martes, octubre 03, 2006

Cuento que no sabe hacia dónde va

Termina el cigarrillo y hunde la colilla en un cenicero lleno de filtros marrones. Relaja los pulmones y suelta el humo con una mueca en la cara. Hace frío. Alberto estira su pulóver y agarra la manga con la mano. Frota la ventana empañada haciendo círculos en el sentido de las agujas del reloj. Afuera está todo gris, todo opaco. Una tenue llovizna moja todo y aplaca las emociones. No hay sol. Alberto mira la hora. Son las siete y media de la tarde. Siempre son las siete y media de la tarde. Un horario vacío, que no es ni una cosa ni la otra. A veces sale sol, a veces no. Puede hacer frío, pero también puede hacer calor. No es ni la tarde ni la noche. Y su vida era como esa hora, siempre una imperfección, nunca se decidía ni a luz o a la oscuridad.
Alberto tiene los brazos cruzados en la espalda y está parado al frente de la ventana empañada, y mira la calle por esa pequeña mancha que desempañó hace segundos, y que lentamente vuelve a convertirse en un vidrio por el que no se puede ver nada. Gira su cabeza y mira su escritorio. La hoja sigue ahí, igual que antes, igual que hace quince días. No hay cosa que lo asuste más que la blancura del papel, la falta de palabras; los gritos adentro suyo que se pierden en garabatos, que hoy mueren en un tacho al lado de la silla, o en el peor de los casos, en el piso.
Son las siete y treinta y uno.
Los días pasan y sigue siendo martes. O jueves, o domingo. Siempre lo mismo. Cuando la soledad se hace presente nada cambia. La cabeza trabaja más rápido pero no construye. Las sensaciones se confunden y cuesta saber qué es lo real. Hay días que todo le hace mal.
Afuera sigue lloviendo. El día se debate (siempre lo hace) entre la luz y la oscuridad. Por ahora van ganando las sombras. Mejor, ahora estamos todos iguales, piensa Alberto.
El lápiz dibuja algunas palabras. Más de lo mismo. Otro bollo de papel que va a parar al piso, haciéndole compañía al resto de las ideas frustradas, y las frases sin punto y aparte. La mirada de Alberto parece no mirar nunca nada. Con la mano izquierda se aprieta los ojos cansados. Estos ya se han acostumbrado a la oscuridad y al cristal de los lentes.
La pieza es cuadrada. Tiene pocos muebles. La cama, contra una pared, cerca de la ventana. El escritorio está ubicado al medio para perderle espacio a la habitación[1]. El velador es está prendido casi todo el día, y la lamparita de 40 es la única luz en el ambiente. Todo opaco, todo nublado. Como sus días. Como las siete y treinta y tres de la tarde.
No corre viento. Ninguna brisa que mueva las cosas. Nada que pueda mover las aguas de Alberto. Aquel hombre que supo ser un río hoy es un pantano, agua estancada.
Nada pasa. La hoja, obstinada, sigue blanca.
Alberto suspira. Se lleva un cigarrillo a la boca, y cuando está a punto de encenderlo, de repente suena el teléfono[2]. Hace dos años y medio que el aparato ese no suena. ¿Quién es? ¿Por qué me llaman? Alberto (por fin) cambia su mirada. Se sorprende. No sabe qué hacer. El teléfono suena por cuarta vez. No espero a nadie, ¿por qué suena? ¿Será…? piensa Alberto. Se acerca al teléfono y lo mira, pero no mueve las manos. Está paralizado. Suena por sexta vez. Se refriega la cara con las dos manos. La barba de varios días le raspa las manos. Suena por séptima y última vez. Cortaron. De vuelta el silencio. Alberto levanta el tubo y escucha el tono. Todo sigue igual que antes, pero peor.
Enciende un cigarrillo y juega con el humo que sale de su boca. Las líneas blancas que se dibujan en el aire ya se han transformado en una cuestión de análisis. Cree que nadie en el mundo puede dibujar figuras tan perfectas con el humo de un cigarrillo. Alberto ya ni sabe por qué fuma; ni siquiera recuerda cuándo empezó. Pero todos los días busca transformar la chatura de esa pieza con círculos perfectos, líneas que se ensanchan, grandes nubes de humo, y figuras que desafían la geometría.
Sentado, con los pies sobre el escritorio, tira la cabeza para atrás, y lanza una bocanada de humo en forma de argolla. Y luego otra, y otra. Las tres se van perdiendo en el espacio. Alberto mira el aparato. La llamada lo ha dejado desconcertado. Baja las piernas del escritorio, se saca el lápiz de la oreja y comienza a escribir sobre una nueva y reluciente hoja en blanco.

