lunes, diciembre 02, 2013

ella

Te veo,

me pongo la traba
y se me cae todo.


Te veo
y me miedo encima. 

sábado, septiembre 21, 2013

Las cosas de Barrio Las Flores XI

Clásico de barrio: Las Flores - San Lorenzo.

Sábado de primavera. Sábado para cagarse de frío. Sábado de clásico barrial, el Independiente-Racing del sur de la ciudad de Córdoba: Las Flores-San Lorenzo. Una cancha está acá y la otra ahí. Una calle las separa, Belardinelli.
En  la semana el verdulero me dijo que el Taladro no está bien, que no hay equipo. La tabla así lo refleja: estamos al horno. San Lorenzo tampoco anda bien así que el clásico tiene olor a salvar las papas. Compro un asado y preparo mi pequeño ritual. Maxi, mi vecino, me acompaña a la cancha. Tiene pantalones cortos. "Te vas a cagar de frío", le digo. No hay caso.
Unos veinte canas forman parte del operativo policial del partido. Me revisan sin ganas y entramos. No sé si a alguien le cobraron entradas pero nosotros pasamos con las manos en los bolsillos y no le pagamos a nadie.
Nos ubicamos en la tribuna y vemos el partido que están jugando unos niños de unos 11 años. Sorprende que a esa edad ya tienen todos los vicios de los jugadores profesionales: se tiran, fingen dolor, le piden al árbitro justicia, corren a festejar a los alambrados. Al final gana Las Flores, creo.
Finalmente salen los equipos a la cancha. Petardos de todo tipo en ambas tribunas. Nosotros tenemos más gente que San Lorenzo, queda claro.
Los jugadores posan para una foto que nadie nunca verá. El árbitro pita y el partido se inicia con el primero de los mil quinientos pelotazos que habrá en toda la tarde.
La cancha parece dura. Está seca, sin pasto. La pelota pica para cualquier lado. En ese mediocre contexto Las Flores parece estar jugando mejor. Metemos un tiro en el palo y hacemos alguna que otra jugada. Termina el primer tiempo y no pasa nada. En el segundo tiempo empiezan a pasar cosas: San Lorenzo nos mete un gol. Después el árbitro les expulsa a uno por agresión, o eso parece. Las Flores con un jugador más intenta ir para adelante pero sin ideas. Cada tanto alguna la pisa, la lleva, levanta la cabeza y da un pase preciso pero abundan los pelotazos a cualquier lado, sin mirar. En una contra nos expulsan el arquero por una clara falta y entra el arquerito suplente con la 17 en la espalda. Es un desastre el pibe, da rebotes en todas sus intervenciones.
El partido empieza a calentarse, más por costumbre que por el partido porque no hay jugadas fuertes o polémicas que prendan la mecha. Tiramos una docena más de pelotazos pero no conseguimos generar nada. Ellos cantan. Nos vamos yendo mientras el árbitro pita el final del partido. Antes de salir vemos a un suplente de San Lorenzo en el piso, agarrándose la cara. Se arma una mini refriega que parece no pasar a mayores.
El clásico termina y algunos vecinos van a estar más contentos que otros.
Algunos arrancarán la primavera con una sonrisa, y nosotros seguiremos unos días más en el invierno.

miércoles, abril 24, 2013

Las cosas de Barrio Las Flores X

Los Lentos



Gran almacén, tipo ramos generales, ubicado en la siempre inundable esquina de Luis María Drago y Concejal Felipe Belardinelli. Un poquito de agua, un gallo, un estornudo con moco y el semáforo deja de andar. Todo parece dejar de andar sobre Belardinelli. Los Lentos siempre funciona, a su modo, a su velocidad pero siempre ahí, con su gente.

