Tremenda banda
Tremenda letra para tremenda canción. Espero la disfruten...
Stick and Stones
Tu voz jugaba en mi silencio:
que soy tu paz -tabla en el mar-.
Y te dejé nombrar mis cosas, y mi valor.
Mis hombros fuertes, mis brazos cortos
eran tu abrigo y ahora decís
que ya no pueden entenderte, y te dejen ir.
¿Qué idioma es?
¿Qué ruido hablás?
¿Qué es lo que tengo que decir?
Las manos no sirven para arreglar
esas cosas que no se ven.
(Sticks and stones may break my bones
but words will never hurt me)
Cómo le explico ahora a mi cuerpo
que te abrazó sin preguntar,
cómo se habla de una risa o de un olor.
Siento en mi piel, siento en la panza
que no hubo escudo para tu voz
sólo mis huesos me hacen creer que estoy de pie.
lunes, julio 30, 2007
martes, junio 26, 2007
Carta a poste restante *
Hoy, que acumulo una decena de cartas sin escribir, te escribo a vos. No sé muy bien que extraña fuerza me habrá acercado a esta hoja de renglones grises, rectos, perfectamente horizontales. Tampoco tengo muy en claro el sentido de estas líneas (quizá, con el correr del tiempo lo encuentre) Pero acá me tenés; más gordo, más viejo, y con la barba bien dura, sacándole chispas a esta lapicera azul (nunca me gustó demasiado la tinta negra)
Hay tantas cosas que me gustaría saber. Desde las más profundas hasta las más intrascendentes. Pasó mucho tiempo. Demasiado, me parece. Me pregunto si te casaste (¿te casaste? ¿te juntaste? ¿vivís con alguien) Creo que no era de tu agrado el tema del casamiento, pero la vida hace cosas raras y de eso estoy seguro.
Yo vivo solo. No es lo que más me gusta, pero así me encuentran los días. Disfruto mucho las visitas y trato, también, de visitar a mi vieja y a los familiares que aún me quedan. Mi lugar es pequeño. Una cama de una plaza, la cocina, una sala de estar diminuta (en la que no “estoy” casi nunca) y un baño a tamaño escala de la casa. Mi lugar, a pesar de su pequeñez me gusta. No es lo mejor, ni lo que alguna vez alguien podría soñar, pero es lo que hay y es todo mío.
El trabajo bien, igual que siempre, como todo. Conservo algunos amigos y otros tantos enemigos para balancear mi vida afectiva. Como verás no es mucho lo que tengo para decir, para contar. También te darás cuenta que no tiene mucha lógica esta carta, y que más que una carta, es un conjunto caótico de palabras y de manchones de tinta. La escribo, a pesar de todo, esperando que caiga en tus manos.
¿Tuviste hijos? ¿Sos mamá? (sé que cambié rotundamente de tema, pero si todavía conservás alguna de mis cartas, sabrás que siempre lo hago/hice) Hace unas décadas esa pregunta hubiera tenido una respuesta cerrada y concreta. Hoy, ya verás, los años han hecho esto que somos y no me extrañaría para nada si fueras madre. ¿Te acordás que yo jodía con que iba a tener seis hijos, o diez, o los que fueran? Sospecharás que nada de eso pasó. En mi juventud pensé que podría ser un buen padre y aprender de todos los errores que detecté en los míos. Pero el tiempo fue pasando y los esporádicos encuentros y las prolongadas soledades me fueron sacando las ganas, los pelos y las motivaciones.
Te quería contar que hace un par de años murió mi viejo, y los dos quedamos con gritos de amor atorados en la garganta, en el estómago; y hoy, después de tanto tiempo, los sigo teniendo ahí guardados, recordándome de vez en cuando que las palabras hay que decirlas. Sé que fue tanto lo que no te dije que duele mucho. Se me vienen a la cabeza todas las desilusiones que causé…y los silencios que provoqué.
Ahora me detengo. Me empiezo a preguntar cuánto sentido tiene escribir una carta que quizás nunca leerás. Una carta que no sé muy bien adónde mandar. Me pregunto si tiene sentido que esto se convierta en mensaje de náufrago esperando su destino. Igual, las palabras siguen saliendo. Sé, también, que creo en esa remota posibilidad de que esta hoja de papel llegue a tus manos donde quieras que estés. Y aunque escriba sin nombres propios, fechas o lugares, vos sabés (vos sabrás) que esto es sólo para vos. Porque las décadas pasaron y con ellas se fueron miles de cosas, pero estoy seguro que hay un pedacito de tu corazón que aún me recuerda.
Ahora me detengo de vuelta. Sospecho que por última vez. Miro las fotos que nunca devolví y sonrío. Creo que ya sé adonde mandarte estas palabras.
Te quiere, te abraza:
yo
* Ejercicio literario propuesto por Valeria Carranza que decidí continuar fuera del espacio del taller (que aún no tiene nombre ni lugar ni día fijo de realización..... pero parece que así también funciona.)
Hay tantas cosas que me gustaría saber. Desde las más profundas hasta las más intrascendentes. Pasó mucho tiempo. Demasiado, me parece. Me pregunto si te casaste (¿te casaste? ¿te juntaste? ¿vivís con alguien) Creo que no era de tu agrado el tema del casamiento, pero la vida hace cosas raras y de eso estoy seguro.
Yo vivo solo. No es lo que más me gusta, pero así me encuentran los días. Disfruto mucho las visitas y trato, también, de visitar a mi vieja y a los familiares que aún me quedan. Mi lugar es pequeño. Una cama de una plaza, la cocina, una sala de estar diminuta (en la que no “estoy” casi nunca) y un baño a tamaño escala de la casa. Mi lugar, a pesar de su pequeñez me gusta. No es lo mejor, ni lo que alguna vez alguien podría soñar, pero es lo que hay y es todo mío.
El trabajo bien, igual que siempre, como todo. Conservo algunos amigos y otros tantos enemigos para balancear mi vida afectiva. Como verás no es mucho lo que tengo para decir, para contar. También te darás cuenta que no tiene mucha lógica esta carta, y que más que una carta, es un conjunto caótico de palabras y de manchones de tinta. La escribo, a pesar de todo, esperando que caiga en tus manos.
¿Tuviste hijos? ¿Sos mamá? (sé que cambié rotundamente de tema, pero si todavía conservás alguna de mis cartas, sabrás que siempre lo hago/hice) Hace unas décadas esa pregunta hubiera tenido una respuesta cerrada y concreta. Hoy, ya verás, los años han hecho esto que somos y no me extrañaría para nada si fueras madre. ¿Te acordás que yo jodía con que iba a tener seis hijos, o diez, o los que fueran? Sospecharás que nada de eso pasó. En mi juventud pensé que podría ser un buen padre y aprender de todos los errores que detecté en los míos. Pero el tiempo fue pasando y los esporádicos encuentros y las prolongadas soledades me fueron sacando las ganas, los pelos y las motivaciones.
Te quería contar que hace un par de años murió mi viejo, y los dos quedamos con gritos de amor atorados en la garganta, en el estómago; y hoy, después de tanto tiempo, los sigo teniendo ahí guardados, recordándome de vez en cuando que las palabras hay que decirlas. Sé que fue tanto lo que no te dije que duele mucho. Se me vienen a la cabeza todas las desilusiones que causé…y los silencios que provoqué.
Ahora me detengo. Me empiezo a preguntar cuánto sentido tiene escribir una carta que quizás nunca leerás. Una carta que no sé muy bien adónde mandar. Me pregunto si tiene sentido que esto se convierta en mensaje de náufrago esperando su destino. Igual, las palabras siguen saliendo. Sé, también, que creo en esa remota posibilidad de que esta hoja de papel llegue a tus manos donde quieras que estés. Y aunque escriba sin nombres propios, fechas o lugares, vos sabés (vos sabrás) que esto es sólo para vos. Porque las décadas pasaron y con ellas se fueron miles de cosas, pero estoy seguro que hay un pedacito de tu corazón que aún me recuerda.
Ahora me detengo de vuelta. Sospecho que por última vez. Miro las fotos que nunca devolví y sonrío. Creo que ya sé adonde mandarte estas palabras.
Te quiere, te abraza:
yo
* Ejercicio literario propuesto por Valeria Carranza que decidí continuar fuera del espacio del taller (que aún no tiene nombre ni lugar ni día fijo de realización..... pero parece que así también funciona.)
sábado, junio 16, 2007

Jugar a las figuritas era algo más que tirar papelitos rectangulares de 8 x 5 cm contra un ángulo de 90º que formaba el piso y la pared en primera instancia y el techo y la pared en segunda instancia.
Todos los que fuimos pibes, y jugábamos a las figuritas, lo podemos confirmar. No voy a decir que todos los chicos jugaban, pero la gran mayoría lo hacía. Algunos lo hacían solo por diversión, otros tan sólo para sacarle las figuritas a su acérrimo enemigo (si no lo podía vencer en el campo de batalla, la pelea se trasladaba al campo de las figuritas), otros jugaban para llenar el álbum; ¿no era ese el objetivo de juntarlas? No, no necesariamente. Tomás vivía al frente de casa y casi nunca compraba los álbumes. Claro, con la habilidad que tenía, tampoco le hacía falta comprar. Nos robaba (legal y legítimamente) todas nuestras figuritas. Había pibes con una destreza espectacular. Me pregunto yo si la habrán usado para algo, luego de grandes. Cajero de un banco. Carterista. Mago. Jugador de cartas. Quien sabe.
Las figuritas que más recuerdo (las que más emociones me traen) son las del Mundial ’90. Italia ’90 fue el primer mundial del que tengo memoria de los partidos. Nosotros nos aprendíamos los nombres de los jugadores. A juanchi le faltaba el ocho de Suecia. Al Viti el 14, que jugaba de suplente en Camerún. Algún ignoto jugador de Checoslovaquia, algún suplente eterno de Brasil, o algún jugador de E.A.U. (Emiratos Árabes Unidos), Egipto, Costa Rica, o la URSS (que nostalgia la URSS. A esa edad no entendía nada, pero me caían simpáticas las siglas) Todos eran importantes. Todos tenían su recuadro en el álbum. Valían igual que el Diego, que Burru, que Monzón o que el desconocido para mis infantiles oídos, el número 12, Segio Goycochea.
Al final, fue final en la final para nuestras ilusiones de patear penales. Perdimos. Hubo un solo penal y fue para ellos. Ese mejicano petisito, vestido de negro, ayudó a que la pelota llegara a la red. Yo también perdí. Cometí el error de aliarme con un vecino para llenar el álbum de a dos. No nos dimos cuenta que en algún momento, cuando lo llenáramos, iba a haber disputa por su tenencia. Al final se lo quedó él. No hubo disputa. Tampoco hubo golpes (yo era 3 años mayor) El había colaborado con la mayor cantidad de figuritas y yo solo me había limitado a conseguir un par. Le dejé quedarse con esa reliquia y seguimos siendo amigos. Nos saludamos en la calle, en el bondi o en la facu. Pero él no sabe que yo todavía tengo esa espina de no poseer aquel tesoro de hojas arrugadas, enchastre de plasticola y figuritas torcidas.
Las figuritas que más recuerdo (las que más emociones me traen) son las del Mundial ’90. Italia ’90 fue el primer mundial del que tengo memoria de los partidos. Nosotros nos aprendíamos los nombres de los jugadores. A juanchi le faltaba el ocho de Suecia. Al Viti el 14, que jugaba de suplente en Camerún. Algún ignoto jugador de Checoslovaquia, algún suplente eterno de Brasil, o algún jugador de E.A.U. (Emiratos Árabes Unidos), Egipto, Costa Rica, o la URSS (que nostalgia la URSS. A esa edad no entendía nada, pero me caían simpáticas las siglas) Todos eran importantes. Todos tenían su recuadro en el álbum. Valían igual que el Diego, que Burru, que Monzón o que el desconocido para mis infantiles oídos, el número 12, Segio Goycochea.
Al final, fue final en la final para nuestras ilusiones de patear penales. Perdimos. Hubo un solo penal y fue para ellos. Ese mejicano petisito, vestido de negro, ayudó a que la pelota llegara a la red. Yo también perdí. Cometí el error de aliarme con un vecino para llenar el álbum de a dos. No nos dimos cuenta que en algún momento, cuando lo llenáramos, iba a haber disputa por su tenencia. Al final se lo quedó él. No hubo disputa. Tampoco hubo golpes (yo era 3 años mayor) El había colaborado con la mayor cantidad de figuritas y yo solo me había limitado a conseguir un par. Le dejé quedarse con esa reliquia y seguimos siendo amigos. Nos saludamos en la calle, en el bondi o en la facu. Pero él no sabe que yo todavía tengo esa espina de no poseer aquel tesoro de hojas arrugadas, enchastre de plasticola y figuritas torcidas.
"Jugar a las figuritas era algo más que tirar papelitos rectangulares de 8 x 5 cm contra un ángulo de 90º que formaba el piso y la pared en primera instancia y el techo y la pared en segunda instancia." ¡Y que lo era! Las reglas cambiaban por cada cuadra, por cada barrio, por cada ciudad. Es por esto, que adonde uno iba con su fajito, atado con una bandita elástica, se tenían que explicitar las reglas. Si jugabas de visitante e ibas ganando, por ahí te saltaba alguno con una cláusula que había sido aprobada en la cuadra, por consejo supremo hace dos semanas y te metían el dedo..., en el bolsillo. Éramos chicos, pero nos entendíamos bien. Aclarar las reglas del juego antes de invitar a jugar. ¿Vieron que simple que era? Después, todos crecen, se hacen intendentes, gobernadores y presidentes, y se olvidan de decirnos las reglas para que juguemos todos por igual. Así, se nos hace difícil vivir. El juego ya empezó, y no se puede volver atrás. Es cómo que viviéramos jugando de visitantes en nuestra propia casa, en nuestro propio país. La única que queda (que es lo que hubiéramos hecho en la cuadra con los tramposos) es echarlos a patadas y decirles que no vuelvan más por acá.
Espejito vale dos. Eso pasaba cuando la figurita, por obra y gracia de una mano inspirada y de un viento inexistente, se posaba contra la pared verticalmente. Espejito. Tal vez, en otros barrios, eso se llame por otros nombres. En César Carrizo y Esteban Piacenza, del Barrio Poeta Lugones, eso, se llamaba espejito y te llevabas dos figuritas (esto se estipulaba antes del comienzo del juego. Normalmente eran dos). Las elegías vos, entonces ahí se veían quienes son amigos y quienes no tanto. El juego era simple. Los participantes eran limitados. Los limitaba el tamaño de la pared. Nosotros, normalmente, jugábamos en los porches de las casas, contra la puerta de entrada. Eso servía como reparo del viento. Cantidad de jugadores: entre 2 y 6. El que la tiraba más cerca de la pared era el que ganaba, y le tocaba cantar primero. Se juntaban todas las figuritas y se acomodaban (por lo menos en mi cuadra) una de un lado y otra del otro. Cara, númera, cara, númera. Se doblaba un poco la punta y se tiraba con fuerza contra ese ángulo de 90º que formaba la pared y el techo. Era una tensión hermosa esperar a que esos papelitos cayeran bailando, jugando con el aire, yendo de un lado al otro, mostrándonos lo caprichoso que puede ser el viento y el destino. Ese era el mejor momento, el más emocionante, el que más corazones paralizaba, el que en este preciso instante me ha hecho emocionar tanto, que siento que soy yo el que estoy tirando. ¡Si, soy yo! Tengo que cantar antes de que lleguen al suelo. Cara o númera, cara o númera. ¡Ah! Que más da: númera. Numeraaaaaaaaaaa..., ¡¡¡númera cuatro!!! Númera cuatro. Me llevé cuatro de seis. El resto arréglense con las otras dos que quedan. Yo me llevo todo esto. Permiso que vengo a juntar todo esto que es mío. Ahora vuelvo a ser yo. El que está acá sentado. El que casi no ve a sus vecinos por esta cosa de crecer y de envejecer la inocencia. Tirar esas figuritas que tanto costaba conseguir y verlas volar por los aires, esperando que caigan, que sean la cara que acabo de pedir a gritos, o la númera que pido siempre por obstinado que soy; y eso que me ha fallado toda la tarde la condenada númera.
Un momento de competencia, pero un momento de unión. Porque de las figuritas pasábamos a la chanta y de la chanta a la escondida y de la escondida al ladrón y la poli. Y si nos cansábamos de todo eso, nos metíamos un mes a construir una choza o agarrábamos las bicicletas, las viejas bicicletas y nos íbamos a explorar el cañaveral que estaba a cinco seis cuadras. O a tirarle piedras a los ovejas que antes pastaban en el mismo lugar donde hoy se erige, imponente, desafiante, avasallante un hipermercado que ha lastimado al barrio mucho más de lo que parece. Rodillas y codos sangrantes; todo el cuerpo teñido de naranja por ese desinfectante tan odiado: el Mertiolate. Y si no nos golpeábamos, el cuerpo terminaba, inevitablemente, lleno de tierra y barro. Polvo era lo que sobraba por estos lados.
Jugar a las figuritas era algo más. Era ganar y cargar al otro por lo que durara el día. Era perder y desear que ese eterno día terminara. Era irse a la cama y pensar "mañana le voy a quitar todas las figuritas a Martín". Era llegar caminando lentamente adonde estaban todos reunidos esperándome, y venir pensando en la nueva técnica de tiro que había desarrollado a escondidas en casa. Era ver la risa de los otros ante el fracaso total de mi técnica. Era decir "mamá por favor, dame 25 centavos para comprar figuritas" y mamá que "para figuritas no hay, además no tengo un mango y tu papá no ha cobrado." Era pedir prestadas cinco figuritas para probar suerte, ganar diez, devolver el préstamo y quedar con ganancia neta de cinco, para volver mañana. Era todo eso y más. Porque es difícil poner en palabras todos esas cosas que deambulan por mi pecho. Sentir como apretado el corazón y la garganta que me raspa cuando trago saliva.
Al álbum del mundial noventa no lo tengo y no creo que Juanchi me lo de. Ya para el mundial de Estados Unidos, consideré que era grandecito para andar jugando a las figuritas. ¡Que grave error! Pasaron cuatro años y se ve que se me habían subido los delirios de adultez. Hoy me siento en esta casa que no es la misma. Más viejo y más cansado veo por tercera vez el penal que Goyco le atajó a Serena. Qué épocas aquellas…
jueves, mayo 24, 2007
Domingo 13/05

Parece que es la primera vez que lo notan
ingenuos, inmaduros, inconscientes
No vieron mis lágrimas, tampoco escucharon
mis llantos por las noches
insolentes, idiotas, imbéciles
No prestaron atención a esa lucecita
que se apagaba lentamente adentro mío
excusas, efímeras, estúpidas
Ahora, en boca de todos, en boca de ustedes
en hojas que convocan bocas
falsas, fáciles, fatídicas
Las sombras se corren de repente
me notan sin notarme, me hablan sin hablarme
gesticulan y no los escucho
se preocupan sin que les preocupe
No los entiendo, o sí, pero me duele
Mañana es lunes, mañana las sombras nuevamente
mañana igual que mañana
y pasado mañana
ingenuos, inmaduros, inconscientes
No vieron mis lágrimas, tampoco escucharon
mis llantos por las noches
insolentes, idiotas, imbéciles
No prestaron atención a esa lucecita
que se apagaba lentamente adentro mío
excusas, efímeras, estúpidas
Ahora, en boca de todos, en boca de ustedes
en hojas que convocan bocas
falsas, fáciles, fatídicas
Las sombras se corren de repente
me notan sin notarme, me hablan sin hablarme
gesticulan y no los escucho
se preocupan sin que les preocupe
No los entiendo, o sí, pero me duele
Mañana es lunes, mañana las sombras nuevamente
mañana igual que mañana
y pasado mañana
domingo, mayo 20, 2007
¿Quién no sueña con los aplausos?
