NO ME AMA (SHE DOESN'T LOVE ME) from santiago capulos on Vimeo.
estoy perdidamente enamorado de este corto
NO ME AMA (SHE DOESN'T LOVE ME) from santiago capulos on Vimeo.
Tuve una imagen de caballos sueltos
de ríos duros
de algunas libertades de viento.
Eran brazos abiertos al estallido de una red,
eran abrazos cerrados
eran corazones sueltos.
Tuve un sueño
y luego desperté.
Al salir de casa me aferré al picaporte con fuerza, lo acaricié como lámpara mágica para que me diera respuestas. En la mano izquierda tenía el manojo de llaves. Lo hice girar un par de veces con mi dedo índice en una de las argollas. Dudé. Levanté los hombros, cerré y me fui.
Caminando por el barrio, auriculares en los oídos, las cuatro cuadras que me separan de la parada, el cielo celeste por un lado, más blanco por otro, más gris más allá. Córdoba arde y se podrían cocinar huevos fritos en el asfalto. En el colectivo hace unos 50 grados y se me pega la camisa al cuerpo.
Hay situaciones con las que (casi siempre) uno queda en off-side. Mal parado, por no saber cómo jugar, por no prestar atención, por simple boludo o vago. La misma sensación de elegir entre esta o la otra caja en el supermercado. Uno ya se la jugó y se va a aferrar a muerte. Parados, con cara de embole, vemos cómo, mágicamente, la cola de al lado empieza a avanzar y avanzar y avanzar y ese que tenía las cocas llegó después que yo y ya está pagando. Lo mismo con la decisión (generalmente económica) de optar por el colectivo y no por el taxi. Uno se sienta a ver el desfile de coches amarillos y de todas las otras líneas de bondis. Y yo a cinco metros de un paraguas, aferrado al picaporte, pensando en que no, qué va a llover justo hoy.
En el centro, con apenas la mitad de los trámites hechos, se larga la lluvia. Corro (no sé porqué, pero corro). Voy haciendo rayuela en las veredas rotísimas de la peatonal. Las viejas avanzan lentas con sus paraguas, esas potenciales armas punzantes que pegan a la altura de la cara. La gente pide bolsas y se las pone en la cabeza o haciendo pecheras, o guardan carteras, bolsos, el bulto importante que no se debe mojar. En los portales de los edificios se acodan como pueden, tratando de no pisarle la cola al perro, porque él llegó antes de la lluvia. Fuman, acurrucados. El clima les sirve para olvidarse de la ciudad por un rato y charlar entre desconocidos.
La ciudad llueve. El centro y la periferia, las mujeres y los hombres, los viejos y los niños, todos son regados por las mismas gotas. Todos iguales, todos mojados. Hay un par de nenes corren desesperados y sonrientes y una madre grita, grita y grita, que esperen, no se mojen, esperen o sino… Un caminador sereno resalta entre tanto trote. Ahí va el tipo, sin ninguna protección, caminando lentamente, dejando que la lluvia lo moje todo. Es la imagen de la libertad. Un pibe con uniforme de colegio abre su paraguas y le dice a la chica que le gusta vení, no te mojes, compartamos. La piba duda un segundo, alimenta el ruego y va. Antes que los pierda de vista alcanzo a ver que ella pasa su brazo por la espalda y lo abraza. No lo veo, pero seguro que ese pibe ya está sonriendo. Unas viejas tardan media hora en subirse a un remis. Les cuesta meterse sin mandar la pata al charco; el colectivo que viene atrás, siempre comprensivo, empieza a tocar bocinazos. Dele doña que se me moja el tapizado. Salen vendedores de paraguas por cualquier lado; juntan la moneda, paran la olla, quizás así el año nuevo les arranque mejor.
Córdoba y su gente bailan, como las gotas con el viento.
Corro el colectivo y me subo. Adentro es un sauna. Algunos vamos mojados otros secos. Empiezo a alejarme del centro y queda claro que Córdoba es una ciudad parejita: todo se inunda. Pero los barrios un poco más.
Me acerco al colectivero, me burlo del “prohibido hablar –distraer- al chofer”. El bólido atraviesa el río generando olas gigantes. El año pasado llegaba hasta acá, le digo al guaso y me señalo las rodillas. El tipo me contesta algo de la falta de desagües.
Me bajo del colectivo, cruzo el río con el agua arriba de los tobillos. Finalmente llego a casa, a salvo.
La imagen se completa conmigo fumando un cigarro, calentando la garganta con el humo del tabaco, sentado en la ventana enorme, viendo el transcurrir del agua por las calles. Pero como no fumo mi ideal se queda en esa imagen de cine, con un actor que no soy yo. Me quedan, eso sí, las palabras y las lluvias que vendrán.
Independiente salió campeón. Siento que eso no le importa a nadie o a casi nadie. Levantó la copa de un torneo berreta como es la Copa Sudamericana. Seguramente, a dos renglones de haber comenzado este texto ya me gané el rechazo de todos los hinchas de Independiente (los cuatro o cinco).
Ayer volvía caminando a mi casa y me detuve en el bar Blender’s, ubicado en la esquina de las calles Caseros y Belgrano. Allí funciona, entre otras cosas, un bar-filial de Independiente. Su dueño es hincha fanático y el puñado de seguidores se suele juntar allí cada vez que el rojo juega por algo importante, o sea casi nunca. Me asomé por el ventanal y vi en uno de los 5 televisores que el partido estaba 3 a 1. En casa no tenía nada para hacer, así que acá me quedo, dije.
