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Lunes
Estamos en casa.
- ¡Compramos carne y nos hacemos un asado! –dijo el Perro emocionadísimo, con los ojos y el cerebro convulsionado al tirar semejante buena idea.
- ¿Y dónde vamos a conseguir una carnicería abierta a esta hora? –pregunté y miré mi reloj: eran las 9 de la noche. Todavía están abiertas todas las carnicerías. Me sentí un cagón al haber hecho esa pregunta.
- Compramos allá, en la ruta. Esos hijos de puta no cierran nunca –la euforia del Perro era cada vez más intensa. Contagiosa.
- ¿Nosotros nomás o invitamos a alguien más?
- ¡Qué importa! Vamos a comprar la carne ya y después vemos –dijo agarrando las llaves, tanteando los bolsillos para ver si aparecía la guita.
Comencé a buscar con mi mirada el buzo, mi billetera. El Perro ya estaba listo. Yo todavía no andaba ni por el 30% de mi proceso. En ciertos estados me cuesta tomar algunas decisiones; prepararme para salir puede ser eterno, no encuentro el orden de las maniobras.
- ¡Dale culiado, agarrá el buzo, la plata y vamos, qué tanto! –me gritó el Perro.
Yo seguía dando vueltas como una calesita, como la que hace el Pupi Zanetti para salir jugando. El Perro, que ya sabía de estas cuestiones, me pegó un chirlo en la nuca. El desfibrilador funcionó, se me acomodaron las ideas, agarré la billetera, saqué mis únicos cien mangos y salimos.
Está bueno salir a la calle.
Caminamos por una calle oscura de barrio, como son las calles de los barrios cordobeses. Las manos en los bolsillos, cangurito, la capucha puesta. Fumamos una seca, claro.
- Así que todavía no encontrás ninguna historia –dijo como preguntando.
- No, che, no –agaché la cabeza y patié una piedra (tic) del piso. Le di como para picársela por arriba al arquero. La piedra dio unos saltitos, mínimos, y dio contra el cordón.
- Tiene que haber alguna buena historia dando vueltas por ahí.
Busqué la piedra y la fui llevando con un par de toquecitos certeros. No es fácil llevar una piedra, a veces se va para cualquier lado, incluso a veces la podés perder: debajo de un auto, en una alcantarilla o que se te vaya para cualquier lado. Le di con la derecha un pase en diagonal al Perro como para que pique en profundidad.
- Tengo miedo de encontrarme una buena historia y no poderla escribir –dije con miedo.
El Perro, que no había picado en profundidad sino que había seguido caminando hasta encontrarse con la piedra, la tocó suave de zurda hacia mí. La piedra venía bien pero dio un giro en el asfalto y se quedó en el medio, en un punto equidistante en el cual cualquiera de los dos podía impactarla. Pero me correspondió a mí porque el Perro había intentado darme un pase.
- No seas puto. ¿Tenés ganas de escribir? Escribí entonces. Después ves si sale bien o mal. Vos tenés que escribir –dijo como dicen las cosas los amigos como el Perro.
Llegamos pateando la piedra hasta la avenida. La tenía yo, atada a mi pie derecho. ¿Podría cruzar la avenida, el cantero central, la otra mano, el cordón de enfrente, dejarla en la puerta de la carnicería, comprar, pagar, recordar que había dejado una piedra y emprender el regreso a casa con el piedrabalón?
- Lo voy a intentar –dije, decidido, mirando a los ojos del Perro.
El Perro me miró como se miran en las películas. Asintió. Entrecerró los ojos y me dijo: “no vas a poder”.
- Vamos a comprar: chinchulines, un poco de vacío, si la falda está buena compramos falda… y chori, chori hay que comprar –el Perro venía enumerando una cantidad ridícula de carne. Estaba en la cresta de la ola, en el punto de éxtasis, en el momento cumbre de su emoción.
