una semana. Ibamos juntos al río, al centro, a jugar a los videojuegos, a tomar helado, a caminar. Ella tenía 15, era de barrio General Paz e iba al colegio en la zona. Yo pensé una y mil veces en decirle algo, cualquier cosa: que me gustaba, que era la chica más linda del mundo, que la amaba, que si quería ser mi novia. Pensé todo y nada dije. Sabía que ella se volvería para su casa el domingo siguiente, y los días se pasaban entre una inédita felicidad y una angustia ya común en vida; no quería que se terminara esa semana nunca. 

Llegó el sábado. Habíamos quedado en ir al centro a la noche a pasear. A esta altura ya eran varios los que se habían sumado a nuestra amistad. Dos hermanos de Buenos Aires, uno de 17 y otro de 13. Una chica de 12 y un imbécil de mi edad que era de ahí, de Santa Rosa. El porteño la tenía re contra clara y siempre intentaba hacer cosas con ella. Claro, él era más grande, tenía guita, le robaba el auto al padre, era un combo difícil de igualar. Y era un clásico: alguien siempre se quedaba con la chica que me gustaba. 

Esa noche salimos a la matiné de un boliche de Santa Rosa. Me tomé dos tragos y ya estaba haciendo el ridículo. El porteño la sacaba a bailar y bailaba marcha y se movía. Yo ya estaba resignado, apoyado contra la pared, esperando que pasara un poco el tiempo para volverme al camping y dar por concluida una historia más, una de las tantas que siempre terminaban igual. 

Pero algo pasó. No sé si el porteño se desubicó o qué pero en un momento la vi a ella que venía hacia mí. Estaba incómoda, apurada. “Vamos”, me dijo. “¿A dónde?”, pregunté. “No sé, pero salgamos. Esto es un bodrio”, dijo y salimos. Caminamos hasta el camping, balanceándonos en el andar, chocando nuestros brazos, hombro con hombro, rozándonos las manos. 

- ¿Tenés novia, Daniel? –me preguntó. 

Con un cagazo de novela respondí que no. Me preguntó si me gustaba alguna chica. Respondí que sí. Me preguntó si alguna vez había estado con alguna chica y mentí diciendo que sí. Y en la entrada al camping, debajo de un farolito lleno de insectos, ella agarró mis manos, se elevó un poquito en puntas pie y acercó sus labios a los míos. Era la primera vez que besaba a alguien. Nos besamos, nos besamos mucho. Yo ni siquiera sabía si sabía besar, era un queso. No quería desprenderme de esos labios, no quería que ella alzara la mirada y que se diera cuenta que estaba conmigo y que se quisiera ir corriendo de vergüenza. Nada de eso pasó. Porque ella me miró, sonrió, me dijo que era también la primera vez que besaba a un chico, aunque no le creí porque nunca sentí una lengua tan perfecta como la suya. 

Noté que Daniel tenía los ojos vidriosos. La historia era demasiado perfecta, demasiado de película como  para ser verdad. No podía encararlo así de la nada, estando él tan vulnerable, así que lo dejé seguir escarbando en su recuerdo.

- ¿Y después qué pasó? –pregunté. 
- En algún momento ella se dio cuenta de la hora, dijo “mis viejos me van a matar”. Me besó y se fue, corriendo. 
- ¿Y no le pediste ningún teléfono, dirección de mail, algo? –pregunté con alarma.
- No idiota, no existía el mail en aquel entonces. ¿Cómo hacés para hacer preguntas tan boludas? –me retó. 
- Bueno, la dirección de su casa. El teléfono fijo, el nombre del colegio, algo –enumeré.
- Nada. Me quedé petrificado. Al otro día, cuando me levanté, ellos ya no estaban. 
- ¿Y nunca la buscaste?
- ¡Claro que la busqué! La busqué siempre y… -sentí que se la trababa la garganta, que no había posibilidad de que saliera palabra alguna de ese nudo- y… la sigo buscando –dijo y rompió en llanto.

Era la primera vez que lo veía llorar a Daniel. La primera vez de en serio porque de chico lloraba siempre, era de los llorones. No supe qué hacer. Apoyé mi palma en su espalda. Él me pidió perdón, como piden perdón los que lloran. Me conmovió su historia pero tuve que preguntarle de todos modos si todo lo que me había dicho era verdad, si no había inventado algo.

Se enojó un poco.

- Esta es la única historia, la más linda de las historias de mi vida. Incluso al día de hoy, cuando ya pasaron como veinte años –respondió él, con brutal honestidad.

Quiso seguir hablando pero las palabras se estancaban en la emoción de su garganta. Eran como palabras tratando de avanzar en un pantano. Cuando se relajó pudo contarme de la cantidad de veces que se tomó el colectivo, que pasó por la puerta del colegio en la que ella le había dicho que cursaba, que deambuló y conoció de punta a punta ese maldito barrio General Paz y que nunca la vio. Creyó verla, eso sí, miles de veces. Finalmente, y en un último suspiro de llanto me dijo que tenía miedo de no reconocerla si se la cruzaba.

Media hora después me preguntó si escribiría su historia. Le respondí que sería imposible, que esta era su historia, que era hermosa y que debía conservarla, y que si el tiempo pasaba y le nacía lo mismo que a mí, que la debería escribir.

- … y es por eso que la deberías escribir vos –dije finalizando mi respuesta.

