Tomamos otra cerveza, ahora más relajados. Brevemente me contó que el muchacho anterior había venido para conocer lo del ascenso del 2006 de Belgrano. Yo asentí preguntándome qué mierda tenía que ver éste con el ascenso, pero él dio por hecho que yo sabía a qué se refería. Yo le conté que había empezado hacía muy poco con esto de escribir. No había escrito todavía una puta página en mi vida, pero a eso él no tenía por qué saberlo. El alcohol ablandaba la fotografía y la charla fluía.
Ríos es un tipo que le ha dedicado su vida al fútbol pero el fútbol parece no haberle dedicado mucho a él. No me explico de qué puede vivir este hombre y tampoco se lo voy a preguntar. No son las cosas que más me interesan. Si el Negro Jefe me mandó a tomar cerveza con este guaso es porque tiene algo para decirme, algo que contarme. Sólo hay que esperar que la jugada vaya fluyendo en la cancha y cuando todo esté dado, cuando el dos ya se mandó al ataque y la pelota vuela con comba perfecta hacia el área donde todos saltan:
- …jugábamos en Alberdi –señaló con el índice hacia allá- Así que habíamos quedado con los muchachos en comer un asado. Comimos, chupamos, salimos para la cancha. Esto habrá sido a comienzos de los años noventas. No me acuerdo nada del partido, ni contra quién jugábamos ni cuánto salimos ni nada. La cosa es que apenas el árbitro pita el final del primer tiempo todos se apuran para sentarse, y en la tribuna de Los Piratas tamos más apretados que la mierda. Logro hacerme lugar y quedar sentado muy incómodo. Busco acomodarme mejor pero es muy difícil. En eso empiezo a sentir la billetera en el bolsillo derecho, siento que se me está cayendo, que cualquier movimiento que haga se me va del bolsillo. Trato de zafar una mano y meter la mano en el bolsillo. Cuando hago eso la billetera se me cae del bolsillo y no da que tengo tanta puta mala suerte de que pasa por entre medio de la unión de la estructura de la tribuna y se cae abajo, ¡abajo de todo!- dice emocionadísimo.
- ¿Abajo de la tribuna? –pregunto yo nomás para alentarlo a seguir.
- ¡Sí! –grita, un poco ebrio ya.
Cuenta un par de giladas que no tenían que ver con la historia y vuelve con todo:
- Me quería matar, imaginate. Llegar a casa, sin los documentos, el carnet de conducir (en esa época trabaja en la calle, con una chata haciendo repartos), la poca guita que llevaba. No, no, me quería matar. Pero bueno, me las tuve que aguantar…
… Cuando terminó el partido ya era de noche y decime vos ¿a quién querías que le preguntara cómo ir debajo de la tribuna? Nadie me iba a dar bola en el club. Esto fue un domingo, yo caí al club el miércoles a la tarde, fijate lo boludo que fui. Bueno, voy pregunto por acá, por allá y caigo a hablar con el intendente –hace comillas con los dedos- del estadio. Un viejo, como los viejos de un club. Le cuento lo que me había pasado, me pregunta porqué no había venido antes, le invento que una cuestión laboral me lo había impedido y dice “bueno, vamos a ver qué encontramos, amigo”. Cruzamos por el medio de la cancha. Qué emoción –dice y hace una bolita con migas de pan de la mesa- El viejo caminaba balanceándose, pisando con la cara externa de los pies, viejo chuecazo. Tenía una argolla así llena de llaves, las llaves de todo el club. Había llaves que tenían como cien años de puertas que no deben ni existir. Llegamos y me dice “bueno, fijate por acá a ver si la encontrás y después llamame, ¿sí? Yo voy a estar ahí donde me encontraste”. Y se fue…
Debajo de la tribuna había un colchón de papelitos y suciedad acumulada de miles de partidos. Caminé pateando papeles, vasos de coca, botellas de vidrio rotas y mucha basura de todo tipo. Calculaba por dónde podría haber caído la billetera dada mi ubicación en la tribuna. Miraba hacia arriba, el sol filtrándose por las grietas de la vieja tribuna, señalaba y marcaba trayectorias con los dedos…. Pero no había caso, no aparecía. La tribuna estaba dividida por un paredón y noté que había una pequeña puertita de chapa, muy oxidada. Miro para los costados, como esperando que alguien me gritara “¡ni se te ocurra abrir esa puerta, nero!” Avancé hacia el pedacito de picaporte. Estaba roto, obviamente, pero noté que la puerta estaba trabada por la hinchazón, que cerraba y abría a la fuerza. Volví a mirar hacia los costados, apoyé el hombro éste -se palmea el hombro derecho- y peché…
… Entré cayéndome y rodando. Putié y me levanté sobándome un codo y cuando levanto la mirada, con la mano todavía limpiándome el codo, vi a toda una familia. ¡¿Entendés?! ¡Una familia entera! –el Negro inclinó la silla para atrás y casi se cae de la emoción de estar contando la historia, o de que alguien lo estuviera escuchando- Te juro que parecía una foto –dijo haciendo el marquito con las manos- La vieja fregando la ropa con la tabla y el fuentón de chapa. El abuelo en un sillón destartalado leyendo pedazos de diario, los pendejos pateando algo redondo que hacía las veces de pelota, un bebé llorando, alguien lavando los platos, el que parecía ser el padre de familia subido a dos ladrillos y una tabla, tensando el alambre que cruzaba por toda la tribuna donde había muchas prendas de todos colores, y un perro que dormía. Era un almanaque de Molina Campos...