Aquel verano fue el último que pasé con ella. A pesar de la evidente situación de caos y miedo que reinaba, nosotros tratábamos de ser felices. Las sierras nos permitían soñar con todo eso y más…

Alberto contempla la hoja. Los tres renglones que escribió no difieren demasiado de aquellos que se perdieron en un bollo. Pero hay algo distinto. Muerde el lápiz y piensa. Y así por varios segundos. Mira de vuelta el teléfono. ¿Quién habrá sido? piensa. Se agacha y empieza a buscar uno de los tantos papeles en el piso. Desarma los bollos y lee lo que escribió. Los alisa uno por uno, hasta que encuentra aquel que estaba buscando.

Carla fue para mí algo inesperado, algo que nunca pensé que me podía pasar. La conocí cuando tenía 18 años, y ella 19. Tenía pantalones marrones, camisa celeste y el pelo suelto. Yo, por aquel entonces, ya usaba esos horribles anteojos con marcos negros que mi madre me había comprado por mi evidente miopía. Me quedé mirándola como un perfecto estúpido. Ella pasó caminando al lado mío. Todavía recuerdo el aroma a perfume. Pensé que no se había percatado de mi presencia. Nunca nadie me notaba. Mucho menos las mujeres. Carla se volvió dos pasos y se acercó hacia mí. Yo agaché la cabeza. Con suerte se estaría dirigiendo hacia otra persona y no pasaría vergüenza por haberla desnudado tantas veces con mi impúdica mirada. Pero no. Ella se paró al frente mío y me dijo: “Hola, ¿nos conocemos? Me llamo Carla y vos.” Sentí que mi cara pasaba de blanco pálido a rojo en cuestión de segundos. Por la fuerza de los latidos de mi corazón pensé que me iba a morir.

Alberto se levanta rápidamente de su silla y camina alrededor del escritorio. Prende un nuevo cigarrillo. Tira la etiqueta vacía en el tacho. Se muerde las uñas y se rasca la barba. Las sensaciones que lo invaden lo excitan de tal modo que empieza a mover las piernas. Se seca el sudor de las manos en el pantalón y termina la ardua tarea de comerse la uña del pulgar derecho. Agarra la silla y la acerca al lado del teléfono. Se sienta con el respaldar para adelante y apoya los brazos. El viejo mira el aparato. Lo mira tanto que la vista se le nubla. Piensa. Piensa. Re piensa. Se saca los lentes. Ahora sí todo es nublado. Los años y el poco cuidado con que se ha tratado, han acelerado vejez.
Alberto tiene 59 años. Hay veces que no recuerda su edad, ni su cumpleaños ni nada. Nadie para recordarlo. Nadie para festejarlo. Nadie por quien valga la pena estar vivo. Es por eso que la llamada le ha devuelto algo. No sabe bien qué es, pero es algo. Quizá alguien que se equivocó de número, o a lo mejor era algún idiota ofreciéndome cosas que jamás voy a comprar, piensa. Todas esas ideas deambulan por su cabeza. Pero Alberto está convencido que alguien se quiso comunicar con él. Y por eso no puede dejar de pensar.
Son las ocho y tres. La noche pide permiso y se instala por doce horas. Sigue nublado.
Vuelve a sentarse. Las hojas van perdiendo su blancura.
El tiempo transcurre más rápido de lo normal, de lo que es normal para él. No puede para de pensar ni de escribir.