En la puerta de su casa nos dimos un abrazo. Caminé hasta la vereda, me di vuelta y le dije:

- Deberías abrirte un perfil de Facebook. Capaz que ahí la encontrás.
- ¿Qué cosa? –preguntó el dinosaurio. 
- Dejá, Dani. ¿Vas mañana a jugar?
- Más vale, llevá canilleras –dijo, y cerró la puerta de su casa.

Al salir de lo de Daniel me fui pensando. Qué historia, por favor. ¿Sería cierta? Sí, no podía ser mentira. Daniel no tenía esa capacidad de mentira elaborada. Quizás algo de eso pasó y él fue completando los huecos de la memoria con relleno de colores. Verdad o mentira, era una linda pero triste anécdota. Qué lástima que Daniel no tenga mis cualidades en la escritura, qué lástima. 

jueves, septiembre 04, 2014

El hombre que quería escribir (Folletín)

1

Domingo.

- ¡Quiero escribir! –exclamé. 
El Perro soltó su vaso, y sin dejar de mirar la pantalla, me pasó su celular.
- Tomá, usa el mío –dijo. 
- No, Perro, no es eso. Quiero escribir ¿me entendés? Quiero escribir algo, cualquier cosa. 
- Un libro, ¿querés escribir un libro? –dijo el Perro atendiendo al corner que se venía. 
La pelota pasó cerca, nos agarramos la cabeza. El Perro puteó al que cabeceó. El Perro puteaba a todos los jugadores, no se salvaba ninguno. 
- Sí, no sé, quiero escribir una novela o un cuento, y si después está bueno publico un libro. ¿Qué pensás? –pregunté ansioso. 
El Perro por primera vez me miró a los ojos. 
- Pero… ¿vos sabés escribir? –preguntó con voz de amigo. 
- Y, escribir sabemos todos ¿no? –dije con dudas. 
Él masticó su sándwich y volvió la mirada al partido. Seguimos así un rato más. Faltaban 15 para que terminara el primer tiempo. ¿Qué hacía pensando esas tonteras? ¿Escribir? ¿Yo? Si siempre me llevé todas las materias relacionadas a eso: castellano, lengua, literatura, historia, geografía. Me llevaba todas. Qué desastre. Ni si quiera me gusta leer. ¿De dónde saco yo esas ideas tan boludas? Además, ¿en qué momento podría escribir? Entre el laburo, y todas las otras cosas. Ahora el Perro va a pensar que soy un boludo. 
Terminó el primer tiempo y me levanté para ir al baño. Cuando volví el Perro había renovado la jarra. 
- ¿Y de qué querés escribir? –me preguntó. 
- No sé, historias –arriesgué- Viste que yo siempre cuento re bien las anécdotas. 
- Es cierto. Nos hacés cagar de risa. Y bueno, empezá escribiendo alguna de tus anécdotas –sugirió. 
- No, yo quiero escribir ficción. O no sé, capaz que quiero escribir historias nuevas, a las mías ustedes ya las conocen, no podría…
- Deberías ir a hablar con el Ñato.
- ¿Qué pasa con el Ñato?
- Está relacionado a eso de escribir. 
- El Ñato trabaja en la secretaría de apuntes de la facultad, Perro. No tiene nada que ver. 
- Ah. 
El Ñato. Mirá las boludeces que me dice este. Pero por lo menos me tiró buena onda. Lo quiero mucho al Perro. Es un amigo fiel, por eso le digo Perro. El resto de los chicos le dicen Sergio. Pero el resto de los chicos no creció con él, ni vivió las cosas que nosotros vivimos. El Perro decía que sí a cualquier estupidez que se me ocurría proponer: vamos de colados a una fiesta de 15. Vamos. Vamos a romperle los vidrios a la fábrica abandonada. No está abandonada, pero vamos. Vamos hasta el aeropuerto a tomar una cerveza y ver cómo llegan los aviones. Vamos. Nos sentemos en el capot y hagamos como en las películas. No, porque se va a romper el capot. Y se rompió nomás. Se enojó aquella vez pero después se le pasó, como siempre. 
Volví para casa pensando de dónde podía sacar ideas. Al regresar me encontré con lo mismo de todos los días, un chiquero. Debería limpiar o por lo menos ordenar. Es muy difícil. No sé cómo hacía mi vieja para mantener la casa siempre tan limpia. Qué laburo el de ama de casa. O la Vero. La Vero también limpiaba todo. Me limpiaba el departamento cada vez que venía. A veces la extraño, cogíamos bien, pero mejor así. Nunca me apoyaba en mis ideas y si hoy le viniera con que quiero escribir y publicar un libro y ser famoso, me hubiera mandado a cagar, que no, que siempre boludeando, que porqué no cambio de laburo, que cuánto tiempo más vas a estar en ese call center de mierda, que qué somos como pareja, que cómo nos proyectás en el futuro. Era cansadora con tantas preguntas. Estoy mejor solo. 
Pedí una pizza y miré los resúmenes de la fecha. Me cuesta mucho el bajón final de los domingos. El fútbol me mantiene alerta por varias horas pero a la noche me empiezo a deprimir. Me cago en los lunes y en los martes y en los miércoles y en todos los días que no sean jueves, viernes y sábados y domingos y feriados. Me gustan los jueves. Se pone lindo los jueves, es la noche de los que nos gusta hipotecar la semana, tachar la doble y pedirle de fiado al cuerpo un par de energías extras. 

miércoles, agosto 27, 2014

Replegarse y salir de contra

Este texto se llama "Replegarse y salir de contra" y forma parte de una serie de relatos del Viejo Víctor Hugo. No es el comienzo, no es el final; es una parte, una de tantas otras.

