Clásico de barrio: Las Flores - San Lorenzo.
Sábado de primavera. Sábado para cagarse de frío. Sábado de clásico barrial, el Independiente-Racing del sur de la ciudad de Córdoba: Las Flores-San Lorenzo. Una cancha está acá y la otra ahí. Una calle las separa, Belardinelli.
En la semana el verdulero me dijo que el Taladro no está bien, que no hay equipo. La tabla así lo refleja: estamos al horno. San Lorenzo tampoco anda bien así que el clásico tiene olor a salvar las papas. Compro un asado y preparo mi pequeño ritual. Maxi, mi vecino, me acompaña a la cancha. Tiene pantalones cortos. "Te vas a cagar de frío", le digo. No hay caso.
Unos veinte canas forman parte del operativo policial del partido. Me revisan sin ganas y entramos. No sé si a alguien le cobraron entradas pero nosotros pasamos con las manos en los bolsillos y no le pagamos a nadie.
Nos ubicamos en la tribuna y vemos el partido que están jugando unos niños de unos 11 años. Sorprende que a esa edad ya tienen todos los vicios de los jugadores profesionales: se tiran, fingen dolor, le piden al árbitro justicia, corren a festejar a los alambrados. Al final gana Las Flores, creo.
Finalmente salen los equipos a la cancha. Petardos de todo tipo en ambas tribunas. Nosotros tenemos más gente que San Lorenzo, queda claro.
Los jugadores posan para una foto que nadie nunca verá. El árbitro pita y el partido se inicia con el primero de los mil quinientos pelotazos que habrá en toda la tarde.
La cancha parece dura. Está seca, sin pasto. La pelota pica para cualquier lado. En ese mediocre contexto Las Flores parece estar jugando mejor. Metemos un tiro en el palo y hacemos alguna que otra jugada. Termina el primer tiempo y no pasa nada. En el segundo tiempo empiezan a pasar cosas: San Lorenzo nos mete un gol. Después el árbitro les expulsa a uno por agresión, o eso parece. Las Flores con un jugador más intenta ir para adelante pero sin ideas. Cada tanto alguna la pisa, la lleva, levanta la cabeza y da un pase preciso pero abundan los pelotazos a cualquier lado, sin mirar. En una contra nos expulsan el arquero por una clara falta y entra el arquerito suplente con la 17 en la espalda. Es un desastre el pibe, da rebotes en todas sus intervenciones.
El partido empieza a calentarse, más por costumbre que por el partido porque no hay jugadas fuertes o polémicas que prendan la mecha. Tiramos una docena más de pelotazos pero no conseguimos generar nada. Ellos cantan. Nos vamos yendo mientras el árbitro pita el final del partido. Antes de salir vemos a un suplente de San Lorenzo en el piso, agarrándose la cara. Se arma una mini refriega que parece no pasar a mayores.
El clásico termina y algunos vecinos van a estar más contentos que otros.
Algunos arrancarán la primavera con una sonrisa, y nosotros seguiremos unos días más en el invierno.
sábado, septiembre 21, 2013
miércoles, abril 24, 2013
Las cosas de Barrio Las Flores X
Los Lentos
Gran almacén, tipo ramos generales, ubicado en la siempre
inundable esquina de Luis María Drago y Concejal Felipe Belardinelli. Un
poquito de agua, un gallo, un estornudo con moco y el semáforo deja de andar.
Todo parece dejar de andar sobre Belardinelli. Los Lentos siempre funciona, a
su modo, a su velocidad pero siempre ahí, con su gente.
La atención al público es una mezcla de ritmo de pueblo santiagueño,
burocracia estatal, inutilidad femenina, machismo de medio oriente, lentitud
ante todas las cosas y algo de me chupa
un huevo que la cola de gente se haga larga hasta dar vuelta a la manzana, no
pienso apurar nada. Uno puede estar ahí, muy cerca de ser atendido, con tan
sólo una persona adelante y puede pasar que dame
medio kilo de Dogui, un pedacito de dulce de batata, cobrame la cabina, cárgame
quince pesos en la tarjeta, una etiqueta de puchos, dos tiras de pan, un
paquete de yerba, un sachet de crema de enjuague, seis cajones de cerveza, dos
cajas de hamburguesas, un cuarto de queso cremoso, doscientos de paleta,
doscientos de salame milán y ¿te dije Dogui? Mejor cambiame por Tiernitos.
Se siente como un gol en contra en el último segundo.
El staff de Los Lentos está compuesto por tres señoras de
entre 45 y 60 años. La verdad que se parecen entre ellas y que una foto diría
lo mismo hoy que hace 20 años. También está el dueño. El tipo se sienta, cruza
los brazos como jeque árabe, como sheriff de película, director técnico o capataz
de estancia, y no hace nada. Trescientas personas esperando ser atendidas y
nada. Maneja la plata, algunos proveedores, charla con los gitanos, habla por
teléfono, pero ensuciarse las manos con billetes arrugados… para eso están sus
mujeres.
En Los Lentos te podés poner de novio, pelearte y
divorciarte. Podés tomar una cerveza en la dulce espera, podés emborracharte y
recuperarte. Los bondis pasan llenos hasta tener turno a cargar la tarjeta. El
sol sale, mete el pecho, se apichona y se va a dormir. La manteca se derrite,
el fernet se calienta, el asado se enfría y las cosas se pudren. El tiempo va a
otro tiempo. Los mosaicos guardan las marcas de las anteriores pisadas. En las
paredes se leen los testimonios de todos aquellos que hicieron cola y murieron
allí. Como una cinta de moebius estamos todos ahí, esperando, siguiendo la
discusión que tienen las únicas dos que atienden con una vieja clienta: acá está anotado que debés treintaisiete
con veinte; no, no sé, eso yo no lo
compré, lo que yo debo son los ciento veinte de la vez pasada; ¿y estos treintaisiete con veinte?; no, no sé; esperá que lo llamo a Miguel (…) Miguel, sí, acá está Elsa, dice que ella no compró nada por esos
treintaisiete con veinte que tiene anotados (…) sí (…) perá que le pregunto:
dice si eso no lo sacó tu mamá; no, mi mamá no, no; dice que no, Miguel (…)
bueno, dale, no te hagas drama que ya
vemos. Y la fila se hace como un caracol, como el gusanito de los celulares
viejos, como una tira de chinchulines o una prolongación de cable mal
enrollada. Y sacamos partido. Y nos miramos todos a la cara y nos decimos sin
decirnos apurate vieja culiada; yo me tomaría un porrón; yo pago los
treintaisiete con veinte pero por favor muevan el culo; me esperan en casa con la cena lista; dejé la pava prendida; mi
hermano se va a preocupar; dios, mirá la hora que se ha hecho, y cosas así.
En Los Lentos pasa que te toca tu turno y uno hace un paso
hacia adelante con cara de satisfacción, de superación, como cuando llaman tu
turno en el médico y sabés que hay alguno mirándote con envidia, pensando yo
llegué primero y lo llaman a él primero. Con aire triunfador ponés los billetes
sobre el mostrador y pedís la promo, la que junta un fernet grande con una coca
de dos litros. Y la promo es tan buena y tan barata que terminás yendo siempre
ahí, adonde te jurás que no vas a volver, porque uno quiere envejecer afuera y
no adentro, ver las hojitas del otoño del barrio, agarrar el bondi, enamorarte,
vivirla y divorciarte o llegar hasta que la muerte nos separe, todo, todo eso
pero afuera. Pero la vida de estas fronteras que nos amontonan está llena de
peros y viene el día en que el amigo te visita, la chica te mira con ojitos,
falta poco para el partido o porque sí. Y, armado de coraje, te metés de lleno
en un contradictorio y hermoso ‘pero’… y vas.
jueves, abril 11, 2013
El desastre de HiIlsborough
Esta nota fue escrita hace un montonazo. Allá en enero del 2011. Probablemente hoy la escribiría distinto. En aquel entonces la trabajé como si fuera para publicarse en el diario en el que trabajaba... pero internamente sabiendo que jamás la publicarían por su extensión. Por eso mismo, nunca fue revisada ni corregida. Así que va así como está... lo que habla muy mal de mí...
El desastre de Hillsborough
El 15 de abril de 1989 se produjo una de
las tragedias más grandes del fútbol: 96 personas perdieron su vida en un
estadio. Liverpool y NottinghamForest disputaban la semifinal de la FA Cup en
Hillsborough, el estadio del Sheffield. Nada fue igual en el fútbol inglés
después de ese suceso. Las imágenes son impactantes, los números también: 96
muertos y 766 heridos, todos hinchas del Liverpool.
El fútbol inglés era sinónimo de pasión
popular. La forma en la que la gente acudía masivamente a los estadios y cómo se comportaba, salvando
ciertas distancias, era similar a las formas argentinas. No extraña, ya que
fueron los mismos ingleses los que introdujeron el fútbol a estas pampas.
Igual, es necesario repetir y remarcar: había rasgos similares pero para nada
idénticos entre el fútbol argentino y el inglés. Las aproximaciones las utilizo
para dar un acercamiento al fenómeno, para contextualizarlo históricamente y
para que sirva de marco para entender cómo se llegó a la Tragedia de
Hillsborough.
En los finales de los años setentas y
durante todos los ochentas, la violencia en las tribunas era una constante en
la liga inglesa. El fútbol era vivido muy intensamente. Inglaterra atravesaba
una dura crisis interna que arrastraba a miles hacia el desempleo. En los ’80
el futbol funcionaba como un escape a la cruda realidad y eso provocaba
arranques de felicidad y de violencia. Los “holligans” es el nombre con el que se rotulaba a los que provocaban
peleas, desmanes y un largo etc, dentro y fuera de los estadios. El crecimiento
de la violencia en Inglaterra era real. La situación era, a primera vista, por
un lado, tolerada, y por otro lado, inmanejable. Las masas acudían a las viejas
y tradicionales canchas, se ubicaban, al igual que acá, detrás del arco y
parados.
Por un lado, una sociedad deprimida y
cargada de odio en la que el fútbol sirvió para descargar frustraciones. Por el
otro, una infraestructura obsoleta. El fin de una época tuvo fecha: 15 de abril
de 1989.