La atención al público es una mezcla de ritmo de pueblo santiagueño, burocracia estatal, inutilidad femenina, machismo de medio oriente, lentitud ante todas las cosas y algo de me chupa un huevo que la cola de gente se haga larga hasta dar vuelta a la manzana, no pienso apurar nada. Uno puede estar ahí, muy cerca de ser atendido, con tan sólo una persona adelante y puede pasar que dame medio kilo de Dogui, un pedacito de dulce de batata, cobrame la cabina, cárgame quince pesos en la tarjeta, una etiqueta de puchos, dos tiras de pan, un paquete de yerba, un sachet de crema de enjuague, seis cajones de cerveza, dos cajas de hamburguesas, un cuarto de queso cremoso, doscientos de paleta, doscientos de salame milán y ¿te dije Dogui? Mejor cambiame por Tiernitos. Se siente como un gol en contra en el último segundo.

El staff de Los Lentos está compuesto por tres señoras de entre 45 y 60 años. La verdad que se parecen entre ellas y que una foto diría lo mismo hoy que hace 20 años. También está el dueño. El tipo se sienta, cruza los brazos como jeque árabe, como sheriff de película, director técnico o capataz de estancia, y no hace nada. Trescientas personas esperando ser atendidas y nada. Maneja la plata, algunos proveedores, charla con los gitanos, habla por teléfono, pero ensuciarse las manos con billetes arrugados… para eso están sus mujeres.
En Los Lentos te podés poner de novio, pelearte y divorciarte. Podés tomar una cerveza en la dulce espera, podés emborracharte y recuperarte. Los bondis pasan llenos hasta tener turno a cargar la tarjeta. El sol sale, mete el pecho, se apichona y se va a dormir. La manteca se derrite, el fernet se calienta, el asado se enfría y las cosas se pudren. El tiempo va a otro tiempo. Los mosaicos guardan las marcas de las anteriores pisadas. En las paredes se leen los testimonios de todos aquellos que hicieron cola y murieron allí. Como una cinta de moebius estamos todos ahí, esperando, siguiendo la discusión que tienen las únicas dos que atienden con una vieja clienta: acá está anotado que debés treintaisiete con veinte; no, no sé, eso yo no lo compré, lo que yo debo son los ciento veinte de la vez pasada; ¿y estos treintaisiete con veinte?; no, no sé; esperá que lo llamo a Miguel (…) Miguel, sí, acá está Elsa, dice que ella no compró nada por esos treintaisiete con veinte que tiene anotados (…) (…) perá que le pregunto: dice si eso no lo sacó tu mamá; no, mi mamá no, no; dice que no, Miguel (…) bueno, dale, no te hagas drama que ya vemos. Y la fila se hace como un caracol, como el gusanito de los celulares viejos, como una tira de chinchulines o una prolongación de cable mal enrollada. Y sacamos partido. Y nos miramos todos a la cara y nos decimos sin decirnos apurate vieja culiada; yo me tomaría un porrón; yo pago los treintaisiete con veinte pero por favor muevan el culo; me esperan en casa con la cena lista; dejé la pava prendida; mi hermano se va a preocupar; dios, mirá la hora que se ha hecho, y cosas así.

En Los Lentos pasa que te toca tu turno y uno hace un paso hacia adelante con cara de satisfacción, de superación, como cuando llaman tu turno en el médico y sabés que hay alguno mirándote con envidia, pensando yo llegué primero y lo llaman a él primero. Con aire triunfador ponés los billetes sobre el mostrador y pedís la promo, la que junta un fernet grande con una coca de dos litros. Y la promo es tan buena y tan barata que terminás yendo siempre ahí, adonde te jurás que no vas a volver, porque uno quiere envejecer afuera y no adentro, ver las hojitas del otoño del barrio, agarrar el bondi, enamorarte, vivirla y divorciarte o llegar hasta que la muerte nos separe, todo, todo eso pero afuera. Pero la vida de estas fronteras que nos amontonan está llena de peros y viene el día en que el amigo te visita, la chica te mira con ojitos, falta poco para el partido o porque sí. Y, armado de coraje, te metés de lleno en un contradictorio y hermoso ‘pero’… y vas.

jueves, abril 11, 2013

El desastre de HiIlsborough

Esta nota fue escrita hace un montonazo. Allá en enero del 2011. Probablemente hoy la escribiría distinto. En aquel entonces la trabajé como si fuera para publicarse en el diario en el que trabajaba... pero internamente sabiendo que jamás la publicarían por su extensión. Por eso mismo, nunca fue revisada ni corregida. Así que va así como está... lo que habla muy mal de mí...