Para el Líder. 


El colorado Casas. Cuarenta años, trabajador rural, enamorado. Van cuatro cervezas. Están en la mesa del viejo.
- No sé cómo encarar… -suspira el Colorado.
- Mirá –el viejo se toma unos segundos para analizar el panorama- por lo que vos me comentás el partido está jodido… Vos estás haciendo bien las cosas: atacás por la izquierda, atacás por la derecha, hacés cambio de frente, probás con enganche ¡hasta mandás a los defensores al ataque!
- ¡He hecho todo, Víctor Hugo! –tira con desesperación el Colorado.
- Tranquilo, Casas –frena, toma un trago y sigue- Mirá, hay partidos en los que uno ataca y ataca y no podés entrar. Buscás la llegada, al principio con orden, sin desesperación, pero los minutos pasan y no podés, simplemente no podes. Y entonces qué pasa. Lo de siempre: empezás a hacer cualquier cosa, a ir para adelante sin pensar, ciego. Tirás desde afuera, desde posiciones en las que en la puta vida vas a meter un gol. Y te vas cansando, fastidiando…
- No doy más –confiesa, cansado, el Colorado Casas.
- … y después está lo peor –tira el Viejo, y se manda otro trago.
- ¿¡Qué?! –pregunta desesperado.
- La tribuna. Empezás a sentir ese murmullo… -otra pausa- Mirá, Casas, te digo, yo que la viví –se lleva la mano al pecho y sigue- : el murmullo es peor que el insulto. Por lo menos el insulto se las juega y a veces, capaz, que te agranda. En cambio la indiferencia, la desazón… eso sí que es difícil de revertir.
- ¿Y qué hago, Víctor Hugo?
- Qué hacer, Casas, qué hacer…
Un jugador empieza una buena en la televisión que cuelga de la esquina. Pasa a uno, corre por la banda y termina tirando un centro a cualquier parte. Todas las cabezas del bar vuelven a lo suyo. El Colorado Casas prosigue:
- La he invitado al cine, al baile del club, a pasear en bici y nada.
- ¿Tiene hermanos la señorita?
- Sí, dos, más grandes.
- ¿Cómo te llevás con ellos?
- Bárbaro. Son compañeros de trabajo.
- Eso sirve, vas inclinando la cancha. ¿Ya los hablaste?
- ¡No! No podría, no me animaría. Tengo miedo de que se ofendan. Con todo respeto, pero ¿usted vió lo que es Silvia?
- Es una buena muchacha, una gran señorita.
- Ve lo que le digo Víctor Hugo… -dijo desahuciado el colorado. Se agarró la frente, sirvió cerveza en ambos vasos, levantó el suyo en gesto de brindis y lo limpió.
Ambos permanecieron en silencio un rato, dejando las palabras flotar en el aire de la cancha. Pasó una botella más y el viejo sintió que era momento de arrancar el segundo tiempo:
- Tenés que replegarte un poco, entregarle la cancha, entregarle la pelota si querés.
- ¿Cómo sería eso?
- Cuando tenés todo el tiempo la pelota, el equipo contrario se repliega bien atrás y no le metés un gol ni jugando con tres pelotas. Entonces qué hacés: te replegás vos, le regalás la pelota para que salgan ellos un poco, para dejarlos entrar en confianza y ahí vos tenés que pararte bien, posicionarte y hacer una jugada rápida para atacar de contragolpe.
- Dejar de buscarla un tiempo, hacerle entender que no voy a estar atrás de ella aunque esté ciegamente enamorado –afirmó, camino a convencerse el Colorado.
- Ahí vas entendiendo –sonrió el Viejo.
Y volvieron a quedar en silencio para disfrutar de otra botella de cerveza más.

miércoles, julio 16, 2014

Día 33. Final de viaje, final de todo.

La tristeza va amainando. Todavía está, claro, y seguirá estando, seguramente, en la cajita de recuerdos. Al principio era un horizonte de tristeza en la llanura, en la pampa que tenemos en el interior de nuestras cabezas. No había nada más que ese final, allá a lo lejos, donde el sol se muere. Y empezamos a caminar, poquito a poco, cansados, arrastrando los pies, hablando nada, pensando todo, masticando la pena de la derrota. Y fue el camino, el mismo camino recorrido el que fue aplacando un poco el dolor, doblando los pliegues de la memoria, para empezar a mirar ese horizonte con esperanza. Volvemos a casa y eso nos pone felices. Es que se extraña mucho nuestra patria cordobesa.

La derrota pegó duro en todos. La horrible sensación de tristeza colectiva te envolvía el cuerpo. Recibíamos los mensajes desde Argentina: “la gente festeja: orgullo por el equipo”. Pero en ese momento, en Río de Janeiro, estábamos lejísimo de cualquier tipo de festejo. Ni siquiera pudimos detenernos a llorar porque a falta de un par de minutos empezaron las corridas, volaban reposeras, botellas, en una playa oscura donde se mezclaba la desesperación, la bronca y el dolor. La gente perdía su calzado, algunas pertenencias y se perdían entre ellos. Una mierda. Y pudo ser peor. 