¿Quién no sueña con los aplausos? Yo creo que todos, aunque seamos malos, deseamos que ese momento, ese instante de reconocimiento, nos llegue alguna vez. Miren que yo juego muy mal a la pelota, lo mío es entrega y orden. Eso se puede traducir en huevos. Porque es así y lo tenemos que admitir: los que no tenemos la habilidad en las piernas pero amamos el fútbol, tenemos pocas opciones. O nos quedamos en casa viendo por la tele las fantásticas jugadas o vamos y ponemos todo para hacer un papel digno en la canchita del barrio. Y los que pertenecen a mi club (Patas Duras Fútbol Club, o al otro Patadas Duras Fútbol Club) saben que hay días en que nos conviene enterrarnos en algún lado porque estamos haciendo todo mal. Uno puede jugar bien un partido, jugar mal otro, pero hay una gran diferencia entre ser un buen jugador y jugar bien. Si sos buen jugador, no importa el desempeño en este o aquel partido, el don lo tenés. En cambio si jugás para los míos, te tenés que tirar al suelo en todas, tenés que gritar, tenés que ordenar, por ahí te dan la cinta de capitán y le vas a discutir de todo al árbitro, y, por sobre todas las cosas, te tenés que quedar atrás, al fondo, condenado a la defensa. Sos el encargado de romper el juego del rival. Cuando se pueda, salir jugando, sino, mandar un pelotazo a cualquier lado y que la agarre el que pueda, si es uno de los hábiles nuestros, mejor. Cuando termina el partido, nuestro orgullo es saber que ningún gol de los otros fue por culpa nuestra. Eso es a lo máximo que podemos aspirar. Bah, en realidad, lo máximo es meter un gol. Pero esa palabra la tenemos tan olvidada, tan prohibida. Somos defensores, defendemos, o sea: no atacamos. La pelota que esperamos todo el partido es esa que no se mueve, la odiada por los que juegan bien, la metódica, la técnica, la que no se disfruta sino que se practica: la pelota parada. De un corner o un tiro libre que caiga al área, si tenemos la suerte de ir a cabecear, por ahí nos pega en alguna parte del cuerpo y la embocamos. Y les digo…, es indescriptible. Una alegría hermosa, fugaz e imposible de encubrir. Porque los que defendemos el cero en nuestro arco tenemos que tener la cara recia, dar la impresión de duros para amedrentar a los rivales. Pero el gol hace eso, el gol te saca la sonrisa a la fuerza, y volvemos a ser unos pibes que se reían todo el día. Es esa mueca de satisfacción de nene. La palmada en la espalda de los que saben y te quieren mucho y te dicen “¡bien, che!” y todos se ríen porque no lo pueden creer. Y con eso soñamos. Y eso nos desvela. Y somos perros y no podemos tener demasiado tiempo la pelota en nuestros pies pero, les digo, lo deseamos tanto. Todos y cada uno de los que jugamos al fútbol imaginamos a papá y a mamá al borde de la cancha festejando un gol mío en el último minuto. Y mis compañeros me llevan en andas y soy el héroe. O a mi novia, sentadita atrás del arco, aplaudiéndome porque hice una buena jugada o porque ordeno al equipo, y ella te mira, orgullosa, y te quiere cada día más; y cuando termina el partido, no le importa una mierda la transpiración, y te abraza y se besan de la manera más intensa, la más hermosa. O soñamos con la final, la esperada final en la que saco un tiro sobre la línea, o me paso a cuatro jugadores y defino por entre las piernas del arquero, o dejo todo en el campo y soy la figura. Nos gustaría estar en esa cancha llena. Las tribunas colmadas de personas que me van a aplaudir cuando levante los brazos y salude. Y se me hace tarde y tengo que terminar de cambiarme. Y se me hace tarde porque afuera están los chicos con la pelota en la calle, esperándome para jugar. Y se me hace tarde porque la cancha está llena y los muchachos ya están todos en el túnel, listos para salir. Y el árbitro nos apura. Y escucho los aplausos y veo la lluvia de papelitos. Y veo a mamá y a papá en la platea. Y te veo a vos, sentadita en el lugar de siempre, y sé que haga lo que haga, vos me vas a aplaudir…
sábado, abril 21, 2007
Ensayo sobre la apariencia
Ensayo que intenta refutar ese determinismo imperante proponiendo un relativismo acerca de que hay ciertas afirmaciones que tienen que ser cuestionadas:
*Todas las socialmente consideradas feas tienen que ser buenas.
*Si sos socialmente considerada linda podés ser una hija de puta.
*Si sos socialmente considerada fea no podés ser una hija de puta.
MI DEBER ES DESTRUIR ESTOS TRES SUPUESTOS
*Todas las socialmente consideradas feas tienen que ser buenas.
*Si sos socialmente considerada linda podés ser una hija de puta.
*Si sos socialmente considerada fea no podés ser una hija de puta.
MI DEBER ES DESTRUIR ESTOS TRES SUPUESTOS
ENSAYO SOBRE LA APARIENCIA
Existe, no sé si sólo en Argentina o en el resto del mundo también (la globalización funciona sin permiso), digo, que existe un paradigma, o una tradición o una costumbre o una tendencia o mejor nos quedemos con la palabra paradigma; entonces, existe un paradigma, al menos en Argentina, acerca de que cuando una mujer, de edad relativamente corta, o sea, en edad de fusión con un hombre, edad que podríamos situar entre los 13 y 15 años hasta los 50 y 60 años, dependiendo de las características personales internas de casa mujer. Decía entonces que existe un paradigma, al menos en Argentina, acerca de que la mujer en edad de fusión con otra persona no puede tener mal carácter si no le tocó ser hermosa. Me explico: cuando una persona femenina tiene mal carácter o es mala o simplemente es una arpía, es totalmente desacreditada su actitud, su personalidad o su mal día por parte del hombre. ¿Por qué no se puede ser un hijo de puta si no se es "bello"?. Me explayo un poco más con la utilización de un ejemplo: Boliche, noche, tragos, encare. Si una mujer "linda" decide cortarte el rostro de la manera más brusca provocando un gran dolor, su actitud queda socialmente aceptada, pero si una persona, una mujer "fea" decide sólo declinar la invitación de fusión con el hombre en cuestión, normalmente este respondería algo como: "encima que sos fea ¿quién te creés que sos?". Tal estúpida frase me hace pensar en que la sociedad, o mejor dicho, para no meter en la misma bolsa a toda la sociedad, todos, o la mayoría de las personas de sexo masculino creen en la veracidad de esa estúpida frase. O sea que si analizamos esto último dicho, las mujeres consideradas bellas tienen crédito, luz verde, autoridad o derecho ilimitado para basurear o pasar por encima del resto tan solo por ser "lindas". Esto es totalmente digno de mi repudio y lo considero estúpido e irracional. Como soy un intelectual comprometido con mi sociedad, es mi deber tomar partido, adoptar una postura crítica acerca de este tema y dejar mi posición bien clara.
La segunda pata de esta cuestión es la siguiente: cuando una mujer considerada socialmente fea, adopta la actitud ya mencionada (violenta, agresiva, etc...) es repudiada, reputeada, lo que arroja otra de las grandes hipótesis de las relaciones hombre-mujer: que las "feas" tienen que ser buenas ¿Cómo es esto? ¿Por qué tienen que ser buenas? O sea que como les tocó ser consieradas socialmente "feas", tienen que hacer el esfuerzo diario, para ganar aceptación social, ser una gran persona, ser buena, amable, ser "piola". Me explayo con un ejemplo: si alguien tiene una conocida y otro hombre le pregunta "¿Es linda tu conocida"?, el hombre en cuestión respondería: "es piola" ¿Qué clase de respuesta es esa? Lo que arroja esa afirmación es la verificación de la hipótesis de mi estudio. Yo estoy en contra de la actitud de las persona que bardean a aquellas personas socialmente consideradas "feas", como así también repudio a los que piensan que las socialmente consideradas "feas" tienen que ser buenas y por último repudio a las que son socialmente consideradas "bellas" agreden al resto solo por poseer algo que no ganaron, que vino de arriba,
Para entender esta investigación tendrían que acceder a mi anterior ensayo acerca de los, extremadamente subjetivos, conceptos de "belleza", "hermosura", "bonita", o sus antónimos "fealdad" y ... no hay muchos (que es otro tema a discutir). La belleza es muy social-cultural- subjetiva. ¿Para qué me serviría ser bueno, ser inteligente, ser capáz, si nunca podría llegar? Las oportunidades no son las mismas para todos.
La segunda pata de esta cuestión es la siguiente: cuando una mujer considerada socialmente fea, adopta la actitud ya mencionada (violenta, agresiva, etc...) es repudiada, reputeada, lo que arroja otra de las grandes hipótesis de las relaciones hombre-mujer: que las "feas" tienen que ser buenas ¿Cómo es esto? ¿Por qué tienen que ser buenas? O sea que como les tocó ser consieradas socialmente "feas", tienen que hacer el esfuerzo diario, para ganar aceptación social, ser una gran persona, ser buena, amable, ser "piola". Me explayo con un ejemplo: si alguien tiene una conocida y otro hombre le pregunta "¿Es linda tu conocida"?, el hombre en cuestión respondería: "es piola" ¿Qué clase de respuesta es esa? Lo que arroja esa afirmación es la verificación de la hipótesis de mi estudio. Yo estoy en contra de la actitud de las persona que bardean a aquellas personas socialmente consideradas "feas", como así también repudio a los que piensan que las socialmente consideradas "feas" tienen que ser buenas y por último repudio a las que son socialmente consideradas "bellas" agreden al resto solo por poseer algo que no ganaron, que vino de arriba,
Para entender esta investigación tendrían que acceder a mi anterior ensayo acerca de los, extremadamente subjetivos, conceptos de "belleza", "hermosura", "bonita", o sus antónimos "fealdad" y ... no hay muchos (que es otro tema a discutir). La belleza es muy social-cultural- subjetiva. ¿Para qué me serviría ser bueno, ser inteligente, ser capáz, si nunca podría llegar? Las oportunidades no son las mismas para todos.
ANEXO Nro 1
¿Siempre importó ser lindo?
(¿o por lo menos no tan feo?)
¿Siempre importó ser lindo?
(¿o por lo menos no tan feo?)
Belleza: Nombre que designa la cualidad por la cual ciertos objetos tienen la propiedad de producir un sentimiento de placer, el cual está libre de toda consideración moral o utilitaria. (Definición de enciclopedia)
Belleza: Lo bello presenta carácter histórico; según la estética del materialismo dialéctico, lo bello es un producto histórico social; nace cuando “el hombre social” es libre y domina la materia; la actividad artística es fuente de vida y de alegría espiritual, por lo que reviste una doble función: educativa y cognoscitiva. (Definición marxista)
Belleza: Es necesario un análisis previo a toda teoría de belleza; la cuestión fundamental, que divide a los partidarios de la concepción semántica, es la de la naturaleza de los “juicios de gusto” (belleza), considerándolos unos como subjetivos y otros como objetivos. (Definición de belleza de la Teoría Semántica)
(Lo subrayado en negrita es mío.)
Los orígenes del hombre, como especie humana, se remontan a varios millones de años atrás. Se considera que existieron dos tipos o especies de homínidos, los Austrolopithecus y los Homo. Todavía se discute si ambas especies compartían la misma línea evolutiva. Por diferentes causas (que los arqueólogos y paleontólogos, todavía no han podido determinar con exactitud) solo la especie o grupo de los Homo, pudo evolucionar. Entre los primeros miembros del género Homo se conocen: el habilis, el rudolfensis, y el ergaster. El género Homo se caracteriza por un aumento en la actividad craneana, mantenimiento de un esqueleto relativamente generalizado y reducción del aparato de masticación. Además está asociado a indicios indiscutibles del uso de herramientas de piedra. O sea, de a poco se iban diferenciando, en esta evolución, de la otra especie, los Austrolopithecus. El grupo Homo, como vemos, iba desarrollando un cuerpo más armónico, más equilibrado.
La diversidad de formas de Homo desaparece cerca de los 1,6 millones de años atrás y en su lugar encontramos una única especie: el Homo erectus. Dentro del grupo de los Homo erectus, se diferenciaron también otros tipos: el Homo sapiens, el homo heidelbergenis y el homo de Neandertal. Para abreviar un poco: fue el grupo de los Homo sapiens sapiens, los que pudieron sobrevivir e imponerse como especie única. Es del Homo sapiens sapiens, también conocido como Hombre Moderno, del cual derivamos todos nosotros. Esa es la línea evolutiva a la cual pertenecemos.
Se calcula que hace 10.000 años, la raza humana se empezó a organizar. Lentamente se adoptó el sedentarismo. Se empezaron a formar los primeros estados. Las primeras formas de organización. Vamos más rápido. Se crean las ciudades. Vamos aún más rápido. Los hombres se comunican y ya tienen alguna especie de escritura. ¿Más rápido? Imperios, gobernantes, jerarquías, religiones, economía, medios de transporte, idioma, ritualización de la muerte, etc. Todo esto último a grandes rasgos y sin seguir un orden cronológico.
Digamos hace 500.000 años, ¿importaba ser lindo? No, no lo creo. Entonces hace 10.000 años ¿importaba? Yo diría que no. Avancemos. Hace 2500 años, ¿podría importar? Mantengo mi postura. Bien, entonces, vayamos a los tiempos de organización, a los tiempos más actuales. En el imperio romano ¿habrá importado ser lindo? Ahí yo creo que si. Y creo también que ha medida que las sociedades se fueron complejizando, las necesidades fueron cambiando y de repente ser lindo (o por lo menos no ser tan feo) se convirtió en una necesidad. Primero en una necesidad para unos cuantos. Después para unos miles. Después para millones. Hoy por hoy se nos impone como necesidad básica y aseguradora de futuro. Aunque Sprite me venda que la imagen no es nada y la sed es todo.
Profundicemos. ¿Qué es la belleza? En primer lugar, me parece, que una persona no es ni linda ni fea. Una persona es considerada linda o fea. Y en segundo lugar, se sabe, que la única forma de determinar si alguien es lindo o feo, es a través del método comparativo. No hay cualidades naturales que determinen esas características, el hombre no es naturalmente lindo o feo. La belleza es una cualidad cultural que se construye. La historia de las sociedades conforman estas pautas, que no son las mismas en cada grupo. A los esquimales que no ven televisión, ¿les importará la belleza?, ¿tendrán los mismos criterios de belleza?
¿Cómo sería el juego acá? ¿Será que el aspecto físico se fue convirtiendo en una necesidad? (Y el aspecto físico sin fines utilitarios. No es que se promulga un aspecto de hombre o mujer robusta para que, por ejemplo, trabaje en el campo. Por poner un ejemplo burdo nomás.) ¿Será que en la última década esa “necesidad” fue en aumento? ¿Será que esa “necesidad” se empezó a mercantilizar? ¿Será que al vendernos esa “necesidad”, se buscó la inseguridad en la persona, guiada tan solo por los criterios estéticos? Y de la inseguridad viene el temor. Y del temor viene el miedo. Y el miedo, y el miedo vende. Porque la persona que nació (socialmente considerada) linda, no tiene “problemas”. Pero el pobre aquel, que no tuvo la suerte de nacer (socialmente considerado) lindo, si tiene un problema. Tiene un “problemón”. Entonces invierte dinero en su figura. Gasta, compra. Pero la figura humana tiene un límite. Recordemos un poquito lo dicho al comienzo. El hombre tardó millones de años en evolucionar. Y algunos pretenden cambiar del día a la noche. Entonces qué. La ropa. El auto. El celular (¡¡¡por dios el celular!!!). Y si todo eso no sirve: la cirugía. La forma más vil de bastardear un cuerpo. La hipocresía.
Cada persona es libre de hacer lo que se plazca. Y si es con su propio cuerpo, mucho más. Mi, por así decirlo, desagrado, está vinculado a la creación de esas necesidades que, en este caso, no suman a nada. La venta de la imagen produce solo rechazo, discriminación, que llega a su máximo punto en el racismo (ese racismo que existe en Argentina, pero que es negado tajantemente por aquellos que lo practican). Nos olvidamos de quienes somos, de que creemos. Nos fijamos en el pelo largo, el tatuaje y el arito antes de escucharnos. Escucharnos. ¿Es eso tan difícil?
Belleza: Lo bello presenta carácter histórico; según la estética del materialismo dialéctico, lo bello es un producto histórico social; nace cuando “el hombre social” es libre y domina la materia; la actividad artística es fuente de vida y de alegría espiritual, por lo que reviste una doble función: educativa y cognoscitiva. (Definición marxista)
Belleza: Es necesario un análisis previo a toda teoría de belleza; la cuestión fundamental, que divide a los partidarios de la concepción semántica, es la de la naturaleza de los “juicios de gusto” (belleza), considerándolos unos como subjetivos y otros como objetivos. (Definición de belleza de la Teoría Semántica)
(Lo subrayado en negrita es mío.)
Los orígenes del hombre, como especie humana, se remontan a varios millones de años atrás. Se considera que existieron dos tipos o especies de homínidos, los Austrolopithecus y los Homo. Todavía se discute si ambas especies compartían la misma línea evolutiva. Por diferentes causas (que los arqueólogos y paleontólogos, todavía no han podido determinar con exactitud) solo la especie o grupo de los Homo, pudo evolucionar. Entre los primeros miembros del género Homo se conocen: el habilis, el rudolfensis, y el ergaster. El género Homo se caracteriza por un aumento en la actividad craneana, mantenimiento de un esqueleto relativamente generalizado y reducción del aparato de masticación. Además está asociado a indicios indiscutibles del uso de herramientas de piedra. O sea, de a poco se iban diferenciando, en esta evolución, de la otra especie, los Austrolopithecus. El grupo Homo, como vemos, iba desarrollando un cuerpo más armónico, más equilibrado.
La diversidad de formas de Homo desaparece cerca de los 1,6 millones de años atrás y en su lugar encontramos una única especie: el Homo erectus. Dentro del grupo de los Homo erectus, se diferenciaron también otros tipos: el Homo sapiens, el homo heidelbergenis y el homo de Neandertal. Para abreviar un poco: fue el grupo de los Homo sapiens sapiens, los que pudieron sobrevivir e imponerse como especie única. Es del Homo sapiens sapiens, también conocido como Hombre Moderno, del cual derivamos todos nosotros. Esa es la línea evolutiva a la cual pertenecemos.
Se calcula que hace 10.000 años, la raza humana se empezó a organizar. Lentamente se adoptó el sedentarismo. Se empezaron a formar los primeros estados. Las primeras formas de organización. Vamos más rápido. Se crean las ciudades. Vamos aún más rápido. Los hombres se comunican y ya tienen alguna especie de escritura. ¿Más rápido? Imperios, gobernantes, jerarquías, religiones, economía, medios de transporte, idioma, ritualización de la muerte, etc. Todo esto último a grandes rasgos y sin seguir un orden cronológico.
Digamos hace 500.000 años, ¿importaba ser lindo? No, no lo creo. Entonces hace 10.000 años ¿importaba? Yo diría que no. Avancemos. Hace 2500 años, ¿podría importar? Mantengo mi postura. Bien, entonces, vayamos a los tiempos de organización, a los tiempos más actuales. En el imperio romano ¿habrá importado ser lindo? Ahí yo creo que si. Y creo también que ha medida que las sociedades se fueron complejizando, las necesidades fueron cambiando y de repente ser lindo (o por lo menos no ser tan feo) se convirtió en una necesidad. Primero en una necesidad para unos cuantos. Después para unos miles. Después para millones. Hoy por hoy se nos impone como necesidad básica y aseguradora de futuro. Aunque Sprite me venda que la imagen no es nada y la sed es todo.
Profundicemos. ¿Qué es la belleza? En primer lugar, me parece, que una persona no es ni linda ni fea. Una persona es considerada linda o fea. Y en segundo lugar, se sabe, que la única forma de determinar si alguien es lindo o feo, es a través del método comparativo. No hay cualidades naturales que determinen esas características, el hombre no es naturalmente lindo o feo. La belleza es una cualidad cultural que se construye. La historia de las sociedades conforman estas pautas, que no son las mismas en cada grupo. A los esquimales que no ven televisión, ¿les importará la belleza?, ¿tendrán los mismos criterios de belleza?
¿Cómo sería el juego acá? ¿Será que el aspecto físico se fue convirtiendo en una necesidad? (Y el aspecto físico sin fines utilitarios. No es que se promulga un aspecto de hombre o mujer robusta para que, por ejemplo, trabaje en el campo. Por poner un ejemplo burdo nomás.) ¿Será que en la última década esa “necesidad” fue en aumento? ¿Será que esa “necesidad” se empezó a mercantilizar? ¿Será que al vendernos esa “necesidad”, se buscó la inseguridad en la persona, guiada tan solo por los criterios estéticos? Y de la inseguridad viene el temor. Y del temor viene el miedo. Y el miedo, y el miedo vende. Porque la persona que nació (socialmente considerada) linda, no tiene “problemas”. Pero el pobre aquel, que no tuvo la suerte de nacer (socialmente considerado) lindo, si tiene un problema. Tiene un “problemón”. Entonces invierte dinero en su figura. Gasta, compra. Pero la figura humana tiene un límite. Recordemos un poquito lo dicho al comienzo. El hombre tardó millones de años en evolucionar. Y algunos pretenden cambiar del día a la noche. Entonces qué. La ropa. El auto. El celular (¡¡¡por dios el celular!!!). Y si todo eso no sirve: la cirugía. La forma más vil de bastardear un cuerpo. La hipocresía.
