jueves, septiembre 07, 2006

Breve Historia

“Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol”

Eduardo Sacheri



EL AÑO DEL MUNDIAL


Año 2018, son pocos los que muestran interés por el mundial de fútbol que se tendría que disputar. La FIFA ya no existe y los países no tienen jugadores profesionales, porque el fútbol, tal cual se lo conocía diez años atrás, ya ha dejado de ser. El “deporte más hermoso del mundo”, lema de la ex cadena televisiva de deportes ESPN, ya no es la prioridad número uno de las naciones. Nadie invierte en el fútbol. En el año del mundial no hay televisión idiotizante, no hay publicidades en el país de Quilmes, de YPF, de CTI, de Banco Nación, de nadie. Ni las radios destinan un segundo de su tiempo, ni los periódicos un pedazo de página de su tirada diaria. La comercialización exagerada del juego ha muerto. Junto con esto, parece que ha muerto el fútbol todo. Pero no. Su difusión mediática desapareció. La masificación de la pasión, la banalización del deporte, también. Es cierto, parece que a nadie, a ningún habitante le interesa el fútbol. Si las cosas no aparecen en los medios, no existen, y la gente tiene memoria muy corta para algunas cosas. Pero algunos se resisten. La pelota sigue rodando, esta vez sin tantos ojos alrededor de ella, ni cámaras, ni comentarios asesinos, ni tanto circo. Son los olvidados de siempre, los que amaron y aman el fútbol, los que siempre lo jugaron, los que nunca transaron, los que nunca se vendieron, los que nunca firmaron por sus piernas, los que todavía, a pesar de todo, conservan una vieja pelota debajo de sus camas.
Desde la caída del Muro de Berlín todo cambió. Futbolísticamente hablando podemos decir que el quiebre vino con el Mundial ’94, en los Estados Unidos. Nada fue igual desde aquel momento. La FIFA abrió la boca y muchos se sorprendieron (el resto de las grandes empresas que todavía no se habían dado cuenta) “El fútbol es un poder inmenso porque se juega en todo el mundo y mucha gente vive de él: periodistas, jugadores, hoteles, aerolíneas, industrias variadas, entrenadores, médicos, árbitros. Es una multitud de personas. Este movimiento del fútbol anualmente mueve 250.000 millones de dólares. La mayor empresa del mundo es la General Motors, que factura 170 millones de dólares. Vean la fuerza del fútbol…” Palabras que pronunciaba el ex presidente de la organización más grande del mundo en aquel momento, en cualquier entrevista, conferencia, o congreso donde se lo invitara. El poder del fútbol estaba en manos de pocos y sostenido en las piernas de muchos. Con el neoliberalismo en auge, la FIFA decidió abrir el juego a los que siempre tienen plata para pagar la cancha. Las multinacionales entraron de cabeza al negocio, y por una década y media, se llenaron de dinero.
Lentamente, la institución fútbol, se fue sacando rivales de encima. Primero inventó el doping de Maradona, en el ’94. Después pasó lo del misterioso accidente automovilístico de Pelé, en el 2007; luego de que los dos más grandes se unieran para decirle NO a tanta corrupción. Al astro argentino lo dejaron vivir, pero le apagaron las cámaras y su poder disminuyó. En la Argentina, Raúl Gamez fue secuestrado y nunca más se supo de él. En todo el mundo se daban hechos como estos. El fútbol comenzaba a ser sinónimo de miedo y de el “no te metás”. Pero la pólvora se fue juntando, y un buen día se prendió la mecha.
Pero ¿cómo se llegó hasta este punto? El camino fue largo y traumático. Pero ese día llegó, y fue más o menos así como pasaron las cosas…