El desastre de Hillsborough






El 15 de abril de 1989 se produjo una de las tragedias más grandes del fútbol: 96 personas perdieron su vida en un estadio. Liverpool y NottinghamForest disputaban la semifinal de la FA Cup en Hillsborough, el estadio del Sheffield. Nada fue igual en el fútbol inglés después de ese suceso. Las imágenes son impactantes, los números también: 96 muertos y 766 heridos, todos hinchas del Liverpool.
El fútbol inglés era sinónimo de pasión popular. La forma en la que la gente acudía masivamente  a los estadios y cómo se comportaba, salvando ciertas distancias, era similar a las formas argentinas. No extraña, ya que fueron los mismos ingleses los que introdujeron el fútbol a estas pampas. Igual, es necesario repetir y remarcar: había rasgos similares pero para nada idénticos entre el fútbol argentino y el inglés. Las aproximaciones las utilizo para dar un acercamiento al fenómeno, para contextualizarlo históricamente y para que sirva de marco para entender cómo se llegó a la Tragedia de Hillsborough.
En los finales de los años setentas y durante todos los ochentas, la violencia en las tribunas era una constante en la liga inglesa. El fútbol era vivido muy intensamente. Inglaterra atravesaba una dura crisis interna que arrastraba a miles hacia el desempleo. En los ’80 el futbol funcionaba como un escape a la cruda realidad y eso provocaba arranques de felicidad y de violencia. Los “holligans” es el nombre  con el que se rotulaba a los que provocaban peleas, desmanes y un largo etc, dentro y fuera de los estadios. El crecimiento de la violencia en Inglaterra era real. La situación era, a primera vista, por un lado, tolerada, y por otro lado, inmanejable. Las masas acudían a las viejas y tradicionales canchas, se ubicaban, al igual que acá, detrás del arco y parados.
Por un lado, una sociedad deprimida y cargada de odio en la que el fútbol sirvió para descargar frustraciones. Por el otro, una infraestructura obsoleta. El fin de una época tuvo fecha: 15 de abril de 1989.
Los equipos ingleses pugnaban  una sanción de 5 años determinada por la UEFA, luego  de los incidentes protagonizados en Heysel, Bélgica, durante la final de la Copa de Europa entre Juventus  de Italia y, precisamente, el Liverpool, el 29 de mayo de 1985. Algunas de las causas fueron las mismas: una pésima organización, inoperancia policial y, esta vez, responsabilidad de los hinchas rojos. Empezaron las corridas en una de las tribunas y la gente empezó a correr desesperada provocando estampidas y amontonamiento.  En resumen: 39 personas murieron aplastadas, asfixiadas contra las rejas. Se había  prendido una alarma que nadie supo interpretar.


El partido estaba pautado para las 15hs. Era un día de sol, ideal para una jornada de fútbol. Al estar todavía vigente la sanción, la FA Cup tomaba mucha importancia en el ámbito local. Más de 10.000 hinchas del Liverpool se acercaron al estadio para ver ese partido. Faltaban pocos minutos para el comienzo del encuentro  y las tribunas ya estaban llenas. Afuera del estadio todavía había miles de personas esperando por ingresar y la situación era caótica. Habían muy pocos policías y la masa era incontrolable. Cuando el árbitro pitó el inicio del partido, la tragedia comenzaba a consumarse. La policía decidió abrir uno de los portones de acceso a la tribuna que ya estaba colmada de gente. Miles de personas corrieron hacia el túnel, pero no había luz después de la oscuridad. La situación en la tribuna era visiblemente caótica y desesperante. La gente que estaba contra las rejas no podía respirar, se escuchaban los gritos del público pidiendo ayuda, algunos se trepaban hacia la tribuna superior para escapar del apretamiento. Las imágenes de la transmisión televisiva son impactantes. La gente empezó a trepar los alambrados para saltar al terreno de juego y el partido seguía jugándose. Al minuto 6 un policía entró corriendo al campo y le pidió al árbitro que parase el partido. La confusión era total.
Cientos de hinchas ayudaban a sacar a la gente de la tribuna, a escalar las rejas que separan el campo de juego de las gradas. Había tan sólo una pequeña puerta de acceso por la que los desesperados hinchas querían escapar. A esta altura todo era un caos. Iba a ser un partido de fútbol, terminó en masacre.