Los equipos ingleses pugnaban una sanción de 5 años determinada por la
UEFA, luego de los incidentes
protagonizados en Heysel, Bélgica, durante la final de la Copa de Europa entre
Juventus de Italia y, precisamente, el
Liverpool, el 29 de mayo de 1985. Algunas de las causas fueron las mismas: una
pésima organización, inoperancia policial y, esta vez, responsabilidad de los
hinchas rojos. Empezaron las corridas en una de las tribunas y la gente empezó
a correr desesperada provocando estampidas y amontonamiento. En resumen: 39 personas murieron aplastadas,
asfixiadas contra las rejas. Se había
prendido una alarma que nadie supo interpretar.
El partido estaba pautado para las 15hs.
Era un día de sol, ideal para una jornada de fútbol. Al estar todavía vigente
la sanción, la FA Cup tomaba mucha importancia en el ámbito local. Más de
10.000 hinchas del Liverpool se acercaron al estadio para ver ese partido.
Faltaban pocos minutos para el comienzo del encuentro y las tribunas ya estaban llenas. Afuera del
estadio todavía había miles de personas esperando por ingresar y la situación
era caótica. Habían muy pocos policías y la masa era incontrolable. Cuando el
árbitro pitó el inicio del partido, la tragedia comenzaba a consumarse. La
policía decidió abrir uno de los portones de acceso a la tribuna que ya estaba
colmada de gente. Miles de personas corrieron hacia el túnel, pero no había luz
después de la oscuridad. La situación en la tribuna era visiblemente caótica y
desesperante. La gente que estaba contra las rejas no podía respirar, se
escuchaban los gritos del público pidiendo ayuda, algunos se trepaban hacia la
tribuna superior para escapar del apretamiento. Las imágenes de la transmisión
televisiva son impactantes. La gente empezó a trepar los alambrados para saltar
al terreno de juego y el partido seguía jugándose. Al minuto 6 un policía entró
corriendo al campo y le pidió al árbitro que parase el partido. La confusión
era total.
Cientos de hinchas ayudaban a sacar a la
gente de la tribuna, a escalar las rejas que separan el campo de juego de las
gradas. Había tan sólo una pequeña puerta de acceso por la que los desesperados
hinchas querían escapar. A esta altura todo era un caos. Iba a ser un partido
de fútbol, terminó en masacre.
Las
causas
Uno de los primeros errores fue el de
asignarle la tribuna con más capacidad (21.000 espectadores) a NottinghamForest
y a Liverpool la más pequeña (14.600) siendo que el Liverpool es una institución con muchos más seguidores y esa
tarde se esperaba una multitud. Dos trenes que venían cargados de hinchas rojos
se retrasaron lo que provocó que una masa de personas llegase sobre la hora y
se acumulara en las pequeñas puertas de acceso al estadio. Ya dijimos que había
poco personal policial y algunos novatos, sin experiencia en manejo de
multitudes. Se calcula que había 5000 personas tratando de ingresar al estadio
y que la policía, para descomprimir, abrió uno de los portones de acceso, el
que no debió abrir nunca. Los hinchas corrieron hacia la peor de sus suertes.
Miles ingresaron por el túnel empujando para poder entrar a una tribuna ya
colmada, lo que provocó que la gente que ya estaba allí empezara a aplastarse
contra las rejas. La gente que trataba de ingresar no sabía de la situación y
seguía empujando. Muchos murieron parados, apretados contra otras personas.
La policía falló en la comunicación y
mostró una inoperancia alarmante, siendo esta quizás, la mayor de las causas
del desastre. Ni los oficiales que estaban afuera, ni los que estaban adentro
del campo, sabían qué hacer. Cuando el
partido se detuvo, era la misma gente, los mismos hinchas los que arrancaban
los carteles de publicidad, con el fin de utilizarlos como camillas para
transportar a los muertos y heridos. En el césped empezaban a apilarse los
cuerpos. En el gimnasio del club se armó una morgue improvisada donde los
desesperados hinchas iban a ver si
sus familiares y amigos estaban allí.
Afuera del estadio había 40 ambulancias
de las cuales ingresaron muy pocas al terreno. Algunos todavía creían que había
sido una pelea entre holligans lo que había ocasionado todo el desastre y
frenaron el ingreso de los coches. Mientras todos corrían desesperados buscando
ayuda, un grueso grupo de policías se limitaba a estar parados en la mitad de
la cancha formando un cordón para separar un posible enfrentamiento con los
hinchas del NottinghamForest.
La gente le hablaba a las cámaras de
televisión: “nos abrieron el portón y nos dejaron pasar”. “Hay por lo menos 50
personas muertas ahí (en la tribuna)”. “Ustedes son nuestros ojos y nuestra
voz, esto es un desastre”.
El
día después
Rápidamente, la Asociación de Fútbol de
Inglaterra reprogramó el partido para la semana siguiente en el estadio del
Manchester United. Impactó mucho en la opinión pública la frialdad de la
Federación al programar el partido tan sólo 7 días después del desastre.
Finalmente se jugó un par de semanas después, en Old Trafford, y ganó el
Liverpool 3 a 1, y finalmente se coronaría campeón al vencer al Everton por 3 a
2. Pero el título estaría manchado de sangre para siempre.
Las autoridades policiales se despegaron
de las responsabilidades desde el primer momento. Las primeras investigaciones
se centraron en el comportamiento de los hinchas, en la cantidad de alcohol que
habían ingerido, en la posibilidad de que hubieran muchas personas sin entradas,
en la agresividad del público, etc. Se trató de llevar el ojo hacia la misma
gente, desligando a los encargados de mantener el orden. La versión oficial
indicó que las muertes habían sido “accidentales”. Nadie fue procesado por la
tragedia.
Algunos periódicos, como “TheSun”,
hicieron eco de la versión oficial y sacaron una tapa muy controversial, con un
título gigante que decía: “La Verdad. Algunos hinchas revisaban los bolsillos
de las víctimas. Algunos hinchas meaban a los policías. Algunos hinchas le
pegaban a los oficiales”. El diario, propiedad del magnate Rupert Murdoch,
citaba como fuente a un anónimo policía. Los interiores no eran menos
escandalosos, haciendo correr versiones de que los hinchas golpeaban a los
médicos que intentaban dar los primeros auxilios a las víctimas. Una muestra de
amarillismo asqueroso por parte de uno de los diarios más importantes de
Inglaterra. Las imágenes televisivas demuestran totalmente lo contrario, ya que
eran los propios hinchas quienes auxiliaban a los heridos ante la pasividad
policial.
Un centenar de heridos aun permanecían
en los hospitales locales y los Príncipes de Gales, Carlos y Diana (Lady Di)
visitaron y saludaron uno por uno a los convalecientes. El plantel del
Liverpool hizo lo propio, llevando camisetas y souvenires .En todo el país se
organizaron colectas para ayudar a los familiares de las víctimas de la
Tragedia de Hillsborough. La gente ocupaba el lugar que debería haber ocupado
la mano del Estado.
En total murieron 94 personas aquel 15 de
abril. Cuatro días después, en el hospital de Sheffield, murió Lee Nicol, de 14
años de edad. La última víctima murió en marzo de 1993: Tony Bland perdió su
vida luego de estar 4 años en coma. Así se completa el fatídico 96. Es
imposible calcular la cantidad de muertes posteriores o de personas que
perdieron la vida a pesar de seguir viviendo luego de la horrorosa tragedia.
De los 96 fallecidos, 79 eran menores de
30 años. Entre ellos se encontraba Jon-Paul Gilhooley, de 10 años de edad, la
víctima más joven de aquella tarde. Jon era primo de Steven Gerrard, actual
capitán y emblema del Liverpool y de la selección inglesa.
Las
consecuencias
Luego de la Tragedia, el gobierno de
Margaret Tatcher inició una investigación
para saber qué pasó aquella tarde en Hillsborough. El Juez Taylor fue el
encargado de la misma, además de mandar un paquete de medidas que cambiarían el
fútbol inglés para siempre.
Lo que hoy vemos por televisión no es lo
que siempre fue. El “Reporte Taylor” introdujo una serie de reformas: se
eliminaron las vallas de contención. Empezarían a implementar una tarjeta
identificatoria para cada espectador
para controlar a la gente asistente a los estadios (esto finalmente fue de
difícil aplicación). Se eliminaron las ubicaciones de pie, y se colocaron
butacas en todo los estadios. De esta manera se evitaron nuevos hechos como el
de Hillsborough. Pero eso no fue todo.
Después de la Tragedia el fútbol comenzó
a cambiar en Inglaterra. Los clubes aplicaron las medidas del Reporte Taylor.
Pero no fueron los únicos cambios. En los ’90 la Liga Inglesa permitió el
ingreso de capitales extranjeros. Subieron los precios de las entradas
considerablemente. De esta manera, las clases obreras, las capas bajas de la
sociedad no podían asistir a los
partidos. Hubo un corte en la tradición futbolística. El fútbol pasó a ser cosa
de ricos y se perdió totalmente el espíritu histórico del deporte en ese país,
el corte fue abrupto. El dinero de la televisión fue bien recibido por las
instituciones y éstas aplicaron sin miramientos las recetas sugeridas: la Liga
debía ser un producto “limpio y correcto” para vender al resto del mundo. Y era
exactamente eso: el mundo estaba cambiando, y la exclusión se producía en todos
los ámbitos.
El mercado se abrió y muchísimos
jugadores de las más variadas nacionalidades llegaron a la Liga inglesa. Años
más tarde, la situación empeoraría: más de la mitad de los clubes de primera
división son propiedad de magnates extranjeros. ¿Cuál es el problema? Cuando un
club se convierte en propiedad de una persona, el fin último es la rentabilidad
y, como toda empresa, si las cosas no van bien, el buque se llena y parte, y la gente queda huérfana
de historia.
Liverpool recuerda a los 96 fallecidos
con una emotiva canción llamada “You’llneverwalkalone” (nunca caminaran solos),
grabada originalmente para el musical “Carrusel”, de 1945, pero elevada como
bandera de recuerdo por los simpatizantes rojos: “Cuando camines a través de la
tormenta, mantén la cabeza alta, y no temas por la oscuridad; al final de la
tormenta encontrarás la luz del sol, y la dulce y plateada canción de una
alondra. Sigue a través del viento, sigue a través de la lluvia, aunque tus
sueños se rompan en pedazos. Camina, camina, con esperanza en tu corazón, y
nunca caminarás solo, nunca caminarás solo”.
