jueves, mayo 24, 2007

Domingo 13/05


Parece que es la primera vez que lo notan
ingenuos, inmaduros, inconscientes
No vieron mis lágrimas, tampoco escucharon
mis llantos por las noches
insolentes, idiotas, imbéciles
No prestaron atención a esa lucecita
que se apagaba lentamente adentro mío
excusas, efímeras, estúpidas
Ahora, en boca de todos, en boca de ustedes
en hojas que convocan bocas
falsas, fáciles, fatídicas
Las sombras se corren de repente
me notan sin notarme, me hablan sin hablarme
gesticulan y no los escucho
se preocupan sin que les preocupe
No los entiendo, o sí, pero me duele
Mañana es lunes, mañana las sombras nuevamente
mañana igual que mañana
y pasado mañana

domingo, mayo 20, 2007

¿Quién no sueña con los aplausos?


¿Quién no sueña con los aplausos? Yo creo que todos, aunque seamos malos, deseamos que ese momento, ese instante de reconocimiento, nos llegue alguna vez. Miren que yo juego muy mal a la pelota, lo mío es entrega y orden. Eso se puede traducir en huevos. Porque es así y lo tenemos que admitir: los que no tenemos la habilidad en las piernas pero amamos el fútbol, tenemos pocas opciones. O nos quedamos en casa viendo por la tele las fantásticas jugadas o vamos y ponemos todo para hacer un papel digno en la canchita del barrio. Y los que pertenecen a mi club (Patas Duras Fútbol Club, o al otro Patadas Duras Fútbol Club) saben que hay días en que nos conviene enterrarnos en algún lado porque estamos haciendo todo mal. Uno puede jugar bien un partido, jugar mal otro, pero hay una gran diferencia entre ser un buen jugador y jugar bien. Si sos buen jugador, no importa el desempeño en este o aquel partido, el don lo tenés. En cambio si jugás para los míos, te tenés que tirar al suelo en todas, tenés que gritar, tenés que ordenar, por ahí te dan la cinta de capitán y le vas a discutir de todo al árbitro, y, por sobre todas las cosas, te tenés que quedar atrás, al fondo, condenado a la defensa. Sos el encargado de romper el juego del rival. Cuando se pueda, salir jugando, sino, mandar un pelotazo a cualquier lado y que la agarre el que pueda, si es uno de los hábiles nuestros, mejor. Cuando termina el partido, nuestro orgullo es saber que ningún gol de los otros fue por culpa nuestra. Eso es a lo máximo que podemos aspirar. Bah, en realidad, lo máximo es meter un gol. Pero esa palabra la tenemos tan olvidada, tan prohibida. Somos defensores, defendemos, o sea: no atacamos. La pelota que esperamos todo el partido es esa que no se mueve, la odiada por los que juegan bien, la metódica, la técnica, la que no se disfruta sino que se practica: la pelota parada. De un corner o un tiro libre que caiga al área, si tenemos la suerte de ir a cabecear, por ahí nos pega en alguna parte del cuerpo y la embocamos. Y les digo…, es indescriptible. Una alegría hermosa, fugaz e imposible de encubrir. Porque los que defendemos el cero en nuestro arco tenemos que tener la cara recia, dar la impresión de duros para amedrentar a los rivales. Pero el gol hace eso, el gol te saca la sonrisa a la fuerza, y volvemos a ser unos pibes que se reían todo el día. Es esa mueca de satisfacción de nene. La palmada en la espalda de los que saben y te quieren mucho y te dicen “¡bien, che!” y todos se ríen porque no lo pueden creer. Y con eso soñamos. Y eso nos desvela. Y somos perros y no podemos tener demasiado tiempo la pelota en nuestros pies pero, les digo, lo deseamos tanto. Todos y cada uno de los que jugamos al fútbol imaginamos a papá y a mamá al borde de la cancha festejando un gol mío en el último minuto. Y mis compañeros me llevan en andas y soy el héroe. O a mi novia, sentadita atrás del arco, aplaudiéndome porque hice una buena jugada o porque ordeno al equipo, y ella te mira, orgullosa, y te quiere cada día más; y cuando termina el partido, no le importa una mierda la transpiración, y te abraza y se besan de la manera más intensa, la más hermosa. O soñamos con la final, la esperada final en la que saco un tiro sobre la línea, o me paso a cuatro jugadores y defino por entre las piernas del arquero, o dejo todo en el campo y soy la figura. Nos gustaría estar en esa cancha llena. Las tribunas colmadas de personas que me van a aplaudir cuando levante los brazos y salude. Y se me hace tarde y tengo que terminar de cambiarme. Y se me hace tarde porque afuera están los chicos con la pelota en la calle, esperándome para jugar. Y se me hace tarde porque la cancha está llena y los muchachos ya están todos en el túnel, listos para salir. Y el árbitro nos apura. Y escucho los aplausos y veo la lluvia de papelitos. Y veo a mamá y a papá en la platea. Y te veo a vos, sentadita en el lugar de siempre, y sé que haga lo que haga, vos me vas a aplaudir…

sábado, abril 21, 2007

Ensayo sobre la apariencia

Ensayo que intenta refutar ese determinismo imperante proponiendo un relativismo acerca de que hay ciertas afirmaciones que tienen que ser cuestionadas:

*Todas las socialmente consideradas feas tienen que ser buenas.
*Si sos socialmente considerada linda podés ser una hija de puta.
*Si sos socialmente considerada fea no podés ser una hija de puta.
MI DEBER ES DESTRUIR ESTOS TRES SUPUESTOS


ENSAYO SOBRE LA APARIENCIA
Existe, no sé si sólo en Argentina o en el resto del mundo también (la globalización funciona sin permiso), digo, que existe un paradigma, o una tradición o una costumbre o una tendencia o mejor nos quedemos con la palabra paradigma; entonces, existe un paradigma, al menos en Argentina, acerca de que cuando una mujer, de edad relativamente corta, o sea, en edad de fusión con un hombre, edad que podríamos situar entre los 13 y 15 años hasta los 50 y 60 años, dependiendo de las características personales internas de casa mujer. Decía entonces que existe un paradigma, al menos en Argentina, acerca de que la mujer en edad de fusión con otra persona no puede tener mal carácter si no le tocó ser hermosa. Me explico: cuando una persona femenina tiene mal carácter o es mala o simplemente es una arpía, es totalmente desacreditada su actitud, su personalidad o su mal día por parte del hombre. ¿Por qué no se puede ser un hijo de puta si no se es "bello"?. Me explayo un poco más con la utilización de un ejemplo: Boliche, noche, tragos, encare. Si una mujer "linda" decide cortarte el rostro de la manera más brusca provocando un gran dolor, su actitud queda socialmente aceptada, pero si una persona, una mujer "fea" decide sólo declinar la invitación de fusión con el hombre en cuestión, normalmente este respondería algo como: "encima que sos fea ¿quién te creés que sos?". Tal estúpida frase me hace pensar en que la sociedad, o mejor dicho, para no meter en la misma bolsa a toda la sociedad, todos, o la mayoría de las personas de sexo masculino creen en la veracidad de esa estúpida frase. O sea que si analizamos esto último dicho, las mujeres consideradas bellas tienen crédito, luz verde, autoridad o derecho ilimitado para basurear o pasar por encima del resto tan solo por ser "lindas". Esto es totalmente digno de mi repudio y lo considero estúpido e irracional. Como soy un intelectual comprometido con mi sociedad, es mi deber tomar partido, adoptar una postura crítica acerca de este tema y dejar mi posición bien clara.
La segunda pata de esta cuestión es la siguiente: cuando una mujer considerada socialmente fea, adopta la actitud ya mencionada (violenta, agresiva, etc...) es repudiada, reputeada, lo que arroja otra de las grandes hipótesis de las relaciones hombre-mujer: que las "feas" tienen que ser buenas ¿Cómo es esto? ¿Por qué tienen que ser buenas? O sea que como les tocó ser consieradas socialmente "feas", tienen que hacer el esfuerzo diario, para ganar aceptación social, ser una gran persona, ser buena, amable, ser "piola". Me explayo con un ejemplo: si alguien tiene una conocida y otro hombre le pregunta "¿Es linda tu conocida"?, el hombre en cuestión respondería: "es piola" ¿Qué clase de respuesta es esa? Lo que arroja esa afirmación es la verificación de la hipótesis de mi estudio. Yo estoy en contra de la actitud de las persona que bardean a aquellas personas socialmente consideradas "feas", como así también repudio a los que piensan que las socialmente consideradas "feas" tienen que ser buenas y por último repudio a las que son socialmente consideradas "bellas" agreden al resto solo por poseer algo que no ganaron, que vino de arriba,
Para entender esta investigación tendrían que acceder a mi anterior ensayo acerca de los, extremadamente subjetivos, conceptos de "belleza", "hermosura", "bonita", o sus antónimos "fealdad" y ... no hay muchos (que es otro tema a discutir). La belleza es muy social-cultural- subjetiva. ¿Para qué me serviría ser bueno, ser inteligente, ser capáz, si nunca podría llegar? Las oportunidades no son las mismas para todos.
ANEXO Nro 1

¿Siempre importó ser lindo?
(¿o por lo menos no tan feo?)
Belleza: Nombre que designa la cualidad por la cual ciertos objetos tienen la propiedad de producir un sentimiento de placer, el cual está libre de toda consideración moral o utilitaria. (Definición de enciclopedia)
Belleza: Lo bello presenta carácter histórico; según la estética del materialismo dialéctico, lo bello es un producto histórico social; nace cuando “el hombre social” es libre y domina la materia; la actividad artística es fuente de vida y de alegría espiritual, por lo que reviste una doble función: educativa y cognoscitiva. (Definición marxista)
Belleza: Es necesario un análisis previo a toda teoría de belleza; la cuestión fundamental, que divide a los partidarios de la concepción semántica, es la de la naturaleza de los “juicios de gusto” (belleza), considerándolos unos como subjetivos y otros como objetivos. (Definición de belleza de la Teoría Semántica)

(Lo subrayado en negrita es mío.)


Los orígenes del hombre, como especie humana, se remontan a varios millones de años atrás. Se considera que existieron dos tipos o especies de homínidos, los Austrolopithecus y los Homo. Todavía se discute si ambas especies compartían la misma línea evolutiva. Por diferentes causas (que los arqueólogos y paleontólogos, todavía no han podido determinar con exactitud) solo la especie o grupo de los Homo, pudo evolucionar. Entre los primeros miembros del género Homo se conocen: el habilis, el rudolfensis, y el ergaster. El género Homo se caracteriza por un aumento en la actividad craneana, mantenimiento de un esqueleto relativamente generalizado y reducción del aparato de masticación. Además está asociado a indicios indiscutibles del uso de herramientas de piedra. O sea, de a poco se iban diferenciando, en esta evolución, de la otra especie, los Austrolopithecus. El grupo Homo, como vemos, iba desarrollando un cuerpo más armónico, más equilibrado.
La diversidad de formas de Homo desaparece cerca de los 1,6 millones de años atrás y en su lugar encontramos una única especie: el Homo erectus. Dentro del grupo de los Homo erectus, se diferenciaron también otros tipos: el Homo sapiens, el homo heidelbergenis y el homo de Neandertal. Para abreviar un poco: fue el grupo de los Homo sapiens sapiens, los que pudieron sobrevivir e imponerse como especie única. Es del Homo sapiens sapiens, también conocido como Hombre Moderno, del cual derivamos todos nosotros. Esa es la línea evolutiva a la cual pertenecemos.
Se calcula que hace 10.000 años, la raza humana se empezó a organizar. Lentamente se adoptó el sedentarismo. Se empezaron a formar los primeros estados. Las primeras formas de organización. Vamos más rápido. Se crean las ciudades. Vamos aún más rápido. Los hombres se comunican y ya tienen alguna especie de escritura. ¿Más rápido? Imperios, gobernantes, jerarquías, religiones, economía, medios de transporte, idioma, ritualización de la muerte, etc. Todo esto último a grandes rasgos y sin seguir un orden cronológico.
Digamos hace 500.000 años, ¿importaba ser lindo? No, no lo creo. Entonces hace 10.000 años ¿importaba? Yo diría que no. Avancemos. Hace 2500 años, ¿podría importar? Mantengo mi postura. Bien, entonces, vayamos a los tiempos de organización, a los tiempos más actuales. En el imperio romano ¿habrá importado ser lindo? Ahí yo creo que si. Y creo también que ha medida que las sociedades se fueron complejizando, las necesidades fueron cambiando y de repente ser lindo (o por lo menos no ser tan feo) se convirtió en una necesidad. Primero en una necesidad para unos cuantos. Después para unos miles. Después para millones. Hoy por hoy se nos impone como necesidad básica y aseguradora de futuro. Aunque Sprite me venda que la imagen no es nada y la sed es todo.
Profundicemos. ¿Qué es la belleza? En primer lugar, me parece, que una persona no es ni linda ni fea. Una persona es considerada linda o fea. Y en segundo lugar, se sabe, que la única forma de determinar si alguien es lindo o feo, es a través del método comparativo. No hay cualidades naturales que determinen esas características, el hombre no es naturalmente lindo o feo. La belleza es una cualidad cultural que se construye. La historia de las sociedades conforman estas pautas, que no son las mismas en cada grupo. A los esquimales que no ven televisión, ¿les importará la belleza?, ¿tendrán los mismos criterios de belleza?
¿Cómo sería el juego acá? ¿Será que el aspecto físico se fue convirtiendo en una necesidad? (Y el aspecto físico sin fines utilitarios. No es que se promulga un aspecto de hombre o mujer robusta para que, por ejemplo, trabaje en el campo. Por poner un ejemplo burdo nomás.) ¿Será que en la última década esa “necesidad” fue en aumento? ¿Será que esa “necesidad” se empezó a mercantilizar? ¿Será que al vendernos esa “necesidad”, se buscó la inseguridad en la persona, guiada tan solo por los criterios estéticos? Y de la inseguridad viene el temor. Y del temor viene el miedo. Y el miedo, y el miedo vende. Porque la persona que nació (socialmente considerada) linda, no tiene “problemas”. Pero el pobre aquel, que no tuvo la suerte de nacer (socialmente considerado) lindo, si tiene un problema. Tiene un “problemón”. Entonces invierte dinero en su figura. Gasta, compra. Pero la figura humana tiene un límite. Recordemos un poquito lo dicho al comienzo. El hombre tardó millones de años en evolucionar. Y algunos pretenden cambiar del día a la noche. Entonces qué. La ropa. El auto. El celular (¡¡¡por dios el celular!!!). Y si todo eso no sirve: la cirugía. La forma más vil de bastardear un cuerpo. La hipocresía.
Cada persona es libre de hacer lo que se plazca. Y si es con su propio cuerpo, mucho más. Mi, por así decirlo, desagrado, está vinculado a la creación de esas necesidades que, en este caso, no suman a nada. La venta de la imagen produce solo rechazo, discriminación, que llega a su máximo punto en el racismo (ese racismo que existe en Argentina, pero que es negado tajantemente por aquellos que lo practican). Nos olvidamos de quienes somos, de que creemos. Nos fijamos en el pelo largo, el tatuaje y el arito antes de escucharnos. Escucharnos. ¿Es eso tan difícil?