El mundial organizado en Alemania en el 2006, fue ganado (vaya casualidad) por Brasil. Ronaldiño, Ronaldo, Kaká, Cafú, y todos esos morochos de camisetas amarillas, que parecían no tener ni apellidos ni nombres, levantaron la copa por sexta vez. Lula da Silva mantuvo el poder de su país por otro mandato más, gracias a la explotación propagandística de la conquista en tierras alemanas. Luego habría de huir a tierras lejanas.
Las grandes potencias del fútbol sintieron que ya era el colmo. La UEFA organizó una reunión con carácter de urgencia para resolver lo que se llamó: “La cuestión Brasil”. Estaban nerviosos. Ya no se aguantaban más que los verdeamarelos, levantaran cada copa que disputaban. Encima en Europa, en la propia Europa. Encima eran casi todos negros. Y Encima (y esto era lo que más les dolía) hasta se divertían en la cancha.
Mientras los jugadores campeones del mundo recorrían las calles de Río, ofrendando la copa a su pueblo, se daba por concluida la reunión en Zurich. Las puertas de la elegante oficina de la FIFA se abrían, y un montón de gordos con traje, maletines y celulares último modelo, caminaban con aires de conformidad. Con sonrisas de maldad. Como quién sabe que acaban de planear algo oscuro que les dará lo que tanto añoran: borrar a Brasil. La “Operación Brasil” (no tenían demasiado ingenio para los nombres) se desarrollaría en total coordinación con los árbitros, los medios (la televisión más que todo), los clubes, las ligas, los médicos, algunos jugadores, y todo aquel que fuera necesario. Objetivo principal: borrar al sextacampeón del mapa. Objetivo secundario: sacarlos de Europa. Duración de la operación: dos años.
Primer paso: cortarle las piernas al gigante. Una docena de casos de doping se sucedieron en las diferentes ligas europeas. Los encargados del plan estudiaron a cada uno de los jugadores brasileros. Sabían que tenían que ser discretos, así que las acciones se tendrían que desarrollar con cautela. No se podía abusar con los controles antidoping ya que hubiera sido demasiado sospechoso. Árbitros y pegadores se encargaron de quebrar a unos cuantos. Tarea difícil esta ya que por más flaquitos que fueran, parecía que no se rompían. Algunos picapiedras, incluso, salieron lesionados por intentar lesionar. Sucedieron confusiones ya que cuando empezó la razzia, algunos defensores no distinguían entre brasileros y no brasileros. Todos los que tenían pinta de sudamericanos, eran bajados. La comisión que llevaba a cabo el plan, debatió este tema en su reunión semanal, y concluyeron que sacarse de encima a un par de argentinos, uruguayos, y cualquier otro latino que jugara bien, no estaría nada mal. Ordenaron más cautela para no levantar la perdiz y crearon una empresa fabricante de botines especiales para dicha función.
La Operación Brasil funcionó, durante el primer año, con altos niveles de eficiencia, según los informes de la comisión. Los jugadores de aquel país se encontraban envueltos en escándalos por uso de sustancias no permitidas. Otros eran destruidos por la prensa por cualquier baja de rendimiento. Se les inventaban chismes, mentiras, problemas con la policía, con mujeres, con la noche y la joda. De esta manera los indefensos jugadores se ganaban un enemigo de peso, quizás el de mayor importancia: las hinchadas. La comisión evaluó que los hinchas podían ser su único obstáculo para llevar a cabo el plan, así que tuvieron que hilar fino en las cuestiones. Diálogos con algunos jefes de barras, agentes infiltrados haciéndose pasar por seguidores, grupos de extrema derecha gritando consignas racistas contra los morenos. Todo esto sumado a las consabidas lesiones que fecha tras fecha dejaban a un jugador fuera de partido. Luego de quebrar las piernas, el segundo paso era en la enfermería donde los maltrechos laburantes de la pelota no eran atendidos debidamente, lo que retrasaba su recuperación, en el mejor de los casos, o provocaba el retiro de algunos jugadores. Esto último constituía un éxito rotundo de la operación.
La segunda parte del plan consistía en cerrarle las fronteras europeas a los jugadores brasileros. Los que ya estaban iban a sufrir, pero aquellos que quisieran ingresar al viejo mundo, serían víctimas de una serie de cláusulas absurdas que les impedían desembarcar su calidad de fútbol en Europa. Negación de visas de trabajo, bajos sueldos, problemas de ciudadanía, entre otras cosas. Ayudado todo esto por un apriete de la UEFA que presionaban para que los clubes no contrataran a ningún brasilero que jugara bien.
La elite del fútbol mundial veía como le cerraban las puertas a su alegría. El comienzo de la operación consistió en cortarle las piernas a los mejores: Ronaldinho, Ronaldo, Robinho, Julio Baptista, Roberto Carlos, Cafú, Edmilson, y tantos otros más. El que se salvó por un tiempo fue Kaká, ya que era blanco y tuvieron más compasión por él. Pero como sucede en todo terrorismo sistematizado, la cosa se puso peor. No conformes con eliminar a los mejores, luego empezaron con los de medio pelo, con los que no daban tanta alegría en las canchas. La razzia se hizo evidente.
