martes, agosto 08, 2017

El hombre que quería escribir. 16° entrega. "Donde comenzó todo"


Donde comenzó todo

Barrio tranquilo de mi ayer,
como un triste atardecer,
a tu esquina vuelvo viejo...

Juan Carlos Cobian

Yo, lo único que quería era ser jugador de fútbol. Pero para lograr eso tenía que saber jugar a la pelota y, en el barrio, los gordos no juegan bien, los gorditos vamos al arco. Si bien pude evitar mi destino debajo de los tres palos y no era de los últimos en ser elegidos en el pan-queso-pan-queso, me condené en la defensa, como un puesto en el Estado, haciendo poco, estancándome en mi mediocridad. No recuerdo otra pasión por algo. Truncado mi destino de gloria dejé que la vida fuera transcurriendo con el motor en punto muerto, sin meter ningún cambio, dejando que el coche se moviera en bajada o en subida despacio, controladamente. 

Algo se movió cuando decidí escribir. Venía sintiendo que los engranajes de mis pasiones estaban oxidados, por eso, cuando escuche el ruido del metal, el diente enganchando en el otro diente, no pude hacerme el boludo: mi auto está moviéndose, la pendiente es leve, casi imperceptible. Todavía no puse ninguna marcha pero me sorprende observar mi pie izquierdo apoyado sobre el embrague. 

Cuando Córdoba era chica, cuando la ciudad no superaba el todavía inexistente anillo de circunvalación, mi barrio parecía quedar en el culo del mundo. Belardinelli moría donde empezaban las quintas. Se terminaba un asfalto mal hecho y empezaban los descampados, la tierra desconocida. Siempre fantaseábamos con cruzar los alambrados y descubrir algo nuevo. Dicen que si alguno se largaba a caminar terminaba cayendo al vacío, donde cuatro tortugas o elefantes sostenían la tierra siempre plana. Otros hablaban de haber visto a un puma. Que ahí nomás, caminando 15 minutos había una casa abandonada donde vivía un borracho. Que una vez, hace mucho, un pibe se había mandado y nunca más lo vieron. Los más grandes contaban historias sobre canchas de fútbol ocultas entre los yuyos, con arcos, redes y todo. Antes había más canchas de fútbol que escuelas. Hoy no queda ni bosta. Los gitanos parecen estar desde siempre, vendiendo, comprando, entrando un camión, sacando un camión, chupando cerveza, balbuceando en su idioma, siempre con la sospecha barrial de que algo están tramando. Antes les tenía miedo, por las boludeces de mi vieja y porque mi viejo decía que una vez lo habían cagado. Ahora me caen bien, frenan el avance inmobiliario, ningún desarrollista quiere armar un emprendimiento cerca de ellos. 
Queda muy poco del barrio que viví pero mi cuadra se mantiene casi intacta. Algunos vecinos progresaron y fueron modificando sus casas de plan pero hay otras que siguen iguales o peores, rajadas las paredes, hundidas, descascaradas. A cada paso, desde que bajo del colectivo hasta que llego a mi casa voy reconstruyendo pequeñas películas. La casita de mis viejos también fue cambiando. Se agrandó la cocina y perdimos patio. Siempre la naturaleza sale perdiendo. Después de dos o tres intervenciones fuertes para que no se cayeran las paredes ni se hundiera el piso de la vieja casitadeplan, se terminaron las obras y hace 20 años que todo luce igual. Todavía hay algo de mí en esas paredes: un póster de El Gráfico de la temporada 93/94 de Las Flores, calcomanías en las puertas del mueble y algo de mis trastos que nunca puedo terminar de llevarme. Pero mi pieza ya no es más mi pieza. Mi vieja armó su pequeño estudio donde recibe cada tanto a algún cliente o vecino por consultas que casi nunca cobra porque le da cosa. Es abogada. Nunca supe si muy buena, regular o mediocre, como yo. Casi nunca ejerció y se pasó la vida siendo secretaría de alguien o llevando y trayendo papeles. La imagen que tengo de ella es yéndose a tomar el 52 con medio metro de carpetas y expedientes, rogando que hubiera un asiento libre. Tenía muchos huevos la vieja y supongo que los sigue teniendo. Parece poseer una voluntad inquebrantable ante tantas miserias cotidianas, levantar la cabeza, mirar hacia adelante y seguir pero a la vez es dueña una ingenuidad alarmante, quizás por la época, quizás por su edad. Un día, manejando por la ruta, los dos solos, me confesó que se sentía bastante inútil haciendo lo que hacía, que siempre la aburrió el trabajo. Lloró desconsoladamente durante dos minutos sin taparse nunca la cara. No me miraba, hablaba y lloraba hacia el horizonte. Se secó las lágrimas con el reverso de la manga y, sin dejar de ver nunca el camino, siguió manejando hacia adelante, hacia donde van las luchadoras. 