Hoy es martes. Viajamos en el Leoncito por rutas sinuosas y empiezan a volver los recuerdos felices y empezamos a hablar entre nosotros. Sin dudas elijo quedarme con los tres días que pasamos en el Sambódromo, entre argentinos que estaban ahí, como nosotros, felices. Mucha camaradería, mucha buena leche y alegría. Los cinco guasos que venían de Buenos Aires en un Citroën de los buenos, los tres de Mar del Plata, la pareja de viejos porteños que se vinieron con la hija, el novio y una empleada de ellos que es santiagueña, los cuatro pibes de Córdoba, de Poeta Lugones, que se subieron a un autito y manejaron casi sin parar hasta Río, los negros de Morón, que se vinieron en un bondi de línea, un urbano, cargado de colchones, Caetano, un brasilero muy piola que había ido a sacar fotos al Sambódromo, y mil caras más de las que no recuerdo su nombre. Creo que fue el compartir desde el fútbol un ambiente de buena onda fue lo que hizo todo tan mágico.  Porque uno tiene sus espacios colectivos en cada club pero acá había, además de la argentina, miles de camisetas de clubes de todo el país, hombro a hombro, brindis a brindis. Sentir que podíamos llevarnos más que bien entre nosotros hacía que flotara en el ambiente una buena energía. 

Comimos asados de varias parrillas, chupamos escabio de mil vasos, nos abrazamos, cantamos, nos cagamos de risa, con toda esta gente que antes desconocida pero que portaba la misma camiseta y los mismos colores en el corazón. Es inexplicable la felicidad que sentí esos tres días. Con eso elijo quedarme, con esos días. Ahí estaban los miles de kilómetros recorridos, el sacrificio, el aguante de los que nos esperan en Córdoba. No trajimos la copa como habíamos prometido, no habrá autobombas por las calles ni un aplauso colectivo pero dimos todo, les juro que dimos todo, más de lo que pensábamos. 

Y ahora volvemos. Tenemos más de mil kilómetros hechos al momento de escribir esto  y seguramente haremos mil más al momento en que este intento de crónica llegue a la pantalla. Volvemos para el abrazo extrañado, para el beso, para la palmada en la espalda y para la ronda de fernet en ese ansiado asado, donde sentados en una reposera y con una sonrisa en la jeta y en los ojos empecemos a contar todo esto que vivimos, que de tan hermoso pareció un sueño. 
Nos vemos allá. Gracias por todo. 

P.D: ya estamos en Argentina, en tierras correntinas. A más de 1000km de Córdoba pero en nuestra casa grande. 

Con esto elegimos quedarnos:



jueves, julio 10, 2014

Día 29. Semifinales

Fue perfecto. Todo fue perfecto.
Eran las 2 de la mañana, aun con las pupilas dilatadas y el cuerpo cansadísimo, seguíamos repitiendo “fue perfecto”.

Todos duermen en la combi, todos menos Finito y yo, Lisandro y el copiloto. Somos ocho ahí arriba, atravesando un camino sinuoso que nos lleve de vuelta a Paraty. Hay mucho silencio durante el viaje y cada tanto Finito me mira, luego de muchos minutos de estar pensando y me dice “lo de Mascherano hoy fue increíble”. Charlamos sobre eso, apilamos recuerdos del partido y volvemos al silencio, a mirar por la ventanilla, a seguir recordando algo de todo, del partido, del viaje, de los argentinos, de los brasileros. Y así. Cada tanto algo del equipo, de los penales, del bar, de todo lo consumido.

El partido no termina nunca pero tiene comienzo.

El martes Lisandro nos confirmó: “vamos en la combi. Somos ocho. Los busco a las 7 en punto”. Los despertadores sonaron a las 6.30. Mate, mochilita y lo de siempre. Venimos viajando cada 4 días y el procedimiento se va aceitando.
A las 8.20 tenemos registrado el primer fernet. Mierda. Si así empezamos… El viaje fue perfecto. Ondeando banderas celeste y blanca en esa patria que un día antes había recibido la humillación más grande de su historia. El número 7 ha adquirido un nuevo sentido para siempre.
La combi, una de esas hermosas Volkswagen terroristas, la de los Libios en Volver al Futuro, la de los hippies yanquis, la “Gloria”, de Silvina y Santiago que recorre Latinoamérica, se bancó de manera impecable el viaje.
La combi y la banda