En el 2009 se cumplieron 20 años de la
Tragedia. El minuto de silencio, el completo minuto de silencio de una
multitud, fue emocionante. En aquel plantel del Liverpool estaba el argentino
Javier Mascherano. Muchos documentales se transmitieron aquel día y los pedidos
de justicia por parte de los familiares y amigos de las víctimas se hicieron
más fuertes. Ellos siguen pidiendo justicia. En 2011, la Cámara de los Comunes
autorizó la desclasificación de más de 40.000 documentos relacionados con la
tragedia.
La muerte, como tantas otras veces,
funcionó como bisagra de la historia. Nada fue igual después de Hillsborough,
para bien y para mal. Pero siempre es importante preguntar, dudar, investigar,
aprender y saber qué pasó en determinadas ocasiones. El fútbol lloró, y hoy se
lamenta. Pensemos eso.
Hasta la próxima. Un abrazo.
martes, enero 01, 2013
Peleas callejeras
Hay una etapa de la vida, esa que va, imprecisa, entre lo que se denomina niñez y lo que se denomina adolescencia, en la que la admiración hacia pequeñísimas cosas es fuerte e incuestionable. Creo que es la misma ingenuidad y felicidad cotidiana lo que convierte a cada sensación en única e incontaminada. Hay pocos peros, todo es así como se lo ve, lisa y llanamente. Así se ama, por ejemplo, a una compañera del Primario, esa que se sienta un par de bancos adelante. Se la ama en silencio, en las bromas, en una tirada de pelos, jugando a la escondida, en los recreos, antes de dormir y en las americanas donde jamás la voy a sacar a bailar, primero por cobarde, segundo porque asumo que no aceptará y tercero porque sí.
Parte de la magia de ser niños o de no ser adultos, tiene que ver con ese amor hacia mucho de lo que rodea. No se piensan segundas intenciones, no se le atribuye al mundo esa cuota de mala leche, desconfianza, dudas, tristezas proyectadas: amo a esa niña de guardapolvos, a mi pelota de fútbol, a las chozas en el cañaveral, a las medialunas con dulce de leche y a la pizza sin anchoas. Casi todo va en el mismo nivel.
Estamos en lo de Hugo. Dos tipos se miden. Un rubio bien rubio y un negro bien negro, tienen los puños en alto, la defensa preparada. Parecen estar dando saltitos, juntando bronca para reventarse a piñas. Es una pelea callejera. La gente al fondo también da saltitos y espera los primeros golpes. La ciudad, los edificios al fondo. El rubio le cruza un derechazo a la mandíbula del negro, que cae y desaparece del cuadro. En el medio de la imagen una leyenda titila pidiendo “insert coin”. En Estados Unidos, en todos los niveles, siempre ganan los rubios.
El Laucha se hace desear. Tiene un cigarrillo en la oreja, como lápiz de carpintero. Somos tres o cuatro pibes los que esperamos verlo jugar. ¿Están listos?, nos pregunta, pedagógico, canchero, agrandado. Dale, Laucha, dale. A que no lo finalizás con Dalshim, se escucha desde atrás. Un desafío, un difícil desafío para casi todos, pero para el Laucha nada era imposible. Manejaba las palancas y los botones mejor que todos. La semana pasada lo di vuelta con Dalshim, si vos lo viste, retrucó el Laucha. Elegí otro, pidió. Comenzamos una mini discusión para desafiarlo a que llegue hasta la final con victoria incluida con el jugador más choto del Street Fighter. Descartamos a Honda, porque, si bien era un jugador lento, con el truquito de la mano moviéndose rápido podía vencer a muchos. Zangief, que tenía una agarradita interesante, y el mencionado Dalshim, quedaron en el camino y le tiramos el mayor reto de todos: terminar el juego con Balrog, un boxeador yanqui que no tenía ningún golpe, ningún truquito que lo hiciera fuerte en el juego. - ¡¿Balrog?! Pfff… me he hartado de terminarlo con Balrog. Preparensé, pendejos –dijo el Laucha y puso la ficha.
Los ojos nos brillaban. Verlo al Laucha derrotar uno tras otros a los rivales con un jugador tan malo como Balrog era digno de admiración. Así era. Cuando él jugaba se armaba un remolino de pibes y no tan pibes alrededor de la máquina. Nadie le ganaba al Laucha.
Primero viajó a Brasil, a enfrentarse con Blanka. Nos daba un poco de envidia que Brasil apareciera en el juego y nosotros no, aunque fuera en forma de monstruo y no de humano. Luego fue a China, donde Chun Li lo esperaba con esas piernas hermosas, obsesión de la pendejada. Viaje corto a Japón para pasar por arriba al mala onda de Ryu. Luego, le tocó ir a la madre patria, Estados Unidos, para derrotar con facilidad al Marine Guille, y al fachero Ken. La Unión Soviética, India y Japón vieron las victorias contra Zangief, Dalshim y Honda. Además destruyó el auto en pocos segundos, a puñetazo limpio, como así también los barriles. A todos los rivales los venció con increíble facilidad. Tuvo suerte de que le tocara Blanka en la primera pelea. Cuando el monstruo brasilero tocaba cerca del final la complejidad aumentaba. Luego vinieron los luchadores finales: el propio Balrog, el gallego Vega, el tailandés Sagat y el insoportable Bison, que volaba de un lado para el otro y tenía un golpe de barredora difícil de esquivar.
Finalmente, en poco menos de media hora, el Laucha se daba vuelta, orgulloso y sonriente por la victoria definitiva:
- Vamos, pendejos, a ponerla –nos dijo, burlista. Y todos tuvimos que sacar las monedas para pagarle la Coca. Ese había sido el trato, la apuesta. De algún modo el Laucha se aprovechaba de nosotros pero no había dudas de una cosa: lo admirábamos. Jugar bien a los videojuegos otorgaba una especie de estima colectiva que era muy importante, como ser bueno en el fútbol, o jugando a la escondida. El Laucha era para todo el piberío un grande, un héroe, un ganador nato. Creo que se llamaba Daniel, pero nadie lo llamaba por su nombre y el apodo lo tenía casi adherido: el pelo negro, largo y desparejo, los dientes un poco salidos y unas orejas gigantes. Una cara de Laucha que volteaba. A veces usaba una gorra.
Nuestro bunker de videos quedaba a unas 10 cuadras de mi casa, en el barrio de al lado. Se llamaba simplemente “lo de Hugo”. Era un garaje gigante, con unas 15 máquinas. Ahí estaban todos: Capitán Comando, SnowBros, Tumblepop, Pacman, Final Fight, Cadillac Dinosaurios, Los Simpsons, Mortal Kombat, Sunset Riders y varios más. A veces traía algún flipper, pero lo que más había eran máquinas de videítos.
El mundo de los garajes de videos era netamente masculino y a las vecinas les encantaba pensar que era un mundo donde reinaba la droga y quién sabe cuántas cosas más. Éramos muchísimo más boludos de lo que las viejas imaginaban y casi no iban mujeres a jugar. En esa época todavía los chicos podían ser chicos mucho tiempo. Eso permitía compartir actividades y momentos. Así, estábamos codo a codo uno de diecisiete años con uno de nueve.
Como al Laucha no le ganaba nadie y contra la máquina no perdía nunca, había que esperar un montón para jugar. Para entrar en la máquina había dos formas. Una era esperar, preguntar cuántas fichas le quedaba al pibe que la estaba ocupando y hacer fila, aguantar que el otro perdiera rápido, ya. La otra forma era más emocionante. ¿Me puedo meter?, preguntaba el que quería iniciar un desafío. Si el que estaba jugando aceptaba, se iniciaba un duelo. Entonces a veces se armaban lindas peleas fuera del establecimiento. Bastaba con que alguno perdiera un desafío, el otro se burlara y terminaran a las piñas de en serio en la calle. Entonces el Hugo, que era odiado por los padres de todos los niños del barrio por ser el dueño de ese paraíso, salía, pegaba dos gritos y mandaba a todos a las casas. “Después me caen los padres y me culpan a mí”, decía, indignado.
La rentabilidad del dinero infantil era inigualable: cinco o seis fichas por un peso, dependiendo la ocasión. Eso costaban. Recuerdo robarle de a diez pesos a mi viejo y tener para varios días de diversión. Con Tomás cruzábamos el barrio, la iglesia, el descampado, el cañaveral, la plaza del pozo y entrábamos a la zona de magnetismo. Allá a lo lejos, se empezaban a escuchar todos esos sonidos, las musiquitas, los ruiditos característicos de cada juego. Y como los niños que éramos empezábamos a correr, no lo podíamos evitar, corríamos esos 200 metros finales como boludos, como poseídos.
Los noventas recién empezaban y rápidamente nos acostumbramos a ese mundo que se nos venía encima. La época de los videos, de los juguetes nuevos, de la televisión por cable, de las importaciones entrando al país sin límites.
Con el correr de los años empezaron a desaparecer los garajes, los antros de máquinas. En la primera mitad de los noventas poner una salita de videos era un negocio rápido y rentable, y sin necesidad de mayor infraestructura más que un par de enchufes. Algunos ponían una verdulería, otros un kiosco y otros un par de máquinas de videojuegos.
Los controles crecieron y sólo sobrevivieron las grandes salas céntricas. También fue avanzando la tecnología y las consolas pequeñas para las casas. Es curioso notar que todos los progresos de la tecnología buscan el disfrute puertas adentro, y en soledad. Si bien los videojuegos no eran de los pasatiempos más sanos, constructivos o educadores, de algún modo te empujaban a la calle, a trasladarte hacia algo, a recorrer una distancia y a estar con otros, con iguales. Los años te van empujando las costumbres, hasta que se caen y desaparecen. Y vienen otras y luego otras, lo mismo con la gente.
Así, se fueron los garajes, las caras frecuentadas, las corridas desesperadas con Tomás, el barrio sin límites, Hugo, el Street Fighter y el Laucha. A mis diez años hubiera jurado que el Laucha, un ganador de aquellos días, tendría el futuro asegurado: jugaba bien al Street Fighter, el resto de la vida era accesorio.
A veces camino por el centro y las agujas me dan un sándwich de algunos minutos. Saco unos pesos del bolsillo y compro un par de fichas. Los juegos que jugaba ya no existen. Los chicos son otros; bailan sobre una tabla iluminada, corren carreras de rally, se baten a duelo en otros jueguitos de peleas. Ubico algo conocido, algo que me lleve un ratito a la admiración ingenua, al amor por la compañera de primaria. El flipper de los Locos Adams. Pongo una ficha y pierdo rápidamente. Yo era bueno en este juego, la puta madre. Tozudo, coloco otra más y otra más hasta que algo me salga. A la tercera ficha me empiezan a salir algunas cosas, me emociono, avanzo, gano, sonrío. En una de esas me sale una buenísima y pego un grito de felicidad. Jackpot. Miro a los costados, busco a un montón de pibes que deberían estar rodeándome, felicitándome por mi partida. No hay nadie.