Hizo una pausa para que la fotografía fuera creciendo en mi cabeza. Este negro es un negro hermoso. Fondo blanco para quién sabe qué numero de vaso. Los cadáveres marrones se acumulaban en la mesa, en el piso.
…Me quedé mirando, con no sé qué cara, pero completamente sorprendido, no sabía qué decir. Me salió un “pe..perdón”. “¿Qué necesita amigo?” Dijo el que estaba arriba de los ladrillos y la tabla. Y yo arranqué nervioso, como diciéndole que se me había caído algo, pero que no sabía dónde, y me preguntaban qué era para saber si alguno de los chicos lo había encontrado y yo que no sabía si decirle que se me había perdido la billetera porque capaz que me decían que no, que no la habían encontrado y después se iban a poner a buscarla y me iban a robar qué, diez mangos, cuánto habré tenido. Las evasivas no me duraron mucho: no tenía nada que perder y lo único que tenía que recuperar eran los documentos. Les conté cómo había extraviado la billetera, el día, el lugar donde creía que había caído, lo de mi laburo, los documentos. Ahí nomás el abuelo les preguntó a los dos críos que habían parado de jugar a la pelota si no habían encontrado una billetera. Los niños negaron sin decir palabra alguna. El tipo dejó la tarea de tensar el cable, se bajó del improvisado atril, me dio la mano y me dijo “mucho gusto, Alberto”. La cuestión es que toda la familia se puso a buscar entre toda la chatarra que acumulaban la condenada billetera.
En un momento, después de una búsqueda sin éxito, comencé a olvidarme de la billetera. La mujer puso la pava en una hornalla adaptada a una garrafa. Tomamos mate, sentados en ronda, uno sobre un cajón de cerveza, otro en una silla sin respaldar, el abuelo en el único sillón de resortes y goma espuma expuesta. Me contaban lo que era vivir ahí abajo. La forma en la que se sentían los goles, los festejos, la tribuna saltando, y también los quilombos, las balas y los gases. “No se da una idea usted cómo se siente desde acá la tristeza. Parece que no pero sí…” Me dijo Alberto mientras chupaba de un matecito dulce. La tristeza sintiéndose del otro lado del cemento… Era muy fuerte. Me contaron de la cantidad de cosas que caían; “usté sabe que cuando cae una billetera, para nosotros es como un regalo del cielo, como si Dios se acordara de nosotros de vez en cuando”, decía la señora, mirando, hablándole a mí y a Dios. “Yo quiero que usted sepa que cuando eso pasa nosotros esperamos un par de días para ver si alguien la viene a buscar, y si no la busca nadie, ahí sí, usamos la plata para comprar comida o lo que haga falta y si hay documentos se los damos al Intendente del club. Usted tiene que quedarse tranquilo que si encontramos su billetera se la vamos a devolver, con la plata que tenga y todo”.
Estuve un par de horas con ellos, charlando, tomando mate primero y unos vinos después, como para no despreciar, ¿vio? Cuando se hizo muy de noche me levanté, les agradecí por todo, saludé y me fui…
No dije nada. Dejé que el silencio amansara la historia entre todas las palabras que andaban flotando, tiradas arriba de la mesa, adentro de los vasos, en el ruido del televisor, en los griteríos del fondo, en el borracho que se dormía sentado y de brazos cruzados, en el Negro Ríos y en mí.
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