Al no haber brasileros compitiendo en las principales ligas europeas, los argentinos comenzaron a destacarse. Los que en una época fueron los mejores del mundo, se encontraban armando las valijas para retornar a sus lugares de origen. En tanto que los clubes argentinos, siempre dispuestos a vender las semillas antes de que crezcan, se llenaban de dinero que quedaba en manos de algunos pocos. La plata dulce ingresaba en carretillas a las arcas privadas de los principales dirigentes. Como si fuera un reflejo perfecto de los modelos tradicionales del país, las instituciones vendieron todo: jugadores, instalaciones, prestigio, orgullo, tierras. Las camisetas, viejo emblema de pasión inquebrantable, lucían una docena de publicidades, y se hacía imposible ya distinguir los históricos colores de cada club.
A Brasil le destruyeron las piernas, aniquilaron a sus jugadores. Con los argentinos hicieron un negocio mucho más provechoso: destruyeron sus bases mismas, con la total anuencia de los propios presidentes de clubes. Repitiendo el modelo de privatización de empresas estatales, los europeos compraron los clubes a dos monedas y después los fundieron. Con los brasileros empezaron por el último escalón, en cambio, con los argentinos tuvieron que mostrar un par de maletines, y el piso fue todo de ellos. La maniobra fue lenta, pero tendría el mismo efecto, o peor aún.
Una de las principales corporaciones económicas del mundo pegó el grito en el cielo. Nike (que había sido excluida de la Operación Brasil) era el principal sponsor de la selección brasilera y sufrió una importante caída en sus ganancias, provocando numerosos desajustes financieros en todo el globo. Los que tanto defendieron a la globalización, hoy sufrían los tirones de esas cadenas. Las empresas que quedaban se dividirían la torta y absorberían los mercados que antes ocupaba Nike. Adidas, el principal beneficiario y gestor del plan tenía, ahora, tres tiras, y muchos billetes más.
Se avecinaba el Mundial del 2010. La cita sería en Sudáfrica. Brasil sufría un crack económico en el ambiente futbolístico ya que había en el país cientos de jugadores de primer nivel que no podían emigrar a Europa y los clubes quebraban al no poder venderlos. El sistema de venta indiscriminada de talentos se caía y la situación era inmanejable. Por primera vez desde que se organizan los mundiales, Brasil faltaría a la cita. Ni siquiera se presentó en las eliminatorias. Cayó el fútbol y con él se vino abajo la estructura del país. Una guerra civil se veía venir en el país de los carnavales y la zamba.
Los gordos de la FIFA se refregaban las manos: esta vez no se les podía escapar. Brasil estaba out y el mundial tenía que ser de algún europeo. Las opciones eran las de siempre: Italia, Alemania, Francia, España y, por supuesto, Inglaterra. Cualquier otro país del viejo mundo que ganara la copa sería un revés.
Lo que pasó en el Mundial Sudáfrica 2010, quedaría para la historia. Fue el momento en que el orgullo de las potencias quedó herido, maltratado de una forma que nadie imaginó. Los jefes del fútbol estaban furiosos, rojos de enojo por lo que pasó en ese Mundial. Habían comprado árbitros, jueces de línea y jugadores. Habían borrado a Brasil; Argentina participaba del mundial, pero no podía utilizar ninguno de los jugadores que militaba en Europa. Las cláusulas sorpresas en los contratos aparecieron a sólo tres meses de comenzar el campeonato. Las grandes estrellas que todavía quedaban, no formarían parte de esta competición. Igual, la selección albiceleste, se presentaba con un grupo de jugadores que militaban en el país, y no sería tan fácil derrotarlos.
Ese Mundial fue ganado por Camerún, y la consagración fue festejada por todo el continente africano. Este singular hecho representaba la victoria de los dominados, los colonizados, los del tercer mundo, incivilizados y bárbaros, contra las potencias dominantes, colonizantes del primer mundo, civilizado, occidental y cristiano. La selección de Camerún, dirigida por Roger Milla, se alzó con la copa al derrotar en la final a Alemania por un categórico 5 a 0. De nada sirvieron los penales a favor, los off-sides convenientes, y la vista gorda ante las patadas de los teutones. La goleada era inapelable. El continente negro, históricamente esclavo, levantaba la copa por primera vez desde aquel 1930, año en que se empezaron a disputar los mundiales.
Europa no entendía nada. La FIFA era un escándalo. Los dedos apuntaron a Joseph Blatter. Porque les había dado el mundial a los africanos, convencido de que no iban a pasar más de cuartos de final. Y ahora esto; los de piel morena, negra como carbón, eran los dueños del mundo futbolístico. Y los blancos leche, racistas y orgullosos, se quedaban sin nada, otra vez. Por tercera vez consecutiva, el mundial quedaba en manos ajenas, y las potencias volvían con las manos vacías a casa.