miércoles, marzo 07, 2007

Llamado a la solidaridad

¿Cómo puedo hacer para que este apático y aburrido Blog tenga una apariencia un tanto más agradable? ¿Cómo puedo agregar blogs en esa lista que dice "Links"? ¿Cuál es la traducción de la palabra "Links"? ¿Cómo hago para poner fotos, dibujos, imágenes en el blog? ¿Por qué es tan pecho frío este espacio que tengo? Todos los blogs tienen una onda propia.
Bueno, que alguien se cope y me de una mano. Prometo recompensarlos apropiadamente (ya verán)
Les dejo un par de trivias:

- ¿Cuántos animales hay en los Palitos de la Selva? (los viejos, porque ahora la gente de Stani ha sacado unos nuevos que, a pesar de mantener el innigualable sabor, han cambiado los animales, y eso no me gusta un carajo)
- ¿Cuántos "Tuby" había? (para los que no saben, los "Tuby" eran deliciosas obleas de distinto tipo, recubiertas con chocolate -de distinto tipo-)
- ¿Por qué la carrera de Comunicación Social dura 5 años?
- ¿Por qué cuando uno llega a 5to año se muerde las uñas y piensa "no sé nada"?
- ¿Quién se acuerda cómo se usan los transportadores?
- ¿Cuál es la capital de Escocia? (a que esa no la saben...)

Gracias amigos y no tan amigos. Son pocos los que entran aquí, pero espero que cada día seamos más.
Abrazos:

gringo

domingo, febrero 18, 2007

A los ocho

La vida está compuesta por miles de mitos. Eso fue una de las primeras cosas que aprendí y que llevo desde mi niñez desde aquel día en que mi abuela me sentó en su falda y me dijo: “Sebastián, la vida está compuesta por miles de mitos.” Me tomó mucho tiempo entender la frase. Principalmente porque no sabía qué significaba la palabra “compuesta”, ni la palabra “mitos”.
Fui creciendo, y de tanto repetir y repetir, un buen día usé la cabeza, y empecé a pensar todas las palabras que decía. La experiencia parecía emocionante. Me largué a preguntar a todos sobre todo. “¿Qué quiere decir eso?” “¿Por qué pasa lo que pasa?” “¿Seguro que cuando sea grande voy a entender?” “¿Cuándo voy a ser grande?” La decepción fue enorme al encontrarme con pocas respuestas a tantas preguntas infantiles. Ni papá ni mamá se mostraban interesados en explicarme ciertas cosas. Entonces, volvía a la falda de la abuela. Ella un poco más vieja y cansada. Yo un poco más inquieto y más pesado.
Una tarde de mucho calor, sentados debajo del nogal de su casa, la nona me contó historias maravillosas, sobre sus hermanos, su padre, la gente de su pueblo. Me relató, con lujo de detalle, la vez que se salvó de un tigre, allá en el Líbano. Feroces gritos de ese tigre malvado que quería atacarla. La valentía de su hermano que enfrentó al animal con un palo y un cuchillo. Mi abuela moviendo las manos, exagerando cada acción, haciéndola única e irrepetible. Los brazos flacos, caídos, dejándose llevar por la gravedad que parecía ganarle esa batalla día a día. Pobre mi abuela, tan trabajadora, tan cansada, tan hermosa. Disimulaba el dolor que le causaba tenerme en sus piernas.
Y yo que ya no era el mismo chico de cinco años. No, señor. Yo era grandecito, tenía ocho años. “Y los nenes de ocho años no lloran y no protestan, porque sino te voy a llevar a la cueva y te vas a quedar ahí…, con el hombre de la cueva.” Qué poca imaginación que tenía mi mamá para hacerme asustar. Al principio, cualquier imagen monstruosa causaba efecto, pero con el correr de los años, ella perdió la capacidad para causar terror. Si tan sólo me hubiera hablado más, como lo hacía con la abuela. Si tan sólo hubiera peleado con un tigre, un león. Pero no.
En cambio la nona había cruzado un río crecido para buscar comida del otro lado de la orilla, salvando su vida y la de sus, ahora, seis hermanos, por un milagro de alguno de los dioses que solía mezclar y confundir. A la vieja siempre le costó decidirse por una de las tantas religiones que habían cruzado su vida y sus rezos.
Un día no soportó la gravedad, el peso de mi cuerpo en su falda, los Dioses que no le respondían, y creo, también, que ya estaba cansada un poco de pelear toda la vida contra los ríos que le corrieron en dirección opuesta, y los cientos de tigres, leones y animales con los que tuvo que pelear. Siempre luchando para llegar a esa otra orilla a la que no pertenecía.
Sí, los mitos.
¿Qué parte no entendés? Bueno, un mito es algo fantástico. Son esas cosas que elegimos creer para darle a esta vida un poco más de sabor. Pueden existir o no, pero el chiste está en no esforzarse demasiado por encontrar una verdad. Muchos intentan destruir los mitos, los cuentos, las leyendas. No sé cuán felices serán esas personas.
Yo tengo mis propias creencias, mis leyendas. Esas historias que me hacen feliz. La recuerdo a mi mamá, esperándome en casa, con la merienda. Tomaba la leche y salía disparado para el fondo, donde la abuela tejía, y el abuelo esperaba sentado, manso y tranquilo, encontrar ese perfecto atardecer que le permitiera irse en paz de ese mundo, su mundo, donde habitaban otros animales salvajes que nunca supe cuáles eran. El abuelo parecía una persona triste. Hablaba poco, se reía mucho menos. Me pregunto si habrá sido un héroe, como la nona.
Puedo sentir el aroma de las comidas. Esa mezcla de de cocina vieja, con pérdidas eternas de gas, y el olor a guiso que tanto me gustaba. Nadie cocinaba mejor que la abuela María. El amor que tenía esa mujer para cortar las zanahorias, pelar las cebollas, hasta para poner el agua en la fuente. Todos en casa terminaban limpiando los platos con un pedacito de pan. Yo pensaba que era porque la comida era irresistible. Después me di cuenta que lo que había era hambre.
Los asados que cocinaba mi papá, y lo que eso generaba, era algo hermoso. El gordo en cuero y descalzo, preguntando quién quería un pedacito más. La familia toda junta. El vino barato y el sifón de soda para cortarlo. En la punta de la mesa, el abuelo Cacho, a la derecha papá, y a la izquierda la abuela María. El resto se sentaba donde pudiera.
Si hablo tanto de las comidas es porque creo en los momentos. Creo en el poder que tiene un pan con dulce, un plato de ravioles, una sopa, un asado recién hecho. Creo en la felicidad de algunos recuerdos. Creo que algunas cosas son más ricas de una forma que de otra. Que la pizza tiene otro gusto cuando se come con la mano. Que el asado con leña es más sabroso. Que las pastas sin queso de rallar no son pastas. Que el huevo frito se come con la yema blanda, para luego untarlo con pan. ¿Me entendés? Y yo sé que hoy vos estás enojado porque no te quise calentar la leche con chocolate en el microondas. Pero en este jarrito, en este mismísimo jarrito, mi mamá, o sea tu abuela, me calentó la leche todos los días después del colegio, para que yo creciera sanito. Ya vas a ver que te va a gustar.
¿Querés probar? Bueno, pero ahora salí un ratito de la falda porque ya tenés ocho años y sos todo un hombrecito.

martes, febrero 13, 2007

Nos dijeron (mucho antes de poder entender) que de eso no se habla.
Nos metieron miedo porque de eso no se habla.
Nos creímos el silencio porque de eso no se habla.
Nos saltó la duda y preguntamos. Nos dijeron que de eso no se habla.
Nos juntamos y cuestionamos por qué de eso no se habla.
Nos rebelamos y empezamos a gritar acerca de eso que no se habla.
Nos callaron. Porque de eso, no se tiene que hablar.

El lenguaje nos limita cualquier tipo de pretensión de neutralidad.
Está bien que así sea. Está bien que así se crea. Está bien que así se entienda. Está bien si así se aclara. Está bien que no se mienta. Está bien si no te venden una imagen armada por ese mismo lenguaje que solo es usado para matarnos.

Nos limitan. Nos encierran. Nos culpan por creer, por resistirnos a caer, por resistirnos a ceder. Nos meten dentro de un concepto vacío de sentido del que no podemos salir. Nos condenan por luchar. Nos condenan por amar. Nos condenan por no discriminar. Nos condenan por no condenar.
Nos inventan. Nos definen. Nos dicen quienes somos, quienes tenemos que ser y que es lo que vamos a ser.
No participamos de su invento y vamos quedando solos. Solos pero juntos.
Entre nosotros.
Entre “los otros”.

Inventaron el negro de mierda
Inventaron el negro cabeza
Inventaron el boliviano, el peruano, el paraguayo
Inventaron el zurdito
Inventaron el vago que no sabe hacer nada
Inventaron el pendejo de mierda
Inventaron el son todos choros
Inventaron el maricón hacete hombre
Inventaron el que no trabaja es porque no quiere
Inventaron el inadaptado de siempre
Inventaron el por algo será
Inventaron el no te metas
Inventaron el no fueron 30.000
Inventaron el somos derechos y humanos
Inventaron el si quieren venir que vengan
Inventaron el trabajás o estudiás
Inventaron el gente de bien

Inventan nuestro dolor, nuestra felicidad, nuestras lágrimas y nuestras risas.

Lo que no han podido inventar todavía es la forma de hacernos callar. A pesar de los tiros, a pesar de los palos, a pesar de los golpes, a pesar de las heridas de su lenguaje (el de la violencia física y el de los inventos), todavía susurramos, todavía hablamos, todavía gritamos acerca de eso que no se puede gritar.