“¿Qué?”, eso fue todo lo que me salió: un estúpido y nervioso “qué”. Ella me miró con ternura y dijo: “Te pregunté si nos conocíamos, porque me miraste como si quisieras decirme algo; o por lo menos eso me pareció a mí.” Yo no sabía qué carajo decir. Me rasqué la nuca, agaché la cabeza y le dije que no, que no nos conocíamos, pero que me llamaba Alberto. Me preguntó si me podía decir Beto. Yo le contesté que nadie nunca me decía Beto, pero que no me molestaba. Ella sonrió y me dejó con un “nos vemos después, Beto.” Me besó en la mejilla sin previo aviso, y se fue. Yo quedé pasmado. Ese beso me petrificó. Tardé unos segundos en reaccionar. Miré para todos lados para ver si alguien había visto todo eso. Rápidamente recuperé mi habitual anonimato y apuré mi paso para no llegar nuevamente tarde a clases.
Carla Sánchez era una de las mujeres más hermosas de la Facultad de Letras. Cursaba conmigo Introducción a la Literatura y se sentaba en los primeros bancos. Yo, como siempre, ocupaba la última fila, junto a los especimenes con los que se me asociaba: los que no les interesaba un carajo la carrera, los vagos, y los tímidos, como yo, que evitaban cualquier oportunidad de hablar frente al curso.
En los días que siguieron hice todo lo posible por hacerme notar frente a ella. Empecé a ganar lugares en el aula; pasé de la última fila, a la del medio. Leía todo lo que pedían y estudiaba todo el día para que, cuando el profesor preguntara algo, yo levantara la mano y respondiera. Ella se daría vuelta y me reconocería.
Por más que lo intentaba mi cabeza no respondía. Leía y leía, pero mi voluntad de aprendizaje era derrotada por mi timidez, mi poca comprensión de los textos, y por una imagen que atravesaba todo: Carla Sánchez. El recuerdo del beso en la mejilla era excusa para largar los libros e imaginarme en todas las posiciones sobre su cuerpo. Cuando esto pasaba, lo más seguro era que terminaba en una magnífica masturbación. Luego quedaba tendido, sintiéndome patético y desquiciado. Dormirme era lo mejor que me podía pasar.

Alberto se durmió sobre el escritorio, con la lapicera en su mano izquierda y un cigarrillo en otra. Cuando la ceniza le quemó los dedos, gateó hasta la cama y se envolvió en unas frazadas pesadas y viejas.
Durmió ocho horas seguidas. Hacía cuatro años que eso no sucedía. El tipo hacía del insomnio una forma de vida, su forma de vida. Llegó a tener delirios tan intensos que le permitían no dormir por dos días enteros. Finalmente su cuerpo fatigado decía basta, y Alberto quedaba tirado en algún lugar de la casa, cual si fuera un muerto o un borracho, y dormía un día entero.

Tenerla entre mis viejas, desteñidas y vírgenes sábanas era algo que me parecía imposible pero lo soñaba tantas veces, que muchas noches parecía real, y un círculo imperfecto manchaba todo. Las imágenes alcanzaban tanta perfección que, aunque fuera por algunos segundos, yo estaba con ella. Sí, dormido y soñando, pero era algo. Ya me imaginaba su cuerpo. Las caderas que se ensanchaban, logrando una armonía perfecta con el resto de sus partes. Las piernas no muy flacas, sino más bien gorditas. Los pechos parados, adolescentes, hermosos. Podía besar sus labios, recorrer con mi lengua todo el mapa de su figura. Y ella, abierta, esperándome, sin objeciones. Le hundía mi mano en su cabello largo y lacio. La traía contra mí. La besaba, nos besábamos. Mi panza acariciaba su panza. Los dos desnudos, sin nada, sin intermediarios. Lo que éramos, y sólo eso. La agarraba de los glúteos y nos movíamos con el ritmo que marcaban esas respiraciones agitadas. Cerraba los ojos y la escuchaba gemir. Y me encantaba. Sentir los suspiros de placer en el oído, las frases entrecortadas: “cojeme, cogeme, por favor.” Y cogíamos; cogíamos como si no importara más nada en el mundo. Qué importaba el mundo si…