Sudáfrica 2010 tuvo como semifinalistas: al dueño de casa, a Camerún, a Alemania, y a Uruguay, que resucitaba después de muchas décadas, y volvía a tener protagonismo en una copa del mundo. Argentina llegó hasta cuartos de final, donde perdió uno a cero contra Alemania, con un penal en el minuto 88.
Las corporaciones económicas pegaron el grito en el cielo ya que los máximos dirigentes europeos les habían prometido una victoria segura. La consagración de Camerún les hizo perder cientos de millones de euros y se desató una guerra de intereses entre cada una de las partes afectadas; lo que se dice un “ajuste de cuentas”. Blatter sufrió un paro cardíaco inesperado y el sillón de la FIFA fue ocupado por un títere; una persona débil que pudiera ser manejada por los dirigentes sin rostro, aquellos que caminan en las sombras, y en los pasillos oscuros.
La copa viajó a Camerún, pero sólo por unos meses, ya que la comisión organizadora de los mundiales (integrada por los mismos de siempre), determinó que era inseguro que la estatuilla estuviese en un país tan inestable y que corría riesgo de ser robada. Otra artimaña, típica de los que no saben perder. Sin embargo el trofeo pisó suelo africano, y millones de personas pudieron observar el brillo dorado por primera vez en sus vidas. Y eso sí que no tenía precio.
En Europa el fútbol ya no era lo mismo. La gran rueda financiera giraba cada vez más lento y los números perdían cifras. La gente ya no iba tanto a la cancha, y las corporaciones le daban la espalda a la pelota y buscaban meter sus billetes y sus influencias en otros lados. La explotación económica del sentimiento futbolero fue reemplazada por el manejo publicitario del amor, la tristeza, la inseguridad y el hambre; espacios tradicionales pero no por eso menos efectivos. Le aseguraban a la gente que eso sí lo podían comprar, y la gente compraba, como siempre lo hizo. La televisión (que había perdido millones con la consagración de Camerún) recortaba presupuestos a las ligas y se abría paso a otras programaciones. El fútbol, después de una vida en continuo ascenso propagandístico entraba en recesión. Ahora, quedaba en segundo plano. Y como cuando Europa estornuda el mundo se resfría, la situación se reprodujo en todas partes.
La segunda verdad no tardó en llegar: históricamente, cada vez que el viejo mundo se descuida o entra a tropezar ¿quién toma la posta? Sí, los Estados Unidos. Pasó con las industrias, con la guerra, con el plan Marshall, y con la imposición de las formas de ver las cosas, y ahora también, pasaba con el fútbol.
El gigante imperialista aprovechó esta oportunidad que se le presentaba, para ser los primeros en el mundo futbolístico y lograr así el título de campeón en el único deporte en el que no había podido imponerse nunca. Querían ser los mejores del mundo aunque a su población no le importase en lo más mínimo. El fútbol (soccer) no había logrado introducirse en la vida norteamericana (entiéndase por esto, que el fútbol no podía consolidarse como negocio a pesar de los esfuerzos; copa del mundo del ’94 inclusive) Pero, a los yanquis les gustaba ser los números uno. Territorio en donde eran mediocres, territorio en el que se ponían millones de dólares para tratar, primero, de hundir a aquel que fuera el mejor, y segundo, para que ellos puedan reinar y colgarse el cartelito. Por un siglo, el fútbol era para los estadounidenses, un deporte en el que no pesaban: eran una vergüenza y el hazmerreír del mundillo futbolero. Para jugar a la pelota tenían que poner sentimiento (que hasta donde yo sé eso no se compra), coraje, pasión e historia. Y era esto último lo que les impedía triunfar. En cientos de países, uno nace con un antepasado, con una raíz que lo ata a la tierra; la misma tierra donde mis abuelos descubrieron la pelota, el tiro libre y el orsay; donde mi padre se enamoró del juego, viendo jugar a su padre, y gritó goles a más no poder; donde nacimos mis hermanos y yo, y pateamos y pateamos hasta que la pelota decía basta. Pero la pelota no decía nunca basta, o eso creíamos, allá por aquellos años.
Estados Unidos armó un súper equipo. Contrató a los mejores y nacionalizó a los que tenía que nacionalizar. Puso millones de dólares (obstinados, seguían usando su verde moneda a pesar de que era el euro el que regía los mercados) en publicidad (propaganda) que instaba a todos los americanos para que apoyaran a su selección en el Mundial que se avecinaba. Roney Reagan, hijo, se jugaba sus últimas cartas como Presidente ya que había un gran sector de la derecha yanqui que lo acusaba de progresista, zurdo y blando, por no haberse animado a tirar otra bomba nuclear en el devastado medio oriente. El hijo del mítico Ronald Reagan había perdido toda guerra que intentó declarar. Esto era un gran retroceso ya que no podía ni siquiera iniciar un conflicto bélico en ningún país del mundo.