Las causas

Uno de los primeros errores fue el de asignarle la tribuna con más capacidad (21.000 espectadores) a NottinghamForest y a Liverpool la más pequeña (14.600) siendo que el Liverpool es una  institución con muchos más seguidores y esa tarde se esperaba una multitud. Dos trenes que venían cargados de hinchas rojos se retrasaron lo que provocó que una masa de personas llegase sobre la hora y se acumulara en las pequeñas puertas de acceso al estadio. Ya dijimos que había poco personal policial y algunos novatos, sin experiencia en manejo de multitudes. Se calcula que había 5000 personas tratando de ingresar al estadio y que la policía, para descomprimir, abrió uno de los portones de acceso, el que no debió abrir nunca. Los hinchas corrieron hacia la peor de sus suertes.



Miles ingresaron por el túnel  empujando para poder entrar a una tribuna ya colmada, lo que provocó que la gente que ya estaba allí empezara a aplastarse contra las rejas. La gente que trataba de ingresar no sabía de la situación y seguía empujando. Muchos murieron parados, apretados contra otras personas.
La policía falló en la comunicación y mostró una inoperancia alarmante, siendo esta quizás, la mayor de las causas del desastre. Ni los oficiales que estaban afuera, ni los que estaban adentro del campo, sabían qué hacer. Cuando  el partido se detuvo, era la misma gente, los mismos hinchas los que arrancaban los carteles de publicidad, con el fin de utilizarlos como camillas para transportar a los muertos y heridos. En el césped empezaban a apilarse los cuerpos. En el gimnasio del club se armó una morgue improvisada donde los desesperados hinchas iban a ver  si sus  familiares y amigos estaban allí.
Afuera del estadio había 40 ambulancias de las cuales ingresaron muy pocas al terreno. Algunos todavía creían que había sido una pelea entre holligans lo que había ocasionado todo el desastre y frenaron el ingreso de los coches. Mientras todos corrían desesperados buscando ayuda, un grueso grupo de policías se limitaba a estar parados en la mitad de la cancha formando un cordón para separar un posible enfrentamiento con los hinchas del NottinghamForest.
La gente le hablaba a las cámaras de televisión: “nos abrieron el portón y nos dejaron pasar”. “Hay por lo menos 50 personas muertas ahí (en la tribuna)”. “Ustedes son nuestros ojos y nuestra voz, esto es un desastre”.