- Perro… Somos dos. No podemos comprar todo eso –dije y fue como bajarlo de su árbol de imaginación de un piedrazo. Lo veo caer al Perro, rebotando en las ramas, raspándose todo. A veces soy mal amigo.
El Perro me miró triste. Si fuera por él comprábamos cuatro kilos de carne. Somos dos, no tenemos mucha plata y queremos tomar fernet. Hay que ajustar los números.
- Pedimos un poco de chinchu y un buen pedazo de vacío ¿cómo la ves? –dije como para conciliar.
- Comprá lo que quieras –respondió con tonito poco creíble de ofendido.
- ¿Cómo les va a los chicos? –preguntó Leonardo, el carnicero- ¿Se van a comer un asadito?
- ¿Cómo andás Leo? Sí, algo así. Algo tranqui. Somos dos nomás –respondí.
Leonardo ya me conocía. Ya sabía los cortes que suelo llevar. Tener un carnicero de confianza es uno de mis grandes orgullos. Hay veces que uno ve tipos que van a la carnicería y no tienen ni idea qué comprar, como si no hicieran un asado en su puta vida. La confianza con el carnicero se construye. Uno se presenta, prueba la carne; si el asado sale bueno tenés que volver y decirle “salió bueno el asado, muy bueno el vacío”, por decir un corte. Y vas de a poco, equilibrando tus saberes con los suyos.
El Leo me dio dos tiritas de falda de película, unos chinchus y un pedacito de vacío. Lo justo, necesario y un poquito más, como para dos personas. Mientras le sacaba la grasita al vacío contemplamos a una vieja riquísima que se agachaba a elegir los tomates. Nos dijimos de todos los tres sin decir nada, a puro intercambio de miradas. Cuando la vieja se fue Leonardo se apoyó en el mostrador y dijo:
- ¿Te conté de la vez que me levanté a una vieja?
Mi novia me había asado las pelotas, y una vez después de discutir por vaya a saber qué pelotudez, me harté y me fui a la mierda. Me fui a la mierda, eh. Sin aviso, sin mensaje de texto, nada. Di un portazo y me fui. Como estaba sin laburo agarré y me piré para Carlos Paz, a la casa que estaba alquilando un amigo. Era enero…
… La cosa es que nos la pasamos de caravana. Salíamos todos los días, viste como es Carlos Paz. En una de esas salidas, creo que en Kalama, me pongo a bailar con una mina, una mina más grande que yo. ¿Viste cuando pegás onda bailando, que no te decís nada sino que bailás y bailás y te vas tirando onda con el cuerpo? La cosa fue subiendo de tono y en el tercer tema, sin decirnos una sola palabra, empezamos a apretar a full, mal. Tremendo. De contarlo nomás se me empieza a parar la pinchila. Nos hicimos de todo, ahí, en el medio de la pista. Creo que lo único que nos dijimos fue “vamos”. Y nos fuimos. En el auto de ella, obvio; si yo andaba con mi amigo. No le avisé nada y me tomé el palo. La mina se pagó un hotel de la concha de su hermana, no sabés lo que era. Y ojo que no era un telo, un hotel alojamiento, era uno de los caros de Carlos Paz, cuatro estrellas o algo así. Ahí ya habíamos hablado algo. Pero viste cuando sentís que no querés hablar, que ya te dijiste todo sin abrir la jeta. Yo medio que tenía miedo de que la mina se me fuera. Y como venía bien así…
En la luz, en el auto, en el lobby del hotel ya me daba cuenta de que era una mina más grande que yo, suponía que andaba por los 30, los 32; yo tenía 25 en aquel entonces.
- ¿Cuándo fue esto? –interrumpió el verdulero mientras separaba un par de papas podridas.
- Ya te conté mil veces, Gonzalo, fue hace unos tres años.
La cosa es que esa noche fue espectacular y que al otro día…
- ¿Cómo que al otro día? –volvió a interrumpir el verdulero- Contá detalles de esa noche che culiado. Qué nos importa a nosotros sobre el otro día, el otro día; lo que todos queremos escuchar es sobre esa noche y nada de vos eh, sino sobre la mina –Gonzalo es re denso. Lo harta al Leonardo. Juegan siempre a lo mismo- ¿Tenía buenas gomas? –preguntó finalmente.
