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Uhhhh, se escuchó. Fue un grito unánime, de ambas hinchadas. Uno de los mejor vestidos mandó la pelota al diablo y le pegó a una vieja que pasaba caminando por ahí. Fui corriendo a ayudarla. La vieja los puteaba a todos, pero se las agarró con los que no tenían remera. Yo le traté de explicar que no había sido adrede. Que son chicos. Que se están divirtiendo. Y la vieja dale que dale. Que pendejos de mierda, que por qué no van a laburar, que voy a llamar a la policía. Yo la miré y la invité a irse a la puta madre que la parió. Superado el incidente, volví a mi lugar.
Me costó ubicarme porque cada vez había más gente. No se cómo se habían enterado, ni por qué seguían viniendo. La cuestión es que la plaza se seguía poblando de personas. Adentro de la cancha era un espectáculo. El pies descalzos seguía haciendo lujos. Trasladó la pelota con el hombro por cinco minutos mientras las patadas volaban para sacársela. Uno de los del Monse le tiró tres caños en una misma jugada al otro que estaba en cuero y que tenía un tatuaje muy bien hecho de La Mona.
El partido se puso vibrante. Las emociones en cada arco no daban respiro. Una llegada era devuelta con otra. Un gol en un arco se sufría en el otro. Si alguien hacía una hermosa chilena, otro respondía con una chilena aún mejor. Casi ninguno de los jugadores daba pases normales. En un momento los descamisados se pusieron a hacer rabonas. No se por cuánto tiempo, pero yo me debo haber fumado tres puchos. Los mejor vestidos no se intimidaron y empezaron a jugar por los aires. Cabecita va, cabecita viene. Uno, dos, tres, quince toques de cabeza entre todos los jugadores para terminar marcando un hermoso gol…de cabeza. Lamenté que no estuviera Juan. Hubiera sido la mejor oportunidad para demostrarle que el fútbol todavía me apasionaba, pero que ir a la cancha ya no era lo mismo.
No sabía el tiempo que llevaban jugando. Tampoco sabía el marcador. Me di vuelta y lo vi al pibe durmiendo; recostado panchamente. Decidí no despertarlo. Pero se levantó asustado cuando todos gritaron un nuevo gol de los descamisados. Aproveché para preguntarle cuanto iban pero me dijo que se había perdido, que la última vez iban ganando los del Monse treinta y cinco a treinta y dos. Me pidió otro cigarrillo. Se lo di, vi que me quedaban pocos y lamenté no haber tenido otra etiqueta en el bolsillo.
El juego siguió. Algunos ya mostraban signos de cansancio y empezaron los cambios. Para el equipo de los descamisados entró un flaco de musculosa y alpargatas y otro con un gorro de Belgrano. En el Monse entraron tres con camisa blanca y salieron tres con camisa menos blanca. Con piernas menos cansadas, el partido recobró vitalidad. A veces nos teníamos que correr todos porque se jugaba fuera de los límites de la cancha. Los pibes corrían y corrían detrás de la pelota. Las peleaban todas. En los bancos de la plaza. Arriba de los árboles. En la calle. En las sendas peatonales. Por ahí la robaba uno y se volvía corriendo con la pelota de vuelta a la cancha a tratar de marcar un gol ya que los arcos estaban vacíos. Se seguían matando a goles pero, a esta altura, ya nadie sabía cuanto iban.
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