El día después

Rápidamente, la Asociación de Fútbol de Inglaterra reprogramó el partido para la semana siguiente en el estadio del Manchester United. Impactó mucho en la opinión pública la frialdad de la Federación al programar el partido tan sólo 7 días después del desastre. Finalmente se jugó un par de semanas después, en Old Trafford, y ganó el Liverpool 3 a 1, y finalmente se coronaría campeón al vencer al Everton por 3 a 2. Pero el título estaría manchado de sangre para siempre.
Las autoridades policiales se despegaron de las responsabilidades desde el primer momento. Las primeras investigaciones se centraron en el comportamiento de los hinchas, en la cantidad de alcohol que habían ingerido, en la posibilidad de que hubieran muchas personas sin entradas, en la agresividad del público, etc. Se trató de llevar el ojo hacia la misma gente, desligando a los encargados de mantener el orden. La versión oficial indicó que las muertes habían sido “accidentales”. Nadie fue procesado por la tragedia.
Algunos periódicos, como “TheSun”, hicieron eco de la versión oficial y sacaron una tapa muy controversial, con un título gigante que decía: “La Verdad. Algunos hinchas revisaban los bolsillos de las víctimas. Algunos hinchas meaban a los policías. Algunos hinchas le pegaban a los oficiales”. El diario, propiedad del magnate Rupert Murdoch, citaba como fuente a un anónimo policía. Los interiores no eran menos escandalosos, haciendo correr versiones de que los hinchas golpeaban a los médicos que intentaban dar los primeros auxilios a las víctimas. Una muestra de amarillismo asqueroso por parte de uno de los diarios más importantes de Inglaterra. Las imágenes televisivas demuestran totalmente lo contrario, ya que eran los propios hinchas quienes auxiliaban a los heridos ante la pasividad policial.
Un centenar de heridos aun permanecían en los hospitales locales y los Príncipes de Gales, Carlos y Diana (Lady Di) visitaron y saludaron uno por uno a los convalecientes. El plantel del Liverpool hizo lo propio, llevando camisetas y souvenires .En todo el país se organizaron colectas para ayudar a los familiares de las víctimas de la Tragedia de Hillsborough. La gente ocupaba el lugar que debería haber ocupado la mano del Estado.



En total murieron 94 personas aquel 15 de abril. Cuatro días después, en el hospital de Sheffield, murió Lee Nicol, de 14 años de edad. La última víctima murió en marzo de 1993: Tony Bland perdió su vida luego de estar 4 años en coma. Así se completa el fatídico 96. Es imposible calcular la cantidad de muertes posteriores o de personas que perdieron la vida a pesar de seguir viviendo luego de la horrorosa tragedia.
De los 96 fallecidos, 79 eran menores de 30 años. Entre ellos se encontraba Jon-Paul Gilhooley, de 10 años de edad, la víctima más joven de aquella tarde. Jon era primo de Steven Gerrard, actual capitán y emblema del Liverpool y de la selección inglesa.

Las consecuencias

Luego de la Tragedia, el gobierno de Margaret Tatcher inició una investigación  para saber qué pasó aquella tarde en Hillsborough. El Juez Taylor fue el encargado de la misma, además de mandar un paquete de medidas que cambiarían el fútbol inglés para siempre.
Lo que hoy vemos por televisión no es lo que siempre fue. El “Reporte Taylor” introdujo una serie de reformas: se eliminaron las vallas de contención. Empezarían a implementar una tarjeta identificatoria  para cada espectador para controlar a la gente asistente a los estadios (esto finalmente fue de difícil aplicación). Se eliminaron las ubicaciones de pie, y se colocaron butacas en todo los estadios. De esta manera se evitaron nuevos hechos como el de Hillsborough. Pero eso no fue todo.
Después de la Tragedia el fútbol comenzó a cambiar en Inglaterra. Los clubes aplicaron las medidas del Reporte Taylor. Pero no fueron los únicos cambios. En los ’90 la Liga Inglesa permitió el ingreso de capitales extranjeros. Subieron los precios de las entradas considerablemente. De esta manera, las clases obreras, las capas bajas de la sociedad no podían asistir  a los partidos. Hubo un corte en la tradición futbolística. El fútbol pasó a ser cosa de ricos y se perdió totalmente el espíritu histórico del deporte en ese país, el corte fue abrupto. El dinero de la televisión fue bien recibido por las instituciones y éstas aplicaron sin miramientos las recetas sugeridas: la Liga debía ser un producto “limpio y correcto” para vender al resto del mundo. Y era exactamente eso: el mundo estaba cambiando, y la exclusión se producía en todos los ámbitos.