Un hilo de baba caía de la boca de Alberto, recorría la punta de la almohada y descendía hasta la sábana desteñida. Un hilo de semen caía del miembro de Alberto, y se quedaba ahí, apretado por el calzoncillo y el pantalón. El olor era intenso.
Alberto se despertó. Tenía esa cara de desconcertado y de pelotudo que tienen las personas cuando se levantan y todavía no pueden distinguir la realidad. Encima, despertarse para seguir en esa misma realidad. Convenía dormir, escaparse a ese mundo sin formas, sin rostros, sin colores definidos, sin controles propios y ajenos donde todo pasa, donde todo se puede.
Los ojos tardan un poco más en despertarse. Se refriega la cara y decide levantarse. Alberto se sienta en el borde de la cama, apoyando ambas manos sobre el borde del colchón y mira un punto en la pared. La vista se le nublaba. Las lagañas, la vejez, la miopía y las primeras pocas luces de la mañana que entraban en esa habitación, hacían lo suyo. El viejo siguió con esa pose autista por varios minutos. La dejadez, los años y la soledad lo iban achacando. Cada día le era más difícil mover el cuerpo. Lo físico no tenía tanto que ver sino la motivación de saber que no valía la pena ir de un lado para el otro si todo seguiría igual.
Se percató de que había tenido sexo onírico cuando el olor empezó a subir por entre sus pantalones. La depresión de saberse patético lo invadió. Otra vez, otra noche que despertaba solo en esa cama fría y asquerosa; en esa habitación oscura, desordenada, en la que nada pasaba.
Alberto fue al baño con la premisa de orinar y decidir si hoy se bañaría o no. No tenía sentido asearse si nadie notaría la mugre, el olor, la falta de higiene. Tampoco salía demasiado a la calle, tampoco hablaba con nadie. El viejo podía pasar semanas enteras sin ducharse. Entró al baño y se miró al espejo.
El hecho de mirarse, de sentirse, de observar las facciones de su rostro, producía sensaciones muy intensas. Alberto evitaba mirarse al espejo. Cada vez que lo hacía pasaban cientos de imágenes en su cabeza. Su niñez (de la que recordaba cada vez menos, sólo tenía una media docena de fotos instantáneas) Su adolescencia, Carla, los momentos felices, y, luego, el abismo. Todo blanco, o negro. La sombra. Un hueco en su vida. Una etapa en la que no recuerda nada. Dos décadas en las que no tiene recuerdo alguno, o sí, pero esos blancos y esos negros se encargaban de anular todo.
Se sentó en el inodoro. Mientras orinaba se comía la uña del dedo índice con dedicación. El olor que despedía su pene era fuerte. Alberto se miró su miembro; lo agarró con su mano derecha y lo empezó a examinar. Respiró profundamente ese olor y cerró los ojos tratando de imaginar, de recordar qué era tener sexo. Volvió a respirar e hizo una mueca de esfuerzo. Quería sentir algo parecido a la felicidad. Y lo logró.
Las imágenes empezaban a verse con más claridad. Carla Sánchez mirándolo, corriéndole el pelo de la frente y diciéndole cosas hermosas. Todo lo que salía de su boca era hermoso. Los colores, muchos colores. Imaginar la felicidad era imaginar los colores, era ver las cosas con claridad, dejar las sombras por un rato, la opacidad, la falta de luz. “Beto, ¿me amás?” Las sierras, una brisa cálida y agradable, y unos labios húmedos. (Alberto, sentado en el inodoro, con los ojos cerrados, respirando cada vez más fuerte, mordiéndose los labios, haciendo muecas de dolor. Dos lágrimas brotan de su ojo derecho, escapándose, tratando de terminar con esa sequía del alma. Otras gotas se desprenden de su ojo izquierdo, hasta convertirse en casi un llanto) Su lengua masajeando la lengua de Carla. “Te hice una pregunta Beto.” Ahora, sí, el dolor.
Alberto abrió los ojos. Se secó las lágrimas, cual si fuera un chico, con la manga de la camisa. Se recompuso, y se quedó un rato más sentado ahí, tratando de buscarle alguna forma a las manchas de humedad de las paredes. De repente observó un bollo de papel que estaba tirado en el piso, detrás del lavatorio. Hizo un esfuerzo por alcanzarlo sin despegar el culo del inodoro. Se tuvo que arquear bastante. Lo arañó con las uñas y lo agarró. Sintió una pequeña satisfacción. Lo desarmó y lo planchó un poco con las manos y contra sus piernas.