jueves, febrero 01, 2007

Punto, y aparte


El hombre se levantó sintiéndose extraño. Raro, como cuando no se entiende bien qué pasa, pero hay algo que no es lo mismo. Y a la vez desconocido. Separado de su cuerpo, de su existencia, de lo que aferra a la vida: que es nuestra historia, nuestras relaciones y lo que elegimos retener en la memoria.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Fue hasta el baño a empezar con la primera parte de la rutina. Las necesidades fisiológicas se imponían a esa hora de la mañana. Bajó la tabla del baño, se sentó y orinó. Continuó con la segunda instancia de la rutina: leer el diario. Repasar superficialmente los títulos (Bolivia nacionaliza sus hidrocarburos), las fotos y los epígrafes (Así quedó el estadio después de los incidentes). Pasó algo así como quince minutos sentado allí. Cuando le empezaron a doler los muslos, accionó su cuerpo.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. (Estoy viejo) Le dolían las piernas por tanto tiempo sentado. Se miró al espejo y la sensación de extrañeza se hizo visible. Se veía, pero era otro. Se pasó una mano por la cara y pensó que hacía dos días que no se había afeitado. Entrecerró los ojos y decidió permanecer un día más con esa misma cara; que era la suya, pero no la sentía. Observó que el espejo estaba roto, pero no le dio mayor importancia (esto ayer no estaba). El hombre se lavó los dientes, la cara y las manos. Prendió la mitad de pucho que había dejado la noche anterior y se fue al trabajo sin desayunar. Como estaba bien de tiempo, (me voy a ir caminando) decidió caminar.
El hombre caminó sintiéndose extraño. La sensación se hizo más aguda al recorrer las calles. Todo el mundo le era ajeno. Sentía que caminaba a tientas por la vida. Que cualquier cosa que pasara lo iba a hacer tropezar. Que esta no era su casa. Que la gente estaba disfrazada. Que todo era igual, pero no se sentía así. Los olores cambian, las percepciones también. Las emociones son otras, y la sensación de no pertenecer empieza a inundar el cuerpo del hombre. Se prende otro pucho. Se sube el cuello del abrigo y mira tímidamente para ambos lados. Camina cada vez más rápido, el hombre. Mete las manos en los bolsillos para tantear sus objetos personales (encendedor, etiqueta, llaves, billetera; todo en orden) Ahora los paisajes pasan cada vez más rápido por las pupilas de sus ojos, y no tiene tiempo de registrar todo esto que siente, que conoce pero no reconoce. Comienza a caminar cada vez más rápido. Empieza a pensar. Elabora hipótesis, teorías infalibles, y en pocos segundos vuelve a reformular, se auto responde. Una señora y dos nenes lo miran. El hombre se pone nervioso y empieza a trotar mirando para atrás, con la vista desesperada en los transeúntes y (por qué me miran, qué hice o acaso ustedes no tienen la culpa de todo esto que me pasa, yo tengo los mismos derechos que…) el hombre se tropieza con una baldosa rota de la vereda.
El hombre se levanta sintiéndose extraño. (Ay, no, no, ay, ay) Lastimado en la rodilla derecha y en los codos, intenta recomponerse. La caída fue tan inesperada y rápida, que no tuvo tiempo de sacarse las manos de los bolsillos. Recoge el encendedor del piso y lo coloca de vuelta en el bolsillo (encendedor, etiqueta, llaves, billetera, ¡¿qué me falta, qué me falta?!) Se da vuelta y ve acercarse a dos personas. Rápidamente se recupera y sigue su caminata (¿adonde voy, por dios, adonde voy?) La gente que se acercaba a ayudarlo se queda a mitad de camino. El hombre entra en crisis. La palabra es una: paranoia. Transpira. Hace frío, le sudan las manos y los pies. Siente más frío. Respira cada vez más fuerte y (esto ya lo vi, esto me pasó, sí, quedate tranquilo, shhh, ya está, shh, esto es solo un…) un auto casi lo atropella por intentar cruzar una calle con el semáforo en rojo. El hombre decide tomar un café, sentarse y tratar de conseguir algo cercano a la tranquilidad. Se dirige al bar de siempre y pide un café gigante sin azúcar (sin azúcar, por favor) El mozo de siempre lo mira con cara rara y evita charla alguna. El hombre ve alejarse la figura del mozo y (no me saludó, pero, porq…, tres años viniendo acá, y, ay, ay, la lengua, la pu…) se mete un sorbo de café sin darse cuenta lo caliente que estaba. Putea en voz alta (¡la puta madre que lo parió, café de mierda!) y el dueño del bar se acerca disimuladamente y le pide que por favor no levante la voz. El hombre se sorprende del trato diferenciado (después de tantos años) y no emite palabra alguna. Deja tres pesos en la mesa y un café sin terminar. Corre la silla para atrás, apoyando las manos en la mesa y parte.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. (Me habrá caído mal el café) Se mira en la vidriera del bar y se desconoce. Los reflejos son otros. Observa que desde el interior lo miran, y que los dos mozos y el dueño intercambian palabras (que me miran, si no me robé nada) Da media vuelta y se va. Cada vez hace más frío o por lo menos eso siente el hombre. El viento le pega en la cara y le dificulta la visión. Camina varias cuadras sin saber adonde ir (adonde estoy yendo) De repente se para y evalúa los pasos a seguir. Sus pasos, los que determinan los rumbos. Los que marcan la historia, los que hacen a la historia de uno. Decide no ir a trabajar y volver a su casa cuanto antes. Camina rápido sin mirarle la cara a la gente. Con la cabeza clavada al piso, intenta superar toda esta confusión lo más rápido posible (no entiendo, la gente…, no soy yo, o es que…, estoy loco, lo sé, y duele, duele tener conciencia de eso, porque saber la locura es saber el dolor, es sentir el dolor, y nadie me entiende y nadie me conoce, y soy uno más y a la vez uno menos, y no existo, ante las miradas no existo, y me voy convenciendo que no soy nadie, y…) y en el apuro se choca con un hombre, otro hombre. Ambos se miran a los ojos. El chocado lo fulmina con sus párpados, esperando una disculpa. El que choca siente que esa mirada lo traspasa y lo convierte en nadie. Tres segundos tensos congelan la imagen. Por un momento no existe nada ( ) El hombre chocado no emite palabra y sigue su camino. El que chocó se queda congelado, parado en el mismo lugar. Una lágrima se desprende de su ojo izquierdo, el ojo que siempre llora, que se lamenta, que sufre. El hombre se sienta en el cordón de la vereda y mira un punto del paisaje, hasta que las figuras se deforman y se convierten en un collage de colores borrosos. (puesto que la realidad es esta, puesto que mi realidad es esta, no existo, sólo aparezco a los ojos del resto a través de la violencia, de la ruptura de lo normal, de las diferencia simbólicas: si corro para cualquier lado, si me caigo, si grito, si choco, si confronto; de lo contrario no soy nada, un punto blanco en la nieve, una sombra en la oscuridad, una gota de agua en el mar; si aparezco, es porque molesto, si molesto se fijan en mí, si es lo único que tengo entonces ¿qué hacer?; si la atención es el choque, entonces choco: si mato a alguien el mundo se entera de mí, si me mato, mucho más)
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Un auto pasó velozmente y casi lo empapa. Este acto de violencia, que justificaba su no-existencia en la realidad, hizo que el hombre suspendiera sus pensamientos y se dirigiera a su casa. Caminó con rumbo fijo. El tiempo no existía, no eran los relojes los que determinaban los momentos. El tiempo de los sentidos, de la cabeza, de los pensamientos, de las charlas, de las percepciones, de las estructuras, se alternaban para encuadrar las situaciones. A dos cuadras de su casa, sintió una especie de tranquilidad (ahora van a ver)
El hombre entró a su casa sintiéndose extraño. (Si las cosas son así, así serán) Se sacó el abrigo y dejó en la mesa el encendedor, la etiqueta, la billetera y las llaves. Miró su casa y otra lágrima recorrió su rostro. Se sintió solo, abandonado, tirado a la deriva en este océano, en esta ciudad cargado de anónimos. La lágrima que representaba tristeza se transformó en furia y (esto es una pocilga, yo no soy digno, pero ya van a ver, y van a llorar, porque siempre lloran, las lágrimas de frivolidad cuestan poco y valen mucho cuando las miradas las registran y las cámaras se prenden, ¡tomen manga de cretinos hijos de mil…!) le pegó un puñetazo a la pared. El hombre no sintió el dolor de los huesos rotos. Se dirigió con mirada perdida hacia el baño y se miró en el espejo. Vio sus ojos con sus ojos y (¿esto soy yo? ¿En esto me convertí? ¿Esto hicieron de mí? Entonces es puramente una cuestión de piel, de opacidades, de oscuridad, de sombras, de desprecio histórico; que lo que sufro yo lo sufrieron los de atrás y lo sufrirán los que vengan; pero de mí no van a conseguir nada más, yo no voy a dejar nada ni nadie; someter un alma a tremenda locura; y ellos ríen con la misma facilidad que lloran; y están chochos de que yo no pueda ser lo que me gustaría ser, contentos de que no atraviese por sus inocentes miradas, por su limpio paisaje; y lo felices que están de que yo no pueda llegar caminando al centro, al lugar de ellos, donde ya no pertenezco, donde me echaron, donde no puedo ir más; y me armaron mi ciudad, y esta tierra no es la mía, no es la de mi viejo, y lo extraño tanto…) agarró una hoja de afeitar ( y no pienso soportar lo que soportó él; acá se termina, basta de dedos acusadores, de miradas de rabia, de sentirme todo el tiempo culpable de tanto que ya no sé; es acá que digo basta, y ustedes van a ver, porque voy a estar en todas las pantallas que se prenden a cada hora, y ustedes se van a alarmar, de la misma manera que se alarman cuando hay un nuevo pozo en la calle, o cuando la carne sube, porque siempre se alarman, abren los ojos por dos segundos y pasan a otra cosa, y se les abren los ojos, pero no la mirada; y el dedo siempre apunta a mí, a mi viejo, a los otros; y hoy digo basta, y se van a acordar de mí, aunque sea por unos segundos les voy a amargar el rato, y las comidas que ustedes comen y yo no, se les van a quedar trabadas en la garganta, y espero que vomiten y…) apretó la gillette contra su muñeca derecha y la sangre empezó a correr por su brazo hasta llegar al piso. El hombre observó las gotas desprendiéndose de su cuerpo, el líquido rojo, el color puro, la sangre que todos compartimos, lo que está adentro nuestro y es de todos sin distinciones, lo que hace que todos seamos iguales. El hombre se desvaneció en el suelo.

El hombre se levantó sintiéndose triste, pero con una certeza (no les pienso regalar mi vida: estoy acá aunque no les guste)

martes, octubre 03, 2006

Cuento que no sabe hacia dónde va

Termina el cigarrillo y hunde la colilla en un cenicero lleno de filtros marrones. Relaja los pulmones y suelta el humo con una mueca en la cara. Hace frío. Alberto estira su pulóver y agarra la manga con la mano. Frota la ventana empañada haciendo círculos en el sentido de las agujas del reloj. Afuera está todo gris, todo opaco. Una tenue llovizna moja todo y aplaca las emociones. No hay sol. Alberto mira la hora. Son las siete y media de la tarde. Siempre son las siete y media de la tarde. Un horario vacío, que no es ni una cosa ni la otra. A veces sale sol, a veces no. Puede hacer frío, pero también puede hacer calor. No es ni la tarde ni la noche. Y su vida era como esa hora, siempre una imperfección, nunca se decidía ni a luz o a la oscuridad.
Alberto tiene los brazos cruzados en la espalda y está parado al frente de la ventana empañada, y mira la calle por esa pequeña mancha que desempañó hace segundos, y que lentamente vuelve a convertirse en un vidrio por el que no se puede ver nada. Gira su cabeza y mira su escritorio. La hoja sigue ahí, igual que antes, igual que hace quince días. No hay cosa que lo asuste más que la blancura del papel, la falta de palabras; los gritos adentro suyo que se pierden en garabatos, que hoy mueren en un tacho al lado de la silla, o en el peor de los casos, en el piso.
Son las siete y treinta y uno.
Los días pasan y sigue siendo martes. O jueves, o domingo. Siempre lo mismo. Cuando la soledad se hace presente nada cambia. La cabeza trabaja más rápido pero no construye. Las sensaciones se confunden y cuesta saber qué es lo real. Hay días que todo le hace mal.
Afuera sigue lloviendo. El día se debate (siempre lo hace) entre la luz y la oscuridad. Por ahora van ganando las sombras. Mejor, ahora estamos todos iguales, piensa Alberto.
El lápiz dibuja algunas palabras. Más de lo mismo. Otro bollo de papel que va a parar al piso, haciéndole compañía al resto de las ideas frustradas, y las frases sin punto y aparte. La mirada de Alberto parece no mirar nunca nada. Con la mano izquierda se aprieta los ojos cansados. Estos ya se han acostumbrado a la oscuridad y al cristal de los lentes.
La pieza es cuadrada. Tiene pocos muebles. La cama, contra una pared, cerca de la ventana. El escritorio está ubicado al medio para perderle espacio a la habitación[1]. El velador es está prendido casi todo el día, y la lamparita de 40 es la única luz en el ambiente. Todo opaco, todo nublado. Como sus días. Como las siete y treinta y tres de la tarde.
No corre viento. Ninguna brisa que mueva las cosas. Nada que pueda mover las aguas de Alberto. Aquel hombre que supo ser un río hoy es un pantano, agua estancada.
Nada pasa. La hoja, obstinada, sigue blanca.
Alberto suspira. Se lleva un cigarrillo a la boca, y cuando está a punto de encenderlo, de repente suena el teléfono[2]. Hace dos años y medio que el aparato ese no suena. ¿Quién es? ¿Por qué me llaman? Alberto (por fin) cambia su mirada. Se sorprende. No sabe qué hacer. El teléfono suena por cuarta vez. No espero a nadie, ¿por qué suena? ¿Será…? piensa Alberto. Se acerca al teléfono y lo mira, pero no mueve las manos. Está paralizado. Suena por sexta vez. Se refriega la cara con las dos manos. La barba de varios días le raspa las manos. Suena por séptima y última vez. Cortaron. De vuelta el silencio. Alberto levanta el tubo y escucha el tono. Todo sigue igual que antes, pero peor.
Enciende un cigarrillo y juega con el humo que sale de su boca. Las líneas blancas que se dibujan en el aire ya se han transformado en una cuestión de análisis. Cree que nadie en el mundo puede dibujar figuras tan perfectas con el humo de un cigarrillo. Alberto ya ni sabe por qué fuma; ni siquiera recuerda cuándo empezó. Pero todos los días busca transformar la chatura de esa pieza con círculos perfectos, líneas que se ensanchan, grandes nubes de humo, y figuras que desafían la geometría.
Sentado, con los pies sobre el escritorio, tira la cabeza para atrás, y lanza una bocanada de humo en forma de argolla. Y luego otra, y otra. Las tres se van perdiendo en el espacio. Alberto mira el aparato. La llamada lo ha dejado desconcertado. Baja las piernas del escritorio, se saca el lápiz de la oreja y comienza a escribir sobre una nueva y reluciente hoja en blanco.

Aquel verano fue el último que pasé con ella. A pesar de la evidente situación de caos y miedo que reinaba, nosotros tratábamos de ser felices. Las sierras nos permitían soñar con todo eso y más…

Alberto contempla la hoja. Los tres renglones que escribió no difieren demasiado de aquellos que se perdieron en un bollo. Pero hay algo distinto. Muerde el lápiz y piensa. Y así por varios segundos. Mira de vuelta el teléfono. ¿Quién habrá sido? piensa. Se agacha y empieza a buscar uno de los tantos papeles en el piso. Desarma los bollos y lee lo que escribió. Los alisa uno por uno, hasta que encuentra aquel que estaba buscando.

Carla fue para mí algo inesperado, algo que nunca pensé que me podía pasar. La conocí cuando tenía 18 años, y ella 19. Tenía pantalones marrones, camisa celeste y el pelo suelto. Yo, por aquel entonces, ya usaba esos horribles anteojos con marcos negros que mi madre me había comprado por mi evidente miopía. Me quedé mirándola como un perfecto estúpido. Ella pasó caminando al lado mío. Todavía recuerdo el aroma a perfume. Pensé que no se había percatado de mi presencia. Nunca nadie me notaba. Mucho menos las mujeres. Carla se volvió dos pasos y se acercó hacia mí. Yo agaché la cabeza. Con suerte se estaría dirigiendo hacia otra persona y no pasaría vergüenza por haberla desnudado tantas veces con mi impúdica mirada. Pero no. Ella se paró al frente mío y me dijo: “Hola, ¿nos conocemos? Me llamo Carla y vos.” Sentí que mi cara pasaba de blanco pálido a rojo en cuestión de segundos. Por la fuerza de los latidos de mi corazón pensé que me iba a morir.

Alberto se levanta rápidamente de su silla y camina alrededor del escritorio. Prende un nuevo cigarrillo. Tira la etiqueta vacía en el tacho. Se muerde las uñas y se rasca la barba. Las sensaciones que lo invaden lo excitan de tal modo que empieza a mover las piernas. Se seca el sudor de las manos en el pantalón y termina la ardua tarea de comerse la uña del pulgar derecho. Agarra la silla y la acerca al lado del teléfono. Se sienta con el respaldar para adelante y apoya los brazos. El viejo mira el aparato. Lo mira tanto que la vista se le nubla. Piensa. Piensa. Re piensa. Se saca los lentes. Ahora sí todo es nublado. Los años y el poco cuidado con que se ha tratado, han acelerado vejez.
Alberto tiene 59 años. Hay veces que no recuerda su edad, ni su cumpleaños ni nada. Nadie para recordarlo. Nadie para festejarlo. Nadie por quien valga la pena estar vivo. Es por eso que la llamada le ha devuelto algo. No sabe bien qué es, pero es algo. Quizá alguien que se equivocó de número, o a lo mejor era algún idiota ofreciéndome cosas que jamás voy a comprar, piensa. Todas esas ideas deambulan por su cabeza. Pero Alberto está convencido que alguien se quiso comunicar con él. Y por eso no puede dejar de pensar.
Son las ocho y tres. La noche pide permiso y se instala por doce horas. Sigue nublado.
Vuelve a sentarse. Las hojas van perdiendo su blancura.
El tiempo transcurre más rápido de lo normal, de lo que es normal para él. No puede para de pensar ni de escribir.