Finalmente, pierdo. Dejo de invertir mis billetes, agarro la mochila y me voy. Al salir saludo al cajero con un cabeceo. El tipo me saluda pero ni siquiera levanta la vista de la pantalla de Facebook. Tiene un cigarrillo en la oreja, el pelo largo y desprolijo y unas orejas llamativamente grandes.
Parte de la magia de ser niños o de no ser adultos, tiene que ver con ese amor hacia mucho de lo que rodea. No se piensan segundas intenciones, no se le atribuye al mundo esa cuota de mala leche, desconfianza, dudas, tristezas proyectadas: amo a esa niña de guardapolvos, a mi pelota de fútbol, a las chozas en el cañaveral, a las medialunas con dulce de leche y a la pizza sin anchoas. Casi todo va en el mismo nivel.
Estamos en lo de Hugo. Dos tipos se miden. Un rubio bien rubio y un negro bien negro, tienen los puños en alto, la defensa preparada. Parecen estar dando saltitos, juntando bronca para reventarse a piñas. Es una pelea callejera. La gente al fondo también da saltitos y espera los primeros golpes. La ciudad, los edificios al fondo. El rubio le cruza un derechazo a la mandíbula del negro, que cae y desaparece del cuadro. En el medio de la imagen una leyenda titila pidiendo “insert coin”. En Estados Unidos, en todos los niveles, siempre ganan los rubios.
El Laucha se hace desear. Tiene un cigarrillo en la oreja, como lápiz de carpintero. Somos tres o cuatro pibes los que esperamos verlo jugar. ¿Están listos?, nos pregunta, pedagógico, canchero, agrandado. Dale, Laucha, dale. A que no lo finalizás con Dalshim, se escucha desde atrás. Un desafío, un difícil desafío para casi todos, pero para el Laucha nada era imposible. Manejaba las palancas y los botones mejor que todos. La semana pasada lo di vuelta con Dalshim, si vos lo viste, retrucó el Laucha. Elegí otro, pidió. Comenzamos una mini discusión para desafiarlo a que llegue hasta la final con victoria incluida con el jugador más choto del Street Fighter. Descartamos a Honda, porque, si bien era un jugador lento, con el truquito de la mano moviéndose rápido podía vencer a muchos. Zangief, que tenía una agarradita interesante, y el mencionado Dalshim, quedaron en el camino y le tiramos el mayor reto de todos: terminar el juego con Balrog, un boxeador yanqui que no tenía ningún golpe, ningún truquito que lo hiciera fuerte en el juego. - ¡¿Balrog?! Pfff… me he hartado de terminarlo con Balrog. Preparensé, pendejos –dijo el Laucha y puso la ficha.
Los ojos nos brillaban. Verlo al Laucha derrotar uno tras otros a los rivales con un jugador tan malo como Balrog era digno de admiración. Así era. Cuando él jugaba se armaba un remolino de pibes y no tan pibes alrededor de la máquina. Nadie le ganaba al Laucha.
Primero viajó a Brasil, a enfrentarse con Blanka. Nos daba un poco de envidia que Brasil apareciera en el juego y nosotros no, aunque fuera en forma de monstruo y no de humano. Luego fue a China, donde Chun Li lo esperaba con esas piernas hermosas, obsesión de la pendejada. Viaje corto a Japón para pasar por arriba al mala onda de Ryu. Luego, le tocó ir a la madre patria, Estados Unidos, para derrotar con facilidad al Marine Guille, y al fachero Ken. La Unión Soviética, India y Japón vieron las victorias contra Zangief, Dalshim y Honda. Además destruyó el auto en pocos segundos, a puñetazo limpio, como así también los barriles. A todos los rivales los venció con increíble facilidad. Tuvo suerte de que le tocara Blanka en la primera pelea. Cuando el monstruo brasilero tocaba cerca del final la complejidad aumentaba. Luego vinieron los luchadores finales: el propio Balrog, el gallego Vega, el tailandés Sagat y el insoportable Bison, que volaba de un lado para el otro y tenía un golpe de barredora difícil de esquivar.
Finalmente, en poco menos de media hora, el Laucha se daba vuelta, orgulloso y sonriente por la victoria definitiva:
- Vamos, pendejos, a ponerla –nos dijo, burlista. Y todos tuvimos que sacar las monedas para pagarle la Coca. Ese había sido el trato, la apuesta. De algún modo el Laucha se aprovechaba de nosotros pero no había dudas de una cosa: lo admirábamos. Jugar bien a los videojuegos otorgaba una especie de estima colectiva que era muy importante, como ser bueno en el fútbol, o jugando a la escondida. El Laucha era para todo el piberío un grande, un héroe, un ganador nato. Creo que se llamaba Daniel, pero nadie lo llamaba por su nombre y el apodo lo tenía casi adherido: el pelo negro, largo y desparejo, los dientes un poco salidos y unas orejas gigantes. Una cara de Laucha que volteaba. A veces usaba una gorra.
Nuestro bunker de videos quedaba a unas 10 cuadras de mi casa, en el barrio de al lado. Se llamaba simplemente “lo de Hugo”. Era un garaje gigante, con unas 15 máquinas. Ahí estaban todos: Capitán Comando, SnowBros, Tumblepop, Pacman, Final Fight, Cadillac Dinosaurios, Los Simpsons, Mortal Kombat, Sunset Riders y varios más. A veces traía algún flipper, pero lo que más había eran máquinas de videítos.
El mundo de los garajes de videos era netamente masculino y a las vecinas les encantaba pensar que era un mundo donde reinaba la droga y quién sabe cuántas cosas más. Éramos muchísimo más boludos de lo que las viejas imaginaban y casi no iban mujeres a jugar. En esa época todavía los chicos podían ser chicos mucho tiempo. Eso permitía compartir actividades y momentos. Así, estábamos codo a codo uno de diecisiete años con uno de nueve.
Como al Laucha no le ganaba nadie y contra la máquina no perdía nunca, había que esperar un montón para jugar. Para entrar en la máquina había dos formas. Una era esperar, preguntar cuántas fichas le quedaba al pibe que la estaba ocupando y hacer fila, aguantar que el otro perdiera rápido, ya. La otra forma era más emocionante. ¿Me puedo meter?, preguntaba el que quería iniciar un desafío. Si el que estaba jugando aceptaba, se iniciaba un duelo. Entonces a veces se armaban lindas peleas fuera del establecimiento. Bastaba con que alguno perdiera un desafío, el otro se burlara y terminaran a las piñas de en serio en la calle. Entonces el Hugo, que era odiado por los padres de todos los niños del barrio por ser el dueño de ese paraíso, salía, pegaba dos gritos y mandaba a todos a las casas. “Después me caen los padres y me culpan a mí”, decía, indignado.
La rentabilidad del dinero infantil era inigualable: cinco o seis fichas por un peso, dependiendo la ocasión. Eso costaban. Recuerdo robarle de a diez pesos a mi viejo y tener para varios días de diversión. Con Tomás cruzábamos el barrio, la iglesia, el descampado, el cañaveral, la plaza del pozo y entrábamos a la zona de magnetismo. Allá a lo lejos, se empezaban a escuchar todos esos sonidos, las musiquitas, los ruiditos característicos de cada juego. Y como los niños que éramos empezábamos a correr, no lo podíamos evitar, corríamos esos 200 metros finales como boludos, como poseídos.
Los noventas recién empezaban y rápidamente nos acostumbramos a ese mundo que se nos venía encima. La época de los videos, de los juguetes nuevos, de la televisión por cable, de las importaciones entrando al país sin límites.
Con el correr de los años empezaron a desaparecer los garajes, los antros de máquinas. En la primera mitad de los noventas poner una salita de videos era un negocio rápido y rentable, y sin necesidad de mayor infraestructura más que un par de enchufes. Algunos ponían una verdulería, otros un kiosco y otros un par de máquinas de videojuegos.
Los controles crecieron y sólo sobrevivieron las grandes salas céntricas. También fue avanzando la tecnología y las consolas pequeñas para las casas. Es curioso notar que todos los progresos de la tecnología buscan el disfrute puertas adentro, y en soledad. Si bien los videojuegos no eran de los pasatiempos más sanos, constructivos o educadores, de algún modo te empujaban a la calle, a trasladarte hacia algo, a recorrer una distancia y a estar con otros, con iguales. Los años te van empujando las costumbres, hasta que se caen y desaparecen. Y vienen otras y luego otras, lo mismo con la gente.
Así, se fueron los garajes, las caras frecuentadas, las corridas desesperadas con Tomás, el barrio sin límites, Hugo, el Street Fighter y el Laucha. A mis diez años hubiera jurado que el Laucha, un ganador de aquellos días, tendría el futuro asegurado: jugaba bien al Street Fighter, el resto de la vida era accesorio.
A veces camino por el centro y las agujas me dan un sándwich de algunos minutos. Saco unos pesos del bolsillo y compro un par de fichas. Los juegos que jugaba ya no existen. Los chicos son otros; bailan sobre una tabla iluminada, corren carreras de rally, se baten a duelo en otros jueguitos de peleas. Ubico algo conocido, algo que me lleve un ratito a la admiración ingenua, al amor por la compañera de primaria. El flipper de los Locos Adams. Pongo una ficha y pierdo rápidamente. Yo era bueno en este juego, la puta madre. Tozudo, coloco otra más y otra más hasta que algo me salga. A la tercera ficha me empiezan a salir algunas cosas, me emociono, avanzo, gano, sonrío. En una de esas me sale una buenísima y pego un grito de felicidad. Jackpot. Miro a los costados, busco a un montón de pibes que deberían estar rodeándome, felicitándome por mi partida. No hay nadie.
Finalmente, pierdo. Dejo de invertir mis billetes, agarro la mochila y me voy. Al salir saludo al cajero con un cabeceo. El tipo me saluda pero ni siquiera levanta la vista de la pantalla de Facebook. Tiene un cigarrillo en la oreja, el pelo largo y desprolijo y unas orejas llamativamente grandes.
lunes, octubre 22, 2012
jueves, octubre 18, 2012
domingo, agosto 12, 2012
Bar Mitre
Es acá, y entro.
