Moacir sabe que ya está, que se terminó la agonía. Fue un partido largo, demasiado sufrido, con toda una hinchada en contra. No se puede mover. El derrame en su cerebro ha cortado todas las comunicaciones entre su cabeza y el cuerpo. Las manos negras, gastadas de trabajo bajo los tres postes en los años en que no se usaban guantes. Por fin, piensa. Y se va del césped, de las canchas, de las calles y se transforma en recuerdo de pocos y olvido de muchos.
Moacir sabe que ya está. En esos segundos previos a la partida recuerda los pies descalzos, la vida dura, sus hermanos, la favela y el fútbol. A pesar de su altura la movía bastante bien. Jugaba de volante por la izquierda, desbordando, amagando ir por adentro y saliendo por afuera, echando centros, metiendo alguna que otra vez un gol. Pero no le gustaba mucho correr y un día se encontró apoyado al poste, descansando y alguien le dijo que probara. Y el negro probó.
Moacir sabe que ya está. Que el tiempo ya no se mide con el reloj. Tirado en la vida, recuerda las revolcadas en la tierra, las voladas fantásticas, la mano cambiada, la pelota yendo al corner, la ovación de la tribuna. El Vasco da Gama lo hace sentir como en casa y él, en devolución por tanto afecto, pone un candado en el arco. De ahora en más no pasarán más balones. Y llegan los títulos, primero uno, después el otro y otro más. Seis veces campeón del Torneo Carioca. Sale de la pobreza que viene con la cuna de todo brasilero de raza negra. La fama, el reconocimiento y la convocatoria a la Selección.
Moacir sabe que ya está. Suspira aliviado. Es el último suspiro. Lejos quedaron los años mozos, los resortes en las piernas. Se viene el Mundial. El país está de fiesta. Brasil 1950 promete ser un año inolvidable. Y sí que lo será. Sus compañeros se divierten en la cancha. Meten de a tres, de a cinco goles por partidos. A Suiza le hacen precio 7 a 1, y las calles y las tribunas son una fiesta, y eso es algo que los brasileros saben hacer muy bien. Se viene la final. La gente, los diarios, las radios, todos presagian un final feliz, un simple trámite, noventa minutos más para alzarse con la gloria.
Moacir sabe que ya está. La condena fue larguísima. “Treinta años es la pena máxima por matar a alguien y yo todavía sigo pagando por un crimen que no cometí”, piensa. Brasil arrasó en los encuentros previos. Llegó al último partido contra Uruguay sin sacar el pie del acelerador. Metió el primero y la victoria se festejaba por adelantado. Pero los celestes comenzaron a enfriar el trámite. Un toque para allá, otro por acá, una pierna fuerte para amedrentar las gambetas, el pase, la apertura por derecha y Schiaffino saca un remate alto, fuerte, inatajable. Empate. Todavía alcanza. Pero la tribuna enmudece.
Moacir sabe que ya está. En el silencio previo a su segunda muerte no tiene miedo. El ya sabe lo que es morir, lo que es sentir a la muchedumbre sin ruido. A los 34 minutos del segundo tiempo, Alcides Ghiggia entra nuevamente por derecha y saca un remate bajo, justo, milimétrico. Moacir la toca, siente la pelota rozando sus dedos y piensa que esta vez, como tantas otras, ha evitado el gol, ha mandado la pelota al saque de esquina. Pero no. La guillotina cae sobre el cuello del portero.
Moacir Barbosa Nascimento muere el 16 de julio de 1950 ante 200.000 espectadores y todo un país ansioso de encontrar culpables ante la derrota. Él seguirá atajando hasta los 41 años pero la gente lo señalará siempre como el responsable de la tristeza. Paradójicamente pasará el resto de su vida cortando el césped del Estadio Municipal de Río de Janeiro, el Maracaná. Repasará la jugada una y otra vez, como si de un accidente fatal se tratara. El día que cambiaron los arcos del estadio, Moacir pidió que le dieran los viejos postes de madera y los quemó, como si de un ritual curatorio se tratase, para que las llamas le quiten la maldición. Será entrevistado en algunas ocasiones por alguna revista o programa de televisión. Se refugiará en los amigos, los que lo apoyaron siempre, aunque él sospeche que ellos también lo crean culpable del gol. Consolará sus noches con caipirinha y la música de Tabaré Cardozo: “Un viejo vaga solo. La gente sin piedad señala su fantasma sin edad por la ciudad. Su sombra corta el pasto en el Maracaná. Retrasa la jugada en soledad mil veces mas. Cuida los palos Barbosa del arco del Brasil. La condena de maracaná se paga hasta morir. Quema los palos Barbosa del arco del Brasil. La condena del maracaná se paga hasta morir”.
Moacir sabe que ya está. El 7 de abril del 2000 muere nuevamente, esta vez en soledad.
3 comentarios:
Tremendo Gringo, cada palabra, cuidadosamente ubicada al lado de la otra, tanta magia no es posible en un relato...me emocionó mucho. Podría ser un corto cinematográfico, una poesía, un documental, las imágenes se suceden todavía...y tienen música. Gracias por escribirlo y por compartirlo. Un abrazo. Sole
te pasaste gringo. muy linda crónica, linda de leerse. abrazp
Muy buen relato ;( , mis respetos.
Publicar un comentario