- Sí, gordo, tenía unas re gomas.
- ¿Hechas o naturales?
- Hechas, por supuesto.
- Ooooh –dijo el verdulero acariciando un limón.
Al otro día abrí los ojos y la vi. Y era aun más hermosa la mina. No había sido un sueño, no era un delirio de borracho. ¡Realmente había pasado todo eso! No nos movimos del hotel y le seguimos dando y dando. Cada tanto nos levantábamos para ir al baño o para tomar agua y seguir. Resulta que la mina tenía 42 pirulos, ¡cuarentaydos años papá! Y parecía cero kilómetro, con los nylon puestos todavía en los asientos. Una barbaridad de mujer. La mina me tiró que me quedara con ella, que nos fuéramos en un crucero (al parecer tenía mucha guita) que ella pagaba todo…
- ¿Y, qué pasó? Preguntó el Perro completamente compenetrado con la historia
- Y bueno, lo que pasa es que…
- ¡El pelotudo se cagó, eso fue lo que pasó! –gritó Gonzalo agachado buscando una cebolla que se había caído detrás de todo.
- No, bueno, lo que pasa es que yo estaba de novio –empezó a querer argumentar el Leo, rascándose la cabeza, nervioso.
Media hora después nos fuimos con nuestra bolsita de carne, el carbón y dos pimientos rojos para hacer con huevo y un remate malísimo de la excelente historia de Leonardo, una buena película con final chotaso, como para exigir que devuelvan el precio de la entrada, que nos regale la carne el hijo de puta. La historia de Leonardo no servía. ¿Por qué siempre terminan las cosas así? Si Leonardo se hubiera ido con la mina al crucero de seguro que no estaría atendiendo esta carnicería, trabajando casi todo el día, con un delantal lleno de sangre. Quizás estaría manejando alguna de las tantas empresas de las que es dueña esta exitosa mujer, esta heredera de millones de dólares. Hola, soy Leonardo, vicepresidente ejecutivo de … Leonardo S.A., fabricamos todo tipo de productos. Vicepresidente ejecutivo. Nadie sabe bien qué mierda es un vicepresidente ejecutivo, pero debe ejecutar cosas y ser la mano derecha del Presidente. El Presidente no es ejecutivo, el presidente es todo. ¿Quién era esta mujer? ¿Habrá encontrado otros Leonardos para llevar a algún crucero? El Perro se imaginó una vieja mi amor como Lisa Ann. El Perro está obsesionado con Lisa Ann, hermosa milf si las hay. Pero Lisa es más vieja y es demasiado camión. Yo imaginé alguien más real, una Mercedes Morán un poco más joven. Ella en un crucero, él en la carnicería. Una buena historia pero una casi historia. Daniel nunca encontró a esa chica de 15 años que le voló el marote y Leonardo decidió hacer la jugada fácil, volver a su novia, a los días de siempre, al delantal con sangre. ¿Acaso la vida es una sucesión de eventos previsibles? ¿Dónde está la literatura? ¿Qué mierda es la literatura?
- Dejá de hacerte el bocho, boludo –dijo, con olfato de Perro, el Perro.
- ¿Qué mierda es la literatura? –murmuré entre dientes.
- ¿Qué cosa? –preguntó.
- Que qué mierda es la literatura. Eso me pregunto –dije ofuscado.
- ¿La literatura? –dijo el Perro, miró la calle, las bombitas iluminando lúgubremente el barrio, las dos sombras avanzando, caminando como caminan desde que se conocen, el pelo del agua, los árboles y las piedritas del pavimento.
- ¿La literatura? –volvió a preguntar el Perro. Miró la bolsita con carne, me miró y la levantó, pendulando la bolsita; la señaló nomás y sonrió, así como sonríe él y sin hablar nada me dijo todo.
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