Es uno de esos bares de tiempo lento, con sillas rotas,
arregladas con pedazos de otras sillas. Todas mesas distintas. Verde. Cremita.
De chapa. De madera.
Pido una milanesa con puré y una coca. Me traen primero la
botella de gaseosa y dos bollos de pan. No pasan cinco minutos y llega el
almuerzo.
Como todo. Sólo dejo un pedazo de pan.
Tres hombres solos ocupan el lugar. Dos almuerzan con
cerveza. El restante toma vino con soda. Un televisor prendido y sin volumen
cuelga de una esquina. Suena Jiménez a todo volumen y todos estamos en
silencio.
La moza se acerca y me retira los platos. Los cuatro hombres
la miramos irse a la cocina. Tiene un buen culo. No es muy linda de cara pero
con ese culo…
Entra un viejo muy viejo. Me ofrece cuchillo con chaira.
Tiene para abrir latas del otro lado del mango. No, gracias. ¿Un par de medias?
Vuelvo a agradecer. Le ofrece lo mismo a uno solo de los que completamos el bar
y se va.
A los dos minutos entra otro vendedor con más cosas:
destornilladores, magiclick, pañuelos y diez cosas que cuelgan de su cintura.
Mira el panorama, no ofrece nada a nadie y se va.
Afuera está todo hecho bosta. La zona tuvo su buena época,
al frente de la estación de trenes. Luego subsistió con el mismo óxido del
sistema ferroviario y del país. Lentamente se pone de pie pero las calles
parecen viejas y cansadísimas. Paredes descascaradas, restos de adoquín, una
máquina vieja, alumbrado roto, tráfico caótico.
Acá estamos y ahora somos cinco. Afuera algunos se mueven.
Adentro, el tiempo se apoya los codos en la mesa y toma un vino blanco con
soda…
jueves, agosto 02, 2012
Devuelvan la Pelota. Segunda edición
Amigos/as, este el Proyecto Devuelvan la Pelota. Lean.
Parece largo pero no lo es. No le den bola a la fecha del evento porque esto NO
es un evento todavía, sino que es la forma más fácil de llegar a todo el mundo.
Gracias a los que leen y a los otros también. Un abrazo.
Proyecto Devuelvan la Pelota
La primera edición de Devuelvan la Pelota salió de los
talleres el mismo día de la presentación: 8 de diciembre del 2011. Todo parecía
encajar: los libros llegaron calentitos y siguieron así porque nunca pararon de
circular, de ir de mano en mano, de ser reseñados, leídos, prestados y
regalados. Todo eso lo hicieron ustedes, los amigos de Devuelvan.
Aquella vez salieron de imprenta 500 ejemplares. Recuerdo
que Pablo Carrizo, poeta, librero y hombre de palabras calmadas, me dijo: “las
primeras 100/200 copias las vas a vender rápido. Luego viene una segunda etapa
más lenta, de consolidación”. Carrizo tenía razón en todo menos en los números.
En siete meses pusimos todos los ejemplares en la calle. Sin intención de
copiar slogans: esto lo hicieron ustedes. Fueron todos ustedes los que movieron
el libro, en parte por la amistad pero en gran parte (creo) por confiar en el
libro, por creer que Devuelvan merecía esa chance de ser titular. Porque todos
esos cuentos estuvieron muchos años en el banco de suplentes, y antes de eso ni
siquiera concentraban e incluso estuvieron a punto de largar todo y dedicarse a
otra cosa. El fútbol, como la vida, como la literatura, se le parecen.
Hoy vamos por más, por la segunda edición. Este es el
proyecto que he pensado:
Voy a poner todas las cartas sobre la mesa, toda la
honestidad y los números exactos. Construyendo desde la confianza.
Para poder costear los gastos de impresión vamos a realizar
una preventa del libro.
Yo al libro lo vendo en mano a $30. Todos siguen diciendo
que es poco, que debería aumentarlo. Pero no, no lo aumenté antes y no lo voy a
aumentar ahora. La idea es que el libro circule y que circule a un precio
accesible y popular. El libro también se mete en el mundo del fútbol y allí
también hay espacios, lugares y clases. Si este libro se escribe desde el
fútbol entonces así será su venta: Devuelvan tiene precio de general y de
platea. Resumiendo: precio general $30.
Pero al libro no lo vendo sólo yo, también está en otros
lados:
Librerías (El Espejo, Rubén)
Kioscos de diarios y revistas (G.Paz y Dean Funes; Dean
Funes e Ituzaingó; 25 de mayo y Rivadavia)
Fotocopiadoras (Spilimbergo y Lavalleja esquina Dean Funes)
Centro Cultural Como Pez en el Agua (Simón Bolivar 621)
Casa de los vagos en Bedoya 57.
Por supuesto, en El Salteñito (Belgrano 277)
Como verán, el libro se ubica en los lugares de venta
tradicionales (librerías) y en otros que no lo son. Es que los libros en las
librerías están quietos y en la calle se mueven. Las dos formas son válidas y
necesarias. En aquellos lugares donde hay un tercero vendiendo Devuelvan, el
precio sube: $40. Generalmente se quedan con el 30% o 40% del precio de tapa.
Si el libro sale $40, ellos se quedan con $16 en el peor de los casos (para
ellos “el mejor” de los casos).
Ese es el panorama general. Ahora yo los invito a todos
ustedes a participar de la preventa, a que compren otros ejemplares. El
proyecto tiene dos variables:
1) Comprar
uno, dos o tres ejemplares de Devuelvan la Pelota a $30 cada uno. El libro no
va a aumentar, primero por todo lo explicado anteriormente y segundo porque en
la imprenta me mantienen el mismo precio.
¿Qué hago con un libro que ya leí?: ustedes van a estar
comprando un libro que ya tienen pero es un libro que quizás alguien todavía NO
tiene. Se llevan por $30 nomás un futuro regalo para alguien. Es barato y
ayudan a multiplicar la palabra y el proyecto.
2) La
segunda variable es la más ambiciosa y la que quiero que funcione. Este
proyecto está orientado principalmente a todos aquellos que son de otras
provincias, ciudades o pueblos, aunque no excluye a nadie. Aquellos que compren
4 (cuatro o más) ejemplares de Devuelvan la Pelota se los llevarán a $25 cada
uno. O sea, cuatro libros por $100.
¿Para qué tantos libros? Bueno, la idea es que ustedes
lleven esos libros e intenten ubicarlos en las librerías, fotocopiadoras o
empanaderías de SUS lugares, ciudades o pueblos. No es fácil, lo sé. Pero si
ustedes ubican en el libro y lo trabajan a consignación, como en cualquier
librería, el librero no tiene nada que perder. El precio de tapa sería el de
platea, el mismo de Córdoba: $40. Si el librero se queda con el 40%, a ustedes
le quedan $24, si se queda con 30%, ustedes reciben $28 (acá ya salen ganando)
y si se queda con el 25%, ustedes quedan con $30 mangos en el bolsillo. Ni
hablar si lo venden mano en mano.
Resumiendo: ustedes compran cuatro ejemplares de Devuelvan y
los ubican en las librerías (o donde quieran) de sus lugares. Cuando los libros
se vendan (se van a vender, tarde o temprano) recuperan el dinero. O sea, nadie
sale perdiendo.
También pueden comprar los cuatro libros y venderlos en mano
a $40 y quedarse con más plata. No me importa eso. Mi intención es que ustedes,
que van a invertir en la publicación, no salgan perdiendo plata. Yo gano
ubicando el libro en otros lugares, expandiendo un poco las fronteras y, en
caso de que todo salga MUY BIEN, teniendo más bocas de ventas. Porque si el
libro se vende, vamos a poder seguir llevando ejemplares a muchas partes del
país.
Los que compren 4 ejemplares se van a llevar una remera de
Devuelvan la Pelota de regalo. Sí, así somos: choripanes y remeras.
Seré periodista y escritor pero no tengo muy manejado eso de
la síntesis y la economía del lenguaje. Espero que se entienda bien el
proyecto, sus dos variables y lo que pretendo de cada una.
Ustedes ya leyeron el libro. Mi idea es que aquellos que
confían en él lo lleven a otros lados donde yo no llego. Así, vamos a ir
generando una red. Somos 200 personas en Córdoba que nos conocemos. Somos
nosotros, eso, más o menos 200 personas. Y muchos de nosotros producimos cosas:
música, literatura, fotografía, teatro, etc. Si dejamos de boludear y armamos
una red, una forma de vehiculizar nuestros productos no necesitamos de los
intermediarios, de los que se van quedando con una tajada de algo que no les
corresponde. Si no nos bancamos entre nosotros entonces estamos perdidos. Mejor
encontrarnos…
El libro entrará en imprenta en menos de 15 días.
Seguramente, para trabajar con tiempo, la impresión tardará otros 15 días más.
Al medio trataremos de organizar el evento, la juntada. A cada persona que
compre libros se le entregará un bono que hará las veces de comprobante de
compra.
Muchos de ustedes trabajan en los medios. La mano
comunicativa también vendría bien.
Las cartas están sobre la mesa: quiero vale cuatro ¿quieren?
jueves, mayo 31, 2012
viernes, mayo 25, 2012
El mejor George
Providencial pase de la efeméride que abre la jugada para
recordar a un gran jugador, un personaje increíble dentro y fuera de la cancha.
Hablamos, por supuesto, de George Best.
Nació en Irlanda del Norte, el 22 de mayo de 1946. Parece que de chico ya movía el balón bastante bien. Un reclutador del Manchester United llamadoJorge
Griffa Bob Bischop tomó nota y le envió un mensaje de texto telegrama
al entrenador Matt Busby con la frase: "te encontré un genio". Con 15 años,
George Harrison se mudaba a Inglaterra para formar The Beatles empezar
a escribir su historia. Armó un bolso, se despidió de los amigos de la cuadra y
les dijo: "No voy a poder jugar el picado de las tres. Me voy al United".
Nació en Irlanda del Norte, el 22 de mayo de 1946. Parece que de chico ya movía el balón bastante bien. Un reclutador del Manchester United llamado
Hizo las inferiores y en 1963, a los 17 años, debutó en la primera de los Diablos Rojos y durante diez años sería uno de los mayores ídolos del club. En una época donde no había internet y videos de youtube consiguió, gracias a su extrema calidad con la pelota, hacerse conocido en todo el mundo.