Entramos a San Pablo. Estacionamos y empezamos a ambientar. El resto de los viajantes, ansiosos o con otras ganas, decidieron entrar al Fan Fest a las dos y pico de la tarde. Y la banda de Kero-Fino-Gringo se quedó haciendo la previa afuera. Fue nuestra mejor decisión. Tomamos fernet cerca de uno de los ingresos, nos encontramos con gente conocida, charlamos, nos cagamos de risa y fuimos contemplando cómo una ciudad comenzaba a ser tomada por miles y miles de guasos con camiseta celeste y blanca. Hermoso.
A las 4 intentamos entrar al Fan Fest. Ingreso cerrado. Está hasta las manos. No importa, nos vamos a un bar: la segunda buena decisión. Nos sentamos a dos metros de un televisor, con cerveza helada. A los pocos minutos eran miles de argentinos buscando desesperadamente un bar ante el cierre de las puertas del Fan Fest. Las calles estaban inundadas.
El televisor tenía una calidad de imagen rara. Sentí que tenía las mismas características de la imagen de un cine y era como si estuviera viendo “Héroes II”, el del Mundial 90. Para confirmar que no estaba loco le pregunté a Fino y él vio exactamente lo mismo que yo. Era una señal...
Durante 120 minutos estuve con el cuello hacia arriba mirando esa pantalla. Dentro del bar se vivió un ambiente imposible de reproducir. Las sensaciones vienen como olas, te bañan, se van y vienen otras y otras. Gente que lloraba. Gente que gritaba. Gente ebria.
Cuando Maxi Rodríguez metió su penal el bar estalló. Abrazos y más abrazos, con Kero, con Finito, con Ernesto, con cuatro porteños que acababan de llegar a San Pablo y con ustedes, les juro que con ustedes. Esas explosiones de emoción no pasan casi nunca en la vida de uno. Abrazando a tipos que no conocía, diciéndole “¡hace un mes que estoy acá, hace un mes, loco!”. Y llorando. Porque no podíamos parar la emoción, porque es cierto, hace un mes que estamos acá y ese penal tocando la red tiró a la mierda todos los diques que a veces te contienen una bola de cosas en el pecho. Y lloro mientras escribo esto porque es uno de los momentos más felices de mi vida, porque todavía recuerdo esa plaza, ese bar, los mensajes de texto de mi hermana, el aguante de la Alichu, el mes de convivencia con Finito y el Kero, el cansancio, el gasto de dinero y la esperanza que tuvimos cuando decidimos hacer este viaje.  

Escribo esto en el Leoncito, mientras atravesamos una ruta lluviosa, rumbo a Río de Janeiro, donde nos espera una final, una después de tantos años. Se espera una invasión argentina. Vengan, nosotros vamos haciendo el fuego, manteniendo esa llama que prendimos hace un mes y todavía no se apaga.


Finito mira por la ventanilla. Luego me mira: “fue perfecto, todo fue perfecto”. 

Dos guasos y nosotros

martes, julio 08, 2014

Día fuera de serie

Qué difícil.
Partido histórico.
Cada gol fue cambiando ese texto que fui escribiendo en mi cabeza. Iba imaginando las frases que ya estarían inundando el facebook. Y cada gol fue modificando el ingenio burlista.

Es mucho, demasiado.
Vimos el partido en le camping, con Ronaldo. El primer gol tempranero nos trajo a la memoria la paliza que nos comimos en el 2010. Pero la ráfaga de seis minutos no tiene antecedente en mi memoria. Y en semifinales. Y a Brasil. Y jugando en Brasil.
La gente se empezó a ir de la cancha. Pero la mayoría se quedó. Igual, muchas veces el público que va a los partidos de la selección es una mierda. Pensemos en la gente que va al Monumental cuando juega Argentina. Ante cada gol alemán se tiraron petardos. Es difícil interpretar eso. Por un lado a los brasileros les encanta tirar cuetes pero ¿era irónico? ¿es de borrachos? ¿es que no les importa realmente una mierda y se están cagando de risa mientras prenden la mecha de un estruendo? ¿Será que dijeron "y ahora qué mierda hacemos con todo esto"?
La marca les quedará
para siempre
y seguramente se la haremos recordar siempre.
Con la goleada consumada le pregunté a Ronaldo:
- Si le ganamos a Holanda y llegamos a la final ¿quién preferís que gane, Argentina o Alemania?
- Alemania, es lo mismo que te va a decir cualquier brasilero.

Me quedo pensando en su respuesta.
Mientras, la tele sigue pasando la típica imagen de la minita brasilera llorando en la tribuna.
Esto no es real. Esto es una telenovela.
Y recién empieza.

 "¡Noooooooooooooooo, estamos en la B, estamos en la B!"