Cada persona es libre de hacer lo que se plazca. Y si es con su propio cuerpo, mucho más. Mi, por así decirlo, desagrado, está vinculado a la creación de esas necesidades que, en este caso, no suman a nada. La venta de la imagen produce solo rechazo, discriminación, que llega a su máximo punto en el racismo (ese racismo que existe en Argentina, pero que es negado tajantemente por aquellos que lo practican). Nos olvidamos de quienes somos, de que creemos. Nos fijamos en el pelo largo, el tatuaje y el arito antes de escucharnos. Escucharnos. ¿Es eso tan difícil?
miércoles, marzo 07, 2007
Llamado a la solidaridad
¿Cómo puedo hacer para que este apático y aburrido Blog tenga una apariencia un tanto más agradable? ¿Cómo puedo agregar blogs en esa lista que dice "Links"? ¿Cuál es la traducción de la palabra "Links"? ¿Cómo hago para poner fotos, dibujos, imágenes en el blog? ¿Por qué es tan pecho frío este espacio que tengo? Todos los blogs tienen una onda propia.
Bueno, que alguien se cope y me de una mano. Prometo recompensarlos apropiadamente (ya verán)
Les dejo un par de trivias:
- ¿Cuántos animales hay en los Palitos de la Selva? (los viejos, porque ahora la gente de Stani ha sacado unos nuevos que, a pesar de mantener el innigualable sabor, han cambiado los animales, y eso no me gusta un carajo)
- ¿Cuántos "Tuby" había? (para los que no saben, los "Tuby" eran deliciosas obleas de distinto tipo, recubiertas con chocolate -de distinto tipo-)
- ¿Por qué la carrera de Comunicación Social dura 5 años?
- ¿Por qué cuando uno llega a 5to año se muerde las uñas y piensa "no sé nada"?
- ¿Quién se acuerda cómo se usan los transportadores?
- ¿Cuál es la capital de Escocia? (a que esa no la saben...)
Gracias amigos y no tan amigos. Son pocos los que entran aquí, pero espero que cada día seamos más.
Abrazos:
gringo
Bueno, que alguien se cope y me de una mano. Prometo recompensarlos apropiadamente (ya verán)
Les dejo un par de trivias:
- ¿Cuántos animales hay en los Palitos de la Selva? (los viejos, porque ahora la gente de Stani ha sacado unos nuevos que, a pesar de mantener el innigualable sabor, han cambiado los animales, y eso no me gusta un carajo)
- ¿Cuántos "Tuby" había? (para los que no saben, los "Tuby" eran deliciosas obleas de distinto tipo, recubiertas con chocolate -de distinto tipo-)
- ¿Por qué la carrera de Comunicación Social dura 5 años?
- ¿Por qué cuando uno llega a 5to año se muerde las uñas y piensa "no sé nada"?
- ¿Quién se acuerda cómo se usan los transportadores?
- ¿Cuál es la capital de Escocia? (a que esa no la saben...)
Gracias amigos y no tan amigos. Son pocos los que entran aquí, pero espero que cada día seamos más.
Abrazos:
gringo
domingo, febrero 18, 2007
A los ocho
La vida está compuesta por miles de mitos. Eso fue una de las primeras cosas que aprendí y que llevo desde mi niñez desde aquel día en que mi abuela me sentó en su falda y me dijo: “Sebastián, la vida está compuesta por miles de mitos.” Me tomó mucho tiempo entender la frase. Principalmente porque no sabía qué significaba la palabra “compuesta”, ni la palabra “mitos”.
Fui creciendo, y de tanto repetir y repetir, un buen día usé la cabeza, y empecé a pensar todas las palabras que decía. La experiencia parecía emocionante. Me largué a preguntar a todos sobre todo. “¿Qué quiere decir eso?” “¿Por qué pasa lo que pasa?” “¿Seguro que cuando sea grande voy a entender?” “¿Cuándo voy a ser grande?” La decepción fue enorme al encontrarme con pocas respuestas a tantas preguntas infantiles. Ni papá ni mamá se mostraban interesados en explicarme ciertas cosas. Entonces, volvía a la falda de la abuela. Ella un poco más vieja y cansada. Yo un poco más inquieto y más pesado.
Una tarde de mucho calor, sentados debajo del nogal de su casa, la nona me contó historias maravillosas, sobre sus hermanos, su padre, la gente de su pueblo. Me relató, con lujo de detalle, la vez que se salvó de un tigre, allá en el Líbano. Feroces gritos de ese tigre malvado que quería atacarla. La valentía de su hermano que enfrentó al animal con un palo y un cuchillo. Mi abuela moviendo las manos, exagerando cada acción, haciéndola única e irrepetible. Los brazos flacos, caídos, dejándose llevar por la gravedad que parecía ganarle esa batalla día a día. Pobre mi abuela, tan trabajadora, tan cansada, tan hermosa. Disimulaba el dolor que le causaba tenerme en sus piernas.
Y yo que ya no era el mismo chico de cinco años. No, señor. Yo era grandecito, tenía ocho años. “Y los nenes de ocho años no lloran y no protestan, porque sino te voy a llevar a la cueva y te vas a quedar ahí…, con el hombre de la cueva.” Qué poca imaginación que tenía mi mamá para hacerme asustar. Al principio, cualquier imagen monstruosa causaba efecto, pero con el correr de los años, ella perdió la capacidad para causar terror. Si tan sólo me hubiera hablado más, como lo hacía con la abuela. Si tan sólo hubiera peleado con un tigre, un león. Pero no.
En cambio la nona había cruzado un río crecido para buscar comida del otro lado de la orilla, salvando su vida y la de sus, ahora, seis hermanos, por un milagro de alguno de los dioses que solía mezclar y confundir. A la vieja siempre le costó decidirse por una de las tantas religiones que habían cruzado su vida y sus rezos.
Un día no soportó la gravedad, el peso de mi cuerpo en su falda, los Dioses que no le respondían, y creo, también, que ya estaba cansada un poco de pelear toda la vida contra los ríos que le corrieron en dirección opuesta, y los cientos de tigres, leones y animales con los que tuvo que pelear. Siempre luchando para llegar a esa otra orilla a la que no pertenecía.
Sí, los mitos.
¿Qué parte no entendés? Bueno, un mito es algo fantástico. Son esas cosas que elegimos creer para darle a esta vida un poco más de sabor. Pueden existir o no, pero el chiste está en no esforzarse demasiado por encontrar una verdad. Muchos intentan destruir los mitos, los cuentos, las leyendas. No sé cuán felices serán esas personas.
Yo tengo mis propias creencias, mis leyendas. Esas historias que me hacen feliz. La recuerdo a mi mamá, esperándome en casa, con la merienda. Tomaba la leche y salía disparado para el fondo, donde la abuela tejía, y el abuelo esperaba sentado, manso y tranquilo, encontrar ese perfecto atardecer que le permitiera irse en paz de ese mundo, su mundo, donde habitaban otros animales salvajes que nunca supe cuáles eran. El abuelo parecía una persona triste. Hablaba poco, se reía mucho menos. Me pregunto si habrá sido un héroe, como la nona.
Puedo sentir el aroma de las comidas. Esa mezcla de de cocina vieja, con pérdidas eternas de gas, y el olor a guiso que tanto me gustaba. Nadie cocinaba mejor que la abuela María. El amor que tenía esa mujer para cortar las zanahorias, pelar las cebollas, hasta para poner el agua en la fuente. Todos en casa terminaban limpiando los platos con un pedacito de pan. Yo pensaba que era porque la comida era irresistible. Después me di cuenta que lo que había era hambre.
Los asados que cocinaba mi papá, y lo que eso generaba, era algo hermoso. El gordo en cuero y descalzo, preguntando quién quería un pedacito más. La familia toda junta. El vino barato y el sifón de soda para cortarlo. En la punta de la mesa, el abuelo Cacho, a la derecha papá, y a la izquierda la abuela María. El resto se sentaba donde pudiera.
Si hablo tanto de las comidas es porque creo en los momentos. Creo en el poder que tiene un pan con dulce, un plato de ravioles, una sopa, un asado recién hecho. Creo en la felicidad de algunos recuerdos. Creo que algunas cosas son más ricas de una forma que de otra. Que la pizza tiene otro gusto cuando se come con la mano. Que el asado con leña es más sabroso. Que las pastas sin queso de rallar no son pastas. Que el huevo frito se come con la yema blanda, para luego untarlo con pan. ¿Me entendés? Y yo sé que hoy vos estás enojado porque no te quise calentar la leche con chocolate en el microondas. Pero en este jarrito, en este mismísimo jarrito, mi mamá, o sea tu abuela, me calentó la leche todos los días después del colegio, para que yo creciera sanito. Ya vas a ver que te va a gustar.
¿Querés probar? Bueno, pero ahora salí un ratito de la falda porque ya tenés ocho años y sos todo un hombrecito.
Fui creciendo, y de tanto repetir y repetir, un buen día usé la cabeza, y empecé a pensar todas las palabras que decía. La experiencia parecía emocionante. Me largué a preguntar a todos sobre todo. “¿Qué quiere decir eso?” “¿Por qué pasa lo que pasa?” “¿Seguro que cuando sea grande voy a entender?” “¿Cuándo voy a ser grande?” La decepción fue enorme al encontrarme con pocas respuestas a tantas preguntas infantiles. Ni papá ni mamá se mostraban interesados en explicarme ciertas cosas. Entonces, volvía a la falda de la abuela. Ella un poco más vieja y cansada. Yo un poco más inquieto y más pesado.
Una tarde de mucho calor, sentados debajo del nogal de su casa, la nona me contó historias maravillosas, sobre sus hermanos, su padre, la gente de su pueblo. Me relató, con lujo de detalle, la vez que se salvó de un tigre, allá en el Líbano. Feroces gritos de ese tigre malvado que quería atacarla. La valentía de su hermano que enfrentó al animal con un palo y un cuchillo. Mi abuela moviendo las manos, exagerando cada acción, haciéndola única e irrepetible. Los brazos flacos, caídos, dejándose llevar por la gravedad que parecía ganarle esa batalla día a día. Pobre mi abuela, tan trabajadora, tan cansada, tan hermosa. Disimulaba el dolor que le causaba tenerme en sus piernas.
Y yo que ya no era el mismo chico de cinco años. No, señor. Yo era grandecito, tenía ocho años. “Y los nenes de ocho años no lloran y no protestan, porque sino te voy a llevar a la cueva y te vas a quedar ahí…, con el hombre de la cueva.” Qué poca imaginación que tenía mi mamá para hacerme asustar. Al principio, cualquier imagen monstruosa causaba efecto, pero con el correr de los años, ella perdió la capacidad para causar terror. Si tan sólo me hubiera hablado más, como lo hacía con la abuela. Si tan sólo hubiera peleado con un tigre, un león. Pero no.
En cambio la nona había cruzado un río crecido para buscar comida del otro lado de la orilla, salvando su vida y la de sus, ahora, seis hermanos, por un milagro de alguno de los dioses que solía mezclar y confundir. A la vieja siempre le costó decidirse por una de las tantas religiones que habían cruzado su vida y sus rezos.
Un día no soportó la gravedad, el peso de mi cuerpo en su falda, los Dioses que no le respondían, y creo, también, que ya estaba cansada un poco de pelear toda la vida contra los ríos que le corrieron en dirección opuesta, y los cientos de tigres, leones y animales con los que tuvo que pelear. Siempre luchando para llegar a esa otra orilla a la que no pertenecía.
Sí, los mitos.
¿Qué parte no entendés? Bueno, un mito es algo fantástico. Son esas cosas que elegimos creer para darle a esta vida un poco más de sabor. Pueden existir o no, pero el chiste está en no esforzarse demasiado por encontrar una verdad. Muchos intentan destruir los mitos, los cuentos, las leyendas. No sé cuán felices serán esas personas.
Yo tengo mis propias creencias, mis leyendas. Esas historias que me hacen feliz. La recuerdo a mi mamá, esperándome en casa, con la merienda. Tomaba la leche y salía disparado para el fondo, donde la abuela tejía, y el abuelo esperaba sentado, manso y tranquilo, encontrar ese perfecto atardecer que le permitiera irse en paz de ese mundo, su mundo, donde habitaban otros animales salvajes que nunca supe cuáles eran. El abuelo parecía una persona triste. Hablaba poco, se reía mucho menos. Me pregunto si habrá sido un héroe, como la nona.
Puedo sentir el aroma de las comidas. Esa mezcla de de cocina vieja, con pérdidas eternas de gas, y el olor a guiso que tanto me gustaba. Nadie cocinaba mejor que la abuela María. El amor que tenía esa mujer para cortar las zanahorias, pelar las cebollas, hasta para poner el agua en la fuente. Todos en casa terminaban limpiando los platos con un pedacito de pan. Yo pensaba que era porque la comida era irresistible. Después me di cuenta que lo que había era hambre.
Los asados que cocinaba mi papá, y lo que eso generaba, era algo hermoso. El gordo en cuero y descalzo, preguntando quién quería un pedacito más. La familia toda junta. El vino barato y el sifón de soda para cortarlo. En la punta de la mesa, el abuelo Cacho, a la derecha papá, y a la izquierda la abuela María. El resto se sentaba donde pudiera.
Si hablo tanto de las comidas es porque creo en los momentos. Creo en el poder que tiene un pan con dulce, un plato de ravioles, una sopa, un asado recién hecho. Creo en la felicidad de algunos recuerdos. Creo que algunas cosas son más ricas de una forma que de otra. Que la pizza tiene otro gusto cuando se come con la mano. Que el asado con leña es más sabroso. Que las pastas sin queso de rallar no son pastas. Que el huevo frito se come con la yema blanda, para luego untarlo con pan. ¿Me entendés? Y yo sé que hoy vos estás enojado porque no te quise calentar la leche con chocolate en el microondas. Pero en este jarrito, en este mismísimo jarrito, mi mamá, o sea tu abuela, me calentó la leche todos los días después del colegio, para que yo creciera sanito. Ya vas a ver que te va a gustar.
¿Querés probar? Bueno, pero ahora salí un ratito de la falda porque ya tenés ocho años y sos todo un hombrecito.
martes, febrero 13, 2007
Nos dijeron (mucho antes de poder entender) que de eso no se habla.
Nos metieron miedo porque de eso no se habla.
Nos creímos el silencio porque de eso no se habla.
Nos saltó la duda y preguntamos. Nos dijeron que de eso no se habla.
Nos juntamos y cuestionamos por qué de eso no se habla.
Nos rebelamos y empezamos a gritar acerca de eso que no se habla.
Nos callaron. Porque de eso, no se tiene que hablar.
El lenguaje nos limita cualquier tipo de pretensión de neutralidad.
Está bien que así sea. Está bien que así se crea. Está bien que así se entienda. Está bien si así se aclara. Está bien que no se mienta. Está bien si no te venden una imagen armada por ese mismo lenguaje que solo es usado para matarnos.
Nos limitan. Nos encierran. Nos culpan por creer, por resistirnos a caer, por resistirnos a ceder. Nos meten dentro de un concepto vacío de sentido del que no podemos salir. Nos condenan por luchar. Nos condenan por amar. Nos condenan por no discriminar. Nos condenan por no condenar.
Nos inventan. Nos definen. Nos dicen quienes somos, quienes tenemos que ser y que es lo que vamos a ser.
No participamos de su invento y vamos quedando solos. Solos pero juntos.
Entre nosotros.
Entre “los otros”.
Inventaron el negro de mierda
Inventaron el negro cabeza
Inventaron el boliviano, el peruano, el paraguayo
Inventaron el zurdito
Inventaron el vago que no sabe hacer nada
Inventaron el pendejo de mierda
Inventaron el son todos choros
Inventaron el maricón hacete hombre
Inventaron el que no trabaja es porque no quiere
Inventaron el inadaptado de siempre
Inventaron el por algo será
Inventaron el no te metas
Inventaron el no fueron 30.000
Inventaron el somos derechos y humanos
Inventaron el si quieren venir que vengan
Inventaron el trabajás o estudiás
Inventaron el gente de bien
Inventan nuestro dolor, nuestra felicidad, nuestras lágrimas y nuestras risas.
Lo que no han podido inventar todavía es la forma de hacernos callar. A pesar de los tiros, a pesar de los palos, a pesar de los golpes, a pesar de las heridas de su lenguaje (el de la violencia física y el de los inventos), todavía susurramos, todavía hablamos, todavía gritamos acerca de eso que no se puede gritar.
Nos metieron miedo porque de eso no se habla.
Nos creímos el silencio porque de eso no se habla.
Nos saltó la duda y preguntamos. Nos dijeron que de eso no se habla.
Nos juntamos y cuestionamos por qué de eso no se habla.
Nos rebelamos y empezamos a gritar acerca de eso que no se habla.
Nos callaron. Porque de eso, no se tiene que hablar.
El lenguaje nos limita cualquier tipo de pretensión de neutralidad.
Está bien que así sea. Está bien que así se crea. Está bien que así se entienda. Está bien si así se aclara. Está bien que no se mienta. Está bien si no te venden una imagen armada por ese mismo lenguaje que solo es usado para matarnos.
Nos limitan. Nos encierran. Nos culpan por creer, por resistirnos a caer, por resistirnos a ceder. Nos meten dentro de un concepto vacío de sentido del que no podemos salir. Nos condenan por luchar. Nos condenan por amar. Nos condenan por no discriminar. Nos condenan por no condenar.
Nos inventan. Nos definen. Nos dicen quienes somos, quienes tenemos que ser y que es lo que vamos a ser.
No participamos de su invento y vamos quedando solos. Solos pero juntos.
Entre nosotros.
Entre “los otros”.
Inventaron el negro de mierda
Inventaron el negro cabeza
Inventaron el boliviano, el peruano, el paraguayo
Inventaron el zurdito
Inventaron el vago que no sabe hacer nada
Inventaron el pendejo de mierda
Inventaron el son todos choros
Inventaron el maricón hacete hombre
Inventaron el que no trabaja es porque no quiere
Inventaron el inadaptado de siempre
Inventaron el por algo será
Inventaron el no te metas
Inventaron el no fueron 30.000
Inventaron el somos derechos y humanos
Inventaron el si quieren venir que vengan
Inventaron el trabajás o estudiás
Inventaron el gente de bien
Inventan nuestro dolor, nuestra felicidad, nuestras lágrimas y nuestras risas.
Lo que no han podido inventar todavía es la forma de hacernos callar. A pesar de los tiros, a pesar de los palos, a pesar de los golpes, a pesar de las heridas de su lenguaje (el de la violencia física y el de los inventos), todavía susurramos, todavía hablamos, todavía gritamos acerca de eso que no se puede gritar.
jueves, febrero 01, 2007
Punto, y aparte
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Raro, como cuando no se entiende bien qué pasa, pero hay algo que no es lo mismo. Y a la vez desconocido. Separado de su cuerpo, de su existencia, de lo que aferra a la vida: que es nuestra historia, nuestras relaciones y lo que elegimos retener en la memoria.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Fue hasta el baño a empezar con la primera parte de la rutina. Las necesidades fisiológicas se imponían a esa hora de la mañana. Bajó la tabla del baño, se sentó y orinó. Continuó con la segunda instancia de la rutina: leer el diario. Repasar superficialmente los títulos (Bolivia nacionaliza sus hidrocarburos), las fotos y los epígrafes (Así quedó el estadio después de los incidentes). Pasó algo así como quince minutos sentado allí. Cuando le empezaron a doler los muslos, accionó su cuerpo.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. (Estoy viejo) Le dolían las piernas por tanto tiempo sentado. Se miró al espejo y la sensación de extrañeza se hizo visible. Se veía, pero era otro. Se pasó una mano por la cara y pensó que hacía dos días que no se había afeitado. Entrecerró los ojos y decidió permanecer un día más con esa misma cara; que era la suya, pero no la sentía. Observó que el espejo estaba roto, pero no le dio mayor importancia (esto ayer no estaba). El hombre se lavó los dientes, la cara y las manos. Prendió la mitad de pucho que había dejado la noche anterior y se fue al trabajo sin desayunar. Como estaba bien de tiempo, (me voy a ir caminando) decidió caminar.