Best era zurdo pero manejaba muy bien ambos perfiles, lo cual le permitía tener un panorama de la cancha y de las posiciones de los jugadores, envidiable. Enfrentaba en el mano a mano a cualquiera, tenía un pique devastador y encima era goleador. Gambeteaba en una época de canchas con barro, en la que si te la pasabas de listo estaba permitida la guadaña a lo Krupoviesa. Es sorprende ver cómo el tipo dribleaba, sorteaba jugadores, patadas y tackles. Le tiraban a matar, lo golpeaban, trastabillaba, caía, se levantaba y seguía. Después capaz que intentaba pasar al arquero en vez de darle la pelota a un compañero que estaba mejor ubicado. A veces terminaban en golazos (muchas veces para ser franco) y otras… bueno, era George Best.
El mismo reconocía su talento, su capacidad para tener el balón y no perderlo: "Siempre me vi como un entretenedor. Yo sabía que podía hacer cosas para que la multitud se levantara. Si había un rival que me tenía a mal traer, agarraba la pelota y lo llamaba, le pedía que viniera a marcarme, lo desafiaba y la gente se ponía como loca. Era todo un gran teatro".
Para Best la vida era eso, un teatro, una actuación, y hubo un momento en el que la realidad y la ficción se confundieron. Era un joven talentoso, con carisma y buena pinta en la Manchester de los años setenta. Un soltero suelto en una ciudad revolucionada. Las locuras que hacía en la cancha no eran nada comparadas a las que hacía de noche. Como tantos otros ingleses, George tenía una debilidad con el alcohol incontrolable: le requetecontra cagaba de gusto.
Genio y figura de la noche
Su cara comenzó a aparecer más en las revistas de moda que en las de fútbol, transformándose lentamente en un Ogro Fabbiani pero con más facha y con muchísimo más talento. Mientras estuvo en buen nivel el club toleró sus exabruptos. El técnico del equipo, el legendario Matt Busby intentó de todas las maneras persuadir al joven de que abandonara ese estilo de vida pero fue imposible y el propio Best lo reconoció: "El hizo todo lo posible. Me habló con calma, me gritó, me suspendió,
Facherazo y jugadorazo... yo hubiera llevado la misma vida
Diez años estuvo en el Manchester United. Consiguió dos títulos de liga y la Copa de Campeones de Europa en 1968, ante el poderoso Benfica de Eusebio. En aquella final Best jugaría uno de los mejores partidos de su carrera, definiendo el pleito en tiempo suplementario y consiguiendo uno de los goles. Best jugaría también la final de la Intercontinental que perdieron 1 a 0 en Inglaterra ante el Estudiantes de La Plata de Osvaldo Zubledía, Verón, Pachamé y Carlos Salvador Bilardo (con quien tendría alguno que otro encuentro durante el partido), entre otros. Después de una década regando de magia el Old Trafford, los dirigentes le metieron un patadón en el culo y lo fletaron. Jugó su último partido en 1974. Tenía tan sólo 27 años.
Luego comenzó un declive penoso. Asumiendo su adicción al alcohol pero sin ponerle muchas pilas a dejar el escabio, deambuló por varios clubes de Estados Unidos, Inglaterra, Sudáfrica y de Irlanda del Norte, su tierra natal. En Estados Unidos la pasó bomba. Los gambeteaba a todos y salía de joda con todos esos jugadorazos como Pelé, Cruyff, Giorgio Chinaglia, Carlos Alberto, que fueron a llenarse de guita y a tomar merca en los setentas (a Beckenbauer no lo invitaban, por alemán botonazo de la FIFA). Se retiró en 1984 manchando mucho su prestigio.
George junto a dos fiesteros que debutaron con pibes como Pelé y Elton John.
Se podrían escribir largas páginas con su vida afuera de la cancha. Además, él mismo hacía gala de su pasión por la noche, regalando frases increíbles como: "He gastado mucho dinero en mujeres, alcohol y coches. El resto lo he despilfarrado". "Tenía una casa en la costa, pero para llegar a ella había que pasar por un bar. Nunca llegué a ver el mar". "En 1969 dejé las mujeres y el alcohol, fueron los peores veinte minutos de mi vida". "
Siempre estuvo con buenas minas o minas que estaban buenas
Hay algo que llama mucho la atención en este tipo de jugadores, en su procedencia, sus costumbres, su forma de jugar y en el amor incondicional de la gente. Corbatta, Housemann y Ortega, fueron el ejemplo argentino de un tipo de jugador, de cuna pobre, origen humilde, que les gusta/ba mucho el alcohol, que tropezaron muchas veces y que desplegaban un fútbol en la cancha que enamoraba hasta al plateísta más facho y silbador de cualquier cancha. ¿Cuál es el hilo conductor entre estas tres características? ¿Acaso ellos jugaban como vivían o vivían como jugaban? Estos tipos agarraban la pelota y parecían niños, gambeteaban constantemente, les gustaba tenerla, cuidarla, divertirse. En Brasil sobran los ejemplos, aunque quizás sea Garrincha quien represente a todos ellos y, en la actualidad, con diferentes matices, Ronaldinho.
El tiempo pasaba y George Best no le aflojaba al chupi. Se casó por segunda vez con una mina que estaba bastante buena y que intentó que dejara de tomar, que se hiciera tratar pero la situación era inmanejable. En los años siguientes, y quizás tardíamente, recibió varios homenajes en Irlanda y, por supuesto, en Manchester, donde hay una estatua de los tres grandes ídolos: Bobby Charlton, Dennis Law y él. La estatua los muestra abrazados, como si volvieran del festejo de un gol en el que el trío participó.
Finalmente, el 25 de noviembre del 2005, con tan sólo 59 años, su cuerpo dijo basta. Años y años de excesos le produjeron serios problemas en el hígado. En sus últimos momentos, consciente de lo que habían sido su vida, pidió que se publicara una foto de él en la camilla con la leyenda: "Don’t die like me" (no mueran como yo)
Su funeral convocó a miles de personas en Belfast. En Inglaterra es ídolo y el dicho popular así lo dice: "Pelé, good. Maradona, better. George Best". Hasta la próxima. Abrazo de gol.
Aquí dejo un documental que cuenta de dos partes. Está en inglés pero aquel que entienda un poquito el idioma va a poder disfrutar de unas buenas imágenes y testimonios sobre este grandísimo jugador. Click acá.
miércoles, mayo 16, 2012
Los reflejos del arquero
Los reflejos del arquero
Se podrían escribir varios libros con el anecdotario del
fútbol. En una cancha de fútbol (y fuera de ella) se han dado las situaciones
más absurdas, ridículas, pintorescas, sospechosas, alegres y tristes. Con esto
me refiero a todas esas cosas que van más allá del fútbol y, muchas veces, por
fuera del reglamento. Tanto es así, que la mayoría de las veces se han tenido
que inventar reglas ante situaciones nuevas. Un ejemplo de esto fue la
prohibición de ingresar a la cancha pintado; ley, regla o artículo redactado
especialmente ante la locura del fallecido Darío Dubois, quien jugara varios
partidos con la cara pintada a lo Kiss.
Una semana atrás se enfrentaron Unión de Villa Krause y Huracán Las Heras, por el Torneo Argentino B. Ambos equipos necesitaban la victoria para pasar de ronda y mantener vivas las esperanzas de ganarse un lugar en la categoría superior, el Argentino A (que sigue siendo amateur) Se enfrentaban en el Estadio del Bicentenario, en la Provincia de la mineríainternacional, impopular y sin impacto ambiental, de San Juan.
A los cinco minutos, Silvio Molina abrió el marcador para Unión con un terrible remate desde afuera del área, lo que demuestra que en la B se juega mejor que en la A (?). Promediaba la primera etapa. Corner para Huracán y si dos cabezazos son gol en todo el mundo, en la cuarta categoría del fútbol también lo es: Juan Suraci marcó el empate para el delirio de los “Guerreros Laserinos”, como se hacen llamar y el delantero festejó haciendo una mortal a lo jugador nigerianoo camerunés
o senegalés, que para el caso da lo mismo porque son todos iguales. Rodrigo
Rivero, el árbitro del partido pitó y se fueron al descanso.
No era un partidazo. Había llegadas de uno y otro equipo pero al encuentro le faltaba chispa, explosión, tensión. Entonces pasó lo que tenía que pasar (?): la agarra el “Luto Molina” por la punta derecha y habilita a su homónimo Silvio Molina, éste cabecea al área, Sánchez se la baja a Sosa, Huracán intenta tirar el achique, la pelota queda rebotando en el área chica, Sosa se la pica al arquero De la Riva, y van dos jugadores por ella, uno para marcar, el otro para despejar; se chocan y el balón va hacia el arco y cuando todos los Azules gritaban gol… Ahí aparece el fútbol, y su color (dirán unos) o su miseria (dirán otros): Fernando Espinoza, arquero suplente de Huracán Las Heras, que realizaba trabajos de precalentamiento atrás del arco, llega hasta la línea, mete la mano y rechaza la pelota. Luego barre un defensor y el árbitro cobra saque de esquina.
Una semana atrás se enfrentaron Unión de Villa Krause y Huracán Las Heras, por el Torneo Argentino B. Ambos equipos necesitaban la victoria para pasar de ronda y mantener vivas las esperanzas de ganarse un lugar en la categoría superior, el Argentino A (que sigue siendo amateur) Se enfrentaban en el Estadio del Bicentenario, en la Provincia de la minería
A los cinco minutos, Silvio Molina abrió el marcador para Unión con un terrible remate desde afuera del área, lo que demuestra que en la B se juega mejor que en la A (?). Promediaba la primera etapa. Corner para Huracán y si dos cabezazos son gol en todo el mundo, en la cuarta categoría del fútbol también lo es: Juan Suraci marcó el empate para el delirio de los “Guerreros Laserinos”, como se hacen llamar y el delantero festejó haciendo una mortal a lo jugador nigeriano
No era un partidazo. Había llegadas de uno y otro equipo pero al encuentro le faltaba chispa, explosión, tensión. Entonces pasó lo que tenía que pasar (?): la agarra el “Luto Molina” por la punta derecha y habilita a su homónimo Silvio Molina, éste cabecea al área, Sánchez se la baja a Sosa, Huracán intenta tirar el achique, la pelota queda rebotando en el área chica, Sosa se la pica al arquero De la Riva, y van dos jugadores por ella, uno para marcar, el otro para despejar; se chocan y el balón va hacia el arco y cuando todos los Azules gritaban gol… Ahí aparece el fútbol, y su color (dirán unos) o su miseria (dirán otros): Fernando Espinoza, arquero suplente de Huracán Las Heras, que realizaba trabajos de precalentamiento atrás del arco, llega hasta la línea, mete la mano y rechaza la pelota. Luego barre un defensor y el árbitro cobra saque de esquina.