“¿Qué?”, eso fue todo lo que me salió: un estúpido y nervioso “qué”. Ella me miró con ternura y dijo: “Te pregunté si nos conocíamos, porque me miraste como si quisieras decirme algo; o por lo menos eso me pareció a mí.” Yo no sabía qué carajo decir. Me rasqué la nuca, agaché la cabeza y le dije que no, que no nos conocíamos, pero que me llamaba Alberto. Me preguntó si me podía decir Beto. Yo le contesté que nadie nunca me decía Beto, pero que no me molestaba. Ella sonrió y me dejó con un “nos vemos después, Beto.” Me besó en la mejilla sin previo aviso, y se fue. Yo quedé pasmado. Ese beso me petrificó. Tardé unos segundos en reaccionar. Miré para todos lados para ver si alguien había visto todo eso. Rápidamente recuperé mi habitual anonimato y apuré mi paso para no llegar nuevamente tarde a clases.
Carla Sánchez era una de las mujeres más hermosas de la Facultad de Letras. Cursaba conmigo Introducción a la Literatura y se sentaba en los primeros bancos. Yo, como siempre, ocupaba la última fila, junto a los especimenes con los que se me asociaba: los que no les interesaba un carajo la carrera, los vagos, y los tímidos, como yo, que evitaban cualquier oportunidad de hablar frente al curso.
En los días que siguieron hice todo lo posible por hacerme notar frente a ella. Empecé a ganar lugares en el aula; pasé de la última fila, a la del medio. Leía todo lo que pedían y estudiaba todo el día para que, cuando el profesor preguntara algo, yo levantara la mano y respondiera. Ella se daría vuelta y me reconocería.
Por más que lo intentaba mi cabeza no respondía. Leía y leía, pero mi voluntad de aprendizaje era derrotada por mi timidez, mi poca comprensión de los textos, y por una imagen que atravesaba todo: Carla Sánchez. El recuerdo del beso en la mejilla era excusa para largar los libros e imaginarme en todas las posiciones sobre su cuerpo. Cuando esto pasaba, lo más seguro era que terminaba en una magnífica masturbación. Luego quedaba tendido, sintiéndome patético y desquiciado. Dormirme era lo mejor que me podía pasar.

Alberto se durmió sobre el escritorio, con la lapicera en su mano izquierda y un cigarrillo en otra. Cuando la ceniza le quemó los dedos, gateó hasta la cama y se envolvió en unas frazadas pesadas y viejas.
Durmió ocho horas seguidas. Hacía cuatro años que eso no sucedía. El tipo hacía del insomnio una forma de vida, su forma de vida. Llegó a tener delirios tan intensos que le permitían no dormir por dos días enteros. Finalmente su cuerpo fatigado decía basta, y Alberto quedaba tirado en algún lugar de la casa, cual si fuera un muerto o un borracho, y dormía un día entero.

Tenerla entre mis viejas, desteñidas y vírgenes sábanas era algo que me parecía imposible pero lo soñaba tantas veces, que muchas noches parecía real, y un círculo imperfecto manchaba todo. Las imágenes alcanzaban tanta perfección que, aunque fuera por algunos segundos, yo estaba con ella. Sí, dormido y soñando, pero era algo. Ya me imaginaba su cuerpo. Las caderas que se ensanchaban, logrando una armonía perfecta con el resto de sus partes. Las piernas no muy flacas, sino más bien gorditas. Los pechos parados, adolescentes, hermosos. Podía besar sus labios, recorrer con mi lengua todo el mapa de su figura. Y ella, abierta, esperándome, sin objeciones. Le hundía mi mano en su cabello largo y lacio. La traía contra mí. La besaba, nos besábamos. Mi panza acariciaba su panza. Los dos desnudos, sin nada, sin intermediarios. Lo que éramos, y sólo eso. La agarraba de los glúteos y nos movíamos con el ritmo que marcaban esas respiraciones agitadas. Cerraba los ojos y la escuchaba gemir. Y me encantaba. Sentir los suspiros de placer en el oído, las frases entrecortadas: “cojeme, cogeme, por favor.” Y cogíamos; cogíamos como si no importara más nada en el mundo. Qué importaba el mundo si…

Un hilo de baba caía de la boca de Alberto, recorría la punta de la almohada y descendía hasta la sábana desteñida. Un hilo de semen caía del miembro de Alberto, y se quedaba ahí, apretado por el calzoncillo y el pantalón. El olor era intenso.
Alberto se despertó. Tenía esa cara de desconcertado y de pelotudo que tienen las personas cuando se levantan y todavía no pueden distinguir la realidad. Encima, despertarse para seguir en esa misma realidad. Convenía dormir, escaparse a ese mundo sin formas, sin rostros, sin colores definidos, sin controles propios y ajenos donde todo pasa, donde todo se puede.
Los ojos tardan un poco más en despertarse. Se refriega la cara y decide levantarse. Alberto se sienta en el borde de la cama, apoyando ambas manos sobre el borde del colchón y mira un punto en la pared. La vista se le nublaba. Las lagañas, la vejez, la miopía y las primeras pocas luces de la mañana que entraban en esa habitación, hacían lo suyo. El viejo siguió con esa pose autista por varios minutos. La dejadez, los años y la soledad lo iban achacando. Cada día le era más difícil mover el cuerpo. Lo físico no tenía tanto que ver sino la motivación de saber que no valía la pena ir de un lado para el otro si todo seguiría igual.
Se percató de que había tenido sexo onírico cuando el olor empezó a subir por entre sus pantalones. La depresión de saberse patético lo invadió. Otra vez, otra noche que despertaba solo en esa cama fría y asquerosa; en esa habitación oscura, desordenada, en la que nada pasaba.
Alberto fue al baño con la premisa de orinar y decidir si hoy se bañaría o no. No tenía sentido asearse si nadie notaría la mugre, el olor, la falta de higiene. Tampoco salía demasiado a la calle, tampoco hablaba con nadie. El viejo podía pasar semanas enteras sin ducharse. Entró al baño y se miró al espejo.
El hecho de mirarse, de sentirse, de observar las facciones de su rostro, producía sensaciones muy intensas. Alberto evitaba mirarse al espejo. Cada vez que lo hacía pasaban cientos de imágenes en su cabeza. Su niñez (de la que recordaba cada vez menos, sólo tenía una media docena de fotos instantáneas) Su adolescencia, Carla, los momentos felices, y, luego, el abismo. Todo blanco, o negro. La sombra. Un hueco en su vida. Una etapa en la que no recuerda nada. Dos décadas en las que no tiene recuerdo alguno, o sí, pero esos blancos y esos negros se encargaban de anular todo.
Se sentó en el inodoro. Mientras orinaba se comía la uña del dedo índice con dedicación. El olor que despedía su pene era fuerte. Alberto se miró su miembro; lo agarró con su mano derecha y lo empezó a examinar. Respiró profundamente ese olor y cerró los ojos tratando de imaginar, de recordar qué era tener sexo. Volvió a respirar e hizo una mueca de esfuerzo. Quería sentir algo parecido a la felicidad. Y lo logró.
Las imágenes empezaban a verse con más claridad. Carla Sánchez mirándolo, corriéndole el pelo de la frente y diciéndole cosas hermosas. Todo lo que salía de su boca era hermoso. Los colores, muchos colores. Imaginar la felicidad era imaginar los colores, era ver las cosas con claridad, dejar las sombras por un rato, la opacidad, la falta de luz. “Beto, ¿me amás?” Las sierras, una brisa cálida y agradable, y unos labios húmedos. (Alberto, sentado en el inodoro, con los ojos cerrados, respirando cada vez más fuerte, mordiéndose los labios, haciendo muecas de dolor. Dos lágrimas brotan de su ojo derecho, escapándose, tratando de terminar con esa sequía del alma. Otras gotas se desprenden de su ojo izquierdo, hasta convertirse en casi un llanto) Su lengua masajeando la lengua de Carla. “Te hice una pregunta Beto.” Ahora, sí, el dolor.
Alberto abrió los ojos. Se secó las lágrimas, cual si fuera un chico, con la manga de la camisa. Se recompuso, y se quedó un rato más sentado ahí, tratando de buscarle alguna forma a las manchas de humedad de las paredes. De repente observó un bollo de papel que estaba tirado en el piso, detrás del lavatorio. Hizo un esfuerzo por alcanzarlo sin despegar el culo del inodoro. Se tuvo que arquear bastante. Lo arañó con las uñas y lo agarró. Sintió una pequeña satisfacción. Lo desarmó y lo planchó un poco con las manos y contra sus piernas.

A veces no entiendo ciertos momentos de mi vida. Dependiendo de mis estados de ánimo, llego a arrepentirme de todas y cada una de mis acciones. Otras, las menos, soy benévolo conmigo mismo.
Ya había pasado mi “¿Qué?”, mi cara de nabo, y mis intentos por impresionarla. Finalmente ella volvió a notar mi presencia. Fueron dos semanas y media desde aquel primer saludo hasta este nuevo encuentro. Estaba sentado en un banco de la facultad, un tanto alejado del resto de la gente. Con la cabeza gacha y las piernas cruzadas leía apasionadamente la sección deportiva del diario. Boca había ganado de vuelta y venía invicto. Iban tan sólo seis fechas y el campeonato era largo, pero me permitía entusiasmarme. De repente noté una sombra al frente mío. Alcé mi cabeza lentamente, por partes. Primero vi los zapatos, los tobillos angostos y las piernas ensanchándose hasta la pantorrilla. Apure el reconocimiento, levanté mi cabeza y la vi. El sol me impedía verle el rostro, me encandilaba. Es uno de los momentos más inolvidables de mi vida. Me saqué los lentes y esperé que ella hablara (mi mente estaba anulada) Ella dijo: “¿Beto? Así te llamabas ¿no?” Yo asentí. “¿Te molesto si me siento un rato acá con vos?” Me apresuré con un “sí, sí, por favor” y corrí mi mochila. Ahí estábamos los dos. ¿De qué podría hablar yo con ella? No tuve que pensar demasiado. Esa mujer no paraba de hablar y de sonreír. Movía las manos, gesticulaba. Cuando hablaba yo, ella me miraba y torcía su cabeza para un costado, como quién escucha con cariño y atención. No quería que ese momento terminara. Al final el sol se despidió y se la llevó a Carla también. Yo me quedé ahí unos minutos más y sentí qu…

El teléfono volvió a sonar. Alberto se apresuró a levantarse. Había estado sentado más de veinte minutos en el inodoro y en el momento en que atinó a moverse se tropezó con los pantalones bajos y cayó de boca al piso, pegando primero con el hombro izquierdo en el lavatorio. A esa edad los golpes se sienten el triple. El viejo estaba tirado, dolorido, con las piernas acalambradas, y con la desesperación de querer y no poder. Desnudo, con los pantalones en los tobillos, intentó arrastrarse. La puerta del baño estaba abierta. Desde el piso la entornó toda y siguió gateando como podía. El teléfono seguía sonando. Alberto sentía dolores por todo el cuerpo. A duras penas alcanzó el cable del teléfono y lo tironeó con fuerza. Era en vano, habían colgado.

jueves, septiembre 07, 2006

Breve Historia

“Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol”

Eduardo Sacheri



EL AÑO DEL MUNDIAL


Año 2018, son pocos los que muestran interés por el mundial de fútbol que se tendría que disputar. La FIFA ya no existe y los países no tienen jugadores profesionales, porque el fútbol, tal cual se lo conocía diez años atrás, ya ha dejado de ser. El “deporte más hermoso del mundo”, lema de la ex cadena televisiva de deportes ESPN, ya no es la prioridad número uno de las naciones. Nadie invierte en el fútbol. En el año del mundial no hay televisión idiotizante, no hay publicidades en el país de Quilmes, de YPF, de CTI, de Banco Nación, de nadie. Ni las radios destinan un segundo de su tiempo, ni los periódicos un pedazo de página de su tirada diaria. La comercialización exagerada del juego ha muerto. Junto con esto, parece que ha muerto el fútbol todo. Pero no. Su difusión mediática desapareció. La masificación de la pasión, la banalización del deporte, también. Es cierto, parece que a nadie, a ningún habitante le interesa el fútbol. Si las cosas no aparecen en los medios, no existen, y la gente tiene memoria muy corta para algunas cosas. Pero algunos se resisten. La pelota sigue rodando, esta vez sin tantos ojos alrededor de ella, ni cámaras, ni comentarios asesinos, ni tanto circo. Son los olvidados de siempre, los que amaron y aman el fútbol, los que siempre lo jugaron, los que nunca transaron, los que nunca se vendieron, los que nunca firmaron por sus piernas, los que todavía, a pesar de todo, conservan una vieja pelota debajo de sus camas.
Desde la caída del Muro de Berlín todo cambió. Futbolísticamente hablando podemos decir que el quiebre vino con el Mundial ’94, en los Estados Unidos. Nada fue igual desde aquel momento. La FIFA abrió la boca y muchos se sorprendieron (el resto de las grandes empresas que todavía no se habían dado cuenta) “El fútbol es un poder inmenso porque se juega en todo el mundo y mucha gente vive de él: periodistas, jugadores, hoteles, aerolíneas, industrias variadas, entrenadores, médicos, árbitros. Es una multitud de personas. Este movimiento del fútbol anualmente mueve 250.000 millones de dólares. La mayor empresa del mundo es la General Motors, que factura 170 millones de dólares. Vean la fuerza del fútbol…” Palabras que pronunciaba el ex presidente de la organización más grande del mundo en aquel momento, en cualquier entrevista, conferencia, o congreso donde se lo invitara. El poder del fútbol estaba en manos de pocos y sostenido en las piernas de muchos. Con el neoliberalismo en auge, la FIFA decidió abrir el juego a los que siempre tienen plata para pagar la cancha. Las multinacionales entraron de cabeza al negocio, y por una década y media, se llenaron de dinero.
Lentamente, la institución fútbol, se fue sacando rivales de encima. Primero inventó el doping de Maradona, en el ’94. Después pasó lo del misterioso accidente automovilístico de Pelé, en el 2007; luego de que los dos más grandes se unieran para decirle NO a tanta corrupción. Al astro argentino lo dejaron vivir, pero le apagaron las cámaras y su poder disminuyó. En la Argentina, Raúl Gamez fue secuestrado y nunca más se supo de él. En todo el mundo se daban hechos como estos. El fútbol comenzaba a ser sinónimo de miedo y de el “no te metás”. Pero la pólvora se fue juntando, y un buen día se prendió la mecha.
Pero ¿cómo se llegó hasta este punto? El camino fue largo y traumático. Pero ese día llegó, y fue más o menos así como pasaron las cosas…