El hombre caminó sintiéndose extraño. La sensación se hizo más aguda al recorrer las calles. Todo el mundo le era ajeno. Sentía que caminaba a tientas por la vida. Que cualquier cosa que pasara lo iba a hacer tropezar. Que esta no era su casa. Que la gente estaba disfrazada. Que todo era igual, pero no se sentía así. Los olores cambian, las percepciones también. Las emociones son otras, y la sensación de no pertenecer empieza a inundar el cuerpo del hombre. Se prende otro pucho. Se sube el cuello del abrigo y mira tímidamente para ambos lados. Camina cada vez más rápido, el hombre. Mete las manos en los bolsillos para tantear sus objetos personales (encendedor, etiqueta, llaves, billetera; todo en orden) Ahora los paisajes pasan cada vez más rápido por las pupilas de sus ojos, y no tiene tiempo de registrar todo esto que siente, que conoce pero no reconoce. Comienza a caminar cada vez más rápido. Empieza a pensar. Elabora hipótesis, teorías infalibles, y en pocos segundos vuelve a reformular, se auto responde. Una señora y dos nenes lo miran. El hombre se pone nervioso y empieza a trotar mirando para atrás, con la vista desesperada en los transeúntes y (por qué me miran, qué hice o acaso ustedes no tienen la culpa de todo esto que me pasa, yo tengo los mismos derechos que…) el hombre se tropieza con una baldosa rota de la vereda.
El hombre se levanta sintiéndose extraño. (Ay, no, no, ay, ay) Lastimado en la rodilla derecha y en los codos, intenta recomponerse. La caída fue tan inesperada y rápida, que no tuvo tiempo de sacarse las manos de los bolsillos. Recoge el encendedor del piso y lo coloca de vuelta en el bolsillo (encendedor, etiqueta, llaves, billetera, ¡¿qué me falta, qué me falta?!) Se da vuelta y ve acercarse a dos personas. Rápidamente se recupera y sigue su caminata (¿adonde voy, por dios, adonde voy?) La gente que se acercaba a ayudarlo se queda a mitad de camino. El hombre entra en crisis. La palabra es una: paranoia. Transpira. Hace frío, le sudan las manos y los pies. Siente más frío. Respira cada vez más fuerte y (esto ya lo vi, esto me pasó, sí, quedate tranquilo, shhh, ya está, shh, esto es solo un…) un auto casi lo atropella por intentar cruzar una calle con el semáforo en rojo. El hombre decide tomar un café, sentarse y tratar de conseguir algo cercano a la tranquilidad. Se dirige al bar de siempre y pide un café gigante sin azúcar (sin azúcar, por favor) El mozo de siempre lo mira con cara rara y evita charla alguna. El hombre ve alejarse la figura del mozo y (no me saludó, pero, porq…, tres años viniendo acá, y, ay, ay, la lengua, la pu…) se mete un sorbo de café sin darse cuenta lo caliente que estaba. Putea en voz alta (¡la puta madre que lo parió, café de mierda!) y el dueño del bar se acerca disimuladamente y le pide que por favor no levante la voz. El hombre se sorprende del trato diferenciado (después de tantos años) y no emite palabra alguna. Deja tres pesos en la mesa y un café sin terminar. Corre la silla para atrás, apoyando las manos en la mesa y parte.
El hombre se levantó sintiéndose extraño. (Me habrá caído mal el café) Se mira en la vidriera del bar y se desconoce. Los reflejos son otros. Observa que desde el interior lo miran, y que los dos mozos y el dueño intercambian palabras (que me miran, si no me robé nada) Da media vuelta y se va. Cada vez hace más frío o por lo menos eso siente el hombre. El viento le pega en la cara y le dificulta la visión. Camina varias cuadras sin saber adonde ir (adonde estoy yendo) De repente se para y evalúa los pasos a seguir. Sus pasos, los que determinan los rumbos. Los que marcan la historia, los que hacen a la historia de uno. Decide no ir a trabajar y volver a su casa cuanto antes. Camina rápido sin mirarle la cara a la gente. Con la cabeza clavada al piso, intenta superar toda esta confusión lo más rápido posible (no entiendo, la gente…, no soy yo, o es que…, estoy loco, lo sé, y duele, duele tener conciencia de eso, porque saber la locura es saber el dolor, es sentir el dolor, y nadie me entiende y nadie me conoce, y soy uno más y a la vez uno menos, y no existo, ante las miradas no existo, y me voy convenciendo que no soy nadie, y…) y en el apuro se choca con un hombre, otro hombre. Ambos se miran a los ojos. El chocado lo fulmina con sus párpados, esperando una disculpa. El que choca siente que esa mirada lo traspasa y lo convierte en nadie. Tres segundos tensos congelan la imagen. Por un momento no existe nada ( ) El hombre chocado no emite palabra y sigue su camino. El que chocó se queda congelado, parado en el mismo lugar. Una lágrima se desprende de su ojo izquierdo, el ojo que siempre llora, que se lamenta, que sufre. El hombre se sienta en el cordón de la vereda y mira un punto del paisaje, hasta que las figuras se deforman y se convierten en un collage de colores borrosos. (puesto que la realidad es esta, puesto que mi realidad es esta, no existo, sólo aparezco a los ojos del resto a través de la violencia, de la ruptura de lo normal, de las diferencia simbólicas: si corro para cualquier lado, si me caigo, si grito, si choco, si confronto; de lo contrario no soy nada, un punto blanco en la nieve, una sombra en la oscuridad, una gota de agua en el mar; si aparezco, es porque molesto, si molesto se fijan en mí, si es lo único que tengo entonces ¿qué hacer?; si la atención es el choque, entonces choco: si mato a alguien el mundo se entera de mí, si me mato, mucho más)
El hombre se levantó sintiéndose extraño. Un auto pasó velozmente y casi lo empapa. Este acto de violencia, que justificaba su no-existencia en la realidad, hizo que el hombre suspendiera sus pensamientos y se dirigiera a su casa. Caminó con rumbo fijo. El tiempo no existía, no eran los relojes los que determinaban los momentos. El tiempo de los sentidos, de la cabeza, de los pensamientos, de las charlas, de las percepciones, de las estructuras, se alternaban para encuadrar las situaciones. A dos cuadras de su casa, sintió una especie de tranquilidad (ahora van a ver)
El hombre entró a su casa sintiéndose extraño. (Si las cosas son así, así serán) Se sacó el abrigo y dejó en la mesa el encendedor, la etiqueta, la billetera y las llaves. Miró su casa y otra lágrima recorrió su rostro. Se sintió solo, abandonado, tirado a la deriva en este océano, en esta ciudad cargado de anónimos. La lágrima que representaba tristeza se transformó en furia y (esto es una pocilga, yo no soy digno, pero ya van a ver, y van a llorar, porque siempre lloran, las lágrimas de frivolidad cuestan poco y valen mucho cuando las miradas las registran y las cámaras se prenden, ¡tomen manga de cretinos hijos de mil…!) le pegó un puñetazo a la pared. El hombre no sintió el dolor de los huesos rotos. Se dirigió con mirada perdida hacia el baño y se miró en el espejo. Vio sus ojos con sus ojos y (¿esto soy yo? ¿En esto me convertí? ¿Esto hicieron de mí? Entonces es puramente una cuestión de piel, de opacidades, de oscuridad, de sombras, de desprecio histórico; que lo que sufro yo lo sufrieron los de atrás y lo sufrirán los que vengan; pero de mí no van a conseguir nada más, yo no voy a dejar nada ni nadie; someter un alma a tremenda locura; y ellos ríen con la misma facilidad que lloran; y están chochos de que yo no pueda ser lo que me gustaría ser, contentos de que no atraviese por sus inocentes miradas, por su limpio paisaje; y lo felices que están de que yo no pueda llegar caminando al centro, al lugar de ellos, donde ya no pertenezco, donde me echaron, donde no puedo ir más; y me armaron mi ciudad, y esta tierra no es la mía, no es la de mi viejo, y lo extraño tanto…) agarró una hoja de afeitar ( y no pienso soportar lo que soportó él; acá se termina, basta de dedos acusadores, de miradas de rabia, de sentirme todo el tiempo culpable de tanto que ya no sé; es acá que digo basta, y ustedes van a ver, porque voy a estar en todas las pantallas que se prenden a cada hora, y ustedes se van a alarmar, de la misma manera que se alarman cuando hay un nuevo pozo en la calle, o cuando la carne sube, porque siempre se alarman, abren los ojos por dos segundos y pasan a otra cosa, y se les abren los ojos, pero no la mirada; y el dedo siempre apunta a mí, a mi viejo, a los otros; y hoy digo basta, y se van a acordar de mí, aunque sea por unos segundos les voy a amargar el rato, y las comidas que ustedes comen y yo no, se les van a quedar trabadas en la garganta, y espero que vomiten y…) apretó la gillette contra su muñeca derecha y la sangre empezó a correr por su brazo hasta llegar al piso. El hombre observó las gotas desprendiéndose de su cuerpo, el líquido rojo, el color puro, la sangre que todos compartimos, lo que está adentro nuestro y es de todos sin distinciones, lo que hace que todos seamos iguales. El hombre se desvaneció en el suelo.
El hombre se levantó sintiéndose triste, pero con una certeza (no les pienso regalar mi vida: estoy acá aunque no les guste)
martes, octubre 03, 2006
Cuento que no sabe hacia dónde va
Termina el cigarrillo y hunde la colilla en un cenicero lleno de filtros marrones. Relaja los pulmones y suelta el humo con una mueca en la cara. Hace frío. Alberto estira su pulóver y agarra la manga con la mano. Frota la ventana empañada haciendo círculos en el sentido de las agujas del reloj. Afuera está todo gris, todo opaco. Una tenue llovizna moja todo y aplaca las emociones. No hay sol. Alberto mira la hora. Son las siete y media de la tarde. Siempre son las siete y media de la tarde. Un horario vacío, que no es ni una cosa ni la otra. A veces sale sol, a veces no. Puede hacer frío, pero también puede hacer calor. No es ni la tarde ni la noche. Y su vida era como esa hora, siempre una imperfección, nunca se decidía ni a luz o a la oscuridad.
Alberto tiene los brazos cruzados en la espalda y está parado al frente de la ventana empañada, y mira la calle por esa pequeña mancha que desempañó hace segundos, y que lentamente vuelve a convertirse en un vidrio por el que no se puede ver nada. Gira su cabeza y mira su escritorio. La hoja sigue ahí, igual que antes, igual que hace quince días. No hay cosa que lo asuste más que la blancura del papel, la falta de palabras; los gritos adentro suyo que se pierden en garabatos, que hoy mueren en un tacho al lado de la silla, o en el peor de los casos, en el piso.
Son las siete y treinta y uno.
Los días pasan y sigue siendo martes. O jueves, o domingo. Siempre lo mismo. Cuando la soledad se hace presente nada cambia. La cabeza trabaja más rápido pero no construye. Las sensaciones se confunden y cuesta saber qué es lo real. Hay días que todo le hace mal.
Afuera sigue lloviendo. El día se debate (siempre lo hace) entre la luz y la oscuridad. Por ahora van ganando las sombras. Mejor, ahora estamos todos iguales, piensa Alberto.
El lápiz dibuja algunas palabras. Más de lo mismo. Otro bollo de papel que va a parar al piso, haciéndole compañía al resto de las ideas frustradas, y las frases sin punto y aparte. La mirada de Alberto parece no mirar nunca nada. Con la mano izquierda se aprieta los ojos cansados. Estos ya se han acostumbrado a la oscuridad y al cristal de los lentes.
La pieza es cuadrada. Tiene pocos muebles. La cama, contra una pared, cerca de la ventana. El escritorio está ubicado al medio para perderle espacio a la habitación[1]. El velador es está prendido casi todo el día, y la lamparita de 40 es la única luz en el ambiente. Todo opaco, todo nublado. Como sus días. Como las siete y treinta y tres de la tarde.
No corre viento. Ninguna brisa que mueva las cosas. Nada que pueda mover las aguas de Alberto. Aquel hombre que supo ser un río hoy es un pantano, agua estancada.
Nada pasa. La hoja, obstinada, sigue blanca.
Alberto suspira. Se lleva un cigarrillo a la boca, y cuando está a punto de encenderlo, de repente suena el teléfono[2]. Hace dos años y medio que el aparato ese no suena. ¿Quién es? ¿Por qué me llaman? Alberto (por fin) cambia su mirada. Se sorprende. No sabe qué hacer. El teléfono suena por cuarta vez. No espero a nadie, ¿por qué suena? ¿Será…? piensa Alberto. Se acerca al teléfono y lo mira, pero no mueve las manos. Está paralizado. Suena por sexta vez. Se refriega la cara con las dos manos. La barba de varios días le raspa las manos. Suena por séptima y última vez. Cortaron. De vuelta el silencio. Alberto levanta el tubo y escucha el tono. Todo sigue igual que antes, pero peor.
Enciende un cigarrillo y juega con el humo que sale de su boca. Las líneas blancas que se dibujan en el aire ya se han transformado en una cuestión de análisis. Cree que nadie en el mundo puede dibujar figuras tan perfectas con el humo de un cigarrillo. Alberto ya ni sabe por qué fuma; ni siquiera recuerda cuándo empezó. Pero todos los días busca transformar la chatura de esa pieza con círculos perfectos, líneas que se ensanchan, grandes nubes de humo, y figuras que desafían la geometría.
Sentado, con los pies sobre el escritorio, tira la cabeza para atrás, y lanza una bocanada de humo en forma de argolla. Y luego otra, y otra. Las tres se van perdiendo en el espacio. Alberto mira el aparato. La llamada lo ha dejado desconcertado. Baja las piernas del escritorio, se saca el lápiz de la oreja y comienza a escribir sobre una nueva y reluciente hoja en blanco.
Aquel verano fue el último que pasé con ella. A pesar de la evidente situación de caos y miedo que reinaba, nosotros tratábamos de ser felices. Las sierras nos permitían soñar con todo eso y más…
Alberto contempla la hoja. Los tres renglones que escribió no difieren demasiado de aquellos que se perdieron en un bollo. Pero hay algo distinto. Muerde el lápiz y piensa. Y así por varios segundos. Mira de vuelta el teléfono. ¿Quién habrá sido? piensa. Se agacha y empieza a buscar uno de los tantos papeles en el piso. Desarma los bollos y lee lo que escribió. Los alisa uno por uno, hasta que encuentra aquel que estaba buscando.
Carla fue para mí algo inesperado, algo que nunca pensé que me podía pasar. La conocí cuando tenía 18 años, y ella 19. Tenía pantalones marrones, camisa celeste y el pelo suelto. Yo, por aquel entonces, ya usaba esos horribles anteojos con marcos negros que mi madre me había comprado por mi evidente miopía. Me quedé mirándola como un perfecto estúpido. Ella pasó caminando al lado mío. Todavía recuerdo el aroma a perfume. Pensé que no se había percatado de mi presencia. Nunca nadie me notaba. Mucho menos las mujeres. Carla se volvió dos pasos y se acercó hacia mí. Yo agaché la cabeza. Con suerte se estaría dirigiendo hacia otra persona y no pasaría vergüenza por haberla desnudado tantas veces con mi impúdica mirada. Pero no. Ella se paró al frente mío y me dijo: “Hola, ¿nos conocemos? Me llamo Carla y vos.” Sentí que mi cara pasaba de blanco pálido a rojo en cuestión de segundos. Por la fuerza de los latidos de mi corazón pensé que me iba a morir.
Alberto se levanta rápidamente de su silla y camina alrededor del escritorio. Prende un nuevo cigarrillo. Tira la etiqueta vacía en el tacho. Se muerde las uñas y se rasca la barba. Las sensaciones que lo invaden lo excitan de tal modo que empieza a mover las piernas. Se seca el sudor de las manos en el pantalón y termina la ardua tarea de comerse la uña del pulgar derecho. Agarra la silla y la acerca al lado del teléfono. Se sienta con el respaldar para adelante y apoya los brazos. El viejo mira el aparato. Lo mira tanto que la vista se le nubla. Piensa. Piensa. Re piensa. Se saca los lentes. Ahora sí todo es nublado. Los años y el poco cuidado con que se ha tratado, han acelerado vejez.
Alberto tiene 59 años. Hay veces que no recuerda su edad, ni su cumpleaños ni nada. Nadie para recordarlo. Nadie para festejarlo. Nadie por quien valga la pena estar vivo. Es por eso que la llamada le ha devuelto algo. No sabe bien qué es, pero es algo. Quizá alguien que se equivocó de número, o a lo mejor era algún idiota ofreciéndome cosas que jamás voy a comprar, piensa. Todas esas ideas deambulan por su cabeza. Pero Alberto está convencido que alguien se quiso comunicar con él. Y por eso no puede dejar de pensar.
Son las ocho y tres. La noche pide permiso y se instala por doce horas. Sigue nublado.
Vuelve a sentarse. Las hojas van perdiendo su blancura.
El tiempo transcurre más rápido de lo normal, de lo que es normal para él. No puede para de pensar ni de escribir.
“¿Qué?”, eso fue todo lo que me salió: un estúpido y nervioso “qué”. Ella me miró con ternura y dijo: “Te pregunté si nos conocíamos, porque me miraste como si quisieras decirme algo; o por lo menos eso me pareció a mí.” Yo no sabía qué carajo decir. Me rasqué la nuca, agaché la cabeza y le dije que no, que no nos conocíamos, pero que me llamaba Alberto. Me preguntó si me podía decir Beto. Yo le contesté que nadie nunca me decía Beto, pero que no me molestaba. Ella sonrió y me dejó con un “nos vemos después, Beto.” Me besó en la mejilla sin previo aviso, y se fue. Yo quedé pasmado. Ese beso me petrificó. Tardé unos segundos en reaccionar. Miré para todos lados para ver si alguien había visto todo eso. Rápidamente recuperé mi habitual anonimato y apuré mi paso para no llegar nuevamente tarde a clases.
Carla Sánchez era una de las mujeres más hermosas de la Facultad de Letras. Cursaba conmigo Introducción a la Literatura y se sentaba en los primeros bancos. Yo, como siempre, ocupaba la última fila, junto a los especimenes con los que se me asociaba: los que no les interesaba un carajo la carrera, los vagos, y los tímidos, como yo, que evitaban cualquier oportunidad de hablar frente al curso.
En los días que siguieron hice todo lo posible por hacerme notar frente a ella. Empecé a ganar lugares en el aula; pasé de la última fila, a la del medio. Leía todo lo que pedían y estudiaba todo el día para que, cuando el profesor preguntara algo, yo levantara la mano y respondiera. Ella se daría vuelta y me reconocería.
Por más que lo intentaba mi cabeza no respondía. Leía y leía, pero mi voluntad de aprendizaje era derrotada por mi timidez, mi poca comprensión de los textos, y por una imagen que atravesaba todo: Carla Sánchez. El recuerdo del beso en la mejilla era excusa para largar los libros e imaginarme en todas las posiciones sobre su cuerpo. Cuando esto pasaba, lo más seguro era que terminaba en una magnífica masturbación. Luego quedaba tendido, sintiéndome patético y desquiciado. Dormirme era lo mejor que me podía pasar.
Alberto se durmió sobre el escritorio, con la lapicera en su mano izquierda y un cigarrillo en otra. Cuando la ceniza le quemó los dedos, gateó hasta la cama y se envolvió en unas frazadas pesadas y viejas.
Durmió ocho horas seguidas. Hacía cuatro años que eso no sucedía. El tipo hacía del insomnio una forma de vida, su forma de vida. Llegó a tener delirios tan intensos que le permitían no dormir por dos días enteros. Finalmente su cuerpo fatigado decía basta, y Alberto quedaba tirado en algún lugar de la casa, cual si fuera un muerto o un borracho, y dormía un día entero.
Tenerla entre mis viejas, desteñidas y vírgenes sábanas era algo que me parecía imposible pero lo soñaba tantas veces, que muchas noches parecía real, y un círculo imperfecto manchaba todo. Las imágenes alcanzaban tanta perfección que, aunque fuera por algunos segundos, yo estaba con ella. Sí, dormido y soñando, pero era algo. Ya me imaginaba su cuerpo. Las caderas que se ensanchaban, logrando una armonía perfecta con el resto de sus partes. Las piernas no muy flacas, sino más bien gorditas. Los pechos parados, adolescentes, hermosos. Podía besar sus labios, recorrer con mi lengua todo el mapa de su figura. Y ella, abierta, esperándome, sin objeciones. Le hundía mi mano en su cabello largo y lacio. La traía contra mí. La besaba, nos besábamos. Mi panza acariciaba su panza. Los dos desnudos, sin nada, sin intermediarios. Lo que éramos, y sólo eso. La agarraba de los glúteos y nos movíamos con el ritmo que marcaban esas respiraciones agitadas. Cerraba los ojos y la escuchaba gemir. Y me encantaba. Sentir los suspiros de placer en el oído, las frases entrecortadas: “cojeme, cogeme, por favor.” Y cogíamos; cogíamos como si no importara más nada en el mundo. Qué importaba el mundo si…
Un hilo de baba caía de la boca de Alberto, recorría la punta de la almohada y descendía hasta la sábana desteñida. Un hilo de semen caía del miembro de Alberto, y se quedaba ahí, apretado por el calzoncillo y el pantalón. El olor era intenso.