El momento clave: Espinoza saca a relucir sus reflejos (confiado de que el Director Técnico lo está viendo y tomará nota de sus reflejos)
Claro, uno no mete la mano, hace una de campito en el Argentino B y sale como
si nada (que fue exactamente lo que hizo el arquerito suplente: darse vuelta y
seguir calentando como diciendo “¿qué pasó? ¿ah? ¿eh? No escucho muy bien. ¿Qué
qué? Yo no vi nada”) Y sí, lo esperable, lo que haríamos todos si fuéramos
jugadores del poderoso Unión de Villa Krause de Rawson de San Juan (en serio,
así se llama): se armó un quilombazo importante. Una linda batahola como las de
antes, con jugadores, cuerpo técnico, periodistas y auxiliares pegando para
todos lados y la Policía haciendo como que hacía algo para detener la trifulca.
El fútbol vive en sus bases, de eso no hay duda.
Luego, el juez del partido comete un error garrafal, se olvida completamente del reglamento, amonesta a Espinoza y da el tiro de esquina. Hubiera correspondido un bote a tierra (un pique) y la expulsión del jugador en cuestión. Y acá es cuando la cosa empieza a ponerse rara. Ponele que no viste lo que hizo el arquero (“la mano de D12s”), ponele que te la morfaste. Es raro, pero puede pasar. Ahora, el partido estuvo parado 11 minutos y el hombre de negro decide adicionar tan sólo 5. No sólo noadicionó recuperó lo que debía sino que
se morfó varios minutos del tiempo de juego. Algunas decisiones son por lo
menos sospechosas.
Luego, el juez del partido comete un error garrafal, se olvida completamente del reglamento, amonesta a Espinoza y da el tiro de esquina. Hubiera correspondido un bote a tierra (un pique) y la expulsión del jugador en cuestión. Y acá es cuando la cosa empieza a ponerse rara. Ponele que no viste lo que hizo el arquero (“la mano de D12s”), ponele que te la morfaste. Es raro, pero puede pasar. Ahora, el partido estuvo parado 11 minutos y el hombre de negro decide adicionar tan sólo 5. No sólo no
El arquerito suplente haciéndose el pelotudo mientras sus compañeros se cagan a trompadas y aguantan los trapos.
Cuando las aguas se calmaron los muchachos siguieron jugando. El partido se hizo de ida y vuelta con muchas llegadas de ambos lados, demostrando nuevamente la superioridad futbolística e individual del Argentino B por sobre el A (¿). Hubo un penal clarísimo para Huracán que el árbitro no sancionó. Claro, no iba a pitar nada en contra de Unión ni siquiera si un defensor sacaba un cuchillo y apuñalaba en el área a un delantero mendocino. Eso se llama compensar, existe en todas las canchas de todo el mundo. Al final, empataron. Ambos conjuntos quedaron eliminados y fue Guaymallén de Mendoza quien
Las imágenes están en youtube, las fotos también. La situación, de suma tensión en el momento del partido, hoy forma parte del anecdotario diario. Quizás se deba a que sucedió en uno de los torneos de ascenso, donde muchos piensan que se juega un protofútbol. Pero allí también hay jugadores, hinchas, entrenadores, dirigentes y expectativas, allí también se juegan la felicidad de la semana muchísimas personas.
El periodismo que le gusta a la gente (?)
El compacto del partido fue lo mejor que me pasó en toda mi
carrera periodística (?) Claramente el relato era de una radio partidaria de
Huracán y la voz transmitía con toda emoción las alternativas del encuentro hacia
los cientos de miles (?) de mendocinos que escuchaban ansiosos desde la tierra
del vino rico (en tu cara San Juan) y las acequias la suerte del poderoso
Huracán Las Heras.
En el minuto 5 del video, el delantero del Globo se cae en el área rival producto del nudo que se hace en ambas piernas y el relator grita “pennnaaaaalll”. El árbitro no cobra nada porque no pasó nada. Pero el tipo se queda un rato diciendo cosas como “¡no te lo puedo creer, no lo cobró, Dios mío!”. A esta altura la población mendocina comenzaba a construir barricadas y a pedir la renuncia de todos, sí, de TODOS.
“¿Querés que te diga una cosa? Me da la impresión que a un par de jugadores de Unión de Villa Krause les falta actitud…” Con ese comentario cerraba la primera etapa el, a esta altura, relator del pueblo.
Comienza la segunda etapa y seguimos notando cómo el tipo se las arregla para imprimirle dramatismo y peligrosidad a cada llegada pedorra de Huracán, como así también las atajadas del arquero De la Riva, figura del encuentro. “Te lo decía cuando veníamos en el auto: en el mano a mano De la Riva te mata”. (Bonus track: ver en el minuto 9: “¡le sacó el gol hecho!)
Otra increíble contribución son las risas, los gritos y los comentarios que se escuchan de fondo. La transmisión es solamente del relator del pueblo (hay un comentarista que no comenta nunca) pero se ve que además había un par de amigos o colaboradores en la cabina. Al final del video notamos que todos comentan, que la Ley de Medios se aplica y la pluralidad de voces pasa de la utopía a la realidad. Ya veremos que el aporte de uno de los Julios Ricardos mendocinos fue vital.
En el minuto 9:07 del video comienza la jugada polémica. Bueno, ya sabemos todos cómo fue, pero el relator del pueblo parece no percatarse. Se escucha que un amigote le dice algo y él pregunta “¿Cómo que la saca Espinoza? Usted me quiere volver loco. De-la-Riva saca la pelota”. El tipo cambia rápidamente de opinión y pasa a relatar el terrible quilombazo que se produce.
Al minuto 10:48 “the rélator of the people” dice “veremos cuánto adiciona el árbitro del encuentro, a ver si es justo… ¡Cinco minutos! ¿Cómo que cinco minutos? No puede ser”. Los suplentes de Unión también se muestran disconformes.
Luego el video nos muestra un montón de llegadas y uno sospecha si todo eso pasó en los cinco minutosy la Virginia es el té. Nunca lo sabremos,
porque pasó en otra provincia, en el interior profundo, en la barbarie pura e
irremediable (?)
En el minuto 5 del video, el delantero del Globo se cae en el área rival producto del nudo que se hace en ambas piernas y el relator grita “pennnaaaaalll”. El árbitro no cobra nada porque no pasó nada. Pero el tipo se queda un rato diciendo cosas como “¡no te lo puedo creer, no lo cobró, Dios mío!”. A esta altura la población mendocina comenzaba a construir barricadas y a pedir la renuncia de todos, sí, de TODOS.
“¿Querés que te diga una cosa? Me da la impresión que a un par de jugadores de Unión de Villa Krause les falta actitud…” Con ese comentario cerraba la primera etapa el, a esta altura, relator del pueblo.
Comienza la segunda etapa y seguimos notando cómo el tipo se las arregla para imprimirle dramatismo y peligrosidad a cada llegada pedorra de Huracán, como así también las atajadas del arquero De la Riva, figura del encuentro. “Te lo decía cuando veníamos en el auto: en el mano a mano De la Riva te mata”. (Bonus track: ver en el minuto 9: “¡le sacó el gol hecho!)
Otra increíble contribución son las risas, los gritos y los comentarios que se escuchan de fondo. La transmisión es solamente del relator del pueblo (hay un comentarista que no comenta nunca) pero se ve que además había un par de amigos o colaboradores en la cabina. Al final del video notamos que todos comentan, que la Ley de Medios se aplica y la pluralidad de voces pasa de la utopía a la realidad. Ya veremos que el aporte de uno de los Julios Ricardos mendocinos fue vital.
En el minuto 9:07 del video comienza la jugada polémica. Bueno, ya sabemos todos cómo fue, pero el relator del pueblo parece no percatarse. Se escucha que un amigote le dice algo y él pregunta “¿Cómo que la saca Espinoza? Usted me quiere volver loco. De-la-Riva saca la pelota”. El tipo cambia rápidamente de opinión y pasa a relatar el terrible quilombazo que se produce.
Al minuto 10:48 “the rélator of the people” dice “veremos cuánto adiciona el árbitro del encuentro, a ver si es justo… ¡Cinco minutos! ¿Cómo que cinco minutos? No puede ser”. Los suplentes de Unión también se muestran disconformes.
Luego el video nos muestra un montón de llegadas y uno sospecha si todo eso pasó en los cinco minutos
Claro, la reacción de los Azules no se hizo esperar y sus altos dirigentes están golpeando las puertas de AFA donde los recibirá Grondona. Seguramente, el presidente de la institución rectora del fútbol argentino, tomará cartas en el asunto (?). Se esperan renuncias y despidos masivos en las dirigencias locales e internacionales.
Sus hinchas, a través de foros y páginas más o menos oficiales, cargaron contra el árbitro Rodrigo Rivero y, en un texto para nada redundante
El antecedente
El hecho ocurrió durante la 6ª fecha del Nacional del ’67
(Fue el 18 de octubre de 1967) Rosarui Central perdía 2 a 1 contra San Martín
de Mendoza y se jugaba el todo por el todo para buscar el empate quedando
expuesto a los contragolpes. Al parecer (de los hinchas de Central, obvio) el
árbitro estaba teniendo una actuación desleal. Entonces varios muchachos de la
hinchada comenzaron a hacer un hueco en el alambrado de la tribuna para ir a
decirle al árbitro, en lenguaje apropiado, lo que pensaban sobre su desempeño.
En ese momento hay una contra para San Martín. Valencia se va con el balón y se
la pica al arquero Andrada, que estaba adelantadísimo. La pelota estaba yendo a
su destino de red, cuando de repente se mete a la cancha Orlando Antonio Espip,
conocido como el Turco, frena el balón, gambetea a un jugador mendocino, se la
da a un defensor de Central y corre a increpar al referee. El Turco tenía 20
años. Han pasado 45 años y al día de hoy lo siguen llamando de radios y
periódicos para que cuente esa historia. Está filmada, se puede encontrar.