El mercado se abrió y muchísimos jugadores de las más variadas nacionalidades llegaron a la Liga inglesa. Años más tarde, la situación empeoraría: más de la mitad de los clubes de primera división son propiedad de magnates extranjeros. ¿Cuál es el problema? Cuando un club se convierte en propiedad de una persona, el fin último es la rentabilidad y, como toda empresa, si las cosas no van bien, el buque  se llena y parte, y la gente queda huérfana de historia.
Liverpool recuerda a los 96 fallecidos con una emotiva canción llamada “You’llneverwalkalone” (nunca caminaran solos), grabada originalmente para el musical “Carrusel”, de 1945, pero elevada como bandera de recuerdo por los simpatizantes rojos: “Cuando camines a través de la tormenta, mantén la cabeza alta, y no temas por la oscuridad; al final de la tormenta encontrarás la luz del sol, y la dulce y plateada canción de una alondra. Sigue a través del viento, sigue a través de la lluvia, aunque tus sueños se rompan en pedazos. Camina, camina, con esperanza en tu corazón, y nunca caminarás solo, nunca caminarás solo”.
En el 2009 se cumplieron 20 años de la Tragedia. El minuto de silencio, el completo minuto de silencio de una multitud, fue emocionante. En aquel plantel del Liverpool estaba el argentino Javier Mascherano. Muchos documentales se transmitieron aquel día y los pedidos de justicia por parte de los familiares y amigos de las víctimas se hicieron más fuertes. Ellos siguen pidiendo justicia. En 2011, la Cámara de los Comunes autorizó la desclasificación de más de 40.000 documentos relacionados con la tragedia.
La muerte, como tantas otras veces, funcionó como bisagra de la historia. Nada fue igual después de Hillsborough, para bien y para mal. Pero siempre es importante preguntar, dudar, investigar, aprender y saber qué pasó en determinadas ocasiones. El fútbol lloró, y hoy se lamenta. Pensemos eso.
Hasta la próxima. Un abrazo. 

martes, enero 01, 2013

Peleas callejeras

Hay una etapa de la vida, esa que va, imprecisa, entre lo que se denomina niñez y lo que se denomina adolescencia, en la que la admiración hacia pequeñísimas cosas es fuerte e incuestionable. Creo que es la misma ingenuidad y felicidad cotidiana lo que convierte a cada sensación en única e incontaminada. Hay pocos peros, todo es así como se lo ve, lisa y llanamente. Así se ama, por ejemplo, a una compañera del Primario, esa que se sienta un par de bancos adelante. Se la ama en silencio, en las bromas, en una tirada de pelos, jugando a la escondida, en los recreos, antes de dormir y en las americanas donde jamás la voy a sacar a bailar, primero por cobarde, segundo porque asumo que no aceptará y tercero porque sí.

Parte de la magia de ser niños o de no ser adultos, tiene que ver con ese amor hacia mucho de lo que rodea. No se piensan segundas intenciones, no se le atribuye al mundo esa cuota de mala leche, desconfianza, dudas, tristezas proyectadas: amo a esa niña de guardapolvos, a mi pelota de fútbol, a las chozas en el cañaveral, a las medialunas con dulce de leche y a la pizza sin anchoas. Casi todo va en el mismo nivel.

Estamos en lo de Hugo. Dos tipos se miden. Un rubio bien rubio y un negro bien negro, tienen los puños en alto, la defensa preparada. Parecen estar dando saltitos, juntando bronca para reventarse a piñas. Es una pelea callejera. La gente al fondo también da saltitos y espera los primeros golpes. La ciudad, los edificios al fondo. El rubio le cruza un derechazo a la mandíbula del negro, que cae y desaparece del cuadro. En el medio de la imagen una leyenda titila pidiendo “insert coin”. En Estados Unidos, en todos los niveles, siempre ganan los rubios.
El Laucha se hace desear. Tiene un cigarrillo en la oreja, como lápiz de carpintero. Somos tres o cuatro pibes los que esperamos verlo jugar. ¿Están listos?, nos pregunta, pedagógico, canchero, agrandado. Dale, Laucha, dale. A que no lo finalizás con Dalshim, se escucha desde atrás. Un desafío, un difícil desafío para casi todos, pero para el Laucha nada era imposible. Manejaba las palancas y los botones mejor que todos. La semana pasada lo di vuelta con Dalshim, si vos lo viste, retrucó el Laucha. Elegí otro, pidió. Comenzamos una mini discusión para desafiarlo a que llegue hasta la final con victoria incluida con el jugador más choto del Street Fighter. Descartamos a Honda, porque, si bien era un jugador lento, con el truquito de la mano moviéndose rápido podía vencer a muchos. Zangief, que tenía una agarradita interesante, y el mencionado Dalshim, quedaron en el camino y le tiramos el mayor reto de todos: terminar el juego con Balrog, un boxeador yanqui que no tenía ningún golpe, ningún truquito que lo hiciera fuerte en el juego. - ¡¿Balrog?! Pfff… me he hartado de terminarlo con Balrog. Preparensé, pendejos –dijo el Laucha y puso la ficha.