Alberto se despertó. Tenía esa cara de desconcertado y de pelotudo que tienen las personas cuando se levantan y todavía no pueden distinguir la realidad. Encima, despertarse para seguir en esa misma realidad. Convenía dormir, escaparse a ese mundo sin formas, sin rostros, sin colores definidos, sin controles propios y ajenos donde todo pasa, donde todo se puede.
Los ojos tardan un poco más en despertarse. Se refriega la cara y decide levantarse. Alberto se sienta en el borde de la cama, apoyando ambas manos sobre el borde del colchón y mira un punto en la pared. La vista se le nublaba. Las lagañas, la vejez, la miopía y las primeras pocas luces de la mañana que entraban en esa habitación, hacían lo suyo. El viejo siguió con esa pose autista por varios minutos. La dejadez, los años y la soledad lo iban achacando. Cada día le era más difícil mover el cuerpo. Lo físico no tenía tanto que ver sino la motivación de saber que no valía la pena ir de un lado para el otro si todo seguiría igual.
Se percató de que había tenido sexo onírico cuando el olor empezó a subir por entre sus pantalones. La depresión de saberse patético lo invadió. Otra vez, otra noche que despertaba solo en esa cama fría y asquerosa; en esa habitación oscura, desordenada, en la que nada pasaba.
Alberto fue al baño con la premisa de orinar y decidir si hoy se bañaría o no. No tenía sentido asearse si nadie notaría la mugre, el olor, la falta de higiene. Tampoco salía demasiado a la calle, tampoco hablaba con nadie. El viejo podía pasar semanas enteras sin ducharse. Entró al baño y se miró al espejo.
El hecho de mirarse, de sentirse, de observar las facciones de su rostro, producía sensaciones muy intensas. Alberto evitaba mirarse al espejo. Cada vez que lo hacía pasaban cientos de imágenes en su cabeza. Su niñez (de la que recordaba cada vez menos, sólo tenía una media docena de fotos instantáneas) Su adolescencia, Carla, los momentos felices, y, luego, el abismo. Todo blanco, o negro. La sombra. Un hueco en su vida. Una etapa en la que no recuerda nada. Dos décadas en las que no tiene recuerdo alguno, o sí, pero esos blancos y esos negros se encargaban de anular todo.
Se sentó en el inodoro. Mientras orinaba se comía la uña del dedo índice con dedicación. El olor que despedía su pene era fuerte. Alberto se miró su miembro; lo agarró con su mano derecha y lo empezó a examinar. Respiró profundamente ese olor y cerró los ojos tratando de imaginar, de recordar qué era tener sexo. Volvió a respirar e hizo una mueca de esfuerzo. Quería sentir algo parecido a la felicidad. Y lo logró.
Las imágenes empezaban a verse con más claridad. Carla Sánchez mirándolo, corriéndole el pelo de la frente y diciéndole cosas hermosas. Todo lo que salía de su boca era hermoso. Los colores, muchos colores. Imaginar la felicidad era imaginar los colores, era ver las cosas con claridad, dejar las sombras por un rato, la opacidad, la falta de luz. “Beto, ¿me amás?” Las sierras, una brisa cálida y agradable, y unos labios húmedos. (Alberto, sentado en el inodoro, con los ojos cerrados, respirando cada vez más fuerte, mordiéndose los labios, haciendo muecas de dolor. Dos lágrimas brotan de su ojo derecho, escapándose, tratando de terminar con esa sequía del alma. Otras gotas se desprenden de su ojo izquierdo, hasta convertirse en casi un llanto) Su lengua masajeando la lengua de Carla. “Te hice una pregunta Beto.” Ahora, sí, el dolor.
Alberto abrió los ojos. Se secó las lágrimas, cual si fuera un chico, con la manga de la camisa. Se recompuso, y se quedó un rato más sentado ahí, tratando de buscarle alguna forma a las manchas de humedad de las paredes. De repente observó un bollo de papel que estaba tirado en el piso, detrás del lavatorio. Hizo un esfuerzo por alcanzarlo sin despegar el culo del inodoro. Se tuvo que arquear bastante. Lo arañó con las uñas y lo agarró. Sintió una pequeña satisfacción. Lo desarmó y lo planchó un poco con las manos y contra sus piernas.
A veces no entiendo ciertos momentos de mi vida. Dependiendo de mis estados de ánimo, llego a arrepentirme de todas y cada una de mis acciones. Otras, las menos, soy benévolo conmigo mismo.
Ya había pasado mi “¿Qué?”, mi cara de nabo, y mis intentos por impresionarla. Finalmente ella volvió a notar mi presencia. Fueron dos semanas y media desde aquel primer saludo hasta este nuevo encuentro. Estaba sentado en un banco de la facultad, un tanto alejado del resto de la gente. Con la cabeza gacha y las piernas cruzadas leía apasionadamente la sección deportiva del diario. Boca había ganado de vuelta y venía invicto. Iban tan sólo seis fechas y el campeonato era largo, pero me permitía entusiasmarme. De repente noté una sombra al frente mío. Alcé mi cabeza lentamente, por partes. Primero vi los zapatos, los tobillos angostos y las piernas ensanchándose hasta la pantorrilla. Apure el reconocimiento, levanté mi cabeza y la vi. El sol me impedía verle el rostro, me encandilaba. Es uno de los momentos más inolvidables de mi vida. Me saqué los lentes y esperé que ella hablara (mi mente estaba anulada) Ella dijo: “¿Beto? Así te llamabas ¿no?” Yo asentí. “¿Te molesto si me siento un rato acá con vos?” Me apresuré con un “sí, sí, por favor” y corrí mi mochila. Ahí estábamos los dos. ¿De qué podría hablar yo con ella? No tuve que pensar demasiado. Esa mujer no paraba de hablar y de sonreír. Movía las manos, gesticulaba. Cuando hablaba yo, ella me miraba y torcía su cabeza para un costado, como quién escucha con cariño y atención. No quería que ese momento terminara. Al final el sol se despidió y se la llevó a Carla también. Yo me quedé ahí unos minutos más y sentí qu…
El teléfono volvió a sonar. Alberto se apresuró a levantarse. Había estado sentado más de veinte minutos en el inodoro y en el momento en que atinó a moverse se tropezó con los pantalones bajos y cayó de boca al piso, pegando primero con el hombro izquierdo en el lavatorio. A esa edad los golpes se sienten el triple. El viejo estaba tirado, dolorido, con las piernas acalambradas, y con la desesperación de querer y no poder. Desnudo, con los pantalones en los tobillos, intentó arrastrarse. La puerta del baño estaba abierta. Desde el piso la entornó toda y siguió gateando como podía. El teléfono seguía sonando. Alberto sentía dolores por todo el cuerpo. A duras penas alcanzó el cable del teléfono y lo tironeó con fuerza. Era en vano, habían colgado.
Alberto tiene los brazos cruzados en la espalda y está parado al frente de la ventana empañada, y mira la calle por esa pequeña mancha que desempañó hace segundos, y que lentamente vuelve a convertirse en un vidrio por el que no se puede ver nada. Gira su cabeza y mira su escritorio. La hoja sigue ahí, igual que antes, igual que hace quince días. No hay cosa que lo asuste más que la blancura del papel, la falta de palabras; los gritos adentro suyo que se pierden en garabatos, que hoy mueren en un tacho al lado de la silla, o en el peor de los casos, en el piso.
Son las siete y treinta y uno.
Los días pasan y sigue siendo martes. O jueves, o domingo. Siempre lo mismo. Cuando la soledad se hace presente nada cambia. La cabeza trabaja más rápido pero no construye. Las sensaciones se confunden y cuesta saber qué es lo real. Hay días que todo le hace mal.
Afuera sigue lloviendo. El día se debate (siempre lo hace) entre la luz y la oscuridad. Por ahora van ganando las sombras. Mejor, ahora estamos todos iguales, piensa Alberto.
El lápiz dibuja algunas palabras. Más de lo mismo. Otro bollo de papel que va a parar al piso, haciéndole compañía al resto de las ideas frustradas, y las frases sin punto y aparte. La mirada de Alberto parece no mirar nunca nada. Con la mano izquierda se aprieta los ojos cansados. Estos ya se han acostumbrado a la oscuridad y al cristal de los lentes.
La pieza es cuadrada. Tiene pocos muebles. La cama, contra una pared, cerca de la ventana. El escritorio está ubicado al medio para perderle espacio a la habitación[1]. El velador es está prendido casi todo el día, y la lamparita de 40 es la única luz en el ambiente. Todo opaco, todo nublado. Como sus días. Como las siete y treinta y tres de la tarde.
No corre viento. Ninguna brisa que mueva las cosas. Nada que pueda mover las aguas de Alberto. Aquel hombre que supo ser un río hoy es un pantano, agua estancada.
Nada pasa. La hoja, obstinada, sigue blanca.
Alberto suspira. Se lleva un cigarrillo a la boca, y cuando está a punto de encenderlo, de repente suena el teléfono[2]. Hace dos años y medio que el aparato ese no suena. ¿Quién es? ¿Por qué me llaman? Alberto (por fin) cambia su mirada. Se sorprende. No sabe qué hacer. El teléfono suena por cuarta vez. No espero a nadie, ¿por qué suena? ¿Será…? piensa Alberto. Se acerca al teléfono y lo mira, pero no mueve las manos. Está paralizado. Suena por sexta vez. Se refriega la cara con las dos manos. La barba de varios días le raspa las manos. Suena por séptima y última vez. Cortaron. De vuelta el silencio. Alberto levanta el tubo y escucha el tono. Todo sigue igual que antes, pero peor.
Enciende un cigarrillo y juega con el humo que sale de su boca. Las líneas blancas que se dibujan en el aire ya se han transformado en una cuestión de análisis. Cree que nadie en el mundo puede dibujar figuras tan perfectas con el humo de un cigarrillo. Alberto ya ni sabe por qué fuma; ni siquiera recuerda cuándo empezó. Pero todos los días busca transformar la chatura de esa pieza con círculos perfectos, líneas que se ensanchan, grandes nubes de humo, y figuras que desafían la geometría.
Sentado, con los pies sobre el escritorio, tira la cabeza para atrás, y lanza una bocanada de humo en forma de argolla. Y luego otra, y otra. Las tres se van perdiendo en el espacio. Alberto mira el aparato. La llamada lo ha dejado desconcertado. Baja las piernas del escritorio, se saca el lápiz de la oreja y comienza a escribir sobre una nueva y reluciente hoja en blanco.
Aquel verano fue el último que pasé con ella. A pesar de la evidente situación de caos y miedo que reinaba, nosotros tratábamos de ser felices. Las sierras nos permitían soñar con todo eso y más…
Alberto contempla la hoja. Los tres renglones que escribió no difieren demasiado de aquellos que se perdieron en un bollo. Pero hay algo distinto. Muerde el lápiz y piensa. Y así por varios segundos. Mira de vuelta el teléfono. ¿Quién habrá sido? piensa. Se agacha y empieza a buscar uno de los tantos papeles en el piso. Desarma los bollos y lee lo que escribió. Los alisa uno por uno, hasta que encuentra aquel que estaba buscando.
Carla fue para mí algo inesperado, algo que nunca pensé que me podía pasar. La conocí cuando tenía 18 años, y ella 19. Tenía pantalones marrones, camisa celeste y el pelo suelto. Yo, por aquel entonces, ya usaba esos horribles anteojos con marcos negros que mi madre me había comprado por mi evidente miopía. Me quedé mirándola como un perfecto estúpido. Ella pasó caminando al lado mío. Todavía recuerdo el aroma a perfume. Pensé que no se había percatado de mi presencia. Nunca nadie me notaba. Mucho menos las mujeres. Carla se volvió dos pasos y se acercó hacia mí. Yo agaché la cabeza. Con suerte se estaría dirigiendo hacia otra persona y no pasaría vergüenza por haberla desnudado tantas veces con mi impúdica mirada. Pero no. Ella se paró al frente mío y me dijo: “Hola, ¿nos conocemos? Me llamo Carla y vos.” Sentí que mi cara pasaba de blanco pálido a rojo en cuestión de segundos. Por la fuerza de los latidos de mi corazón pensé que me iba a morir.
Alberto se levanta rápidamente de su silla y camina alrededor del escritorio. Prende un nuevo cigarrillo. Tira la etiqueta vacía en el tacho. Se muerde las uñas y se rasca la barba. Las sensaciones que lo invaden lo excitan de tal modo que empieza a mover las piernas. Se seca el sudor de las manos en el pantalón y termina la ardua tarea de comerse la uña del pulgar derecho. Agarra la silla y la acerca al lado del teléfono. Se sienta con el respaldar para adelante y apoya los brazos. El viejo mira el aparato. Lo mira tanto que la vista se le nubla. Piensa. Piensa. Re piensa. Se saca los lentes. Ahora sí todo es nublado. Los años y el poco cuidado con que se ha tratado, han acelerado vejez.
Alberto tiene 59 años. Hay veces que no recuerda su edad, ni su cumpleaños ni nada. Nadie para recordarlo. Nadie para festejarlo. Nadie por quien valga la pena estar vivo. Es por eso que la llamada le ha devuelto algo. No sabe bien qué es, pero es algo. Quizá alguien que se equivocó de número, o a lo mejor era algún idiota ofreciéndome cosas que jamás voy a comprar, piensa. Todas esas ideas deambulan por su cabeza. Pero Alberto está convencido que alguien se quiso comunicar con él. Y por eso no puede dejar de pensar.
Son las ocho y tres. La noche pide permiso y se instala por doce horas. Sigue nublado.
Vuelve a sentarse. Las hojas van perdiendo su blancura.
El tiempo transcurre más rápido de lo normal, de lo que es normal para él. No puede para de pensar ni de escribir.
“¿Qué?”, eso fue todo lo que me salió: un estúpido y nervioso “qué”. Ella me miró con ternura y dijo: “Te pregunté si nos conocíamos, porque me miraste como si quisieras decirme algo; o por lo menos eso me pareció a mí.” Yo no sabía qué carajo decir. Me rasqué la nuca, agaché la cabeza y le dije que no, que no nos conocíamos, pero que me llamaba Alberto. Me preguntó si me podía decir Beto. Yo le contesté que nadie nunca me decía Beto, pero que no me molestaba. Ella sonrió y me dejó con un “nos vemos después, Beto.” Me besó en la mejilla sin previo aviso, y se fue. Yo quedé pasmado. Ese beso me petrificó. Tardé unos segundos en reaccionar. Miré para todos lados para ver si alguien había visto todo eso. Rápidamente recuperé mi habitual anonimato y apuré mi paso para no llegar nuevamente tarde a clases.
Carla Sánchez era una de las mujeres más hermosas de la Facultad de Letras. Cursaba conmigo Introducción a la Literatura y se sentaba en los primeros bancos. Yo, como siempre, ocupaba la última fila, junto a los especimenes con los que se me asociaba: los que no les interesaba un carajo la carrera, los vagos, y los tímidos, como yo, que evitaban cualquier oportunidad de hablar frente al curso.
En los días que siguieron hice todo lo posible por hacerme notar frente a ella. Empecé a ganar lugares en el aula; pasé de la última fila, a la del medio. Leía todo lo que pedían y estudiaba todo el día para que, cuando el profesor preguntara algo, yo levantara la mano y respondiera. Ella se daría vuelta y me reconocería.
Por más que lo intentaba mi cabeza no respondía. Leía y leía, pero mi voluntad de aprendizaje era derrotada por mi timidez, mi poca comprensión de los textos, y por una imagen que atravesaba todo: Carla Sánchez. El recuerdo del beso en la mejilla era excusa para largar los libros e imaginarme en todas las posiciones sobre su cuerpo. Cuando esto pasaba, lo más seguro era que terminaba en una magnífica masturbación. Luego quedaba tendido, sintiéndome patético y desquiciado. Dormirme era lo mejor que me podía pasar.
Alberto se durmió sobre el escritorio, con la lapicera en su mano izquierda y un cigarrillo en otra. Cuando la ceniza le quemó los dedos, gateó hasta la cama y se envolvió en unas frazadas pesadas y viejas.
Durmió ocho horas seguidas. Hacía cuatro años que eso no sucedía. El tipo hacía del insomnio una forma de vida, su forma de vida. Llegó a tener delirios tan intensos que le permitían no dormir por dos días enteros. Finalmente su cuerpo fatigado decía basta, y Alberto quedaba tirado en algún lugar de la casa, cual si fuera un muerto o un borracho, y dormía un día entero.
Tenerla entre mis viejas, desteñidas y vírgenes sábanas era algo que me parecía imposible pero lo soñaba tantas veces, que muchas noches parecía real, y un círculo imperfecto manchaba todo. Las imágenes alcanzaban tanta perfección que, aunque fuera por algunos segundos, yo estaba con ella. Sí, dormido y soñando, pero era algo. Ya me imaginaba su cuerpo. Las caderas que se ensanchaban, logrando una armonía perfecta con el resto de sus partes. Las piernas no muy flacas, sino más bien gorditas. Los pechos parados, adolescentes, hermosos. Podía besar sus labios, recorrer con mi lengua todo el mapa de su figura. Y ella, abierta, esperándome, sin objeciones. Le hundía mi mano en su cabello largo y lacio. La traía contra mí. La besaba, nos besábamos. Mi panza acariciaba su panza. Los dos desnudos, sin nada, sin intermediarios. Lo que éramos, y sólo eso. La agarraba de los glúteos y nos movíamos con el ritmo que marcaban esas respiraciones agitadas. Cerraba los ojos y la escuchaba gemir. Y me encantaba. Sentir los suspiros de placer en el oído, las frases entrecortadas: “cojeme, cogeme, por favor.” Y cogíamos; cogíamos como si no importara más nada en el mundo. Qué importaba el mundo si…
Un hilo de baba caía de la boca de Alberto, recorría la punta de la almohada y descendía hasta la sábana desteñida. Un hilo de semen caía del miembro de Alberto, y se quedaba ahí, apretado por el calzoncillo y el pantalón. El olor era intenso.
Alberto se despertó. Tenía esa cara de desconcertado y de pelotudo que tienen las personas cuando se levantan y todavía no pueden distinguir la realidad. Encima, despertarse para seguir en esa misma realidad. Convenía dormir, escaparse a ese mundo sin formas, sin rostros, sin colores definidos, sin controles propios y ajenos donde todo pasa, donde todo se puede.
Los ojos tardan un poco más en despertarse. Se refriega la cara y decide levantarse. Alberto se sienta en el borde de la cama, apoyando ambas manos sobre el borde del colchón y mira un punto en la pared. La vista se le nublaba. Las lagañas, la vejez, la miopía y las primeras pocas luces de la mañana que entraban en esa habitación, hacían lo suyo. El viejo siguió con esa pose autista por varios minutos. La dejadez, los años y la soledad lo iban achacando. Cada día le era más difícil mover el cuerpo. Lo físico no tenía tanto que ver sino la motivación de saber que no valía la pena ir de un lado para el otro si todo seguiría igual.
Se percató de que había tenido sexo onírico cuando el olor empezó a subir por entre sus pantalones. La depresión de saberse patético lo invadió. Otra vez, otra noche que despertaba solo en esa cama fría y asquerosa; en esa habitación oscura, desordenada, en la que nada pasaba.
Alberto fue al baño con la premisa de orinar y decidir si hoy se bañaría o no. No tenía sentido asearse si nadie notaría la mugre, el olor, la falta de higiene. Tampoco salía demasiado a la calle, tampoco hablaba con nadie. El viejo podía pasar semanas enteras sin ducharse. Entró al baño y se miró al espejo.
El hecho de mirarse, de sentirse, de observar las facciones de su rostro, producía sensaciones muy intensas. Alberto evitaba mirarse al espejo. Cada vez que lo hacía pasaban cientos de imágenes en su cabeza. Su niñez (de la que recordaba cada vez menos, sólo tenía una media docena de fotos instantáneas) Su adolescencia, Carla, los momentos felices, y, luego, el abismo. Todo blanco, o negro. La sombra. Un hueco en su vida. Una etapa en la que no recuerda nada. Dos décadas en las que no tiene recuerdo alguno, o sí, pero esos blancos y esos negros se encargaban de anular todo.