domingo, julio 06, 2014

Día 25: Argentina vs Bélgica


Anoche me abrazaba la cabeza y las imágenes, las posibles imágenes, se me venían todas juntas. Estoy seguro que a mis dos compañeros les pasó lo mismo. 
Que vamos a Río, que vamos a Brasilia (“vos estás en pedo”), que vamos a una playa, que vamos a una isla, que nos quedemos en lo de Ronaldo. Nos quedamos en lo de Ronaldo, pero hagámosla bien; es cuestión de redireccionar el gasto. Pensemos: venimos gastando toda la guita en traslados, peajes y en alojamiento. No comemos nada, no nos compramos ni un agua, puro fernet. Nos merecemos el goce del consumo de comida y bebida. 
Sí, nos quedemos en el camping entonces. 
Concentramos la noche anterior. A dormir temprano. Un buen desayuno era indispensable. Mate, pan con dulce de leche. Gracias, Alichu. Una picada y encontrar lo más parecido a un asado en este país que no sabe nada de asados. Será cerdo, una traición, como pedir milanesa de pollo, pero quedó comprobado que acá a la vaca acá la alimentan con hoja de palmera o no sé qué porque tiene un gusto espantoso. 
Picada, previa y luego partidazo. Gran juego de Argentina, hasta en los momentos en los que se replegó. Los belgas no generaron casi nada y nosotros podríamos haber metido uno más, aunque el 1 a 0 no viene mal. Vamos de menor a mayor. 
Y hoy el número está en todas las redes sociales en todos los noticieros, en todos los discursos, en todos los que hablan y no sabían el número exacto hasta que lo repitieron hasta el hartazgo: 24. Sí, 24 años sin pisar el hermoso suelo de las semifinales. Desde el 90, ese que Brasil está llorando hasta hoy (?) Costó mucho el final de la carrera del Diego. Y vino el 94 con un dolor que no cicatriza nunca. El 98, 2002, 2006 y el 2010. Cuando uno lee los números se le vienen  la cabeza todas las eliminaciones, la forma en la que fuimos eliminados, cómo llegábamos, qué mundial veníamos jugando, y cómo nos sentimos el puto día en que nuevamente quedábamos afuera. 
Y acá estamos, de vuelta por jugar 7 partidos del Mundial. 
El partido había terminado con victoria pero nosotros decidimos jugar unos 400 minutos suplementarios por si acaso, para sellar el resultado. Empezamos a hacer el asado cuando terminó el partido. Comimos, pusimos La Mona, y nos sentimos como si estuviéramos en la casa del Finito, comiendo un asado, tomando fernet y, lo dicho, escuchando a La Mona. El festejo se fue extendiendo y Costa Rica y Holanda pisaron la cancha y vivimos el partido como locos, alentando por los Ticos, obvio. El pase de los naranjas se dio en el mejor escenario posible: 120 minutos de juego y penales. Eso empieza a sumar en el físico de los jugadores. 
Ya era de noche. Van a venir Guada y Lisandro con los dos hermosos hijos: la Male y Tomás, a comer un pollo al disco. Compras, cocinar, comer nuevamente como Ásterix y Obelix. 
Y en algún momento la noche más silenciosa y la ducha y empezar a intentar dormir. 
¿Cómo hacer para dormir ahora? 
Con todo lo que he soñado despierto tengo miedo de cerrar los ojos 
y conformarme sólo con descansar
 este cuerpo cansado. 


Con el tele, nuestro gran compañero de emociones

                                              Con Lisandro, Guada, Tomás y Malena. 


jueves, julio 03, 2014

Dia del partido. San Pablo. Nos sobran huevos

Escribo estas líneas desde el auto, con una sensación novedosa de placer. Cómo ponerlo en palabras. El auto es un gran lugar para cronicar. No por el auto en sí sino por la sensación de los dedos moviéndose mientras viajamos, mientras avanzamos hacia algo, mientras recorremos la distancia. La música, la charla de los que van adelante, que llega como olitas, como olitas de mar. A la izquierda selva. A la derecha océano Atlántico.
El despertador sonó a las 5 de la mañana. Seis horas de viaje, mínimo, eso nos dijeron. Estaba durmiendo como nunca. Los perros no habían ladrado, la naturaleza estuvo tranquila por la noche. Pero el despertador sonó. La puta madre, más le vale a Zabaleta que juegue bien. Tiramos un montón de cosas que no usamos nunca en el baúl, agua caliente, mate, unas galletas. Esas galletas donadas por la Alichu serían nuestro  único alimento desde las 6 de la mañana a las 5 de la tarde.
El camino, como todos los caminos que venimos recorriendo es impresionante. Muy sinuoso, como todos los caminos, o más. Caímos en los tentáculos de un embotellamiento pero salimos. Primera batalla ganada. Tenemos GPS y  mapa pero parece que estamos destinados a perdernos en todos lados, San Pablo no fue la excepción. Ciudad gigante, ciudad de mierda.
Perderse pone a prueba el temple del grupo. Yo generalmente viajo atrás y mi energía y paciencia son limitadas. Ante eso entro en silencio, que es lo que mejor puedo hacer. Para qué explicar lo que es estar manejando como pelotudos adentro de una ciudad en la que no te entienden una mierda, y cuando te entienden se invierte la situación y es uno el que no entiende nada. Generalmente somos nosotros los que no entendemos nada. La ciudad busca vencernos, con sus carteles en idiomas extraño, con sus callecitas siempre sinuosas pero no lo logra, finalmente, después de preguntar ciento cincuenta veces, llegamos.
Llegamos al Fan Fest, la fiesta de los fanáticos, lugar al que siempre escribí como Fun Fest, que vendría a ser una fiesta divertida. Podrían ser sinónimos, pero a quién le importa eso ahora. Sigo. Miles de argentinos y miles de policías, militares, guardias de seguridad y brasileros. Brasileros de mierda, no pueden parar de venir a los partidos de Argentina a alentar por el rival. Dan ganas de cagarse a trompadas. Controles muy estrictos. Maldita sea. Paso yo con la mochila, adentro un fernet, una  coca y una botella con hielo. La misión parece imposible, ningún hombre puede realizar tal tarea, sólo alguien con nervios de acero, con temple de hierro, con unas agallas tremendas, con una belleza inigulable (?)con una valentía de los grandes hombres como San Martín, Maradona, Chuck Norris o Jim Phelps, de Misión Imposible. Ahí fui, mochilita adelante, metiendo el pecho con mi camiseta celeste y blanca. Las mujeres decían “no podrá, es imposible”. Los niños decían “¡es una obvni, es un ave, es un avión!”. El aire se cortaba con una gillete. Vestía pantalones de Belgrano, camiseta patria, lentes oscuros y una cara de pelotudo atroz. A la jugada la podrán pasar mil veces por la televisión, desde todas las tomas, con todas las tecnologías en la repetición pero nadie podrá entender cómo se pudo realizar una gambeta de esas características. Fernet adentro del Fan Fest, Argentina 3 – FIFA 1. Tres fernet ingresados en la cueva de los dragones. Tenemos el honor, porque somos caballeros, de darle como válido el gol del descuento al enemigo por ser descubiertos preparando uno en el baño del fan fest de Belo Horizonte, donde dos orangutanes con cara de malos nos hicieron abrir las mochilas. Amablemente nos invitaron a irnos, amablemente eh. Nos fuimos por nuestra propia voluntad.
Preparamos en la clandestindad el primer fernet patrio en tierras enemigas. Ya era hora, sonaban los himnos, nuestra canción tarareada. El silbatazo, comienza el partido y la  puta madre que los parió. Dos horas de sufrimiento. Qué difícil están los partidos. Me gustaría que el equipo intentara jugar un poco más. Mal o bien pero jugar. Otra victoria más sobre la hora, otra vez con un golazo y otra festejo alocado abrazando camisetas celestes y blancas, y otro grito a los putos esos que tienen más miedo que la mierda de quedarse afuera de su propio mundial. No vamos a dar nombres de países para no herir suceptibilidades. Del partido, para qué decir más. ¿Y ustedes?
Nos preguntamos cómo se estará viviendo allá, en casa. Los mundiales tienen esa fuerza de frenar todo, de poner un paréntesis al día, a la rutina y cada mundial es diferente, por las sedes, los horarios y los 4 años entre uno y otro. ¿Se estarán comiendo un asado los guasos de la cooperaria? ¿Habrá algún cliente rompe bolas que quiera su almuerzo en el Café del Alba en el minuto 110 del partido? ¿Cómo lo estarán viviendo nuestros amigos allá? Estar acá es un sueño pero siempre te queda un deseo de estar con tu gente. Estuve en el Monumental el día que ascendimos y la alegría de estar ahí era indescriptible pero la gente a la que quería abrazar estaba copando las calles, festejando con fernet, cuarteto y asado. Acá pasa algo parecido. Nos abrazamos fuerte para tratar de abrazarlos a todos. Igual, estamos haciendo todo bien. No se preocupen. Nosotros damos todo.