El mundial organizado en Alemania en el 2006, fue ganado (vaya casualidad) por Brasil. Ronaldiño, Ronaldo, Kaká, Cafú, y todos esos morochos de camisetas amarillas, que parecían no tener ni apellidos ni nombres, levantaron la copa por sexta vez. Lula da Silva mantuvo el poder de su país por otro mandato más, gracias a la explotación propagandística de la conquista en tierras alemanas. Luego habría de huir a tierras lejanas.
Las grandes potencias del fútbol sintieron que ya era el colmo. La UEFA organizó una reunión con carácter de urgencia para resolver lo que se llamó: “La cuestión Brasil”. Estaban nerviosos. Ya no se aguantaban más que los verdeamarelos, levantaran cada copa que disputaban. Encima en Europa, en la propia Europa. Encima eran casi todos negros. Y Encima (y esto era lo que más les dolía) hasta se divertían en la cancha.
Mientras los jugadores campeones del mundo recorrían las calles de Río, ofrendando la copa a su pueblo, se daba por concluida la reunión en Zurich. Las puertas de la elegante oficina de la FIFA se abrían, y un montón de gordos con traje, maletines y celulares último modelo, caminaban con aires de conformidad. Con sonrisas de maldad. Como quién sabe que acaban de planear algo oscuro que les dará lo que tanto añoran: borrar a Brasil. La “Operación Brasil” (no tenían demasiado ingenio para los nombres) se desarrollaría en total coordinación con los árbitros, los medios (la televisión más que todo), los clubes, las ligas, los médicos, algunos jugadores, y todo aquel que fuera necesario. Objetivo principal: borrar al sextacampeón del mapa. Objetivo secundario: sacarlos de Europa. Duración de la operación: dos años.
Primer paso: cortarle las piernas al gigante. Una docena de casos de doping se sucedieron en las diferentes ligas europeas. Los encargados del plan estudiaron a cada uno de los jugadores brasileros. Sabían que tenían que ser discretos, así que las acciones se tendrían que desarrollar con cautela. No se podía abusar con los controles antidoping ya que hubiera sido demasiado sospechoso. Árbitros y pegadores se encargaron de quebrar a unos cuantos. Tarea difícil esta ya que por más flaquitos que fueran, parecía que no se rompían. Algunos picapiedras, incluso, salieron lesionados por intentar lesionar. Sucedieron confusiones ya que cuando empezó la razzia, algunos defensores no distinguían entre brasileros y no brasileros. Todos los que tenían pinta de sudamericanos, eran bajados. La comisión que llevaba a cabo el plan, debatió este tema en su reunión semanal, y concluyeron que sacarse de encima a un par de argentinos, uruguayos, y cualquier otro latino que jugara bien, no estaría nada mal. Ordenaron más cautela para no levantar la perdiz y crearon una empresa fabricante de botines especiales para dicha función.
La Operación Brasil funcionó, durante el primer año, con altos niveles de eficiencia, según los informes de la comisión. Los jugadores de aquel país se encontraban envueltos en escándalos por uso de sustancias no permitidas. Otros eran destruidos por la prensa por cualquier baja de rendimiento. Se les inventaban chismes, mentiras, problemas con la policía, con mujeres, con la noche y la joda. De esta manera los indefensos jugadores se ganaban un enemigo de peso, quizás el de mayor importancia: las hinchadas. La comisión evaluó que los hinchas podían ser su único obstáculo para llevar a cabo el plan, así que tuvieron que hilar fino en las cuestiones. Diálogos con algunos jefes de barras, agentes infiltrados haciéndose pasar por seguidores, grupos de extrema derecha gritando consignas racistas contra los morenos. Todo esto sumado a las consabidas lesiones que fecha tras fecha dejaban a un jugador fuera de partido. Luego de quebrar las piernas, el segundo paso era en la enfermería donde los maltrechos laburantes de la pelota no eran atendidos debidamente, lo que retrasaba su recuperación, en el mejor de los casos, o provocaba el retiro de algunos jugadores. Esto último constituía un éxito rotundo de la operación.
La segunda parte del plan consistía en cerrarle las fronteras europeas a los jugadores brasileros. Los que ya estaban iban a sufrir, pero aquellos que quisieran ingresar al viejo mundo, serían víctimas de una serie de cláusulas absurdas que les impedían desembarcar su calidad de fútbol en Europa. Negación de visas de trabajo, bajos sueldos, problemas de ciudadanía, entre otras cosas. Ayudado todo esto por un apriete de la UEFA que presionaban para que los clubes no contrataran a ningún brasilero que jugara bien.
La elite del fútbol mundial veía como le cerraban las puertas a su alegría. El comienzo de la operación consistió en cortarle las piernas a los mejores: Ronaldinho, Ronaldo, Robinho, Julio Baptista, Roberto Carlos, Cafú, Edmilson, y tantos otros más. El que se salvó por un tiempo fue Kaká, ya que era blanco y tuvieron más compasión por él. Pero como sucede en todo terrorismo sistematizado, la cosa se puso peor. No conformes con eliminar a los mejores, luego empezaron con los de medio pelo, con los que no daban tanta alegría en las canchas. La razzia se hizo evidente.
Al no haber brasileros compitiendo en las principales ligas europeas, los argentinos comenzaron a destacarse. Los que en una época fueron los mejores del mundo, se encontraban armando las valijas para retornar a sus lugares de origen. En tanto que los clubes argentinos, siempre dispuestos a vender las semillas antes de que crezcan, se llenaban de dinero que quedaba en manos de algunos pocos. La plata dulce ingresaba en carretillas a las arcas privadas de los principales dirigentes. Como si fuera un reflejo perfecto de los modelos tradicionales del país, las instituciones vendieron todo: jugadores, instalaciones, prestigio, orgullo, tierras. Las camisetas, viejo emblema de pasión inquebrantable, lucían una docena de publicidades, y se hacía imposible ya distinguir los históricos colores de cada club.
A Brasil le destruyeron las piernas, aniquilaron a sus jugadores. Con los argentinos hicieron un negocio mucho más provechoso: destruyeron sus bases mismas, con la total anuencia de los propios presidentes de clubes. Repitiendo el modelo de privatización de empresas estatales, los europeos compraron los clubes a dos monedas y después los fundieron. Con los brasileros empezaron por el último escalón, en cambio, con los argentinos tuvieron que mostrar un par de maletines, y el piso fue todo de ellos. La maniobra fue lenta, pero tendría el mismo efecto, o peor aún.
Una de las principales corporaciones económicas del mundo pegó el grito en el cielo. Nike (que había sido excluida de la Operación Brasil) era el principal sponsor de la selección brasilera y sufrió una importante caída en sus ganancias, provocando numerosos desajustes financieros en todo el globo. Los que tanto defendieron a la globalización, hoy sufrían los tirones de esas cadenas. Las empresas que quedaban se dividirían la torta y absorberían los mercados que antes ocupaba Nike. Adidas, el principal beneficiario y gestor del plan tenía, ahora, tres tiras, y muchos billetes más.
Se avecinaba el Mundial del 2010. La cita sería en Sudáfrica. Brasil sufría un crack económico en el ambiente futbolístico ya que había en el país cientos de jugadores de primer nivel que no podían emigrar a Europa y los clubes quebraban al no poder venderlos. El sistema de venta indiscriminada de talentos se caía y la situación era inmanejable. Por primera vez desde que se organizan los mundiales, Brasil faltaría a la cita. Ni siquiera se presentó en las eliminatorias. Cayó el fútbol y con él se vino abajo la estructura del país. Una guerra civil se veía venir en el país de los carnavales y la zamba.
Los gordos de la FIFA se refregaban las manos: esta vez no se les podía escapar. Brasil estaba out y el mundial tenía que ser de algún europeo. Las opciones eran las de siempre: Italia, Alemania, Francia, España y, por supuesto, Inglaterra. Cualquier otro país del viejo mundo que ganara la copa sería un revés.
Lo que pasó en el Mundial Sudáfrica 2010, quedaría para la historia. Fue el momento en que el orgullo de las potencias quedó herido, maltratado de una forma que nadie imaginó. Los jefes del fútbol estaban furiosos, rojos de enojo por lo que pasó en ese Mundial. Habían comprado árbitros, jueces de línea y jugadores. Habían borrado a Brasil; Argentina participaba del mundial, pero no podía utilizar ninguno de los jugadores que militaba en Europa. Las cláusulas sorpresas en los contratos aparecieron a sólo tres meses de comenzar el campeonato. Las grandes estrellas que todavía quedaban, no formarían parte de esta competición. Igual, la selección albiceleste, se presentaba con un grupo de jugadores que militaban en el país, y no sería tan fácil derrotarlos.
Ese Mundial fue ganado por Camerún, y la consagración fue festejada por todo el continente africano. Este singular hecho representaba la victoria de los dominados, los colonizados, los del tercer mundo, incivilizados y bárbaros, contra las potencias dominantes, colonizantes del primer mundo, civilizado, occidental y cristiano. La selección de Camerún, dirigida por Roger Milla, se alzó con la copa al derrotar en la final a Alemania por un categórico 5 a 0. De nada sirvieron los penales a favor, los off-sides convenientes, y la vista gorda ante las patadas de los teutones. La goleada era inapelable. El continente negro, históricamente esclavo, levantaba la copa por primera vez desde aquel 1930, año en que se empezaron a disputar los mundiales.
Europa no entendía nada. La FIFA era un escándalo. Los dedos apuntaron a Joseph Blatter. Porque les había dado el mundial a los africanos, convencido de que no iban a pasar más de cuartos de final. Y ahora esto; los de piel morena, negra como carbón, eran los dueños del mundo futbolístico. Y los blancos leche, racistas y orgullosos, se quedaban sin nada, otra vez. Por tercera vez consecutiva, el mundial quedaba en manos ajenas, y las potencias volvían con las manos vacías a casa.
Sudáfrica 2010 tuvo como semifinalistas: al dueño de casa, a Camerún, a Alemania, y a Uruguay, que resucitaba después de muchas décadas, y volvía a tener protagonismo en una copa del mundo. Argentina llegó hasta cuartos de final, donde perdió uno a cero contra Alemania, con un penal en el minuto 88.
Las corporaciones económicas pegaron el grito en el cielo ya que los máximos dirigentes europeos les habían prometido una victoria segura. La consagración de Camerún les hizo perder cientos de millones de euros y se desató una guerra de intereses entre cada una de las partes afectadas; lo que se dice un “ajuste de cuentas”. Blatter sufrió un paro cardíaco inesperado y el sillón de la FIFA fue ocupado por un títere; una persona débil que pudiera ser manejada por los dirigentes sin rostro, aquellos que caminan en las sombras, y en los pasillos oscuros.
La copa viajó a Camerún, pero sólo por unos meses, ya que la comisión organizadora de los mundiales (integrada por los mismos de siempre), determinó que era inseguro que la estatuilla estuviese en un país tan inestable y que corría riesgo de ser robada. Otra artimaña, típica de los que no saben perder. Sin embargo el trofeo pisó suelo africano, y millones de personas pudieron observar el brillo dorado por primera vez en sus vidas. Y eso sí que no tenía precio.
En Europa el fútbol ya no era lo mismo. La gran rueda financiera giraba cada vez más lento y los números perdían cifras. La gente ya no iba tanto a la cancha, y las corporaciones le daban la espalda a la pelota y buscaban meter sus billetes y sus influencias en otros lados. La explotación económica del sentimiento futbolero fue reemplazada por el manejo publicitario del amor, la tristeza, la inseguridad y el hambre; espacios tradicionales pero no por eso menos efectivos. Le aseguraban a la gente que eso sí lo podían comprar, y la gente compraba, como siempre lo hizo. La televisión (que había perdido millones con la consagración de Camerún) recortaba presupuestos a las ligas y se abría paso a otras programaciones. El fútbol, después de una vida en continuo ascenso propagandístico entraba en recesión. Ahora, quedaba en segundo plano. Y como cuando Europa estornuda el mundo se resfría, la situación se reprodujo en todas partes.
La segunda verdad no tardó en llegar: históricamente, cada vez que el viejo mundo se descuida o entra a tropezar ¿quién toma la posta? Sí, los Estados Unidos. Pasó con las industrias, con la guerra, con el plan Marshall, y con la imposición de las formas de ver las cosas, y ahora también, pasaba con el fútbol.
El gigante imperialista aprovechó esta oportunidad que se le presentaba, para ser los primeros en el mundo futbolístico y lograr así el título de campeón en el único deporte en el que no había podido imponerse nunca. Querían ser los mejores del mundo aunque a su población no le importase en lo más mínimo. El fútbol (soccer) no había logrado introducirse en la vida norteamericana (entiéndase por esto, que el fútbol no podía consolidarse como negocio a pesar de los esfuerzos; copa del mundo del ’94 inclusive) Pero, a los yanquis les gustaba ser los números uno. Territorio en donde eran mediocres, territorio en el que se ponían millones de dólares para tratar, primero, de hundir a aquel que fuera el mejor, y segundo, para que ellos puedan reinar y colgarse el cartelito. Por un siglo, el fútbol era para los estadounidenses, un deporte en el que no pesaban: eran una vergüenza y el hazmerreír del mundillo futbolero. Para jugar a la pelota tenían que poner sentimiento (que hasta donde yo sé eso no se compra), coraje, pasión e historia. Y era esto último lo que les impedía triunfar. En cientos de países, uno nace con un antepasado, con una raíz que lo ata a la tierra; la misma tierra donde mis abuelos descubrieron la pelota, el tiro libre y el orsay; donde mi padre se enamoró del juego, viendo jugar a su padre, y gritó goles a más no poder; donde nacimos mis hermanos y yo, y pateamos y pateamos hasta que la pelota decía basta. Pero la pelota no decía nunca basta, o eso creíamos, allá por aquellos años.
Estados Unidos armó un súper equipo. Contrató a los mejores y nacionalizó a los que tenía que nacionalizar. Puso millones de dólares (obstinados, seguían usando su verde moneda a pesar de que era el euro el que regía los mercados) en publicidad (propaganda) que instaba a todos los americanos para que apoyaran a su selección en el Mundial que se avecinaba. Roney Reagan, hijo, se jugaba sus últimas cartas como Presidente ya que había un gran sector de la derecha yanqui que lo acusaba de progresista, zurdo y blando, por no haberse animado a tirar otra bomba nuclear en el devastado medio oriente. El hijo del mítico Ronald Reagan había perdido toda guerra que intentó declarar. Esto era un gran retroceso ya que no podía ni siquiera iniciar un conflicto bélico en ningún país del mundo.
Igual, la potencia seguía siendo potencia. Para el 2014 el mundial tendría sede en Suiza, el histórico paraíso bancario, y el domicilio de la Federación Internacional de Fútbol. A pesar de que el torneo le correspondía a América, los popes de la FIFA determinaron que las condiciones no estaban dadas para que se organizara una competencia de tal magnitud. Latinoamérica vivía presentes de cambio. Los gobiernos populares ganaban espacios; la gente se levantaba, discutía, se organizaba, y pasaba a la acción. En tanto que la derecha conservadora utilizaba todas sus armas para frenar el avance de los oprimidos, y había mucho olor a pólvora. Los únicos dos países latinoamericanos que se postularon para organizar la Copa fueron Cuba, que le habían levantado el embargo y podía, ahora, participar en los mundiales, y Bolivia, que era por primera vez en su historia, una nación nacionalizada. No hicieron falta excusas para decirle que no a ambos países. Igual, las dos selecciones hicieron un papel fantástico en las eliminatorias y clasificaron para jugar el mundial.
Treinta y dos equipos participaron de la vigésima Copa del Mundo, Suiza 2014. Brasil seguía ausente y lentamente re-fundaba las bases de su fútbol. Argentina se quedó sin fútbol profesional rentable, y la liga, la AFA y los clubes eran un bochorno de corrupción y delito. Igualmente, logró clasificar en el último pasaje de avión que quedaba (manos amigas mediante; necesitaban un equipo con prestigio, aunque fuera sólo histórico) El resto de los sudamericanos fueron: Uruguay, Paraguay, Venezuela y la ya mencionada selección boliviana.
El mundial de Suiza tuvo la menor cantidad de horas de transmisión de televisión en la historia desde que los partidos se empezaron a ver en todo el mundo. Ya se sabía que el fútbol no era lo mismo. Ya no vendía como antes, y eran cada vez menos los que creían en él y en su imagen mágica.
La primera fase tuvo resultados sorpresa, partidos previsibles, y varias goleadas. Los árbitros se venían portando bien ya que la situación no ameritaba ninguna intervención demasiado evidente. Estados Unidos goleó en los tres partidos de su grupo contra Montenegro, Argelia y Finlandia, tres rivales de bajísimo nivel. Sólo contra Argelia tuvo momentos de zozobra ya que ganó 5 a 3 y los africanos se erraron una cantidad de goles increíbles. Los yanquis tenían un equipo bárbaro: once muchachos fornidos que no paraban de correr en ningún momento y que funcionaban como una máquina perfecta, previsible y sin desorden táctico. En el fútbol es necesario el desorden y la sorpresa, por eso es que sólo ganaban los encuentros por el excelente estado físico de los jugadores.
La sorpresa fue Cuba, que pasó heroicamente de ronda, con un triunfo y dos empates, frente a Túnez, Bélgica y Ucrania, respectivamente. El equipo caribeño desplegaba un fútbol alegre y despreocupado. Los jugadores, cuerpo técnico y directivos de la Federación Nacional de Fútbol Cubano, le dedicaron el triunfo deportivo a la memoria de su histórico líder, Fidel Castro, fallecido dos años atrás, sin que pudiera llegar a ver por segunda vez en la historia a su país jugando un Mundial. La muerte de Castro representó la posibilidad de cambio, de nuevos rumbos en la política cubana. El régimen seguía, más firme que nunca, pero con otros aires que buscaban la integración de todos los habitantes en las tomas de decisiones. A los 23 jugadores del plantel los eligió el pueblo en una votación nacional.
Argentina terminó por confirmar su decadencia: perdió los tres partidos de la fase inicial y se volvió a casa, sin que esto causara demasiada sorpresa. El fútbol profesional agonizaba, y a la gente parecía no importarle. No iban a salvarlo como tantas veces, para que los mismos que se llenaron los bolsillos una vez, vuelvan a hacerlo.
El torneo era mediocre, pero los equipos debutantes le daban otro ritmo de juego a los partidos. Los africanos dominaban claramente, y los cuatro participantes del continente negro se metieron en cuartos de final. Los sudamericanos también pasaron a la siguiente fase, y Uruguay parecía que se encaminaba hacia las instancias finales. El fútbol uruguayo vio la debacle antes que todos e implementó una reestructuración de su liga. Federalizó el torneo y le dio más competencia al resto de los equipos. Nacional y Peñarol seguían siendo los grandes, pero no dominaban siempre, y los campeonatos eran atractivos y con alto nivel de juego.
Los europeos eran una vergüenza. Ni Alemania, ni Francia e Inglaterra (clasificados al mundial casi por decreto) pasaron a la siguiente fase, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo el aparato futbolístico. Italia llegó a octavos y perdió con Ghana por un contundente 4 a 0. La esperanza era Suiza: por ser local, y porque no había sufrido todo el desbaratuje que había arrastrado a las principales ligas de fútbol del viejo continente a la decadencia total. No tenían un buen equipo, pero jugaban despreocupados y sin la presión de ser campeones. En cuartos de final perdieron contra Cuba por 5 a 3, y todos los espectadores se levantaron a aplaudir un verdadero espectáculo de fútbol.
Los uruguayos tuvieron la mala suerte de cruzarse con la máquina estadounidense en cuartos y con la ayuda bastante evidente del árbitro inglés que cobró todo para un solo lado. El primer partido de la semifinal fue disputado entonces, entre Estados Unidos y Camerún, el último campeón. En tanto que en la otra llave, la sorprendente Cuba jugaría contra Holanda, pero una Holanda sin todos sus jugadores extranjeros nacionalizados. El equipo naranja había llegado hasta esa instancia casi de casualidad y su derrota no causó ninguna sorpresa. Lo que sí sorprendió a todo el mundo fue el rendimiento del equipo cubano. En los partidos previos habían mostrado grandes falencias, algunas infantilidades defensivas y un estado físico por debajo del ideal. Pero en el partido de las semifinales, Cuba, fue un equipo impecable: un desempeño táctico perfecto, una entrega nunca antes vista; jugadores corriendo por todas las partes de la cancha, lujos, precisión, calidad, goles de alta factura, en pocas palabras: un baile. De repente, los pocos periodistas que habían ido a cubrir el torneo, se dieron cuenta de que algo raro pasaba.
En tanto que Estados Unidos se sacó de encima a Camerún por un ajustado 2 a 1, con dos goles de pelota parada y un juego chato, con mucho roce y poco despliegue. Los yanquis se encaminaban hacia su objetivo definitivo que era ser los mejores del mundo en el fútbol. La final parecía de película.
El conflicto entre la isla y el imperio había bajado su intensidad en el 2012 luego de que EEUU le levantara el bloqueo económico porque era insostenible y ridículo, y la presión mundial fuera demasiada para el actual presidente americano. Además, con la muerte de Castro, el gigante capitalista esperaba que, de una vez por todas, se cayera ese régimen de igualdad que tanto les molestaba.
El final de esta historia es conocido. La FIFA decidió la suspensión por tiempo indeterminado de la Copa del Mundo y después de 20 ediciones, desaparecía la máxima competencia internacional. El trofeo viajó hacia Centroamérica donde millones de cubanos festejaban con ron y música de fiesta. Estados Unidos cayó sin atenuantes frente al conjunto caribeño, que lo pasó por arriba. Nunca en la historia se vio tanta diferencia entre dos equipos en una definición del mundial. Muy pocos entendían cómo podía ser que un equipo formado por jugadores amateur, sin roce internacional, sin referencias históricas, pudiera jugar de esa forma y ganar el torneo. Sin embargo había otros que entendían a la perfección lo que había pasado. En los últimos seis años, Fidel Castro había ideado un plan para lograr la consagración futbolística. Los jugadores se entrenaban sin descanso, en la lucha por ese ideal. Se les hablaba de filosofía de juego, de humildad, de compañerismo y de tantas otras cosas con las que se forma un verdadero deportista. Los mejores técnicos del mundo, aquellos que practicaban el lirismo, el juego limpio y vistoso, los amantes del buen trato a la pelota, fueron contratados en total confidencialidad. La operación fue todo un éxito, y las consecuencias, marcaron un punto y aparte.
El Presidente estadounidense había apostado su continuidad a la victoria en la copa del mundo. No sólo la perdió, sino que fue Cuba, su histórica espina en el ojo, quien se alzara con el trofeo. Esto fue insoportable para los caciques yanquis, y por primera vez en la historia derrocaron explícitamente a un presidente norteamericano (las otras veces habían sido encubiertas) El fútbol profesional, tal cual todo el mundo lo conocía, murió. En Europa hicieron todo lo posible por mantener las ligas. Y los equipos continúan jugando, pero las empresas privadas que los gerenciaban, se fueron en el primer buque que encontraron, y todo volvió a punto cero: asociaciones sin fines de lucro, o sea entidades públicas, por y para la gente.
Y en Argentina la cosa no fue tan distinta. Una vez que las empresas extranjeras terminaron de saquear y de exprimir todo, armaron las valijas y se marcharon, dejando la tierra seca e improductiva. Destruyeron una generación de jugadores: cumplieron su misión; pero de poco les servía, ya que todo había acabado y nadie consumía fútbol. Estadios vacíos, camisetas guardadas, borrón y cuenta nueva. La televisión se dedicó a idiotizar a la población con otras cosas, pero no les era sencillo ya que el fútbol lo aglutinaba todo. Ni las radios ni los periódicos se molestaron en analizar lo que había pasado. Y la gente lentamente se fue olvidando que este había sido alguna vez el país de la pelota.