A veces no entiendo ciertos momentos de mi vida. Dependiendo de mis estados de ánimo, llego a arrepentirme de todas y cada una de mis acciones. Otras, las menos, soy benévolo conmigo mismo.
Ya había pasado mi “¿Qué?”, mi cara de nabo, y mis intentos por impresionarla. Finalmente ella volvió a notar mi presencia. Fueron dos semanas y media desde aquel primer saludo hasta este nuevo encuentro. Estaba sentado en un banco de la facultad, un tanto alejado del resto de la gente. Con la cabeza gacha y las piernas cruzadas leía apasionadamente la sección deportiva del diario. Boca había ganado de vuelta y venía invicto. Iban tan sólo seis fechas y el campeonato era largo, pero me permitía entusiasmarme. De repente noté una sombra al frente mío. Alcé mi cabeza lentamente, por partes. Primero vi los zapatos, los tobillos angostos y las piernas ensanchándose hasta la pantorrilla. Apure el reconocimiento, levanté mi cabeza y la vi. El sol me impedía verle el rostro, me encandilaba. Es uno de los momentos más inolvidables de mi vida. Me saqué los lentes y esperé que ella hablara (mi mente estaba anulada) Ella dijo: “¿Beto? Así te llamabas ¿no?” Yo asentí. “¿Te molesto si me siento un rato acá con vos?” Me apresuré con un “sí, sí, por favor” y corrí mi mochila. Ahí estábamos los dos. ¿De qué podría hablar yo con ella? No tuve que pensar demasiado. Esa mujer no paraba de hablar y de sonreír. Movía las manos, gesticulaba. Cuando hablaba yo, ella me miraba y torcía su cabeza para un costado, como quién escucha con cariño y atención. No quería que ese momento terminara. Al final el sol se despidió y se la llevó a Carla también. Yo me quedé ahí unos minutos más y sentí qu…

El teléfono volvió a sonar. Alberto se apresuró a levantarse. Había estado sentado más de veinte minutos en el inodoro y en el momento en que atinó a moverse se tropezó con los pantalones bajos y cayó de boca al piso, pegando primero con el hombro izquierdo en el lavatorio. A esa edad los golpes se sienten el triple. El viejo estaba tirado, dolorido, con las piernas acalambradas, y con la desesperación de querer y no poder. Desnudo, con los pantalones en los tobillos, intentó arrastrarse. La puerta del baño estaba abierta. Desde el piso la entornó toda y siguió gateando como podía. El teléfono seguía sonando. Alberto sentía dolores por todo el cuerpo. A duras penas alcanzó el cable del teléfono y lo tironeó con fuerza. Era en vano, habían colgado.