domingo, mayo 31, 2009

El partido, 22 escalones arriba

Hace unos años, me recuerdo sentado en una tribuna semivacía cortando papeles, esperando que el tiempo fluya y que el partido comience. Mi amigo Germán me acompañaba aquella noche y entre charla y charla me sintetizó mucho de lo que yo sentía: “el fútbol se analiza desde el costado de la cancha y se siente desde atrás del arco”. Algo de eso sentirán los que se paran, partido a partido, en las populares del país.
La crónica dura dirá que Belgrano jugó mal, otra vez. Que volvió a ganar con mucha “fortuna”, otra vez. Que el equipo no estuvo a la altura de las circunstancias, otra vez. Que jugando así va a ser muy difícil que pueda pelear por el ascenso, otra vez más.
No hay mentiras en ninguna de esas afirmaciones. El hincha no necesita leer el diario, escucharlo a Brizuela o mirar Deportes en Marcha para darse cuenta que este Belgrano no es el mejor. Las preguntas que quedan flotando son, entonces: ¿por qué está tercero? ¿Cómo hizo para ganar tantos partidos? ¿Por qué tenemos 60 puntos y 17 equipos por debajo? ¿Cómo hicimos para ganarle a Rafaela?
El jueves por la noche pasaron cosas dignas de otras épocas: después de mucho tiempo Belgrano dio vuelta un partido y jugando de local, de cara a la gente. Con un poco de memoria uno puede identificar una triste coherencia de juego de los últimos procesos, sin importar el nombre del técnico sentado en el banco. Planteos amarretes, defensivos, irrespetuosos de una historia que pide otra cosa. Hace años que los equipos juegan poco y nada, que los jugadores arrastran las piernas por el piso, que la pelota vuela por los aires y nadie se anima a pararla, levantar la cabeza y jugar. Jugar. El verbo parece pertenecer a otra época. Por eso, en medio de toda esta continuidad de mediocridad, el hecho de que Belgrano haya dado vuelta un partido, hizo estallar el corazón de todos los hinchas.
Después de las patéticas derrotas contra Platense y Almagro, había que ganarle a Atlético Rafaela sí o sí; por esa cosa de los trenes perdidos, los barcos que zarpan, las oportunidades perdidas y la historia que no queríamos repetir de quedarnos siempre a mitad de camino.
Íbamos perdiendo con todo éxito, nos tocaban la pelota en nuestra propia cancha, no generábamos nada en el arco contrario y los visitantes amenazaban con golearnos en cada contra. Pero algo raro pasó. Pateamos un corner, cabeceó Novaretti (a mi entender el mejor jugador de Belgrano, el más regular y con más corazón), la empujó Berza para el empate y gracias a dios que dos cabezazos en el área es gol. El punto, ante la inminente derrota, servía para calmar un poco las tristezas. La gente jugó su partido y aunque la frase suene trillada y sacada de algún cassette, todos los que fueron al estadio “Julio César Villagra” (más conocido como Gigante de Alberdi) sintieron que sus gargantas ayudaron a torcer el resultado.
Porque cuando el partido se moría, Soriano peleó una pelota dividida, la tocó para adelante y sorprendentemente le quedó al pibe Vázquez, con cancha para correr y toda la defensa de Rafaela mal parada. Avanzó y definió a la derecha del arquero. Gol. Gol. Gol. Gol. Gol. Y gol. Fueron casi sesenta segundos de un grito de gol, gol y gol. Fue un desahogo. Fue fiesta. Fue verdad. Fue respetar el canto del hincha: “sé que con esta hinchada no nos queda otra que salir campeón. Y que los jugadores jueguen en la cancha como aliento yo, con el corazón”. Fueron tres puntos. Fue sentir que éramos lo que siempre fuimos, aunque fuera por un ratito nomás.

p.d: estas mismas palabras, aca.