Año 2018, el año del mundial. Observo la emoción de esos pibes al ponerse una camiseta. Todos se pelean por la número diez. Algunos no saben por qué, pero todos sienten que es un número grande, una responsabilidad de buen juego.
Son ocho contra ocho. La cancha es de tierra, y la pelota es muy vieja, por eso todos la tratan bien y la cuidan como el oro que nunca tendrán. El partido se disputa en una de las tantas villas miserias que todavía existen en el país. Son otros tiempos; algunas cosas parecen que están cambiando. Todavía falta mucho camino por recorrer. Los estadios están abiertos y desolados, como monumentos de un pasado de gloria y decadencia. Cualquiera que tenga ganas de usarlos, puede hacerlo; igual es difícil encontrar gente que se anime a entrar.
El fútbol vive en sus bases. En aquellos que sienten la tierra. En los que siempre lo defendieron y lo sintieron como propio. Todavía hay goles, pero sin repeticiones. Todavía hay quienes aplauden una buena jugada. La pelota sigue rodando. Quizás no pique igual que antes, porque el césped crece poco en los lugares donde todavía se juega, pero hay emoción pura en aquellos que la disfrutan.

Me ven sentado debajo del árbol y me piden que les alcance el balón. Se los pateo. Me invitan a que me sume, pero con una seña les digo que no. Yo ya estoy viejo para estos trotes. No voy a poder jugar, pero cuando terminen, quizás les cuente una historia.

miércoles, septiembre 06, 2006

Esperando en el umbral

Ya habían pasado las jornadas del 19 y 20 de diciembre. El país seguía quebrándose, la herida sangraba cada vez más, y las valijas llenas se iban para el exterior. A pesar de todo eso: argentinos. Y como argentinos, la fiesta tenía que seguir. Y el fútbol es fiesta. Y el fútbol siguió. Había ruido a cacerola vacía de unos y de cuentas vacías de otros. Eran piedras estrellándose contra todo, rompiendo todos los vidrios, todos los reflejos de la furia. Creo que si hubiera sido cualquier otra circunstancia, cualquier otra definición de campeonato, se hubiera hecho un parate. Normalmente, los diciembres de cada año nos encuentran viendo por la tele a Boca o River peleando contra algún otro equipo o contra ellos mismos, o dando la vuelta olímpica en cancha propia o ajena. Pero ese 2001 era algo distinto. No eran ninguno de los dos equipos más ricos del país. Tampoco eran Independiente (glorioso Rey de Copas), San Lorenzo (un campeonato de vez en cuando) o Velez Sarsfield (gran animador y ganador en los noventas) No. El que llegaba a la última fecha con altísimas chances de campeonar, no era otro que el Racing Club de Avellaneda, el que esperaba cortar esa racha de treinta y pico de años.

La campaña de Racing no había sido brillante, pero les había ganado a casi todos y llegaba hasta el final con la entereza de un campeón, de un “todavía no soy campeón”. Paso a paso fue dejando rivales en el camino; y esta vez, por fin, parecía que lo iba a lograr.

El nacimiento de Racing fue bien diferente al resto. El núcleo de fundadores era "made in Argentina" y todos de Avellaneda. ¡Veinte criollos que querían a toda costa quitarle la supremacía a Gran Bretaña! Y lo lograron. Ellos fueron Alejandro Carbone, Raimundo Lamour, Ignacio Oyarzábal, Pedro Viazzi, José Guimil, Julio Planisi, Leandro Boloque, Pedro Werner, Juan Sepich, Alfredo Lamour, Arturo Artola, Germán Vidaillac, Alfredo Paz, Bernardo Echeverri, Evaristo Paz, Francisco Balestrieri, Enrique Pujade, Elías Calmels, José Paz y Salvador Sohorondo. Eran todos criollos. Héroes en la gran cruzada que se llamó el 25 de marzo, y para siempre, RACING CLUB.

