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Otros dos que se levantaron de su siesta diaria fueron el Gobernador de la Provincia, José Manuel de la Sota y el Intendente de la Ciudad, Luis Juez. El gallego llegó a la plaza de la intendencia en helicóptero, con la custodia de quince guardaespaldas y un asistente personal que le apoyaba la mano en el quincho para que no se volara. Luis Juez llegó, también, casi en el mismo instante. Se bajó de un taxi puteando, diciendo que eran todos unos culeados, que nadie le avisaba nunca nada, que por ser honesto siempre lo cagan. Los guardaespaldas de De la Sota corrieron a algunas personas y desplegaron unas reposeras para que el Gobernador pudiera ver el partido cómodo. Juez, en cambio, se sentó en el piso y le dio diez pesos a un pibe para que comprara un vino y una Pritty Limón. “Sangrión, papá”, gritó el Intendente.
A los pibes parecía no importarles nada de lo que estaba sucediendo afuera de la cancha. Seguían jugando y metiendo goles. A esta altura ya se podían distinguir dos hinchadas. Los de camisa blanca contaban con el apoyo de todo el Colegio Nacional del Monserrat. Estaban, también, algunos integrantes de la U.C.R., muchos promotores y promotoras de productos de última moda y la comunidad de tomadores de cervezas en los portales de los edificios de Nueva Córdoba (la C.T.C.P.E.N.C., en la jerga, conocidos como los “se te pencan”). Los descamisados eran alentados por el sindicato de limpiadores de vidrios, por algunos representantes oportunistas de los partidos de izquierda, por algunos estudiantes universitarios (muy pocos), por alumnos del Colegio Carbó, que nunca perdían la oportunidad de rivalizar con los del Monse, por los vendedores de La Luciérnaga, y por los familiares de los jugadores. De Villa Richardson había varios. De la Villa los cuarenta guasos, había veinte, aproximadamente, porque los otros estaban laburando. Yo no podía decidirme por ninguno de los dos equipos. Me caían bien los descamisados, pero los de camisa blanca practicaban un fútbol más colectivo, compacto, como me gusta a mí.
Las personalidades seguían llegando al lugar y los pibes seguían disputando el partido como si nada. De vez en cuando se quejaban porque la pelota se iba lejos y nadie la buscaba. Yo no podía creer todo esto. Parecía que hacía horas que estaba allí, pero el sol seguía igual de radiante que cuando me senté a descansar en aquel banco, que ya no distinguía por la cantidad de gente que había. El de alpargatas hizo una jugada sensacional que incluía algunas piruetas como saltos mortales y tumbas carneras. Fue un golazo y los descamisados se abrazaban porque decían que, con ese gol, iban ganando 112 a 111. Los del Monse se quejaron y alegaron de que iban empatados. Se armó un barullo tremendo. La cosa se estaba poniendo áspera porque ninguno de los dos equipos aflojaba. De repente apareció otro Juez, con un choripan en la mano, limpiándose el enchastre de mayonesa de con una hoja de la Constitución. Éste determinó de que el partido estaba empatado (que extraña decisión, pensé) y que se jugaría hasta que uno de los dos equipos marcara diez goles más. El fallo fue protestado, pero los descamisados tampoco estaban muy seguros de cuánto iban.
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