Bien, desde el minuto 73 del partido hasta el final (con sus dos alargues) Independiente jugó y demostró la misma falta de respeto a ese título que alguna vez tuvieron bien merecidos: Rey de Copas. Se dedicaron a patearla para adelante con un cagazo vergonzoso. Repito que sólo vi esa parte del partido, pero nadie se puede enojar si digo que Goiás (que descendió a la B en Brasil) mereció ganar; y si no lo hizo fue porque es un equipo limitado (como el rojo) y porque Navarro atajó casi todo lo que le tiraron.
Después vinieron los penales y el diablo pateó los suyos muy bien y fin (y comienzo) de la historia. Dale campeón, dale campeón, y no me importa lo que digan las crónicas. Es cierto, a nadie le interesa leer a un pelotudo diciendo que casi no tiene relevancia el título obtenido.
Adentro del bar (no sé cómo) había como 70 personas. Afuera, otras 20 y yo. Un viejito con una radio mató toda la emoción de los penales a los que estábamos viendo la definición desde afuera porque los hechos le llegaban como 8 segundos antes. Entonces cuando Tuzzio acomodaba la pelota el viejito empezó a gritar y a llorar y todo el mundo se abrazaba, y adentro había 70 pares de ojos que ni se dieron cuenta que en la calle la gente gritaba dale campeón. Se gritó una vez, y a los pocos segundos otra vez. Salieron a la calle muchos pibes de mi edad que, salvo el título conseguido con Gallego, sólo recordaban unas tapas de El Gráfico en la que Gustavito López, el Palomo Usuriaga y Pascualito Rambert salían campeones en 1994. Luego vendría otra copa (pero mucho más copa que esta), la supercopa de 1995, con victoria ante el Flamengo de Romario en Brasil (un equipo en serio, no como este Goiás).
Esta Copa (Nissan) Sudamericana es un chamuyo. Es un combo trucho entre la Conmebol y la Supercopa (más cerca de la primera que de la segunda, ya que a la supercopa la jugaban sólo los campeones de la Libertadores, o sea, casi todos clubes grandes) El rojo le ganó a equipos fuertísimos como Argentinos Juniors, Defensor Sporting de Uruguay, el poderoso Tolima colombiano, y al nuevo “grande” de Sudamérica: La Liga Universitaria de Quito. Y en la final, al mencionado equipo de segunda, el Goiás brasilero. Ahora, el rojo luce en vitrinas la misma copa que otro equipo con gran tradición copera, San Lorenzo.
En Córdoba hubo una época en la que muchos jóvenes universitarios eran hinchas de Independiente. Fieles a esa pelotudez de ser de dos clubes, uno de Córdoba y otro de Buenos Aires, había bastantes simpatizantes del rojo. Sumado a que venían oleadas de guasos del interior del país, lo cual ayudaba a que el tráfico de hinchas se hiciera mayor. Si Argentina es/era el famoso crisol de razas, Córdoba es/era el crisol de hinchas.
Hoy, con una noche de descanso, veo algunos videos de los festejos de los jugadores. Siento que no tienen ni derecho de gritar y reivindicar lo de Rey de Copas, que no lo merecen. Creo, que Independiente no merece reivindicar su propia historia hasta que pueda hacer de una vez por todas un presente acorde a su pasado.
Hay una constante en esta serie (por ahora corta) de relatos: la lluvia. Recién hoy caigo en que mis ganas de escribir surgen, a veces, en momentos identificables y reconocibles con los del pasado. Para ahorrar renglones de metáforas bellas que no sabría escribir, lo digo a secas: es hermoso ver la lluvia desde esta ventana.
Hoy es sábado. El día arrancó tardísimo, mejor dicho mi día arrancó tardísimo. El cielo ya venía prometiendo joda desde la madrugada. Puse pava y me senté a esperar, que es una de las actividades más sinceras y repetitivas de la vida.
Tomé medio litro de agua verde caliente hasta que el cielo dejó de histeriquear y largó sus pesadas gotas.
I
I
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I
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El espacio entre palabra y palabra está compuesto por todo eso que nos sucede y que rotulamos como “no existen palabras para describirlo”.
Lo que sí se puede decir es que la ventana es bien amplia, que el viento empieza a mover el aire caliente de noviembre, que se genera un micro clima que abraza.
Este texto nace varias horas después. Ya no llueve, ya no sopla viento.
Me levanto de la computadora a buscar algo en la pieza. La Negra Poli y Castelli me siguen. Los miro, les pregunto/los reto ¡qué hacen acá!. Los boludos mueven la cola, ponen cara de hambre; son los perros más culiados y más hermosos del mundo. Te piden comida como el rollinga el peso para la birra. Si pasa, pasa.
Los ayudo a irse de mi pieza con una patada bien colocada en el culo del más chiquito. La Negra (más vieja) la tiene clara y se toma el palo antes. Me siento de vuelta en la computadora y los perros vuelven a echarse. Y ahí viene el momento.
Sale de la nada, como sensación impredecible. Suspendo la lectura, le subo el volumen a Gardel y le doy una mirada al paisaje gris azulado. Hablo en voz alta como loco contento ¡cómo me gusta la lluvia en este barrio!
Tan gigante como eso.