Los ojos nos brillaban. Verlo al Laucha derrotar uno tras otros a los rivales con un jugador tan malo como Balrog era digno de admiración. Así era. Cuando él jugaba se armaba un remolino de pibes y no tan pibes alrededor de la máquina. Nadie le ganaba al Laucha.
Primero viajó a Brasil, a enfrentarse con Blanka. Nos daba un poco de envidia que Brasil apareciera en el juego y nosotros no, aunque fuera en forma de monstruo y no de humano. Luego fue a China, donde Chun Li lo esperaba con esas piernas hermosas, obsesión de la pendejada. Viaje corto a Japón para pasar por arriba al mala onda de Ryu. Luego, le tocó ir a la madre patria, Estados Unidos, para derrotar con facilidad al Marine Guille, y al fachero Ken. La Unión Soviética, India y Japón vieron las victorias contra Zangief, Dalshim y Honda. Además destruyó el auto en pocos segundos, a puñetazo limpio, como así también los barriles. A todos los rivales los venció con increíble facilidad. Tuvo suerte de que le tocara Blanka en la primera pelea. Cuando el monstruo brasilero tocaba cerca del final la complejidad aumentaba. Luego vinieron los luchadores finales: el propio Balrog, el gallego Vega, el tailandés Sagat y el insoportable Bison, que volaba de un lado para el otro y tenía un golpe de barredora difícil de esquivar.

Finalmente, en poco menos de media hora, el Laucha se daba vuelta, orgulloso y sonriente por la victoria definitiva:
 - Vamos, pendejos, a ponerla –nos dijo, burlista. Y todos tuvimos que sacar las monedas para pagarle la Coca. Ese había sido el trato, la apuesta. De algún modo el Laucha se aprovechaba de nosotros pero no había dudas de una cosa: lo admirábamos. Jugar bien a los videojuegos otorgaba una especie de estima colectiva que era muy importante, como ser bueno en el fútbol, o jugando a la escondida. El Laucha era para todo el piberío un grande, un héroe, un ganador nato. Creo que se llamaba Daniel, pero nadie lo llamaba por su nombre y el apodo lo tenía casi adherido: el pelo negro, largo y desparejo, los dientes un poco salidos y unas orejas gigantes. Una cara de Laucha que volteaba. A veces usaba una gorra.

Nuestro bunker de videos quedaba a unas 10 cuadras de mi casa, en el barrio de al lado. Se llamaba simplemente “lo de Hugo”. Era un garaje gigante, con unas 15 máquinas. Ahí estaban todos: Capitán Comando, SnowBros, Tumblepop, Pacman, Final Fight, Cadillac Dinosaurios, Los Simpsons, Mortal Kombat, Sunset Riders y varios más. A veces traía algún flipper, pero lo que más había eran máquinas de videítos.

El mundo de los garajes de videos era netamente masculino y a las vecinas les encantaba pensar que era un mundo donde reinaba la droga y quién sabe cuántas cosas más. Éramos muchísimo más boludos de lo que las viejas imaginaban y casi no iban mujeres a jugar. En esa época todavía los chicos podían ser chicos mucho tiempo. Eso permitía compartir actividades y momentos. Así, estábamos codo a codo uno de diecisiete años con uno de nueve.