Igual, la potencia seguía siendo potencia. Para el 2014 el mundial tendría sede en Suiza, el histórico paraíso bancario, y el domicilio de la Federación Internacional de Fútbol. A pesar de que el torneo le correspondía a América, los popes de la FIFA determinaron que las condiciones no estaban dadas para que se organizara una competencia de tal magnitud. Latinoamérica vivía presentes de cambio. Los gobiernos populares ganaban espacios; la gente se levantaba, discutía, se organizaba, y pasaba a la acción. En tanto que la derecha conservadora utilizaba todas sus armas para frenar el avance de los oprimidos, y había mucho olor a pólvora. Los únicos dos países latinoamericanos que se postularon para organizar la Copa fueron Cuba, que le habían levantado el embargo y podía, ahora, participar en los mundiales, y Bolivia, que era por primera vez en su historia, una nación nacionalizada. No hicieron falta excusas para decirle que no a ambos países. Igual, las dos selecciones hicieron un papel fantástico en las eliminatorias y clasificaron para jugar el mundial.
Treinta y dos equipos participaron de la vigésima Copa del Mundo, Suiza 2014. Brasil seguía ausente y lentamente re-fundaba las bases de su fútbol. Argentina se quedó sin fútbol profesional rentable, y la liga, la AFA y los clubes eran un bochorno de corrupción y delito. Igualmente, logró clasificar en el último pasaje de avión que quedaba (manos amigas mediante; necesitaban un equipo con prestigio, aunque fuera sólo histórico) El resto de los sudamericanos fueron: Uruguay, Paraguay, Venezuela y la ya mencionada selección boliviana.
El mundial de Suiza tuvo la menor cantidad de horas de transmisión de televisión en la historia desde que los partidos se empezaron a ver en todo el mundo. Ya se sabía que el fútbol no era lo mismo. Ya no vendía como antes, y eran cada vez menos los que creían en él y en su imagen mágica.
La primera fase tuvo resultados sorpresa, partidos previsibles, y varias goleadas. Los árbitros se venían portando bien ya que la situación no ameritaba ninguna intervención demasiado evidente. Estados Unidos goleó en los tres partidos de su grupo contra Montenegro, Argelia y Finlandia, tres rivales de bajísimo nivel. Sólo contra Argelia tuvo momentos de zozobra ya que ganó 5 a 3 y los africanos se erraron una cantidad de goles increíbles. Los yanquis tenían un equipo bárbaro: once muchachos fornidos que no paraban de correr en ningún momento y que funcionaban como una máquina perfecta, previsible y sin desorden táctico. En el fútbol es necesario el desorden y la sorpresa, por eso es que sólo ganaban los encuentros por el excelente estado físico de los jugadores.
La sorpresa fue Cuba, que pasó heroicamente de ronda, con un triunfo y dos empates, frente a Túnez, Bélgica y Ucrania, respectivamente. El equipo caribeño desplegaba un fútbol alegre y despreocupado. Los jugadores, cuerpo técnico y directivos de la Federación Nacional de Fútbol Cubano, le dedicaron el triunfo deportivo a la memoria de su histórico líder, Fidel Castro, fallecido dos años atrás, sin que pudiera llegar a ver por segunda vez en la historia a su país jugando un Mundial. La muerte de Castro representó la posibilidad de cambio, de nuevos rumbos en la política cubana. El régimen seguía, más firme que nunca, pero con otros aires que buscaban la integración de todos los habitantes en las tomas de decisiones. A los 23 jugadores del plantel los eligió el pueblo en una votación nacional.
Argentina terminó por confirmar su decadencia: perdió los tres partidos de la fase inicial y se volvió a casa, sin que esto causara demasiada sorpresa. El fútbol profesional agonizaba, y a la gente parecía no importarle. No iban a salvarlo como tantas veces, para que los mismos que se llenaron los bolsillos una vez, vuelvan a hacerlo.
El torneo era mediocre, pero los equipos debutantes le daban otro ritmo de juego a los partidos. Los africanos dominaban claramente, y los cuatro participantes del continente negro se metieron en cuartos de final. Los sudamericanos también pasaron a la siguiente fase, y Uruguay parecía que se encaminaba hacia las instancias finales. El fútbol uruguayo vio la debacle antes que todos e implementó una reestructuración de su liga. Federalizó el torneo y le dio más competencia al resto de los equipos. Nacional y Peñarol seguían siendo los grandes, pero no dominaban siempre, y los campeonatos eran atractivos y con alto nivel de juego.
