Faltan quince días, o sea dos semanas, o sea poquísimo. Dos
semanas para el inicio del Mundial y el inicio de nuestro viaje. La salida está
pautada para el día 11 de junio. Nuestros familiares, amigos y seres queridos (?)
nos irán a despedir, correrán al costado del auto como si fuera un tren
partiendo de la estación, las enamoradas darán un suspiro, mamá llorará, papá
pensará que estamos locos, Castelli ladrará y nosotros sentiremos que estamos a
bordo de la motocicleta revolucionaria del Che. El fútbol es un territorio de
exageraciones literarias, claro está.
No sé a ciencia cierta en qué parte de Latinoamérica
estaremos el 13 de junio. Ese día festejaremos mi cumpleaños donde el
itinerario lo marque. Al costado de la ruta, en un parador inhóspito, en una
ciudad gigante y desconocida, en una estación de servicio de mala muerte o en
la casa de algún extraño en vías de conocimiento. Será raro pero será hermoso.
Trataremos de reproducir el festejo multitudinario en donde sea. Seremos
millones, ¡haremos un maracanazo!
En el laburo estoy convenciendo a un compañero que me regale
100 reales que le quedaron de algún viaje que hizo. “Esto (por el viaje) lo
hago también por vos, loco. Hace como 30 años que no salimos campeones”. Van 28
años sin levantar la copa. Es mucho tiempo, pasa que desde que se fue el Diego
hemos acumulado frustración tras frustración en los mundiales.
En el 90 tenía ocho años. El día del partido contra Camerún
(o contra la URSS, quién sabe) mi vieja nos mandó al colegio. En las calles no
había nadie y en la escuela tampoco, claro. Tengo pocos recuerdos: al partido
contra Rumania lo vimos en la casa de mi ya fallecido tío Dardo. Una tarde
entré a mi casa y estaba mi viejo gritándole al tele “la puta que te parió
recién entrás y no le ganás éste que está hace como dos horas en la cancha”;
jugábamos contra Yugoslavia y estábamos en los 30 suplementarios. Luego el
Goyco arreglaría los mocos de Troglio y el Diego. Pobre Diego, errar un penal,
justo él, contra ese arquero (Ivkovick) que ya le había cagado la vida en un
partido del Nápoli contra el Sporting Lisboa por Copa Uefa. A la semifinal
contra Italia la vimos en el colegio. Había televisores en todos los grados,
era un hermoso quilombo, niños corriendo por todos lados, la mayoría sin
siquiera prestarle atención al partido. Y a la final la vimos en la casa de
Carlos Martín, un amigo de mi viejo. A pesar de la derrota, nos subimos a un
auto celeste al que le cruzaron una tela blanca y salimos a festejar al centro.
El Goyco era el ídolo popular y mi hermana estaba orgullosa porque su comida
favorita eran los ravioles con salsa, como ella. Esas imágenes deambulan
todavía por mi memoria. De los partidos en sí, poco y nada.
En el 94 ya tenía doce años. Había vuelto el Diego. Vi el
partido contra Grecia en la casa de los Falco, con todos los amigos de la
cuadra. Contra Nigeria también. No recuerdo el de Bulgaria. Sí recuerdo que
contra Rumania estaba en mi casa. Que grité mucho y que cuando terminó el
partido me fui a llorar afuera. Lloré mucho, como el niño que todavía era.
Afuera en octavos.
El resto de los mundiales me encontró con edades más
maduras, entendiendo el juego, y sufriendo las mismas frustraciones, una y otra
vez. ¿Cómo mierda puede ser que te agarre mal parado un pelotazo de 80 metros?
¿Cómo puede ser que no le metamos un gol a Suecia? ¡A Suecia! ¿Cómo puede ser
tan boludo de sacarlo a Riquelme cuando le estábamos pegando un baile bárbaro a
los alemanes, cuando nos sobraban piernas y ellos no podían ni moverlas? ¿Cómo
puede ser que esos mismos hijos de puta no nos hagan uno ni dos ni tres sino
cuatro goles?
Este equipo entusiasma menos que el resto. Pero cuando la
fecha se acerca no importan los equipos. Importa la camiseta, los colores y el
fútbol.
Faltan quince días, dos semanas, muy poco. Falta cada vez
menos.
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