lunes, mayo 25, 2009

Capítulo dos

(Des)Infecciones


El gordo alejaba un poco la hoja, como pintor concentrado, para ver mejor la agenda del día. Hacía años que necesitaba lentes pero por pereza y terquedad nunca iba al oculista. Así manejaba, así trabajaba, veía tele, silbaba a las mujeres en la calle y elegía la peor verdura.
Primera parada: nueve y cuarto. Lo del viejo Omar. Quería lo de siempre, el veneno para las hormigas y, obviamente, por precaución, fumigar los alrededores para matar a ese bendito mosquito portador de dengue.
Revisó todo el equipo, cargó todo en el baúl del R18 y lo cerró con un alambre. Desde la puerta del local Manuel contemplaba todo concentradísimo en el chicle que estaba comiendo. Miraba para cualquier lado, a las hojas de los árboles, el agua servida que corría por la calle.
- ¡Eu, Manuel! –llamó el gordo.
- ¿Ah?
- Vuelvo tipo diez y media ¿me entendiste?
- ...
- Teneme listo los tres bidones azules, la mochila y el rociador grande, y no te olvides de… ¡Mirame cuando te hablo por favor que después hacés todo mal! No te olvides de agitar un poco la botella con la pócima –así le llamaba a los venenos caseros.
- Sí, sí –respondió Manuel mirando hacia donde estaba el gordo, pero sin mirarlo.
“Pendejo boludo”, pensó en voz baja Claudio y se subió al auto. Cerró con un portazo y se acomodó en el desvencijado asiento. Arrancó, el motor y Trula. “Se quemó ya nuestro amor, se quemó nuestra ilusión, buscamos tanto el fuego que nos quemamos”.
- ¡Temazo! –gritó el gordo agitando la cabeza y golpeando el volante.

En el camino le tocó bocina a casi todas las minas con las que se cruzó, saludó a los de la gomería de la esquina, paró a comprar una pritty y se comió un par de puteadas porque no le andaba el guiño izquierdo. Llegó casi puntual.
El viejo ya lo estaba esperando afuera. Sentado en el banco del jardín, tomando mate, sonriendo a la nada. Claudio estacionó al frente, regalándole al ambiente el placer de no escuchar por un rato el ruido insoportable del motor del R18. Mientras bajaba las cosas del baúl charlaba a los gritos con Omar.
- Ta lindo el día ¿eh? –decía mirando al cielo-
El viejo, mirando al cielo también, asintió.
- Si todo sigue como está esta noche podría estar muy linda para pescar. Ayer le faltaba un poco a la luna, pero hoy…, hoy va a estar especial.
- ¿Hace mucho que no pesca Don Omar? –preguntó el gordo cerrando el baúl.
- Años –respondió con un gesto entre triste y resignado- Che, llegaste casi puntual –exclamó mirando el reloj.
- Gajes del oficio, Don, gajes del oficio.
Omar le abrió la puertita de reja del jardín, de esas que dan a la altura de la rodilla. El gordo ya conocía la rutina, se desplazaba con total confianza por el lugar. Caminaron juntos para el fondo, por el pasillo de la derecha de la casa. Don Omar le mostraba las plantas y el viejo nogal que ya no daba más.
- No lo quiero tirar abajo, Claudio –decía con una tristeza profunda.
- Tranquilo, Don, que ahora vemo’ qué le ponemo’. Este es un árbol bueno, tiene como para diez años más.
Claudio le aplicó la dosis con el rociador mientras el viejo miraba.
Don Omar había hecho de su jardín su vida. Había empezado una vez que lo jubilaron pero la cosa se puso más seria, intensa y única cuando murió su esposa. Los nietos intentaron regalarle un perro, pero el viejo estaba convencido de que ya no valía la pena encariñarse con la vida, que seguramente ese animal se moriría antes que él, que ya no estaba para seguir enterrando felicidades. Entonces se dedicó de lleno a las plantas, sabiendo que allí no habría tanto peligro de muerte.
Intercambiaron, nuevamente, rutinarias charlas sobre el clima, la pesca, el fútbol y sobre el escándalo de la semana pasada cuando cayó la policía a lo del Jorge: “Parece que se le fue la mano fajándola a la mujer”, confió con seguridad Omar. Todos los vecinos sabían que cuando el Jorge tomaba, generalmente se las agarraba con la pobre Estela.
- Cada familia es un loquero, Omar.
- Y sí…
El gordo le hizo el servicio de siempre: curar los tres árboles, el nogal, el ciruelo y el pino de enfrente; mantener sin bichos y hongos las flores; matar a las hormigas, cucarachas y alguno que otro alacrán y, por supuesto, liquidar a ese glorioso mosquito portador del dengue.
Omar le ayudó a cargar las cosas más livianas hasta el auto:
- ¿Cuándo volvés Claudio?
- En un mes.
- ¿Un mes? ¿Estás seguro que el dengue ese no me va a matar?
- Quédese tranquilo, maestro; usted está protegido contra todo. Con eso que le puse tiene como para toda la temporada. Igual, en unas semanas vuelvo para ver cómo anda el nogal.
El viejo pagó. Claudio guardó la palta en el bolsillo del mameluco sin contarla. Se dieron la mano. El R18 dejó la cuadra con una sinfonía ejecutada conjuntamente entre el caño de escape y la correa de distribución.