Finalmente comenzamos el lento regreso a casa. Manejamos hasta Bertioga, ciudad costera. Dormimos, despertamos y seguimos. Frenada estratégica en Caraguatatuba (posta, así se llama) Almuerzo, mar, vermut y sol. El día se oscurece, temprano, cuando en casa todavía es hora de merienda. La ruta, siempre sinuosa, se va poniendo negra. Volvemos, llegamos, con la convicción de haber hecho bien los deberes. Estamos en cuartos, nuestra bisagra histórica. Nos sobra esperanza. 

domingo, junio 29, 2014

Día 18. La alegría no es brasilera

Ayer vimos el primer duelo de octavos de final entre Brasil y Chile. Aquí, a esa instancia, le llaman “mata-mata”. Supongo que será una cosa como nuestro punto y hacha del truco. En ese mata-mata, en ese duelo a muerte, ambos contendientes dispararon un par de tiros y ambos quedaron de pie. Se disputaron la “caprichosa” de Quique Wolf durante 120 minutos. Pocos rasguños para ambas casacas y la sensación que los de rojo merecían un poco más. En el pueblo algunos se habían quedado dormidos. “¿Qué es esto de batirse a duelo y que dure tanto?”, se preguntaba un cantinero. Al final, el juez del partido dijo basta de perder tiempo, puso dos piedras a una distancia considerable la una de la otra, pidió medias, papeles, telas, aguja e hilo a la gente del pueblo y armó una pelota de circunferencia irregular. “Contaremos pasos, como en el duelo con pistolas, pero esta vez dejaremos las armas. Ambos demostraron que no le pueden acertar ni a un elefante. Cada uno pateará cinco veces hasta que se defina la contienda. De ser necesario iremos a tanda de uno por vez. ¿Se entendió?”, preguntó el juez. El de camiseta roja levantó la mano y el juez le explicó de vuelta. Una vez y otra vez, hasta que le dibujó con un palito en la tierra un esquema sencillo de explicación. “¿Y cómo es que se llama esto?”, preguntó el de casaca amarilla como el sol. “No sé, pero le llamaremos ‘penales’”. Y en los penales ganaron los de amarillo. Los de rojo se retiraron del duelo, sin una marca de pólvora en sus ropas, sin un solo rasguño de su rival. Estaban vivos pero se iban muertos y derrotados. Era de por sí una situación contradictoria. “Siempre lo mismo”, dijo el de camisa roja. Armó sus bolsos y se fue.

El brasilero, al igual que Luca Prodan, no sabe lo que quiere pero lo quiere ya. Tienen una selección débil y vulnerable pero no lo pueden aceptar. Son pentacampeones y si fuera por ellos deberían ser vigésimo campeones: o sea ganadores de las 19 ediciones pasadas y de la actual, y si cabe, de las venideras también.