Los europeos eran una vergüenza. Ni Alemania, ni Francia e Inglaterra (clasificados al mundial casi por decreto) pasaron a la siguiente fase, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo el aparato futbolístico. Italia llegó a octavos y perdió con Ghana por un contundente 4 a 0. La esperanza era Suiza: por ser local, y porque no había sufrido todo el desbaratuje que había arrastrado a las principales ligas de fútbol del viejo continente a la decadencia total. No tenían un buen equipo, pero jugaban despreocupados y sin la presión de ser campeones. En cuartos de final perdieron contra Cuba por 5 a 3, y todos los espectadores se levantaron a aplaudir un verdadero espectáculo de fútbol.
Los uruguayos tuvieron la mala suerte de cruzarse con la máquina estadounidense en cuartos y con la ayuda bastante evidente del árbitro inglés que cobró todo para un solo lado. El primer partido de la semifinal fue disputado entonces, entre Estados Unidos y Camerún, el último campeón. En tanto que en la otra llave, la sorprendente Cuba jugaría contra Holanda, pero una Holanda sin todos sus jugadores extranjeros nacionalizados. El equipo naranja había llegado hasta esa instancia casi de casualidad y su derrota no causó ninguna sorpresa. Lo que sí sorprendió a todo el mundo fue el rendimiento del equipo cubano. En los partidos previos habían mostrado grandes falencias, algunas infantilidades defensivas y un estado físico por debajo del ideal. Pero en el partido de las semifinales, Cuba, fue un equipo impecable: un desempeño táctico perfecto, una entrega nunca antes vista; jugadores corriendo por todas las partes de la cancha, lujos, precisión, calidad, goles de alta factura, en pocas palabras: un baile. De repente, los pocos periodistas que habían ido a cubrir el torneo, se dieron cuenta de que algo raro pasaba.
En tanto que Estados Unidos se sacó de encima a Camerún por un ajustado 2 a 1, con dos goles de pelota parada y un juego chato, con mucho roce y poco despliegue. Los yanquis se encaminaban hacia su objetivo definitivo que era ser los mejores del mundo en el fútbol. La final parecía de película.
El conflicto entre la isla y el imperio había bajado su intensidad en el 2012 luego de que EEUU le levantara el bloqueo económico porque era insostenible y ridículo, y la presión mundial fuera demasiada para el actual presidente americano. Además, con la muerte de Castro, el gigante capitalista esperaba que, de una vez por todas, se cayera ese régimen de igualdad que tanto les molestaba.
El final de esta historia es conocido. La FIFA decidió la suspensión por tiempo indeterminado de la Copa del Mundo y después de 20 ediciones, desaparecía la máxima competencia internacional. El trofeo viajó hacia Centroamérica donde millones de cubanos festejaban con ron y música de fiesta. Estados Unidos cayó sin atenuantes frente al conjunto caribeño, que lo pasó por arriba. Nunca en la historia se vio tanta diferencia entre dos equipos en una definición del mundial. Muy pocos entendían cómo podía ser que un equipo formado por jugadores amateur, sin roce internacional, sin referencias históricas, pudiera jugar de esa forma y ganar el torneo. Sin embargo había otros que entendían a la perfección lo que había pasado. En los últimos seis años, Fidel Castro había ideado un plan para lograr la consagración futbolística. Los jugadores se entrenaban sin descanso, en la lucha por ese ideal. Se les hablaba de filosofía de juego, de humildad, de compañerismo y de tantas otras cosas con las que se forma un verdadero deportista. Los mejores técnicos del mundo, aquellos que practicaban el lirismo, el juego limpio y vistoso, los amantes del buen trato a la pelota, fueron contratados en total confidencialidad. La operación fue todo un éxito, y las consecuencias, marcaron un punto y aparte.
El Presidente estadounidense había apostado su continuidad a la victoria en la copa del mundo. No sólo la perdió, sino que fue Cuba, su histórica espina en el ojo, quien se alzara con el trofeo. Esto fue insoportable para los caciques yanquis, y por primera vez en la historia derrocaron explícitamente a un presidente norteamericano (las otras veces habían sido encubiertas) El fútbol profesional, tal cual todo el mundo lo conocía, murió. En Europa hicieron todo lo posible por mantener las ligas. Y los equipos continúan jugando, pero las empresas privadas que los gerenciaban, se fueron en el primer buque que encontraron, y todo volvió a punto cero: asociaciones sin fines de lucro, o sea entidades públicas, por y para la gente.
Y en Argentina la cosa no fue tan distinta. Una vez que las empresas extranjeras terminaron de saquear y de exprimir todo, armaron las valijas y se marcharon, dejando la tierra seca e improductiva. Destruyeron una generación de jugadores: cumplieron su misión; pero de poco les servía, ya que todo había acabado y nadie consumía fútbol. Estadios vacíos, camisetas guardadas, borrón y cuenta nueva. La televisión se dedicó a idiotizar a la población con otras cosas, pero no les era sencillo ya que el fútbol lo aglutinaba todo. Ni las radios ni los periódicos se molestaron en analizar lo que había pasado. Y la gente lentamente se fue olvidando que este había sido alguna vez el país de la pelota.