Como al Laucha no le ganaba nadie y contra la máquina no perdía nunca, había que esperar un montón para jugar. Para entrar en la máquina había dos formas. Una era esperar, preguntar cuántas fichas le quedaba al pibe que la estaba ocupando y hacer fila, aguantar que el otro perdiera rápido, ya. La otra forma era más emocionante. ¿Me puedo meter?, preguntaba el que quería iniciar un desafío. Si el que estaba jugando aceptaba, se iniciaba un duelo. Entonces a veces se armaban lindas peleas fuera del establecimiento. Bastaba con que alguno perdiera un desafío, el otro se burlara y terminaran a las piñas de en serio en la calle. Entonces el Hugo, que era odiado por los padres de todos los niños del barrio por ser el dueño de ese paraíso, salía, pegaba dos gritos y mandaba a todos a las casas. “Después me caen los padres y me culpan a mí”, decía, indignado.

La rentabilidad del dinero infantil era inigualable: cinco o seis fichas por un peso, dependiendo la ocasión. Eso costaban. Recuerdo robarle de a diez pesos a mi viejo y tener para varios días de diversión. Con Tomás cruzábamos el barrio, la iglesia, el descampado, el cañaveral, la plaza del pozo y entrábamos a la zona de magnetismo. Allá a lo lejos, se empezaban a escuchar todos esos sonidos, las musiquitas, los ruiditos característicos de cada juego. Y como los niños que éramos empezábamos a correr, no lo podíamos evitar, corríamos esos 200 metros finales como boludos, como poseídos.

Los noventas recién empezaban y rápidamente nos acostumbramos a ese mundo que se nos venía encima. La época de los videos, de los juguetes nuevos, de la televisión por cable, de las importaciones entrando al país sin límites.

Con el correr de los años empezaron a desaparecer los garajes, los antros de máquinas. En la primera mitad de los noventas poner una salita de videos era un negocio rápido y rentable, y sin necesidad de mayor infraestructura más que un par de enchufes. Algunos ponían una verdulería, otros un kiosco y otros un par de máquinas de videojuegos.

Los controles crecieron y sólo sobrevivieron las grandes salas céntricas. También fue avanzando la tecnología y las consolas pequeñas para las casas. Es curioso notar que todos los progresos de la tecnología buscan el disfrute puertas adentro, y en soledad. Si bien los videojuegos no eran de los pasatiempos más sanos, constructivos o educadores, de algún modo te empujaban a la calle, a trasladarte hacia algo, a recorrer una distancia y a estar con otros, con iguales. Los años te van empujando las costumbres, hasta que se caen y desaparecen. Y vienen otras y luego otras, lo mismo con la gente.

Así, se fueron los garajes, las caras frecuentadas, las corridas desesperadas con Tomás, el barrio sin límites, Hugo, el Street Fighter y el Laucha. A mis diez años hubiera jurado que el Laucha, un ganador de aquellos días, tendría el futuro asegurado: jugaba bien al Street Fighter, el resto de la vida era accesorio.

A veces camino por el centro y las agujas me dan un sándwich de algunos minutos. Saco unos pesos del bolsillo y compro un par de fichas. Los juegos que jugaba ya no existen. Los chicos son otros; bailan sobre una tabla iluminada, corren carreras de rally, se baten a duelo en otros jueguitos de peleas. Ubico algo conocido, algo que me lleve un ratito a la admiración ingenua, al amor por la compañera de primaria. El flipper de los Locos Adams. Pongo una ficha y pierdo rápidamente. Yo era bueno en este juego, la puta madre. Tozudo, coloco otra más y otra más hasta que algo me salga. A la tercera ficha me empiezan a salir algunas cosas, me emociono, avanzo, gano, sonrío. En una de esas me sale una buenísima y pego un grito de felicidad. Jackpot. Miro a los costados, busco a un montón de pibes que deberían estar rodeándome, felicitándome por mi partida. No hay nadie.

Finalmente, pierdo. Dejo de invertir mis billetes, agarro la mochila y me voy. Al salir saludo al cajero con un cabeceo. El tipo me saluda pero ni siquiera levanta la vista de la pantalla de Facebook. Tiene un cigarrillo en la oreja, el pelo largo y desprolijo y unas orejas llamativamente grandes.