Aquí viven el fútbol de una manera diferente a la nuestra. Desde la mañana temprano, como en cada partido, empiezan a tirar petardos. Se escuchan las detonaciones que vienen desde todos los puntos cardinales. Uno recorre la ciudad y ve a todo el mundo con la camiseta, ve sus rostros, lo que hablan y casi se puede leer lo que piensan. Ellos festejan antes de tiempo, celebran la victoria segura; claro, son los mejores del mundo, por decreto universal. Pero también hay algo contradictorio porque uno tiene la sensación que al final del día al brasilero todo le termina chupando un huevo: el fútbol, Scolari, el trabajo, la AFIP, la familia, la vida, la imposibilidad de decirnos qué se siente. Entonces, esa intensidad es lo más cercano a una novela, el brasilero vive en una eterna novela, llena de heroínas, rufianes, enamoradas, pasión, odio, culos y tetas.
Esa tarde noche, luego del triunfo colombiano, salimos a recorrer las calles. Las veredas era un basural, un tendal de evidencias de festejos desmedidos: latas de cerveza, restos de comida, personas y restos de personas. En el medio de toda esa gente que de a poco comenzaba a desconcentrar, lo vimos al bueno de Gerson. Estaba borracho, en cueros, con la credencial de la FIFA colgando del cuello.
- ¡Gerson! –lo saludamos afectuosamente.
- ¡Eh! ¡Mis amigos argentinos! –gritó y nos abrazó a ambos.
- No somos amigos, somos enemigos, negro traidor –le susurré a Finito en cordobés veloz, pegando todas las palabras para que no se entienda nada.
- ¡Brasiiiiiiiiuuuuuuuullllll! –gritó Gerson.
- Con lo justo ¿eh? –dijo Finito.
- ¡Brasiuuuuuuuuuullllllllllllllllll! ¡Pentacampeoaoaoaoaoaoaoao! –gritaba eufórico.
- Sí, sí, Gerson, ya sabemos. Pero hoy ganaron un poco de pedo ¿no crees? –no había forma de bajarle al tipo este la emoción descontrolada.
- Somos los mejores del mundo –dijo Gerson.
- Sacate el casete Gerson un rato. ¿Cuántas de esas te has bebido? –pregunté señalando la lata que tenía en su mano.
- Eeee, un par, un par. ¡Eu estoy feliz, feliz por Brasiuuuuulllll!

Lo dejamos a Gerson bailando solo en la plaza y nos fuimos a dar un par de vueltas, viendo cómo la alegría era solo brasilera en todas las calles.
Una hora después, quedaba poco de ese jolgorio. Gerson pendulaba en el banco de una plaza. Nos sentamos uno a cada lado como para que no se cayera.

- ¿Estás bien Gerson?
- Un poquinho borracho –dijo haciendo un gesto con la mano.
- ¿Qué manera de sufrir hoy no? –preguntó Finito.
- ¿Sufrir? No, no, no, para nada.
- ¿Y por qué lloraron tanto cuando terminó el partido? –replicó Finito.
- Ah, el futibol, el futibol es amor, odio, tensión, es una gran película –dijo.
- ¿No te parece que es medio ridículo, Gerson? –pregunté.
- ¡Brasil campeón! –gritó.
- Pero Gerson, hoy jugaron mal y ganaron por penales –agregué.
- ¡Pentacampeao! –dijo él.
- ¡Largá el casete Gerson! –se enojó Finito.
- Bra-sillll, la r ara r arar arara , lara lara lararaaaaaaa, la raaaa, la raaa –comenzó a delirar el negro.

Agarramos al mulato, uno de cada lado, y lo llevamos en andas, como herido de guerra. Lo dejamos tirado en la puerta del consulado de la FIFA. Buscamos unos cartones y lo acostamos ahí.

- ¿Vocé se van? –preguntó él.
- Nos vamos Gerson, estás muy borracho –dije en cuclillas.
- No tanto, no tanto –balbuceó.
- Cuidate Gerson, no quiero ni imaginarme cómo vas a quedar el día que pierdan.
- ¿Perder? Nou, nou, nou, imposible. Brasil campeoaoao –dijo él y nos mostró seis dedos.
- Algún día van a perder, Gerson y ahí te quiero ver –le dije, como padre comprensivo- Y vos vas a andar arrastrándote por las calles, llorando como actor de telenovela. ¿Y sabés por qué?
- ¿Por qué? –preguntó con lo último que le quedaba de conciencia.
- Porque ustedes festejan antes de tiempo. Ya les pasó en el 50, ¿se acuerdan?
- ¿Maracanazo? Pffff, eso foi hace mil años.
- Ustedes no aprenden más –le dije y me levanté para irme. A los dos pasos escuchamos la voz de Gerson:
- ¿Nosotros festejamos antes de tiempo? ¿Y ustedes, los argentinos, no lo hacen también?
Finito y yo nos miramos, como pidiéndonos permiso para responder:
- No, Gerson. Nosotros no festejamos, nosotros alentamos: antes, durante y después del tiempo. Esa es la diferencia –dijo Finito.
Nos dimos vuelta y nos fuimos.  De lejos se escuchó la voz de un borracho gritando ¡pentacampeoao! Iniciamos el lento regreso hasta el camping.
Haciendo zetas pensé en que el fútbol para nosotros es como la vida, pero para algunos es como la novela de sus vidas, plagadas de ficción, inventos y repeticiones.
- Finito, ¿te gustan las novelas? –pregunté.
- Na, yo miro fútbol –dijo y pateó una latita vacía.
Y nos fuimos dando pases hasta llegar al camping.