Se sentó en el inodoro. Mientras orinaba se comía la uña del dedo índice con dedicación. El olor que despedía su pene era fuerte. Alberto se miró su miembro; lo agarró con su mano derecha y lo empezó a examinar. Respiró profundamente ese olor y cerró los ojos tratando de imaginar, de recordar qué era tener sexo. Volvió a respirar e hizo una mueca de esfuerzo. Quería sentir algo parecido a la felicidad. Y lo logró.
Las imágenes empezaban a verse con más claridad. Carla Sánchez mirándolo, corriéndole el pelo de la frente y diciéndole cosas hermosas. Todo lo que salía de su boca era hermoso. Los colores, muchos colores. Imaginar la felicidad era imaginar los colores, era ver las cosas con claridad, dejar las sombras por un rato, la opacidad, la falta de luz. “Beto, ¿me amás?” Las sierras, una brisa cálida y agradable, y unos labios húmedos. (Alberto, sentado en el inodoro, con los ojos cerrados, respirando cada vez más fuerte, mordiéndose los labios, haciendo muecas de dolor. Dos lágrimas brotan de su ojo derecho, escapándose, tratando de terminar con esa sequía del alma. Otras gotas se desprenden de su ojo izquierdo, hasta convertirse en casi un llanto) Su lengua masajeando la lengua de Carla. “Te hice una pregunta Beto.” Ahora, sí, el dolor.
Alberto abrió los ojos. Se secó las lágrimas, cual si fuera un chico, con la manga de la camisa. Se recompuso, y se quedó un rato más sentado ahí, tratando de buscarle alguna forma a las manchas de humedad de las paredes. De repente observó un bollo de papel que estaba tirado en el piso, detrás del lavatorio. Hizo un esfuerzo por alcanzarlo sin despegar el culo del inodoro. Se tuvo que arquear bastante. Lo arañó con las uñas y lo agarró. Sintió una pequeña satisfacción. Lo desarmó y lo planchó un poco con las manos y contra sus piernas.
A veces no entiendo ciertos momentos de mi vida. Dependiendo de mis estados de ánimo, llego a arrepentirme de todas y cada una de mis acciones. Otras, las menos, soy benévolo conmigo mismo.
Ya había pasado mi “¿Qué?”, mi cara de nabo, y mis intentos por impresionarla. Finalmente ella volvió a notar mi presencia. Fueron dos semanas y media desde aquel primer saludo hasta este nuevo encuentro. Estaba sentado en un banco de la facultad, un tanto alejado del resto de la gente. Con la cabeza gacha y las piernas cruzadas leía apasionadamente la sección deportiva del diario. Boca había ganado de vuelta y venía invicto. Iban tan sólo seis fechas y el campeonato era largo, pero me permitía entusiasmarme. De repente noté una sombra al frente mío. Alcé mi cabeza lentamente, por partes. Primero vi los zapatos, los tobillos angostos y las piernas ensanchándose hasta la pantorrilla. Apure el reconocimiento, levanté mi cabeza y la vi. El sol me impedía verle el rostro, me encandilaba. Es uno de los momentos más inolvidables de mi vida. Me saqué los lentes y esperé que ella hablara (mi mente estaba anulada) Ella dijo: “¿Beto? Así te llamabas ¿no?” Yo asentí. “¿Te molesto si me siento un rato acá con vos?” Me apresuré con un “sí, sí, por favor” y corrí mi mochila. Ahí estábamos los dos. ¿De qué podría hablar yo con ella? No tuve que pensar demasiado. Esa mujer no paraba de hablar y de sonreír. Movía las manos, gesticulaba. Cuando hablaba yo, ella me miraba y torcía su cabeza para un costado, como quién escucha con cariño y atención. No quería que ese momento terminara. Al final el sol se despidió y se la llevó a Carla también. Yo me quedé ahí unos minutos más y sentí qu…
El teléfono volvió a sonar. Alberto se apresuró a levantarse. Había estado sentado más de veinte minutos en el inodoro y en el momento en que atinó a moverse se tropezó con los pantalones bajos y cayó de boca al piso, pegando primero con el hombro izquierdo en el lavatorio. A esa edad los golpes se sienten el triple. El viejo estaba tirado, dolorido, con las piernas acalambradas, y con la desesperación de querer y no poder. Desnudo, con los pantalones en los tobillos, intentó arrastrarse. La puerta del baño estaba abierta. Desde el piso la entornó toda y siguió gateando como podía. El teléfono seguía sonando. Alberto sentía dolores por todo el cuerpo. A duras penas alcanzó el cable del teléfono y lo tironeó con fuerza. Era en vano, habían colgado.
jueves, septiembre 07, 2006
Breve Historia
“Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol”
Eduardo Sacheri
EL AÑO DEL MUNDIAL
Año 2018, son pocos los que muestran interés por el mundial de fútbol que se tendría que disputar. La FIFA ya no existe y los países no tienen jugadores profesionales, porque el fútbol, tal cual se lo conocía diez años atrás, ya ha dejado de ser. El “deporte más hermoso del mundo”, lema de la ex cadena televisiva de deportes ESPN, ya no es la prioridad número uno de las naciones. Nadie invierte en el fútbol. En el año del mundial no hay televisión idiotizante, no hay publicidades en el país de Quilmes, de YPF, de CTI, de Banco Nación, de nadie. Ni las radios destinan un segundo de su tiempo, ni los periódicos un pedazo de página de su tirada diaria. La comercialización exagerada del juego ha muerto. Junto con esto, parece que ha muerto el fútbol todo. Pero no. Su difusión mediática desapareció. La masificación de la pasión, la banalización del deporte, también. Es cierto, parece que a nadie, a ningún habitante le interesa el fútbol. Si las cosas no aparecen en los medios, no existen, y la gente tiene memoria muy corta para algunas cosas. Pero algunos se resisten. La pelota sigue rodando, esta vez sin tantos ojos alrededor de ella, ni cámaras, ni comentarios asesinos, ni tanto circo. Son los olvidados de siempre, los que amaron y aman el fútbol, los que siempre lo jugaron, los que nunca transaron, los que nunca se vendieron, los que nunca firmaron por sus piernas, los que todavía, a pesar de todo, conservan una vieja pelota debajo de sus camas.
Desde la caída del Muro de Berlín todo cambió. Futbolísticamente hablando podemos decir que el quiebre vino con el Mundial ’94, en los Estados Unidos. Nada fue igual desde aquel momento. La FIFA abrió la boca y muchos se sorprendieron (el resto de las grandes empresas que todavía no se habían dado cuenta) “El fútbol es un poder inmenso porque se juega en todo el mundo y mucha gente vive de él: periodistas, jugadores, hoteles, aerolíneas, industrias variadas, entrenadores, médicos, árbitros. Es una multitud de personas. Este movimiento del fútbol anualmente mueve 250.000 millones de dólares. La mayor empresa del mundo es la General Motors, que factura 170 millones de dólares. Vean la fuerza del fútbol…” Palabras que pronunciaba el ex presidente de la organización más grande del mundo en aquel momento, en cualquier entrevista, conferencia, o congreso donde se lo invitara. El poder del fútbol estaba en manos de pocos y sostenido en las piernas de muchos. Con el neoliberalismo en auge, la FIFA decidió abrir el juego a los que siempre tienen plata para pagar la cancha. Las multinacionales entraron de cabeza al negocio, y por una década y media, se llenaron de dinero.
Lentamente, la institución fútbol, se fue sacando rivales de encima. Primero inventó el doping de Maradona, en el ’94. Después pasó lo del misterioso accidente automovilístico de Pelé, en el 2007; luego de que los dos más grandes se unieran para decirle NO a tanta corrupción. Al astro argentino lo dejaron vivir, pero le apagaron las cámaras y su poder disminuyó. En la Argentina, Raúl Gamez fue secuestrado y nunca más se supo de él. En todo el mundo se daban hechos como estos. El fútbol comenzaba a ser sinónimo de miedo y de el “no te metás”. Pero la pólvora se fue juntando, y un buen día se prendió la mecha.
Pero ¿cómo se llegó hasta este punto? El camino fue largo y traumático. Pero ese día llegó, y fue más o menos así como pasaron las cosas…
El mundial organizado en Alemania en el 2006, fue ganado (vaya casualidad) por Brasil. Ronaldiño, Ronaldo, Kaká, Cafú, y todos esos morochos de camisetas amarillas, que parecían no tener ni apellidos ni nombres, levantaron la copa por sexta vez. Lula da Silva mantuvo el poder de su país por otro mandato más, gracias a la explotación propagandística de la conquista en tierras alemanas. Luego habría de huir a tierras lejanas.
Las grandes potencias del fútbol sintieron que ya era el colmo. La UEFA organizó una reunión con carácter de urgencia para resolver lo que se llamó: “La cuestión Brasil”. Estaban nerviosos. Ya no se aguantaban más que los verdeamarelos, levantaran cada copa que disputaban. Encima en Europa, en la propia Europa. Encima eran casi todos negros. Y Encima (y esto era lo que más les dolía) hasta se divertían en la cancha.
Mientras los jugadores campeones del mundo recorrían las calles de Río, ofrendando la copa a su pueblo, se daba por concluida la reunión en Zurich. Las puertas de la elegante oficina de la FIFA se abrían, y un montón de gordos con traje, maletines y celulares último modelo, caminaban con aires de conformidad. Con sonrisas de maldad. Como quién sabe que acaban de planear algo oscuro que les dará lo que tanto añoran: borrar a Brasil. La “Operación Brasil” (no tenían demasiado ingenio para los nombres) se desarrollaría en total coordinación con los árbitros, los medios (la televisión más que todo), los clubes, las ligas, los médicos, algunos jugadores, y todo aquel que fuera necesario. Objetivo principal: borrar al sextacampeón del mapa. Objetivo secundario: sacarlos de Europa. Duración de la operación: dos años.
Primer paso: cortarle las piernas al gigante. Una docena de casos de doping se sucedieron en las diferentes ligas europeas. Los encargados del plan estudiaron a cada uno de los jugadores brasileros. Sabían que tenían que ser discretos, así que las acciones se tendrían que desarrollar con cautela. No se podía abusar con los controles antidoping ya que hubiera sido demasiado sospechoso. Árbitros y pegadores se encargaron de quebrar a unos cuantos. Tarea difícil esta ya que por más flaquitos que fueran, parecía que no se rompían. Algunos picapiedras, incluso, salieron lesionados por intentar lesionar. Sucedieron confusiones ya que cuando empezó la razzia, algunos defensores no distinguían entre brasileros y no brasileros. Todos los que tenían pinta de sudamericanos, eran bajados. La comisión que llevaba a cabo el plan, debatió este tema en su reunión semanal, y concluyeron que sacarse de encima a un par de argentinos, uruguayos, y cualquier otro latino que jugara bien, no estaría nada mal. Ordenaron más cautela para no levantar la perdiz y crearon una empresa fabricante de botines especiales para dicha función.
La Operación Brasil funcionó, durante el primer año, con altos niveles de eficiencia, según los informes de la comisión. Los jugadores de aquel país se encontraban envueltos en escándalos por uso de sustancias no permitidas. Otros eran destruidos por la prensa por cualquier baja de rendimiento. Se les inventaban chismes, mentiras, problemas con la policía, con mujeres, con la noche y la joda. De esta manera los indefensos jugadores se ganaban un enemigo de peso, quizás el de mayor importancia: las hinchadas. La comisión evaluó que los hinchas podían ser su único obstáculo para llevar a cabo el plan, así que tuvieron que hilar fino en las cuestiones. Diálogos con algunos jefes de barras, agentes infiltrados haciéndose pasar por seguidores, grupos de extrema derecha gritando consignas racistas contra los morenos. Todo esto sumado a las consabidas lesiones que fecha tras fecha dejaban a un jugador fuera de partido. Luego de quebrar las piernas, el segundo paso era en la enfermería donde los maltrechos laburantes de la pelota no eran atendidos debidamente, lo que retrasaba su recuperación, en el mejor de los casos, o provocaba el retiro de algunos jugadores. Esto último constituía un éxito rotundo de la operación.
La segunda parte del plan consistía en cerrarle las fronteras europeas a los jugadores brasileros. Los que ya estaban iban a sufrir, pero aquellos que quisieran ingresar al viejo mundo, serían víctimas de una serie de cláusulas absurdas que les impedían desembarcar su calidad de fútbol en Europa. Negación de visas de trabajo, bajos sueldos, problemas de ciudadanía, entre otras cosas. Ayudado todo esto por un apriete de la UEFA que presionaban para que los clubes no contrataran a ningún brasilero que jugara bien.
La elite del fútbol mundial veía como le cerraban las puertas a su alegría. El comienzo de la operación consistió en cortarle las piernas a los mejores: Ronaldinho, Ronaldo, Robinho, Julio Baptista, Roberto Carlos, Cafú, Edmilson, y tantos otros más. El que se salvó por un tiempo fue Kaká, ya que era blanco y tuvieron más compasión por él. Pero como sucede en todo terrorismo sistematizado, la cosa se puso peor. No conformes con eliminar a los mejores, luego empezaron con los de medio pelo, con los que no daban tanta alegría en las canchas. La razzia se hizo evidente.
Al no haber brasileros compitiendo en las principales ligas europeas, los argentinos comenzaron a destacarse. Los que en una época fueron los mejores del mundo, se encontraban armando las valijas para retornar a sus lugares de origen. En tanto que los clubes argentinos, siempre dispuestos a vender las semillas antes de que crezcan, se llenaban de dinero que quedaba en manos de algunos pocos. La plata dulce ingresaba en carretillas a las arcas privadas de los principales dirigentes. Como si fuera un reflejo perfecto de los modelos tradicionales del país, las instituciones vendieron todo: jugadores, instalaciones, prestigio, orgullo, tierras. Las camisetas, viejo emblema de pasión inquebrantable, lucían una docena de publicidades, y se hacía imposible ya distinguir los históricos colores de cada club.
A Brasil le destruyeron las piernas, aniquilaron a sus jugadores. Con los argentinos hicieron un negocio mucho más provechoso: destruyeron sus bases mismas, con la total anuencia de los propios presidentes de clubes. Repitiendo el modelo de privatización de empresas estatales, los europeos compraron los clubes a dos monedas y después los fundieron. Con los brasileros empezaron por el último escalón, en cambio, con los argentinos tuvieron que mostrar un par de maletines, y el piso fue todo de ellos. La maniobra fue lenta, pero tendría el mismo efecto, o peor aún.
Una de las principales corporaciones económicas del mundo pegó el grito en el cielo. Nike (que había sido excluida de la Operación Brasil) era el principal sponsor de la selección brasilera y sufrió una importante caída en sus ganancias, provocando numerosos desajustes financieros en todo el globo. Los que tanto defendieron a la globalización, hoy sufrían los tirones de esas cadenas. Las empresas que quedaban se dividirían la torta y absorberían los mercados que antes ocupaba Nike. Adidas, el principal beneficiario y gestor del plan tenía, ahora, tres tiras, y muchos billetes más.
Se avecinaba el Mundial del 2010. La cita sería en Sudáfrica. Brasil sufría un crack económico en el ambiente futbolístico ya que había en el país cientos de jugadores de primer nivel que no podían emigrar a Europa y los clubes quebraban al no poder venderlos. El sistema de venta indiscriminada de talentos se caía y la situación era inmanejable. Por primera vez desde que se organizan los mundiales, Brasil faltaría a la cita. Ni siquiera se presentó en las eliminatorias. Cayó el fútbol y con él se vino abajo la estructura del país. Una guerra civil se veía venir en el país de los carnavales y la zamba.
Los gordos de la FIFA se refregaban las manos: esta vez no se les podía escapar. Brasil estaba out y el mundial tenía que ser de algún europeo. Las opciones eran las de siempre: Italia, Alemania, Francia, España y, por supuesto, Inglaterra. Cualquier otro país del viejo mundo que ganara la copa sería un revés.
Lo que pasó en el Mundial Sudáfrica 2010, quedaría para la historia. Fue el momento en que el orgullo de las potencias quedó herido, maltratado de una forma que nadie imaginó. Los jefes del fútbol estaban furiosos, rojos de enojo por lo que pasó en ese Mundial. Habían comprado árbitros, jueces de línea y jugadores. Habían borrado a Brasil; Argentina participaba del mundial, pero no podía utilizar ninguno de los jugadores que militaba en Europa. Las cláusulas sorpresas en los contratos aparecieron a sólo tres meses de comenzar el campeonato. Las grandes estrellas que todavía quedaban, no formarían parte de esta competición. Igual, la selección albiceleste, se presentaba con un grupo de jugadores que militaban en el país, y no sería tan fácil derrotarlos.
Ese Mundial fue ganado por Camerún, y la consagración fue festejada por todo el continente africano. Este singular hecho representaba la victoria de los dominados, los colonizados, los del tercer mundo, incivilizados y bárbaros, contra las potencias dominantes, colonizantes del primer mundo, civilizado, occidental y cristiano. La selección de Camerún, dirigida por Roger Milla, se alzó con la copa al derrotar en la final a Alemania por un categórico 5 a 0. De nada sirvieron los penales a favor, los off-sides convenientes, y la vista gorda ante las patadas de los teutones. La goleada era inapelable. El continente negro, históricamente esclavo, levantaba la copa por primera vez desde aquel 1930, año en que se empezaron a disputar los mundiales.
Europa no entendía nada. La FIFA era un escándalo. Los dedos apuntaron a Joseph Blatter. Porque les había dado el mundial a los africanos, convencido de que no iban a pasar más de cuartos de final. Y ahora esto; los de piel morena, negra como carbón, eran los dueños del mundo futbolístico. Y los blancos leche, racistas y orgullosos, se quedaban sin nada, otra vez. Por tercera vez consecutiva, el mundial quedaba en manos ajenas, y las potencias volvían con las manos vacías a casa.
Sudáfrica 2010 tuvo como semifinalistas: al dueño de casa, a Camerún, a Alemania, y a Uruguay, que resucitaba después de muchas décadas, y volvía a tener protagonismo en una copa del mundo. Argentina llegó hasta cuartos de final, donde perdió uno a cero contra Alemania, con un penal en el minuto 88.
Las corporaciones económicas pegaron el grito en el cielo ya que los máximos dirigentes europeos les habían prometido una victoria segura. La consagración de Camerún les hizo perder cientos de millones de euros y se desató una guerra de intereses entre cada una de las partes afectadas; lo que se dice un “ajuste de cuentas”. Blatter sufrió un paro cardíaco inesperado y el sillón de la FIFA fue ocupado por un títere; una persona débil que pudiera ser manejada por los dirigentes sin rostro, aquellos que caminan en las sombras, y en los pasillos oscuros.
La copa viajó a Camerún, pero sólo por unos meses, ya que la comisión organizadora de los mundiales (integrada por los mismos de siempre), determinó que era inseguro que la estatuilla estuviese en un país tan inestable y que corría riesgo de ser robada. Otra artimaña, típica de los que no saben perder. Sin embargo el trofeo pisó suelo africano, y millones de personas pudieron observar el brillo dorado por primera vez en sus vidas. Y eso sí que no tenía precio.
En Europa el fútbol ya no era lo mismo. La gran rueda financiera giraba cada vez más lento y los números perdían cifras. La gente ya no iba tanto a la cancha, y las corporaciones le daban la espalda a la pelota y buscaban meter sus billetes y sus influencias en otros lados. La explotación económica del sentimiento futbolero fue reemplazada por el manejo publicitario del amor, la tristeza, la inseguridad y el hambre; espacios tradicionales pero no por eso menos efectivos. Le aseguraban a la gente que eso sí lo podían comprar, y la gente compraba, como siempre lo hizo. La televisión (que había perdido millones con la consagración de Camerún) recortaba presupuestos a las ligas y se abría paso a otras programaciones. El fútbol, después de una vida en continuo ascenso propagandístico entraba en recesión. Ahora, quedaba en segundo plano. Y como cuando Europa estornuda el mundo se resfría, la situación se reprodujo en todas partes.
La segunda verdad no tardó en llegar: históricamente, cada vez que el viejo mundo se descuida o entra a tropezar ¿quién toma la posta? Sí, los Estados Unidos. Pasó con las industrias, con la guerra, con el plan Marshall, y con la imposición de las formas de ver las cosas, y ahora también, pasaba con el fútbol.