Toqué el timbre cuando el sol estaba bien arriba, marcando la mitad del día. Escuché a los perros y a mi viejo ladrar: ¡Ahí llegó tu hijo, andá a abrirle! –gritó, seguramente, desde su reposera, sin sacar la vista del televisor donde, seguramente, estaba viendo la carrera. Para mi viejo siempre fui hijo de mi madre. 

Sentí a mi vieja gritarle, irónicamente: “vos dejá, ni se te ocurra moverte”. Ese griterío constante, ese combate cotidiano, también forma parte de la banda sonora de mis días. Escucho sus pasos, sé que va a salir con un repasador en la mano, probablemente con delantal y una bolsa de nylon en la cabeza para no llenarse de olor el pelo. Si sale así es porque está haciendo milanesas de peceto con papas fritas. Un éxito que no falla nunca.

Se abre la puerta, despacio pero nadie se asoma. Yo sonrío. Veo aparecer su pie acercando un trapo de piso:
- Limpitate los pies, hijo, porque acabo de pasar el piso. Pasá, pasá. Cuidado con la bolsa que estoy haciendo milanesas, abrazame rápido que te voy a llenar de olor. Dale, pasá. Allá está tu padre, dando una mano, como siempre… 
Entro. De ahora en más ingreso al universo de mis padres. Nunca sé cómo voy a terminar saliendo de acá. 

Mi viejo está de calzoncillos, esos tipo shortcitos de viejos. Se le ve el pito por el costado, las bolas arrugadas. Es inimputable, siempre lo fue. Medias. Chancletas Adilette clásicas. Remera mangas corta blanca. El pucho. La fórmula uno. 

- Vení, vení –me llama emocionadísimo sin sacar la vista de la pantalla- mirá, mirá ¿ves? Se fue a la bosta, entró mal a la curva y se le fue. Hacía rato que tenía que cambiar cubiertas el boludo del canadiense –dice con categoría. 

Lo apasiona esa carrera larga y aburrida como un 0 a 0 de Olimpo-Arsenal. Creo que mira la carrera desde hace cien años, incluso desde antes que existieran los autos. No sé si sabe mucho, pero yo sé menos así que es una de las pocas áreas en las que le creo algo de lo que dice. 

- ¿Cómo van? –pregunto por preguntar algo, que ni siquiera tiene sentido. 
- ¿Quién va ganando? –corrije la pregunta mi padre- Primero viene Hamilton, ahí nomás está Raikkonen y tercero, lejos, Vettel, con la Ferrari. 
- ¿Qué pasa con Ferrari que hace  mucho que no gana nada? –no tengo ni idea lo que estoy diciendo, me la juego para ver si puedo tener un diálogo mínimo. 
- Y, hace tres años que Mercedes, con Hamilton, vienen ganado todo. Para mí no le han pegado al piloto justo –aventura y de repente estalla: ¡Y los pelotudos de Ferrari que siguen insistiendo con los mismos neumáticos! ¡Y siguen insistiendo! –le grita al televisor, a un montón de autos dando vueltas y vueltas. Se queda en silencio, masticando una bronca solitaria, porque es como si yo no estuviera ahí. Me levanto y voy a la heladera a buscar un sifón de soda. Por lo menos pude hacer una pregunta. 

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