Año 2018, el año del mundial. Observo la emoción de esos pibes al ponerse una camiseta. Todos se pelean por la número diez. Algunos no saben por qué, pero todos sienten que es un número grande, una responsabilidad de buen juego.
Son ocho contra ocho. La cancha es de tierra, y la pelota es muy vieja, por eso todos la tratan bien y la cuidan como el oro que nunca tendrán. El partido se disputa en una de las tantas villas miserias que todavía existen en el país. Son otros tiempos; algunas cosas parecen que están cambiando. Todavía falta mucho camino por recorrer. Los estadios están abiertos y desolados, como monumentos de un pasado de gloria y decadencia. Cualquiera que tenga ganas de usarlos, puede hacerlo; igual es difícil encontrar gente que se anime a entrar.
El fútbol vive en sus bases. En aquellos que sienten la tierra. En los que siempre lo defendieron y lo sintieron como propio. Todavía hay goles, pero sin repeticiones. Todavía hay quienes aplauden una buena jugada. La pelota sigue rodando. Quizás no pique igual que antes, porque el césped crece poco en los lugares donde todavía se juega, pero hay emoción pura en aquellos que la disfrutan.

Me ven sentado debajo del árbol y me piden que les alcance el balón. Se los pateo. Me invitan a que me sume, pero con una seña les digo que no. Yo ya estoy viejo para estos trotes. No voy a poder jugar, pero cuando terminen, quizás les cuente una historia.

3 comentarios:

GER! dijo...

Hola Gringo, me gustó mucho este post, todo un cuento de verdad. Menos mal que las cosas no sucedieron así, pero tal vez sí terminen así....lo sabremos más adelante.
Comentario aparte, Platini sale hoy en Clarín diciendo que hoy el futbol es corrupción, droga y lavado de dinero. Si él lo dice...
Saludos.

Gringo dijo...

Gracias por comentar Ger! Me alegra que te haya gustado el cuento. Si tenés ganas leete el resto de las cosas y decime qué te parecieron. Ahorita voy a visitar tu blog.
Un abrazo:

gringo

Anónimo dijo...

Gringo! muy bueno! La decadencia, pero no del mundial de fútbol sino del mundial de medios. Bueno, felizmente para el orgullo berreta argentino que solo festeja el fracaso ajeno, Brasil no salió campeón, pero menos mal, sino, nos quedamos sin clubes de acá a 10 años!
Me gustó mucho! al partido del jueves que viene lo voy a tomar como un compromiso político anti-blatter, Grondona y todos sus secuases!
Te mando un abrazo