Rodolfo Gómez no había podido dormir casi nada esa noche. Las bolsas con papeles cortados estaban apiladas a un costado de la mesita de luz. La entrada, la tan ansiada entrada, estaba guardada en un cajón de la cómoda, debajo de los calzoncillos, adentro de un sobre color madera, sellado con una cinta y un cartel que decía “no tocar, entrada de Rodolfo”. ¡Con todo lo que le había costado conseguir el ticket! El tipo ya estaba viejo como para andar recibiendo golpes, balas de gomas, choques con los caballos y algún que otro bolsiqueo. No había podido comprar la entrada con todas las de la ley porque ese día, las boleterías del cilindro eran un caos. El país mismo era un caos. Rodolfo tenía 72 años y había mandado a uno de sus nietos a que le consiguiera ese tan preciado lugar en la cancha. A esta altura daba lo mismo: popular, platea, para-avalancha, palco, lo que fuere con tal de ver la tan ansiada vuelta olímpica. Matías, de 17 años, se llevó la bolsa de dormir y fue un día antes a hacer cola. El esfuerzo fue en vano. La venta fue un verdadero desastre y volvió con las manos vacías. El viejo lo miró y sus ojos eran una lágrima enorme. Estaba tan triste que ni siquiera pudo emitir palabra alguna. Se sentó en su sillón, apoyó la cabeza en el respaldo, y se quedó mirando un punto fijo en la nada. Tal vez en la nada encontraría algún consuelo. Matías (también hincha de Racing) mordió la bronca y salió a la calle. No podía ver a su abuelo así. Juntó plata de todos lados y consiguió un boleto para la popular al módico precio de noventa y ocho pesos en el país de la eterna reventa clandestina. Con esta tremenda erogación de dinero, las posibilidades del pibe de ir a la cancha de Velez se esfumaban.

El viejo se levantó a las siete de la mañana. Trató de no hacer demasiado ruido para no despertar a Paula, su mujer. Se calzó las chinelas y se fue a la cocina a preparar unos mates. Entre sorbo y sorbo se acordaba de los goles del “bocha” Maschio, de la seguridad de Perfumo, del gol…, aquel gol hermoso del “chango” Cárdenas, que de tantas veces visto, pensaba, algún día iba a pegar en el travesaño y se iba a ir. Treinta y cinco años. Ese número pasaba por su cabeza como una maldición eterna. Un maleficio acumulativo. Porque cuando llegaron a los treinta años sin salir campeones, Rodolfo pensó que nunca más iban a quebrar la mala racha. Tantas frustraciones. Tantos gritos ahogados. Tantas lágrimas mojando los escalones de ese estadio hermoso. Esa cancha redonda, enorme, imponente que el General Perón les había hecho. “Al final, nunca la pagamos”, pensaba Rodolfo y se daba permiso para soltar una sonrisa. Igual, el estado de ánimo general era de nerviosismo y de tensión.

El estadio de Racing, Juan Domingo Perón, ubicado en las calles Mozart y Oreste Omar Corbatta (Avellaneda) fue construido en 1945. Con el tiempo fue remodelado y hoy en día puede albergar a 50.000 personas: 18.000 en su bandeja superior, 7.000 en plateas preferenciales y palcos (en las áreas centrales de la bandeja inferior) y 25.000 populares en las cabeceras detrás de los arcos para espectadores de pié. (15.000 locales y 10.000 visitantes)
La hinchada visitante se coloca en la cabecera norte mientras que la local utiliza todo el resto del estadio. Posee, además, un estacionamiento para 700 autos. Gracias a la instalación de un techo celeste, liviano y translúcido, montado sobre una estructura metálica que sostiene un moderno sistema de iluminación, el “cilindro” es el primer estadio de Argentina que posee todas las plateas techadas.

Se hicieron las diez de la mañana y llegó Agustín, uno de sus hijos. Lo abrazó y le dijo: “papi, hoy se nos da, acordate lo que te digo: hoy damos la vuelta” Y el viejo lo miraba, asentía y le respondía con un nervioso “sí, sí”. Pero de algo sabía Rodolfo, y eso era no cantar victoria por adelantado. En los setentas, todavía, vaya y pase. El último título local había sido en el ’66 y en ese entonces, Racing todavía peleaba por cosas grandes y siempre se le escapaba la chance de ser campeón. Nadie se moría. “Ya va a llegar”, pensaban los hinchas. Nunca sospecharon que iba a tardar tanto. En los ochentas comenzó la debacle. La única alegría había sido la obtención de la supercopa, allá en Brasil, en 1988. Pero el título local no llegaba. Rodolfo pensó que en el ’96 iban a poder gritar campeones con ese equipazo: el “mago” Capria, el “piojo” Lopez, el “chelo” Delgado, Carrario, “nacho” Gonzalez y otros más; el 6 a 4 al Boca de Maradona, en la propia bombonera. Pero el campeonato fue de Velez. Y hoy le tocaba ir a esa cancha, a la de Velez Sarsfield, con la ilusión de tocar el cielo con las manos o por lo menos sentir algo parecido, algo indescriptible, algo que sólo podía pasar en ese diciembre caótico que luego pasó a llamarse “argentinazo”.

A fines de 1900, Pedro Werner, un joven estudiante del Colegio Nacional Central, se apasionó de tal forma por el fútbol que fue incitando a sus compañeros a volcarse a ese deporte. El 12 de mayo de 1901 se realizó una reunión en la casa de Félix Cirio, en Saavedra 307. Allí se instituyó el Foot Ball Club Barracas al Sur. La mesa directiva quedó compuesta de la siguiente manera: presidente, Pedro Werner; secretario, Alfredo Lamour; tesorero, Salvador Sohorondo; y los demás miembros presentes fueron vocales.
El espíritu temperamental de Werner motivó ciertas fricciones. En marzo de 1902 eclosionaron las cuestiones internas por el color de la camiseta. Werner quería hacerla a rayas negras y amarillas. Artola y Evaristo Paz deseaban que fuese de tono colorado. Finalmente, no hubo reconciliación y la institución se disoció. Y el 16 de marzo se fundó Colorados Unidos. El sueño de la fusión quedó para más adelante. Fue en el Mercado de Hacienda, o en la Feria de Ganado. En Alsina y Colón. Eran las primeras horas de la tarde del glorioso 25 de marzo de 1903. El señor Juan Ohaco, padre de dos excepcionales jugadores, dio su anuencia para que allí se celebrase la reunión. En total eran unos cincuenta asociados de cada bando. Primero habló Werner y hubo silencio. Después habló Artola, hubo silencio y llegó el entendimiento. Y el silencio significó la alegría. De allí en adelante, la historia es conocida.

La familia siguió las instrucciones al pie de la letra, y ya, al mediodía, la casa estaba vacía. Rodolfo había pedido que lo dejaran solo. Tenía mucho para pensar. “¿Y si ganamos? ¿Y si llegamos a salir campeones? ¿Cómo hago? ¿Cómo…? El loco Corbatta, Pedrito Dellacha, el “marqués” Rubén Sosa, Pizzuti, Manfredini y Belén, en el ’58 y en el ‘61. Cejas, Basile, el panadero Díaz, Rulli, Maschio, Cárdenas, Perfumo, y Juan Jose Pizzuti, pero en el banco, en el ‘66. Costas, Colombatt, Fabbri y el uruguayo Ruben Paz, en el ‘88. El gol de chilena de Fleitas contra Velez. La zurda de Capria y la del piojo. El más grande de todos sentado (aunque fuera por un tiempito no más) en el banco del cilindro… Por favor, que sea esta la vez, por favor –miraba para arriba y movía la cabeza para los costados. “Imaginate –como si le hablara a Dios- si nos caemos. Yo ya estoy, yo no puedo aguantar más tiempo. Si no salimos campeones me mato. Ya tengo 72 años. Hice lo que tenía que hacer: lo vi a Racing campeón... cada vez quedamos menos, pero yo lo vi. Fue hace tanto que ni me acuerdo”

Las horas pasaron, lentas. Rodolfo tuvo tiempo de pensar todas las definiciones posibles del campeonato. Todos los resultados. Todas las consecuencias. Todos los festejos y todos los llantos posibles. Faltaban tres horas para el partido. Agarró el bolsito que tenía preparado hacía dos días y se fue para la cancha.

La ruta parecía una peregrinación de alguna religión celeste y blanca. Los rostros de esas personas estaban transformados. Nadie se animaba a sentirse campeón, pero todos lo gritaban. Eran lágrimas, eran sonrisas, era tensión, era nerviosismo. Más de 40.000 personas se acercaban a Liniers y otras 30.000 se iban para Avellaneda, al cilindro. A abrazarse si todo salía bien, o a consolarse si el sueño se esfumaba y todo quedaba en el olvido.

Rodolfo llegó bien temprano a la cancha de Velez. Cumplió el ritual del hincha popular que sabe cómo manejarse. Miró la tribuna, buscó un lugar alejado del medio, (donde se ubica la barra, aquella guardia imperial) y subió caminando, lentamente, a su manera, como podía, como sus viejos músculos le permitían. Llegó arriba a la derecha y se sentó con el para avalanchas a su espalda. Abrió el bolsito y se puso a recortar algunos diarios viejos, un par de revistas y unos volantes de una pizzería que ya no está.

Y la gente fue llegando. Porque la gente de Racing siempre llega. A pesar de todo, a pesar de tanta nada, ellos van. Y a veces van tan contentos que asusta y ellos vuelven tan tristes, tan enojados, que también asusta. Y Rodolfo los miraba a todos. Y en cada uno de esos rostros se veía él. En todas sus edades, en todas sus etapas, en todas sus formas de expresión a esta devoción.

Los minutos pasaban y la comodidad iba en franco descenso. Los lugares se iban ocupando. Una marea de personas seguían ingresando al estadio. Parecían hormigas, pero eran personas, como él, como Agustín, como Matías, como tantos que ya no están. Y a pesar de tanta gente, de tanto anonimato, Rodolfo se sentía único, especial. A pesar de que todos eran un sólo color, la situación, el momento, le daban al viejo la sensación de sentirse tocado por una varita; la misma varita que tanto tiempo lo esquivó. “Quizás la varita cayó en manos del diablo (“maldito Independiente”, pensó Rodolfo) o de algún brujo que se enojó por la extrema alegría de nuestra gente” - reflexionaba. Pero el rumbo de la historia misma parecía estar cambiando. Latinoamérica se agitaba y no era solamente por la lucha por una igualdad social, por la distribución equitativa de las riquezas, sino que se estaba inclinando la balanza y una nueva, y más igualitaria, distribución de la felicidad se estaba gestando: solamente había que empatar con Velez.

A una hora de empezar el partido, la cancha era un hervidero. No había lugar para colgar las miles de banderas, expresión inigualable de un sentimiento, que los hinchas traían. La gente se agarraba a las trompadas por tanto nerviosismo. Las bolsas enormes de papeles cortados se distribuían en la tribuna. La policía provocaba, siempre en contra de todo lo que sea felicidad popular. Y todavía faltaba de llegar la Guardia Imperial. A pesar de todo ese clima, Rodolfo tenía tiempo para pensar: “Sí, es así, merecemos ser campeones, porque, pensá, del otro lado está River, y River ya ganó una pila de campeonatos, y como dos Libertadores, y nosotros tenemos una nomás. Y…, y, a ellos no les va importar un título más o un título menos. No se nos puede ir. No. No. ¿O sí? No, de ninguna manera. Velez no tiene nada. No pueden ser tan mal paridos. Seguro que van a jugar a muerte para vernos llorar. Y eso que nosotros éramos amigos de Velez. Pero los hijos de puta se nos burlaron mal en el ’91 y desde ese momento les hicimos la cruz. ¿Por qué nos hacen esto? ¿No se dan cuenta la cantidad de suicidios que se pueden llegar a dar? Racing campeón, Racing campeón – repetía Rodolfo mirando al cielo- Por Dios, Racing campeón.” Se escuchó una bomba de estruendo y Rodolfo interrumpió sus pensamientos, pero sintió algo raro, como si alguien allá arriba, o donde fuere, lo hubiera escuchado. El cielo lucía celeste, con unas nubes blancas que se abrían para dejar paso a los rayos de ese agitado sol de diciembre.

Los segundos parecían eternos, se sentían pesados. Los minutos duraban 35 años. Rodolfo se miró las manos y vio su vida. Arrugadas, gastadas, lastimadas, como su vida, como su Racing. Una sombra nomás de aquellos días, de su juventud, de sus años ágiles, de sus años rápidos, de sus años felices, como su vida, como su Racing. Cerró los puños, suspiró y volvió a los diarios. Cortó cuadrados exactos: “para que vuelen mejor y se vean bien”, se dijo. Uno de los papeles decía: “¿Racing campeón?”. Rodolfo lo sostuvo, lo miró unos segundos y dijo, en voz alta, “ojalá”. En minutos terminó de cortar los pocos diarios y papeles que le quedaban y puso las dos bolsas llenas debajo de sus pies.

Cantidad de Presidentes que tuvo la República Argentina en menos de treinta días: cinco. Cantidad de muertos por la brutal represión en las jornadas del 19 y 20 de diciembre: más de treinta en todo el país. Responsables oficiales por las muertes: nadie. Cantidad de afectados por las políticas estatales y mercantiles de los últimos diez años: no hay cifras exactas, pero se sospecha que fueron y serán cientos de miles. Cantidad de espectadores en el estadio Amalfitani, el 27/12/2001: aproximadamente 50.000 personas. Minutos restantes para el comienzo del partido entre Velez Sarsfield y Racing Club de Avellaneda: quince minutos. Estado de ánimo de Rodolfo Gómez: nerviosismo intenso, ansiedad y unas ganas inevitables de llorar. Síntomas: sudor en las manos; calor corporal en ascenso; fuertes y acelerados latidos del corazón; transpiración abundante en el área de las axilas, entrepierna, nuca, frente y pies. Tiempo restante de vida de Rodolfo Gómez: a punto de develarse.

El comienzo del partido tuvo una demora de unos minutos porque había gente trepada a los alambrados, cientos de periodistas adentro del campo de juego y porque todavía había muchísimo público afuera del estadio. Finalmente, el pitazo más esperado, sonó. Gabriel Brazenas silbó y el partido empezó. Los jugadores estaban iguales de nerviosos que los hinchas. Rodolfo intentaba seguir las jugadas pero había tanta gente en esa popular, que le costaba mucho. Se le caían los lentes, lo tapaban, lo empujaban y un sin fin de molestias que le sumaban nerviosismo y tensión a los viejos huesos de Rodolfo.

El primer tiempo pasó entre bolsiqueos, algunas aproximaciones y muchos gritos, alientos, y frases como:”Dale Racing”, y “Terminálo de una vez la puta que te parió”. Para que terminara ese partido, ese sufrimiento, esos 35 años, esa espera (larguísima espera), ese eterno nudo en la garganta, todavía faltaba el segundo tiempo.