El gigante imperialista aprovechó esta oportunidad que se le presentaba, para ser los primeros en el mundo futbolístico y lograr así el título de campeón en el único deporte en el que no había podido imponerse nunca. Querían ser los mejores del mundo aunque a su población no le importase en lo más mínimo. El fútbol (soccer) no había logrado introducirse en la vida norteamericana (entiéndase por esto, que el fútbol no podía consolidarse como negocio a pesar de los esfuerzos; copa del mundo del ’94 inclusive) Pero, a los yanquis les gustaba ser los números uno. Territorio en donde eran mediocres, territorio en el que se ponían millones de dólares para tratar, primero, de hundir a aquel que fuera el mejor, y segundo, para que ellos puedan reinar y colgarse el cartelito. Por un siglo, el fútbol era para los estadounidenses, un deporte en el que no pesaban: eran una vergüenza y el hazmerreír del mundillo futbolero. Para jugar a la pelota tenían que poner sentimiento (que hasta donde yo sé eso no se compra), coraje, pasión e historia. Y era esto último lo que les impedía triunfar. En cientos de países, uno nace con un antepasado, con una raíz que lo ata a la tierra; la misma tierra donde mis abuelos descubrieron la pelota, el tiro libre y el orsay; donde mi padre se enamoró del juego, viendo jugar a su padre, y gritó goles a más no poder; donde nacimos mis hermanos y yo, y pateamos y pateamos hasta que la pelota decía basta. Pero la pelota no decía nunca basta, o eso creíamos, allá por aquellos años.
Estados Unidos armó un súper equipo. Contrató a los mejores y nacionalizó a los que tenía que nacionalizar. Puso millones de dólares (obstinados, seguían usando su verde moneda a pesar de que era el euro el que regía los mercados) en publicidad (propaganda) que instaba a todos los americanos para que apoyaran a su selección en el Mundial que se avecinaba. Roney Reagan, hijo, se jugaba sus últimas cartas como Presidente ya que había un gran sector de la derecha yanqui que lo acusaba de progresista, zurdo y blando, por no haberse animado a tirar otra bomba nuclear en el devastado medio oriente. El hijo del mítico Ronald Reagan había perdido toda guerra que intentó declarar. Esto era un gran retroceso ya que no podía ni siquiera iniciar un conflicto bélico en ningún país del mundo.
Igual, la potencia seguía siendo potencia. Para el 2014 el mundial tendría sede en Suiza, el histórico paraíso bancario, y el domicilio de la Federación Internacional de Fútbol. A pesar de que el torneo le correspondía a América, los popes de la FIFA determinaron que las condiciones no estaban dadas para que se organizara una competencia de tal magnitud. Latinoamérica vivía presentes de cambio. Los gobiernos populares ganaban espacios; la gente se levantaba, discutía, se organizaba, y pasaba a la acción. En tanto que la derecha conservadora utilizaba todas sus armas para frenar el avance de los oprimidos, y había mucho olor a pólvora. Los únicos dos países latinoamericanos que se postularon para organizar la Copa fueron Cuba, que le habían levantado el embargo y podía, ahora, participar en los mundiales, y Bolivia, que era por primera vez en su historia, una nación nacionalizada. No hicieron falta excusas para decirle que no a ambos países. Igual, las dos selecciones hicieron un papel fantástico en las eliminatorias y clasificaron para jugar el mundial.
Treinta y dos equipos participaron de la vigésima Copa del Mundo, Suiza 2014. Brasil seguía ausente y lentamente re-fundaba las bases de su fútbol. Argentina se quedó sin fútbol profesional rentable, y la liga, la AFA y los clubes eran un bochorno de corrupción y delito. Igualmente, logró clasificar en el último pasaje de avión que quedaba (manos amigas mediante; necesitaban un equipo con prestigio, aunque fuera sólo histórico) El resto de los sudamericanos fueron: Uruguay, Paraguay, Venezuela y la ya mencionada selección boliviana.
El mundial de Suiza tuvo la menor cantidad de horas de transmisión de televisión en la historia desde que los partidos se empezaron a ver en todo el mundo. Ya se sabía que el fútbol no era lo mismo. Ya no vendía como antes, y eran cada vez menos los que creían en él y en su imagen mágica.
La primera fase tuvo resultados sorpresa, partidos previsibles, y varias goleadas. Los árbitros se venían portando bien ya que la situación no ameritaba ninguna intervención demasiado evidente. Estados Unidos goleó en los tres partidos de su grupo contra Montenegro, Argelia y Finlandia, tres rivales de bajísimo nivel. Sólo contra Argelia tuvo momentos de zozobra ya que ganó 5 a 3 y los africanos se erraron una cantidad de goles increíbles. Los yanquis tenían un equipo bárbaro: once muchachos fornidos que no paraban de correr en ningún momento y que funcionaban como una máquina perfecta, previsible y sin desorden táctico. En el fútbol es necesario el desorden y la sorpresa, por eso es que sólo ganaban los encuentros por el excelente estado físico de los jugadores.
La sorpresa fue Cuba, que pasó heroicamente de ronda, con un triunfo y dos empates, frente a Túnez, Bélgica y Ucrania, respectivamente. El equipo caribeño desplegaba un fútbol alegre y despreocupado. Los jugadores, cuerpo técnico y directivos de la Federación Nacional de Fútbol Cubano, le dedicaron el triunfo deportivo a la memoria de su histórico líder, Fidel Castro, fallecido dos años atrás, sin que pudiera llegar a ver por segunda vez en la historia a su país jugando un Mundial. La muerte de Castro representó la posibilidad de cambio, de nuevos rumbos en la política cubana. El régimen seguía, más firme que nunca, pero con otros aires que buscaban la integración de todos los habitantes en las tomas de decisiones. A los 23 jugadores del plantel los eligió el pueblo en una votación nacional.
Argentina terminó por confirmar su decadencia: perdió los tres partidos de la fase inicial y se volvió a casa, sin que esto causara demasiada sorpresa. El fútbol profesional agonizaba, y a la gente parecía no importarle. No iban a salvarlo como tantas veces, para que los mismos que se llenaron los bolsillos una vez, vuelvan a hacerlo.
El torneo era mediocre, pero los equipos debutantes le daban otro ritmo de juego a los partidos. Los africanos dominaban claramente, y los cuatro participantes del continente negro se metieron en cuartos de final. Los sudamericanos también pasaron a la siguiente fase, y Uruguay parecía que se encaminaba hacia las instancias finales. El fútbol uruguayo vio la debacle antes que todos e implementó una reestructuración de su liga. Federalizó el torneo y le dio más competencia al resto de los equipos. Nacional y Peñarol seguían siendo los grandes, pero no dominaban siempre, y los campeonatos eran atractivos y con alto nivel de juego.
Los europeos eran una vergüenza. Ni Alemania, ni Francia e Inglaterra (clasificados al mundial casi por decreto) pasaron a la siguiente fase, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo el aparato futbolístico. Italia llegó a octavos y perdió con Ghana por un contundente 4 a 0. La esperanza era Suiza: por ser local, y porque no había sufrido todo el desbaratuje que había arrastrado a las principales ligas de fútbol del viejo continente a la decadencia total. No tenían un buen equipo, pero jugaban despreocupados y sin la presión de ser campeones. En cuartos de final perdieron contra Cuba por 5 a 3, y todos los espectadores se levantaron a aplaudir un verdadero espectáculo de fútbol.
Los uruguayos tuvieron la mala suerte de cruzarse con la máquina estadounidense en cuartos y con la ayuda bastante evidente del árbitro inglés que cobró todo para un solo lado. El primer partido de la semifinal fue disputado entonces, entre Estados Unidos y Camerún, el último campeón. En tanto que en la otra llave, la sorprendente Cuba jugaría contra Holanda, pero una Holanda sin todos sus jugadores extranjeros nacionalizados. El equipo naranja había llegado hasta esa instancia casi de casualidad y su derrota no causó ninguna sorpresa. Lo que sí sorprendió a todo el mundo fue el rendimiento del equipo cubano. En los partidos previos habían mostrado grandes falencias, algunas infantilidades defensivas y un estado físico por debajo del ideal. Pero en el partido de las semifinales, Cuba, fue un equipo impecable: un desempeño táctico perfecto, una entrega nunca antes vista; jugadores corriendo por todas las partes de la cancha, lujos, precisión, calidad, goles de alta factura, en pocas palabras: un baile. De repente, los pocos periodistas que habían ido a cubrir el torneo, se dieron cuenta de que algo raro pasaba.
En tanto que Estados Unidos se sacó de encima a Camerún por un ajustado 2 a 1, con dos goles de pelota parada y un juego chato, con mucho roce y poco despliegue. Los yanquis se encaminaban hacia su objetivo definitivo que era ser los mejores del mundo en el fútbol. La final parecía de película.
El conflicto entre la isla y el imperio había bajado su intensidad en el 2012 luego de que EEUU le levantara el bloqueo económico porque era insostenible y ridículo, y la presión mundial fuera demasiada para el actual presidente americano. Además, con la muerte de Castro, el gigante capitalista esperaba que, de una vez por todas, se cayera ese régimen de igualdad que tanto les molestaba.
El final de esta historia es conocido. La FIFA decidió la suspensión por tiempo indeterminado de la Copa del Mundo y después de 20 ediciones, desaparecía la máxima competencia internacional. El trofeo viajó hacia Centroamérica donde millones de cubanos festejaban con ron y música de fiesta. Estados Unidos cayó sin atenuantes frente al conjunto caribeño, que lo pasó por arriba. Nunca en la historia se vio tanta diferencia entre dos equipos en una definición del mundial. Muy pocos entendían cómo podía ser que un equipo formado por jugadores amateur, sin roce internacional, sin referencias históricas, pudiera jugar de esa forma y ganar el torneo. Sin embargo había otros que entendían a la perfección lo que había pasado. En los últimos seis años, Fidel Castro había ideado un plan para lograr la consagración futbolística. Los jugadores se entrenaban sin descanso, en la lucha por ese ideal. Se les hablaba de filosofía de juego, de humildad, de compañerismo y de tantas otras cosas con las que se forma un verdadero deportista. Los mejores técnicos del mundo, aquellos que practicaban el lirismo, el juego limpio y vistoso, los amantes del buen trato a la pelota, fueron contratados en total confidencialidad. La operación fue todo un éxito, y las consecuencias, marcaron un punto y aparte.
El Presidente estadounidense había apostado su continuidad a la victoria en la copa del mundo. No sólo la perdió, sino que fue Cuba, su histórica espina en el ojo, quien se alzara con el trofeo. Esto fue insoportable para los caciques yanquis, y por primera vez en la historia derrocaron explícitamente a un presidente norteamericano (las otras veces habían sido encubiertas) El fútbol profesional, tal cual todo el mundo lo conocía, murió. En Europa hicieron todo lo posible por mantener las ligas. Y los equipos continúan jugando, pero las empresas privadas que los gerenciaban, se fueron en el primer buque que encontraron, y todo volvió a punto cero: asociaciones sin fines de lucro, o sea entidades públicas, por y para la gente.
Y en Argentina la cosa no fue tan distinta. Una vez que las empresas extranjeras terminaron de saquear y de exprimir todo, armaron las valijas y se marcharon, dejando la tierra seca e improductiva. Destruyeron una generación de jugadores: cumplieron su misión; pero de poco les servía, ya que todo había acabado y nadie consumía fútbol. Estadios vacíos, camisetas guardadas, borrón y cuenta nueva. La televisión se dedicó a idiotizar a la población con otras cosas, pero no les era sencillo ya que el fútbol lo aglutinaba todo. Ni las radios ni los periódicos se molestaron en analizar lo que había pasado. Y la gente lentamente se fue olvidando que este había sido alguna vez el país de la pelota.
Año 2018, el año del mundial. Observo la emoción de esos pibes al ponerse una camiseta. Todos se pelean por la número diez. Algunos no saben por qué, pero todos sienten que es un número grande, una responsabilidad de buen juego.
Son ocho contra ocho. La cancha es de tierra, y la pelota es muy vieja, por eso todos la tratan bien y la cuidan como el oro que nunca tendrán. El partido se disputa en una de las tantas villas miserias que todavía existen en el país. Son otros tiempos; algunas cosas parecen que están cambiando. Todavía falta mucho camino por recorrer. Los estadios están abiertos y desolados, como monumentos de un pasado de gloria y decadencia. Cualquiera que tenga ganas de usarlos, puede hacerlo; igual es difícil encontrar gente que se anime a entrar.
El fútbol vive en sus bases. En aquellos que sienten la tierra. En los que siempre lo defendieron y lo sintieron como propio. Todavía hay goles, pero sin repeticiones. Todavía hay quienes aplauden una buena jugada. La pelota sigue rodando. Quizás no pique igual que antes, porque el césped crece poco en los lugares donde todavía se juega, pero hay emoción pura en aquellos que la disfrutan.
Me ven sentado debajo del árbol y me piden que les alcance el balón. Se los pateo. Me invitan a que me sume, pero con una seña les digo que no. Yo ya estoy viejo para estos trotes. No voy a poder jugar, pero cuando terminen, quizás les cuente una historia.
Eduardo Sacheri
EL AÑO DEL MUNDIAL
Año 2018, son pocos los que muestran interés por el mundial de fútbol que se tendría que disputar. La FIFA ya no existe y los países no tienen jugadores profesionales, porque el fútbol, tal cual se lo conocía diez años atrás, ya ha dejado de ser. El “deporte más hermoso del mundo”, lema de la ex cadena televisiva de deportes ESPN, ya no es la prioridad número uno de las naciones. Nadie invierte en el fútbol. En el año del mundial no hay televisión idiotizante, no hay publicidades en el país de Quilmes, de YPF, de CTI, de Banco Nación, de nadie. Ni las radios destinan un segundo de su tiempo, ni los periódicos un pedazo de página de su tirada diaria. La comercialización exagerada del juego ha muerto. Junto con esto, parece que ha muerto el fútbol todo. Pero no. Su difusión mediática desapareció. La masificación de la pasión, la banalización del deporte, también. Es cierto, parece que a nadie, a ningún habitante le interesa el fútbol. Si las cosas no aparecen en los medios, no existen, y la gente tiene memoria muy corta para algunas cosas. Pero algunos se resisten. La pelota sigue rodando, esta vez sin tantos ojos alrededor de ella, ni cámaras, ni comentarios asesinos, ni tanto circo. Son los olvidados de siempre, los que amaron y aman el fútbol, los que siempre lo jugaron, los que nunca transaron, los que nunca se vendieron, los que nunca firmaron por sus piernas, los que todavía, a pesar de todo, conservan una vieja pelota debajo de sus camas.
Desde la caída del Muro de Berlín todo cambió. Futbolísticamente hablando podemos decir que el quiebre vino con el Mundial ’94, en los Estados Unidos. Nada fue igual desde aquel momento. La FIFA abrió la boca y muchos se sorprendieron (el resto de las grandes empresas que todavía no se habían dado cuenta) “El fútbol es un poder inmenso porque se juega en todo el mundo y mucha gente vive de él: periodistas, jugadores, hoteles, aerolíneas, industrias variadas, entrenadores, médicos, árbitros. Es una multitud de personas. Este movimiento del fútbol anualmente mueve 250.000 millones de dólares. La mayor empresa del mundo es la General Motors, que factura 170 millones de dólares. Vean la fuerza del fútbol…” Palabras que pronunciaba el ex presidente de la organización más grande del mundo en aquel momento, en cualquier entrevista, conferencia, o congreso donde se lo invitara. El poder del fútbol estaba en manos de pocos y sostenido en las piernas de muchos. Con el neoliberalismo en auge, la FIFA decidió abrir el juego a los que siempre tienen plata para pagar la cancha. Las multinacionales entraron de cabeza al negocio, y por una década y media, se llenaron de dinero.
Lentamente, la institución fútbol, se fue sacando rivales de encima. Primero inventó el doping de Maradona, en el ’94. Después pasó lo del misterioso accidente automovilístico de Pelé, en el 2007; luego de que los dos más grandes se unieran para decirle NO a tanta corrupción. Al astro argentino lo dejaron vivir, pero le apagaron las cámaras y su poder disminuyó. En la Argentina, Raúl Gamez fue secuestrado y nunca más se supo de él. En todo el mundo se daban hechos como estos. El fútbol comenzaba a ser sinónimo de miedo y de el “no te metás”. Pero la pólvora se fue juntando, y un buen día se prendió la mecha.
Pero ¿cómo se llegó hasta este punto? El camino fue largo y traumático. Pero ese día llegó, y fue más o menos así como pasaron las cosas…
El mundial organizado en Alemania en el 2006, fue ganado (vaya casualidad) por Brasil. Ronaldiño, Ronaldo, Kaká, Cafú, y todos esos morochos de camisetas amarillas, que parecían no tener ni apellidos ni nombres, levantaron la copa por sexta vez. Lula da Silva mantuvo el poder de su país por otro mandato más, gracias a la explotación propagandística de la conquista en tierras alemanas. Luego habría de huir a tierras lejanas.
Las grandes potencias del fútbol sintieron que ya era el colmo. La UEFA organizó una reunión con carácter de urgencia para resolver lo que se llamó: “La cuestión Brasil”. Estaban nerviosos. Ya no se aguantaban más que los verdeamarelos, levantaran cada copa que disputaban. Encima en Europa, en la propia Europa. Encima eran casi todos negros. Y Encima (y esto era lo que más les dolía) hasta se divertían en la cancha.
Mientras los jugadores campeones del mundo recorrían las calles de Río, ofrendando la copa a su pueblo, se daba por concluida la reunión en Zurich. Las puertas de la elegante oficina de la FIFA se abrían, y un montón de gordos con traje, maletines y celulares último modelo, caminaban con aires de conformidad. Con sonrisas de maldad. Como quién sabe que acaban de planear algo oscuro que les dará lo que tanto añoran: borrar a Brasil. La “Operación Brasil” (no tenían demasiado ingenio para los nombres) se desarrollaría en total coordinación con los árbitros, los medios (la televisión más que todo), los clubes, las ligas, los médicos, algunos jugadores, y todo aquel que fuera necesario. Objetivo principal: borrar al sextacampeón del mapa. Objetivo secundario: sacarlos de Europa. Duración de la operación: dos años.
Primer paso: cortarle las piernas al gigante. Una docena de casos de doping se sucedieron en las diferentes ligas europeas. Los encargados del plan estudiaron a cada uno de los jugadores brasileros. Sabían que tenían que ser discretos, así que las acciones se tendrían que desarrollar con cautela. No se podía abusar con los controles antidoping ya que hubiera sido demasiado sospechoso. Árbitros y pegadores se encargaron de quebrar a unos cuantos. Tarea difícil esta ya que por más flaquitos que fueran, parecía que no se rompían. Algunos picapiedras, incluso, salieron lesionados por intentar lesionar. Sucedieron confusiones ya que cuando empezó la razzia, algunos defensores no distinguían entre brasileros y no brasileros. Todos los que tenían pinta de sudamericanos, eran bajados. La comisión que llevaba a cabo el plan, debatió este tema en su reunión semanal, y concluyeron que sacarse de encima a un par de argentinos, uruguayos, y cualquier otro latino que jugara bien, no estaría nada mal. Ordenaron más cautela para no levantar la perdiz y crearon una empresa fabricante de botines especiales para dicha función.
La Operación Brasil funcionó, durante el primer año, con altos niveles de eficiencia, según los informes de la comisión. Los jugadores de aquel país se encontraban envueltos en escándalos por uso de sustancias no permitidas. Otros eran destruidos por la prensa por cualquier baja de rendimiento. Se les inventaban chismes, mentiras, problemas con la policía, con mujeres, con la noche y la joda. De esta manera los indefensos jugadores se ganaban un enemigo de peso, quizás el de mayor importancia: las hinchadas. La comisión evaluó que los hinchas podían ser su único obstáculo para llevar a cabo el plan, así que tuvieron que hilar fino en las cuestiones. Diálogos con algunos jefes de barras, agentes infiltrados haciéndose pasar por seguidores, grupos de extrema derecha gritando consignas racistas contra los morenos. Todo esto sumado a las consabidas lesiones que fecha tras fecha dejaban a un jugador fuera de partido. Luego de quebrar las piernas, el segundo paso era en la enfermería donde los maltrechos laburantes de la pelota no eran atendidos debidamente, lo que retrasaba su recuperación, en el mejor de los casos, o provocaba el retiro de algunos jugadores. Esto último constituía un éxito rotundo de la operación.
La segunda parte del plan consistía en cerrarle las fronteras europeas a los jugadores brasileros. Los que ya estaban iban a sufrir, pero aquellos que quisieran ingresar al viejo mundo, serían víctimas de una serie de cláusulas absurdas que les impedían desembarcar su calidad de fútbol en Europa. Negación de visas de trabajo, bajos sueldos, problemas de ciudadanía, entre otras cosas. Ayudado todo esto por un apriete de la UEFA que presionaban para que los clubes no contrataran a ningún brasilero que jugara bien.