p.d: para los desprevenidos, el capítulo uno

viernes, mayo 22, 2009

Música pa los ojos

Algo para escuchar y ver mientras posteo el próximo capítulo.
Vale decir que este video es hermoso y que si quieren pueden cliquear donde dice "HQ", al lado del volumen, y van a ver el video en mejor calidad.
Un abrazo.



p.d: no sé por qué pero creo que el video se posteó en el tamaño que quiso...

jueves, mayo 14, 2009

Cuento en composición

Primer capítulo o capítulo primero o capítulo uno o tan sólo uno.

Dengue

El gordo manejaba velozmente, serpenteando entre los autos con cierta imprudencia. Con la mano izquierda manipulaba el volante y con la derecha una botellita de coca cola; eso y una bolsa de criollos en el asiento del acompañante conformaban su desayuno. Iba en tercera a fondo por la avenida sabiendo que llegaba siempre unos minutos tarde, al trabajo, a la vida y a las oportunidades. Por la radio se escuchaba la voz del “Petete” Martínez: atención, atención, (acentuando en la “a”), se ha confirmado un nuevo caso –y el gordó miró la radio inclinándose un levemente- de dengue autóctono en la ciudad…

- ¡Vamo carajo! ¡Vamo che, la puta madre que lo parió, mosquito viejo y peludo nomás! –el gordo ni siquiera escuchó lo que seguía de la noticia. Manoteó como pudo, con la cocacola en la mano, un cassette de la guantera y puso “Marca Registrada”, el disco que más le gustaba de Trula.

No tiene pena ni dolores ni tristezas, va por la vida derrochando su belleza, mueve su cuerpo al ritmo de la gaita, todos los hombres por ella se matan. Pasan las horas y quiere seguir bailando, se desespera por ir a cuartetear, mueve su cuerpo y el ritmo va gozando, todos los hombres con ella quieren bailar. Ay Yoli, Yoli, Yoli la matadora, lo único que quiere es bailar…

Estacionó el R18 al frente del local. Se bajó sacudiéndose las migas, cerró la puerta del auto sin llave y alzó la cabeza para mirar, con renovado orgullo, el cartel: “Desinfecciones Claudio. Eliminamos todo tipo de plagas”. Estaba un poco despintado y abollado por las piedras que tiraban los pendejos cuando salían del baile. El gordo recordó cuando lo pintaron y cuando pifió la mezcla de los colores, la colocación, las idas y venidas por el puto cartel y la discusión con la Silvia: él quería poner “Eliminamos todas las plagas: mosquitos, cucarachas, termitas, suegras y el resto”. La Silvia le dijo que era un pelotudo y él se sintió un incompredido. El gordo agachó la cabeza y se volvió a cagar de risa, orgulloso del chiste de años atrás.

El Claudio abrió la puerta, violentado por la emoción de la noticia.

- ¡¿Tas escuchando la radio gorda?! –preguntó emocionado.

- Llegaste tarde. Siempre lo mismo, me tenés podrida…

El gordo la miró con cierta resignación y se fue para el fondo a cambiarse. De lejos se escuchaban las constantes recriminaciones.

Volvió con el sucio y roto mameluco azul. La Silvia llenaba con un bidón y un embudo unas botellas de plástico verde con un veneno casero para hormigas que había inventado el gordo una década atrás.

- ¿Y el Manuel? –preguntó Claudio.

- No vino todavía.

- Pendejo de mierda.

- No le digas así, es un chico bueno.

- ¡Bueno las pelotas! No me jorobés Silvia, por favor. Es más lento que una babosa, hay que repetirle todo mil veces y encima parece que le faltan un par de jugadores.

- Habló el cerebro de la familia.

- Mirá, no seré el más inteligente de todos, pero esta empresa –y abrió las manos abarcando todo el local- esta empresa de la cual todos comemos, la hice yo solito, me oíste, yo so-li-to –apuntándose con el índice en el pecho.

Y en ese preciso instante hacía su aparición Manuel.