El entretiempo fue una seguidilla de charlas con extraños. El nerviosismo dominaba todas las conversaciones. Rodolfo le contaba a un pibe de los legendarios equipos de los sesentas, de los goles, las hazañas, los campeonatos. El mocoso escuchaba, pero eran como media docena los que seguían, atentos, las palabras de Rodolfo. Sonreían, le miraban los gestos de su rostro, el movimiento de las manos y los ojos. Esos ojos que decían tanto. Una mirada que sólo te daban los años en la espalda; la sabiduría del que las vivió todas y sabe de qué está hablando. Nadie lo interrumpió. Todos estaban en ese pedacito de la tribuna, parados, porque no había un lugar para sentarse. El viejo contó la vez que conoció a Juan José Pizzuti, en el ’68, después de haber ganado todo. Uno de los que escuchaba le preguntó “¿en serio?”, y Rodolfo se sintió especial, escuchado, feliz de tener a esos pibes prestándole atención. Respondió con un “sí, nene, sí”, y una sonrisa enorme de abuelo, se dibujó en su rostro.

Rodolfo perdió el protagonismo de la charla cuando sus anécdotas se acercaron en el tiempo; ahí intervino un panadero que tendría unos cincuenta años y un vendedor de gaseosas que rondaba por los cuarenta. El viejo siguió escuchando al resto con cierta resignación pero con la certeza de que, a pesar de la edad, mantenía frescos tantos recuerdos.

Los dos equipos pisaron el césped con un poco de retraso. Brazenas pitó y comenzó el segundo tiempo. El partido era malo, sin llegadas. Poco importaba esto para la gente de Racing, es más, les convenía que el trámite entrara en un frezzer y terminar con todo esto de una vez.

A los siete minutos del complemento, el árbitro pitó una falta para Racing en el costado derecho del campo de Velez. Estaba lejos como para intentar pegarle al arco, pero era una buena posición para un centro al área. El colombiano Bedoya acomodó la pelota y la mandó alta y combada, al borde del área chica. Por detrás de todos, en posición adelantada, y sin marca apareció Gabriel Loeschbor, defensor, surgido en Rosario Central, ahora vistiendo la camiseta blanquiceleste. Cabeceó abajo, de pique. La pelota entró pidiendo permiso, entre el palo y el arquero de Velez, Sessa. Y lo que siguió fue espectacular.

El estadio explotó, literalmente. La popular visitante saltó tanto que se movió el piso. Una avalancha enorme tiró a miles de hinchas por los escalones provocando caos. Uno de esos tantos fue Rodolfo. El viejo quedó tendido en el piso, varios metros debajo de donde estaba ubicado. El para avalanchas poco había servido. Mucha gente se precipitó a ayudar a los caídos. Varios cuerpos se levantaron hasta descubrir el de Rodolfo, que yacía tirado en la popular. Algunos lo quisieron levantar pero no había caso. Los hinchas alrededor pensaron que estaba muerto, y Rodolfo, pensó lo mismo.

Imágenes que pasaron por la cabeza de Rodolfo en esos instantes en que su cuerpo yacía en la popular visitante del Estadio José Amalfitani, certificando el dicho de que “ves toda tu vida en un segundo”: Corrientes en primavera; mis padres sentados en el umbral de la casa tomando mate; el calor y los mosquitos; la mirada de mi abuela paterna; una lastimadura en la rodilla izquierda; yodo; lágrimas y consuelo materno; papá que se va un tiempo; el mundo todo, cabe dentro de una mano; el olor a lluvia; “¿adónde está papi?”; las dos tías que tejen todo el día; la primera pelota de fútbol; la sensación de tocarle los codos arrugados a la abuela; el colegio primario; la primer maestra; la radio “spica” del tío Omar; “Rodolfo, papá está enfermo y no lo vamos a poder ver por algunos meses”; confusión; llanto; consuelo materno; la cancha del colegio; los goles; los abrazos; el camino arbolado desde la casa del tío hasta la mía; la luz que se filtra entre las hojas; la soledad; la duda; Paula Díaz que se sienta dos bancos adelante del mío; las meriendas; el mate dulce; el vestido negro de mamá; el llanto de mamá; la bronca de no entender; una cruz, un cura y un montón de frases inentendibles; murió papá; alguien que me apoya la palma de la mano en mi cabeza; mamá ya no es la misma; la mudanza; la despedida; Paula Díaz, la abuela pochola, los tíos y los primos, Corrientes, Paula Díaz, el aire puro, el verde, mi caballo, el campo, mi vida; el viaje interminable; la emoción de viajar en tren; los ranchos que desaparecen de mi vista; los edificios; Buenos Aires; llanto y más llanto; nadie me consuela; mamá trabaja todo el día; las miradas de la gente; las miradas de mi gente; las distancias; las diferencias; Corrientes; Buenos Aires; mi nueva casa no es mi casa; Colegio Secundario Normal Nro 23; guardapolvo blanco; mamá sigue trabajando; la soledad; las nuevas amistades; el tango; el cigarro; la indiferencia; caminar solo; las cartas; la abuela muere; ninguna lágrima, ningún consuelo; el trabajo en la fábrica; la explotación; la suciedad; la miseria; las chapas; Avellaneda; el Riachuelo; la cancha de Racing; la cancha de Independiente; los colores celestes y blancos; la Plaza de Mayo; octubre; calor agobiante; los pies en la fuente; la alegría de ser; después de varios años, una sonrisa en la cara de mamá; los colores celestes y blancos; “¡Rodolfo, ey, Rodolfo, vamos despertate, estás vivo, dale, vamos, che!”…

El viejo intenta abrirse paso entre la gente pero nadie se percata de su presencia. Todos se hacen un lado para darle aire a ese cuerpo que estaba tirado ahí, sin nadie que lo reclamara. El viejo ve una pierna con el pantalón roto. Rodolfo yacía en esa tribuna con lastimaduras en el cuerpo; había quedado con la cabeza boca arriba, mirando al cielo, con la nuca apuntando abajo, y con los pies apuntando hacia arriba. El viejo se ve ahí e intenta ayudarse, pero no puede porque no existe, porque está muerto, porque ya no es él, sino lo que queda de él sin su cuerpo. La gente alrededor de Rodolfo se empieza a impacientar; hay corridas y gritos llamando a un médico. Un joven con camiseta celeste y blanca se autoproclama doctor recién graduado y se abre paso entre la muchedumbre. El viejo mira los intentos de sus pares por traerlo de vuelta al juego, a la cancha, a la vida. El partido seguía y la mayoría de los espectadores ni se percataba de la situación que estaba sucediendo en ese pedacito de la tribuna visitante. El pibe doctor, coloca dos dedos en el cuello de Rodolfo para sentir el pulso. Mueve la cabeza para los costados y articula un gesto de preocupación. Se agacha y le susurra algo al oído. El viejo, que seguía mirando todo como podía, desde atrás de todo, se exalta y escucha las frases del médico.

…La vida en la villa; la enfermedad de mamá; las mujeres; la plenitud y la sensación fugaz de eternidad en el debut sexual; las mujeres; las reposeras; el barrio; los naipes en lo de don Esteban; las cartas de Paula Díaz; la represión; la cárcel; “volvete a tu casa, negrito, y aprendé a hablar”; los palos; las banderas; la impotencia ante la inminente muerte de mamá; la tristeza de viajar en tren; los edificios se hacen chiquitos; las casas; los rancheríos; el campo; Corrientes; la casa donde nací; las dos tías que tejen todo el día; la ausencia de la abuela, de papá, de mi caballo; los atardeceres; la luz que se filtra entre las hojas; Paula Díaz; la extraña sensación de amar; el sexo que es más que sexo; mamá se sienta en el umbral de la casa esperando a papá; las caminatas desde casa hasta el pueblo, agarrados de la mano con Paula; las cejas perfectas, el pelo siempre arreglado y la hermosura plena en cada palabra que sus labios sueltan; mamá ya no habla; el árbol detrás de la casa; los primos, las tías, Paula y yo, rezando; mamá se fue con papá y ahora quedo yo; el emocionado rostro de Paula viajando en tren; el campo se hace menos verde; los ranchos y las casas se alejan; la altura creciente de los edificios; Buenos Aires; mi casa; mi barrio; los muchachos; Paula con panza; la libertadora nos encarcela; Racing campeón; el sueño del negocio propio; la pizzería; Racing Campeón; Agustín quepa en mi brazo; las lágrimas más felices de mi vida; Racing dueño del mundo; el fuerte apretón de manos de Juan José Pizzuti; “es un placer, maestro”; adiós a las chapas; el piso y el techo de cemento; “Pulso tenés. Así que depende de vos si te despertás o no. Estás vivo. Escuchá a la gente como canta. Van a salir campeones, después de tres décadas. ¿No tenés ganas de verlo? ¿Querés vivir o no?”

La gente gritaba como loca. Todos se abrazaban, lloraban, cantaban. Era ensordecedor y emotivo. El país, herido, parecía de pie. Propios y extraños sentían la emoción de los miles de hinchas y algo se les movía en el corazón. Rodolfo seguía tirado. De su boca chorreaba un hilo de saliva. El doctor sonrío y dijo: “tiene pulso, está vivo”. El viejo se miró y sintió que se acercaba. La gente que miraba seguía tensa y a la espera de que ese cuerpo se moviera. El pibe agarró la mano derecha de Rodolfo y se acercó de vuelta al oído y le susurró algunas frases más. El viejo sintió un cosquilleo y se acercó aún más a Rodolfo. Ahora estaba ahí, al lado de Rodolfo, al lado de él mismo. Miró su cuerpo y derramó una lágrima invisible. Miró a la gente cantar como loca, poseída, y sintió un escalofrío de felicidad. Miró al doctor y le preguntó algo.

Agustín crece sanito; el cartel luminoso en la pizzería; Racing sub-campeón; el país ya no es el mismo; la rutina que se impone a la libertad; los nuevos vecinos que no paran de llegar; los fines de semana en el Tigre; las piedras que salen despedidas con fuerza de aquel brazo cordobés; la villa crece día a día; Agustín con guardapolvo blanco; el adiós al barrio; el auge de la pizzería; Racing deambula en la mitad de la tabla; la nueva casa; el patio, el jardín y las ventanas; los años difíciles; las miradas; la vieja sensación de no pertenecer; el sueño del avión negro; la panza de Paula que vuelve a crecer; Ezeiza; los tiros; la locura; Agustín llorando en mis brazos y yo que corro para cualquier lado sin saber adónde ir; más tiros; la cerradura nueva en la puerta de casa; la pizzería; la muerte y la desesperación por no saber ahora qué hacer; la locura; la tristeza a finales de marzo; el encierro hasta nuevo aviso; Juancito nace en medio de la paranoia y la desaparición; las rejas en las ventanas; ya nadie se mira; todos con la cabeza gacha; el control; el miedo; Argentina campeona del mundo en fútbol y en derechos humanos; los gritos que no se escuchan; mis manos cada vez más gastadas y mi cuerpo cada vez más cansado; la emoción de los chicos de viajar en auto; los edificios se alejan; las villas se acercan; las casas; los rancheríos; el campo; el aire puro; Corrientes; las primeras vacaciones después de dos décadas; tomo mate y los veo a papá y a mamá, sentaditos en el umbral de casa; la abuela pochola me sonríe desde su mecedora; el sol se filtra entre las hojas; las caminatas hasta el pueblo con Paula, agarrados de la mano; los atardeceres; el calor agobiante pero feliz; las tías ya no tejen; el triste adiós a Corrientes y la vuelta a Buenos Aires; Diego Armando Maradona hace que vuelva a creer en algo; Racing desciende a la B; España ’82; Malvinas; la bronca; el grito de libertad; los pibes que ya no van a aparecer; la crisis; el llanto de Paula; los chicos que crecen felices, a pesar de todo; la pizzería ya no vende como antes; la sensación de sentirse extraño en esta tierra; lentamente empiezo a envejecer; “¿Qué tengo que hacer?”. “Mirá, Rodolfo, vos ya tenés 72 años, y mucho no te queda”. “Ya lo sé.” “Te dejamos volver; ver a tu Racing campeón, besar a Paula, saludar a tus hijos, y sentarte en el umbral a esperar.” “Me parece justo; ¿usted es Dios?” “No, Rodolfo, pero yo me voy a encargar de llevarte.” “Pero…”. “Pero, nada, levantate, escuchá a tu gente y disfrutá; nos vemos al rato; dale, levantate; levántese, señor, vamos…”

“Señor, levántese, vamos”, dijo el pibe doctor. El viejo desapareció en el cuerpo de Rodolfo. La gente empezó a sonreír. Ese cuerpo antes muerto, empezaba a moverse. Rodolfo se levantó desorientado. Los hinchas empezaron a aplaudir, como cuando un salvavidas saca a alguien del mar. Rodolfo se levantó. El pibe le sonrío, le giñó el ojo y desapareció en ese océano de hinchas. Ya no tenía la billetera, los lentes tenían un cristal roto y el pantalón tenía un hueco en el culo. Muchas personas le ofrecieron ayuda, lo palmeaban en la espalda y le traían algo para beber. El viejo, todavía exaltado, respondía con monosílabos.

Rodolfo se recompuso y trató de ubicarse como pudo en algún lugar de la colmada tribuna. Las personas que lo ayudaron en esos minutos, volvieron a centrar su atención en lo que sucedía dentro de la cancha.

El partido terminó, no sin antes sufrir algún que otro susto. Velez puso el 1 a 1 y Rodolfo pensó que el diablo o Independiente, no los iba a dejar festejar en paz. Ese jugador velezano marcó el empate y nunca más se supo de él. Habrá sido obra del lado oscuro o la mano de Dios, que quería que sufriéramos un ratito más, para que el festejo fuera más intenso. Total, si fueron treinta y cinco años, con unos minutos más de espera, no se iba a morir nadie.

El que sí se empezó a morir fue Rodolfo. Las vueltas olímpicas se sucedieron en todo el territorio de la desangrada Argentina. La pasión no tenía fronteras. Rodolfo fue el último en irse de la cancha de Velez. Se paró y caminó, lentamente, como sus años le permitían, preguntándose por la cantidad de hinchas que habían dado su vida, como él, por ver a Racing campeón. La luna se precipitaba en la noche. El viejo salió del estadio, escoltado por el último policía que quedaba en la tribuna. Levantó la cabeza, miró el cielo estrellado y se preguntó si el tren a Corrientes todavía andaba.