La elite del fútbol mundial veía como le cerraban las puertas a su alegría. El comienzo de la operación consistió en cortarle las piernas a los mejores: Ronaldinho, Ronaldo, Robinho, Julio Baptista, Roberto Carlos, Cafú, Edmilson, y tantos otros más. El que se salvó por un tiempo fue Kaká, ya que era blanco y tuvieron más compasión por él. Pero como sucede en todo terrorismo sistematizado, la cosa se puso peor. No conformes con eliminar a los mejores, luego empezaron con los de medio pelo, con los que no daban tanta alegría en las canchas. La razzia se hizo evidente.
Al no haber brasileros compitiendo en las principales ligas europeas, los argentinos comenzaron a destacarse. Los que en una época fueron los mejores del mundo, se encontraban armando las valijas para retornar a sus lugares de origen. En tanto que los clubes argentinos, siempre dispuestos a vender las semillas antes de que crezcan, se llenaban de dinero que quedaba en manos de algunos pocos. La plata dulce ingresaba en carretillas a las arcas privadas de los principales dirigentes. Como si fuera un reflejo perfecto de los modelos tradicionales del país, las instituciones vendieron todo: jugadores, instalaciones, prestigio, orgullo, tierras. Las camisetas, viejo emblema de pasión inquebrantable, lucían una docena de publicidades, y se hacía imposible ya distinguir los históricos colores de cada club.
A Brasil le destruyeron las piernas, aniquilaron a sus jugadores. Con los argentinos hicieron un negocio mucho más provechoso: destruyeron sus bases mismas, con la total anuencia de los propios presidentes de clubes. Repitiendo el modelo de privatización de empresas estatales, los europeos compraron los clubes a dos monedas y después los fundieron. Con los brasileros empezaron por el último escalón, en cambio, con los argentinos tuvieron que mostrar un par de maletines, y el piso fue todo de ellos. La maniobra fue lenta, pero tendría el mismo efecto, o peor aún.
Una de las principales corporaciones económicas del mundo pegó el grito en el cielo. Nike (que había sido excluida de la Operación Brasil) era el principal sponsor de la selección brasilera y sufrió una importante caída en sus ganancias, provocando numerosos desajustes financieros en todo el globo. Los que tanto defendieron a la globalización, hoy sufrían los tirones de esas cadenas. Las empresas que quedaban se dividirían la torta y absorberían los mercados que antes ocupaba Nike. Adidas, el principal beneficiario y gestor del plan tenía, ahora, tres tiras, y muchos billetes más.
Se avecinaba el Mundial del 2010. La cita sería en Sudáfrica. Brasil sufría un crack económico en el ambiente futbolístico ya que había en el país cientos de jugadores de primer nivel que no podían emigrar a Europa y los clubes quebraban al no poder venderlos. El sistema de venta indiscriminada de talentos se caía y la situación era inmanejable. Por primera vez desde que se organizan los mundiales, Brasil faltaría a la cita. Ni siquiera se presentó en las eliminatorias. Cayó el fútbol y con él se vino abajo la estructura del país. Una guerra civil se veía venir en el país de los carnavales y la zamba.
Los gordos de la FIFA se refregaban las manos: esta vez no se les podía escapar. Brasil estaba out y el mundial tenía que ser de algún europeo. Las opciones eran las de siempre: Italia, Alemania, Francia, España y, por supuesto, Inglaterra. Cualquier otro país del viejo mundo que ganara la copa sería un revés.
Lo que pasó en el Mundial Sudáfrica 2010, quedaría para la historia. Fue el momento en que el orgullo de las potencias quedó herido, maltratado de una forma que nadie imaginó. Los jefes del fútbol estaban furiosos, rojos de enojo por lo que pasó en ese Mundial. Habían comprado árbitros, jueces de línea y jugadores. Habían borrado a Brasil; Argentina participaba del mundial, pero no podía utilizar ninguno de los jugadores que militaba en Europa. Las cláusulas sorpresas en los contratos aparecieron a sólo tres meses de comenzar el campeonato. Las grandes estrellas que todavía quedaban, no formarían parte de esta competición. Igual, la selección albiceleste, se presentaba con un grupo de jugadores que militaban en el país, y no sería tan fácil derrotarlos.
Ese Mundial fue ganado por Camerún, y la consagración fue festejada por todo el continente africano. Este singular hecho representaba la victoria de los dominados, los colonizados, los del tercer mundo, incivilizados y bárbaros, contra las potencias dominantes, colonizantes del primer mundo, civilizado, occidental y cristiano. La selección de Camerún, dirigida por Roger Milla, se alzó con la copa al derrotar en la final a Alemania por un categórico 5 a 0. De nada sirvieron los penales a favor, los off-sides convenientes, y la vista gorda ante las patadas de los teutones. La goleada era inapelable. El continente negro, históricamente esclavo, levantaba la copa por primera vez desde aquel 1930, año en que se empezaron a disputar los mundiales.
Europa no entendía nada. La FIFA era un escándalo. Los dedos apuntaron a Joseph Blatter. Porque les había dado el mundial a los africanos, convencido de que no iban a pasar más de cuartos de final. Y ahora esto; los de piel morena, negra como carbón, eran los dueños del mundo futbolístico. Y los blancos leche, racistas y orgullosos, se quedaban sin nada, otra vez. Por tercera vez consecutiva, el mundial quedaba en manos ajenas, y las potencias volvían con las manos vacías a casa.
Sudáfrica 2010 tuvo como semifinalistas: al dueño de casa, a Camerún, a Alemania, y a Uruguay, que resucitaba después de muchas décadas, y volvía a tener protagonismo en una copa del mundo. Argentina llegó hasta cuartos de final, donde perdió uno a cero contra Alemania, con un penal en el minuto 88.
Las corporaciones económicas pegaron el grito en el cielo ya que los máximos dirigentes europeos les habían prometido una victoria segura. La consagración de Camerún les hizo perder cientos de millones de euros y se desató una guerra de intereses entre cada una de las partes afectadas; lo que se dice un “ajuste de cuentas”. Blatter sufrió un paro cardíaco inesperado y el sillón de la FIFA fue ocupado por un títere; una persona débil que pudiera ser manejada por los dirigentes sin rostro, aquellos que caminan en las sombras, y en los pasillos oscuros.
La copa viajó a Camerún, pero sólo por unos meses, ya que la comisión organizadora de los mundiales (integrada por los mismos de siempre), determinó que era inseguro que la estatuilla estuviese en un país tan inestable y que corría riesgo de ser robada. Otra artimaña, típica de los que no saben perder. Sin embargo el trofeo pisó suelo africano, y millones de personas pudieron observar el brillo dorado por primera vez en sus vidas. Y eso sí que no tenía precio.
En Europa el fútbol ya no era lo mismo. La gran rueda financiera giraba cada vez más lento y los números perdían cifras. La gente ya no iba tanto a la cancha, y las corporaciones le daban la espalda a la pelota y buscaban meter sus billetes y sus influencias en otros lados. La explotación económica del sentimiento futbolero fue reemplazada por el manejo publicitario del amor, la tristeza, la inseguridad y el hambre; espacios tradicionales pero no por eso menos efectivos. Le aseguraban a la gente que eso sí lo podían comprar, y la gente compraba, como siempre lo hizo. La televisión (que había perdido millones con la consagración de Camerún) recortaba presupuestos a las ligas y se abría paso a otras programaciones. El fútbol, después de una vida en continuo ascenso propagandístico entraba en recesión. Ahora, quedaba en segundo plano. Y como cuando Europa estornuda el mundo se resfría, la situación se reprodujo en todas partes.
La segunda verdad no tardó en llegar: históricamente, cada vez que el viejo mundo se descuida o entra a tropezar ¿quién toma la posta? Sí, los Estados Unidos. Pasó con las industrias, con la guerra, con el plan Marshall, y con la imposición de las formas de ver las cosas, y ahora también, pasaba con el fútbol.
El gigante imperialista aprovechó esta oportunidad que se le presentaba, para ser los primeros en el mundo futbolístico y lograr así el título de campeón en el único deporte en el que no había podido imponerse nunca. Querían ser los mejores del mundo aunque a su población no le importase en lo más mínimo. El fútbol (soccer) no había logrado introducirse en la vida norteamericana (entiéndase por esto, que el fútbol no podía consolidarse como negocio a pesar de los esfuerzos; copa del mundo del ’94 inclusive) Pero, a los yanquis les gustaba ser los números uno. Territorio en donde eran mediocres, territorio en el que se ponían millones de dólares para tratar, primero, de hundir a aquel que fuera el mejor, y segundo, para que ellos puedan reinar y colgarse el cartelito. Por un siglo, el fútbol era para los estadounidenses, un deporte en el que no pesaban: eran una vergüenza y el hazmerreír del mundillo futbolero. Para jugar a la pelota tenían que poner sentimiento (que hasta donde yo sé eso no se compra), coraje, pasión e historia. Y era esto último lo que les impedía triunfar. En cientos de países, uno nace con un antepasado, con una raíz que lo ata a la tierra; la misma tierra donde mis abuelos descubrieron la pelota, el tiro libre y el orsay; donde mi padre se enamoró del juego, viendo jugar a su padre, y gritó goles a más no poder; donde nacimos mis hermanos y yo, y pateamos y pateamos hasta que la pelota decía basta. Pero la pelota no decía nunca basta, o eso creíamos, allá por aquellos años.
Estados Unidos armó un súper equipo. Contrató a los mejores y nacionalizó a los que tenía que nacionalizar. Puso millones de dólares (obstinados, seguían usando su verde moneda a pesar de que era el euro el que regía los mercados) en publicidad (propaganda) que instaba a todos los americanos para que apoyaran a su selección en el Mundial que se avecinaba. Roney Reagan, hijo, se jugaba sus últimas cartas como Presidente ya que había un gran sector de la derecha yanqui que lo acusaba de progresista, zurdo y blando, por no haberse animado a tirar otra bomba nuclear en el devastado medio oriente. El hijo del mítico Ronald Reagan había perdido toda guerra que intentó declarar. Esto era un gran retroceso ya que no podía ni siquiera iniciar un conflicto bélico en ningún país del mundo.
Igual, la potencia seguía siendo potencia. Para el 2014 el mundial tendría sede en Suiza, el histórico paraíso bancario, y el domicilio de la Federación Internacional de Fútbol. A pesar de que el torneo le correspondía a América, los popes de la FIFA determinaron que las condiciones no estaban dadas para que se organizara una competencia de tal magnitud. Latinoamérica vivía presentes de cambio. Los gobiernos populares ganaban espacios; la gente se levantaba, discutía, se organizaba, y pasaba a la acción. En tanto que la derecha conservadora utilizaba todas sus armas para frenar el avance de los oprimidos, y había mucho olor a pólvora. Los únicos dos países latinoamericanos que se postularon para organizar la Copa fueron Cuba, que le habían levantado el embargo y podía, ahora, participar en los mundiales, y Bolivia, que era por primera vez en su historia, una nación nacionalizada. No hicieron falta excusas para decirle que no a ambos países. Igual, las dos selecciones hicieron un papel fantástico en las eliminatorias y clasificaron para jugar el mundial.
Treinta y dos equipos participaron de la vigésima Copa del Mundo, Suiza 2014. Brasil seguía ausente y lentamente re-fundaba las bases de su fútbol. Argentina se quedó sin fútbol profesional rentable, y la liga, la AFA y los clubes eran un bochorno de corrupción y delito. Igualmente, logró clasificar en el último pasaje de avión que quedaba (manos amigas mediante; necesitaban un equipo con prestigio, aunque fuera sólo histórico) El resto de los sudamericanos fueron: Uruguay, Paraguay, Venezuela y la ya mencionada selección boliviana.
El mundial de Suiza tuvo la menor cantidad de horas de transmisión de televisión en la historia desde que los partidos se empezaron a ver en todo el mundo. Ya se sabía que el fútbol no era lo mismo. Ya no vendía como antes, y eran cada vez menos los que creían en él y en su imagen mágica.
La primera fase tuvo resultados sorpresa, partidos previsibles, y varias goleadas. Los árbitros se venían portando bien ya que la situación no ameritaba ninguna intervención demasiado evidente. Estados Unidos goleó en los tres partidos de su grupo contra Montenegro, Argelia y Finlandia, tres rivales de bajísimo nivel. Sólo contra Argelia tuvo momentos de zozobra ya que ganó 5 a 3 y los africanos se erraron una cantidad de goles increíbles. Los yanquis tenían un equipo bárbaro: once muchachos fornidos que no paraban de correr en ningún momento y que funcionaban como una máquina perfecta, previsible y sin desorden táctico. En el fútbol es necesario el desorden y la sorpresa, por eso es que sólo ganaban los encuentros por el excelente estado físico de los jugadores.
La sorpresa fue Cuba, que pasó heroicamente de ronda, con un triunfo y dos empates, frente a Túnez, Bélgica y Ucrania, respectivamente. El equipo caribeño desplegaba un fútbol alegre y despreocupado. Los jugadores, cuerpo técnico y directivos de la Federación Nacional de Fútbol Cubano, le dedicaron el triunfo deportivo a la memoria de su histórico líder, Fidel Castro, fallecido dos años atrás, sin que pudiera llegar a ver por segunda vez en la historia a su país jugando un Mundial. La muerte de Castro representó la posibilidad de cambio, de nuevos rumbos en la política cubana. El régimen seguía, más firme que nunca, pero con otros aires que buscaban la integración de todos los habitantes en las tomas de decisiones. A los 23 jugadores del plantel los eligió el pueblo en una votación nacional.
Argentina terminó por confirmar su decadencia: perdió los tres partidos de la fase inicial y se volvió a casa, sin que esto causara demasiada sorpresa. El fútbol profesional agonizaba, y a la gente parecía no importarle. No iban a salvarlo como tantas veces, para que los mismos que se llenaron los bolsillos una vez, vuelvan a hacerlo.
El torneo era mediocre, pero los equipos debutantes le daban otro ritmo de juego a los partidos. Los africanos dominaban claramente, y los cuatro participantes del continente negro se metieron en cuartos de final. Los sudamericanos también pasaron a la siguiente fase, y Uruguay parecía que se encaminaba hacia las instancias finales. El fútbol uruguayo vio la debacle antes que todos e implementó una reestructuración de su liga. Federalizó el torneo y le dio más competencia al resto de los equipos. Nacional y Peñarol seguían siendo los grandes, pero no dominaban siempre, y los campeonatos eran atractivos y con alto nivel de juego.
Los europeos eran una vergüenza. Ni Alemania, ni Francia e Inglaterra (clasificados al mundial casi por decreto) pasaron a la siguiente fase, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo el aparato futbolístico. Italia llegó a octavos y perdió con Ghana por un contundente 4 a 0. La esperanza era Suiza: por ser local, y porque no había sufrido todo el desbaratuje que había arrastrado a las principales ligas de fútbol del viejo continente a la decadencia total. No tenían un buen equipo, pero jugaban despreocupados y sin la presión de ser campeones. En cuartos de final perdieron contra Cuba por 5 a 3, y todos los espectadores se levantaron a aplaudir un verdadero espectáculo de fútbol.
Los uruguayos tuvieron la mala suerte de cruzarse con la máquina estadounidense en cuartos y con la ayuda bastante evidente del árbitro inglés que cobró todo para un solo lado. El primer partido de la semifinal fue disputado entonces, entre Estados Unidos y Camerún, el último campeón. En tanto que en la otra llave, la sorprendente Cuba jugaría contra Holanda, pero una Holanda sin todos sus jugadores extranjeros nacionalizados. El equipo naranja había llegado hasta esa instancia casi de casualidad y su derrota no causó ninguna sorpresa. Lo que sí sorprendió a todo el mundo fue el rendimiento del equipo cubano. En los partidos previos habían mostrado grandes falencias, algunas infantilidades defensivas y un estado físico por debajo del ideal. Pero en el partido de las semifinales, Cuba, fue un equipo impecable: un desempeño táctico perfecto, una entrega nunca antes vista; jugadores corriendo por todas las partes de la cancha, lujos, precisión, calidad, goles de alta factura, en pocas palabras: un baile. De repente, los pocos periodistas que habían ido a cubrir el torneo, se dieron cuenta de que algo raro pasaba.
En tanto que Estados Unidos se sacó de encima a Camerún por un ajustado 2 a 1, con dos goles de pelota parada y un juego chato, con mucho roce y poco despliegue. Los yanquis se encaminaban hacia su objetivo definitivo que era ser los mejores del mundo en el fútbol. La final parecía de película.
El conflicto entre la isla y el imperio había bajado su intensidad en el 2012 luego de que EEUU le levantara el bloqueo económico porque era insostenible y ridículo, y la presión mundial fuera demasiada para el actual presidente americano. Además, con la muerte de Castro, el gigante capitalista esperaba que, de una vez por todas, se cayera ese régimen de igualdad que tanto les molestaba.
El final de esta historia es conocido. La FIFA decidió la suspensión por tiempo indeterminado de la Copa del Mundo y después de 20 ediciones, desaparecía la máxima competencia internacional. El trofeo viajó hacia Centroamérica donde millones de cubanos festejaban con ron y música de fiesta. Estados Unidos cayó sin atenuantes frente al conjunto caribeño, que lo pasó por arriba. Nunca en la historia se vio tanta diferencia entre dos equipos en una definición del mundial. Muy pocos entendían cómo podía ser que un equipo formado por jugadores amateur, sin roce internacional, sin referencias históricas, pudiera jugar de esa forma y ganar el torneo. Sin embargo había otros que entendían a la perfección lo que había pasado. En los últimos seis años, Fidel Castro había ideado un plan para lograr la consagración futbolística. Los jugadores se entrenaban sin descanso, en la lucha por ese ideal. Se les hablaba de filosofía de juego, de humildad, de compañerismo y de tantas otras cosas con las que se forma un verdadero deportista. Los mejores técnicos del mundo, aquellos que practicaban el lirismo, el juego limpio y vistoso, los amantes del buen trato a la pelota, fueron contratados en total confidencialidad. La operación fue todo un éxito, y las consecuencias, marcaron un punto y aparte.
El Presidente estadounidense había apostado su continuidad a la victoria en la copa del mundo. No sólo la perdió, sino que fue Cuba, su histórica espina en el ojo, quien se alzara con el trofeo. Esto fue insoportable para los caciques yanquis, y por primera vez en la historia derrocaron explícitamente a un presidente norteamericano (las otras veces habían sido encubiertas) El fútbol profesional, tal cual todo el mundo lo conocía, murió. En Europa hicieron todo lo posible por mantener las ligas. Y los equipos continúan jugando, pero las empresas privadas que los gerenciaban, se fueron en el primer buque que encontraron, y todo volvió a punto cero: asociaciones sin fines de lucro, o sea entidades públicas, por y para la gente.
Y en Argentina la cosa no fue tan distinta. Una vez que las empresas extranjeras terminaron de saquear y de exprimir todo, armaron las valijas y se marcharon, dejando la tierra seca e improductiva. Destruyeron una generación de jugadores: cumplieron su misión; pero de poco les servía, ya que todo había acabado y nadie consumía fútbol. Estadios vacíos, camisetas guardadas, borrón y cuenta nueva. La televisión se dedicó a idiotizar a la población con otras cosas, pero no les era sencillo ya que el fútbol lo aglutinaba todo. Ni las radios ni los periódicos se molestaron en analizar lo que había pasado. Y la gente lentamente se fue olvidando que este había sido alguna vez el país de la pelota.
Año 2018, el año del mundial. Observo la emoción de esos pibes al ponerse una camiseta. Todos se pelean por la número diez. Algunos no saben por qué, pero todos sienten que es un número grande, una responsabilidad de buen juego.
Son ocho contra ocho. La cancha es de tierra, y la pelota es muy vieja, por eso todos la tratan bien y la cuidan como el oro que nunca tendrán. El partido se disputa en una de las tantas villas miserias que todavía existen en el país. Son otros tiempos; algunas cosas parecen que están cambiando. Todavía falta mucho camino por recorrer. Los estadios están abiertos y desolados, como monumentos de un pasado de gloria y decadencia. Cualquiera que tenga ganas de usarlos, puede hacerlo; igual es difícil encontrar gente que se anime a entrar.
El fútbol vive en sus bases. En aquellos que sienten la tierra. En los que siempre lo defendieron y lo sintieron como propio. Todavía hay goles, pero sin repeticiones. Todavía hay quienes aplauden una buena jugada. La pelota sigue rodando. Quizás no pique igual que antes, porque el césped crece poco en los lugares donde todavía se juega, pero hay emoción pura en aquellos que la disfrutan.
Me ven sentado debajo del árbol y me piden que les alcance el balón. Se los pateo. Me invitan a que me sume, pero con una seña les digo que no. Yo ya estoy viejo para estos trotes. No voy a poder jugar, pero cuando terminen, quizás les cuente una historia.
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