El fútbol, lo sabemos, no es la vida, pero se le parece mucho. Hasta la próxima. Abrazo de gol.
El fútbol, lo sabemos, no es la vida, pero se le parece mucho. Hasta la próxima. Abrazo de gol.
lunes, mayo 07, 2012
Volver a Boedo
Aquella tarde soplaba un vientito agradable. Estaba fresco, claro, por la época del año. Ese grupo de jóvenes se frotaba las manos, con esa mezcla de nerviosismo y frío; se miraban entre ellos y no lo podían creer. La gente había llegado desde temprano y la emoción se adueñaba de todo. Ahí estaban todos juntos para jugar otro partido de fútbol, esta vez en la nueva casa, en el nuevo estadio donde esos pibes imaginaban las jugadas por venir, los goles por gritar. El sueño crecería, se haría gigante, desbordaría la imaginación hasta hacerse realidad. Hubo años felices, largos y continuados. Pero un día comenzó a ganar el insomnio y luego la pesadilla. Lo inimaginable volvió a desbordar y todo fue una triste realidad.
Aquel 8 de mayo de 1916 el Club Atlético San Lorenzo de Almagro enfrentaba a su par de Estudiantes de La Plata, un duro rival, por el Campeonato Oficial. Los “Santos” ganarían por 2 a 1, bautizando su tierra victoriosa para siempre. Lo que en un primer momento fue un potrero con cerco perimetral, una casilla para los equipos y los jueces, y dos bancos, con el tiempo fue sumando comodidades, tribunas y mística. El equipo andaba bien, ganaba mucho y perdía poco. La gente acompañaba las campañas. Boedo crecía como barriada de tango, bares, inmigrantes, porteños y futboleros. San Lorenzo era puro barrio. En 1931 comenzaba la era profesional en el fútbol argentino y el club ya tenía un estadio gigante, acorde al movimiento masivo que significaba cada partido como local. El fútbol crecía en el país y se multiplicaban sus practicantes y sus espectadores.

San Lorenzo sacaba pecho y se convertía en uno de “los grandes”. Comenzaba a ganar títulos y a llevar cada día más y más gente. Su estadio, bautizado el Gasómetro, por el parecido que tenía su estructura exterior con los gigantescos depósitos de gas licuado, llegaba a albergar a 80.000 personas. Era enorme, redondo, con tribunas de maderas. Lo llamaban el “Wembley argentino”, por su similitud con el mítico estadio inglés. La particularidad gaucha eran los tablones.
Miles de personas llegaban en procesión al estadio. En tranvías, camiones, colectivos, a caballo o a pie. Era una verdadera marea azulgrana. La Selección Nacional jugaba muchas veces de local allí. Además del fútbol, la gente se congregaba masivamente para ver boxeo, ciclismo o básquet. Espectáculos musicales y culturales, carnavales y kermeses. ¡Si hasta Santana tocó allí!
Pasaron los años, los equipos, los títulos, la alegría de las victorias y la tristeza de las derrotas. El país también vivía sus emociones, sus cambios de rumbo, la violencia, las corridas y las dudas. San Lorenzo parecía indiferente a todo: campeón en 1959, 1968, 1972 y 1974. Y entre medio de tanto grito de victoria buenas campañas, momentos de gloria y de felicidad popular. Pero los ritmos del país eran demasiados fuertes como para ser ajenos a los mismos. Llegó 1976 y todo se puso oscuro.
Acorde al país, San Lorenzo comenzó a tener problemas económicos. El club también sufrió su intervención militar y su vaciamiento. Grandes jugadores comenzaron a abandonar la institución, las campañas pasaron de buenas a regulares y de regulares a malas. El descenso parecía una posibilidad concreta. Un mal día se apagaron las luces del estadio. San Lorenzo empataba 0 a 0 con Boca y sus hinchas se volvían a casa con la cabeza gacha, pateando piedritas. Estaban mal pero no imaginaban lo que vendría.
La deuda del club era grande y sus propias autoridades, corruptas y traidoras, instalaron la idea de que la única salvación era la venta de los activos. Claro, no sería fácil llevar a cabo tal maniobra. Para eso necesitarían un apriete, algo característico en los años de plomo. El Intendente de la Ciudad de Buenos Aires era el Brigadier Osvaldo Cacciatore. El 3 de septiembre de 1980 la Municipalidad dictó la Ordenanza para expropiar los terrenos que ocupaban el estadio, la sede social y todo el predio donde se realizaban más de 20 disciplinas deportivas. La causa formal que se alegó para la erradicación del Gasómetro fue la necesidad de la apertura de las calles Muñiz y Salcedo, cuya prolongación virtual atravesaría el predio de Avenida La Plata. Se construirían allí varios complejos habitacionales y una escuela. Nada de eso pasó. Y el final es más conocido. Por una suma ridícula de dinero, San Lorenzo fue despojado de sus bienes y luego, los terrenos fueron vendidos a Carrefour. Como un chiste de mal gusto, el supermercado está pintado con los colores azulgranas.
En 1983, con todas las señales que presagiaban la caída, San Lorenzo descendió por primera y única vez a la B. Diez años más tarde construiría su cancha, el Nuevo Gasómetro, en otro barrio, cortando el hilo de su historia, los lazos sociales y culturales del club y su zona.
Hoy, con el equipo peleando por no descender, por no repetir la historia, miles de hinchas luchan por vías legales para que se le restituyan los bienes robados. Más de 100.000 personas se congregaron en frente de la Legislatura porteña para que se aprueben los proyectos para volver a Boedo. El presente deportivo de San Lorenzo es tan complicado que hacen que estos proyectos parezcan inoportunos e imposibles. Pero basta una mirada al pasado y, fundamentalmente al pasado reciente, para darse cuenta que siempre va a ser ya para la vuelta, para la concreción del sueño que un día les robaron. Es cierto, las urgencias son otras: sanear económicamente a la institución y salvarla del descenso. Ambas vitales para el futuro, y si no se consiguen el regreso al barrio se alejará. Parece imposible pero sabemos que en el fútbol todos los milagros pueden suceder.
En una carta que el escritor Osvaldo Soriano le mandaba a su par uruguayo, Eduardo Galeano, le contaba: Te cuento que el otro día estuve en el supermercado "Carrefour", donde antes estaba la cancha de San Lorenzo. Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San Lorenzo cuatro temporadas seguidas. Caminamos entre las góndolas, rodeados de cacerolas, quesos y ristras de chorizos. De pronto, mientras nos acercamos a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice: "Pensar que acá se la clavé de sobrepique a Roma, en aquel partido contra Boca". Se cruza delante de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y dice: "Fue el gol más rápido de la historia". Concentrado, como esperando un córner, me cuenta: "Le dije al cinco, que debutaba: no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No te calentés que no te voy a hacer quedar mal. Yo era mayor y el chico, Capdevilla se llamaba, se asustó, pensó: a ver sino cumplo". Y ahí nomás Sanfilippo me señala la pila de frascos de mayonesa y grita: "¡Acá la puso!". La gente nos mira, azorada. "La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz, ¿ve?" –me señala el estante de abajo, y de golpe corre como un conejo a pesar del traje azul y los zapatos lustrados-: "La dejé picar y ¡plum!". Tira el zurdazo. Todos nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo donde están las pilas para radio y las hojitas de afeitar. Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar. El Nene Sanfilippo había hecho de nuevo aquel gol de 1962, nada más que para que yo pudiera verlo.
Hoy, que de a poco se saca la basura que estuvo tantos años debajo de la alfombra, que reescribimos la historia, que le ponemos nuevas palabras a las palabras, hoy vale la pena intentarlo.
Vuelva a casa, San Lorenzo, que lo estamos esperando. Hasta la próxima. Abrazo de gol.

lunes, abril 23, 2012
Últimos segundos de Moacir Barbosa
Moacir sabe que ya está, que se terminó la agonía. Fue un partido largo, demasiado sufrido, con toda una hinchada en contra. No se puede mover. El derrame en su cerebro ha cortado todas las comunicaciones entre su cabeza y el cuerpo. Las manos negras, gastadas de trabajo bajo los tres postes en los años en que no se usaban guantes. Por fin, piensa. Y se va del césped, de las canchas, de las calles y se transforma en recuerdo de pocos y olvido de muchos.
Moacir sabe que ya está. En esos segundos previos a la partida recuerda los pies descalzos, la vida dura, sus hermanos, la favela y el fútbol. A pesar de su altura la movía bastante bien. Jugaba de volante por la izquierda, desbordando, amagando ir por adentro y saliendo por afuera, echando centros, metiendo alguna que otra vez un gol. Pero no le gustaba mucho correr y un día se encontró apoyado al poste, descansando y alguien le dijo que probara. Y el negro probó.
Moacir sabe que ya está. Que el tiempo ya no se mide con el reloj. Tirado en la vida, recuerda las revolcadas en la tierra, las voladas fantásticas, la mano cambiada, la pelota yendo al corner, la ovación de la tribuna. El Vasco da Gama lo hace sentir como en casa y él, en devolución por tanto afecto, pone un candado en el arco. De ahora en más no pasarán más balones. Y llegan los títulos, primero uno, después el otro y otro más. Seis veces campeón del Torneo Carioca. Sale de la pobreza que viene con la cuna de todo brasilero de raza negra. La fama, el reconocimiento y la convocatoria a la Selección.
Moacir sabe que ya está. Suspira aliviado. Es el último suspiro. Lejos quedaron los años mozos, los resortes en las piernas. Se viene el Mundial. El país está de fiesta. Brasil 1950 promete ser un año inolvidable. Y sí que lo será. Sus compañeros se divierten en la cancha. Meten de a tres, de a cinco goles por partidos. A Suiza le hacen precio 7 a 1, y las calles y las tribunas son una fiesta, y eso es algo que los brasileros saben hacer muy bien. Se viene la final. La gente, los diarios, las radios, todos presagian un final feliz, un simple trámite, noventa minutos más para alzarse con la gloria.
Moacir sabe que ya está. La condena fue larguísima. “Treinta años es la pena máxima por matar a alguien y yo todavía sigo pagando por un crimen que no cometí”, piensa. Brasil arrasó en los encuentros previos. Llegó al último partido contra Uruguay sin sacar el pie del acelerador. Metió el primero y la victoria se festejaba por adelantado. Pero los celestes comenzaron a enfriar el trámite. Un toque para allá, otro por acá, una pierna fuerte para amedrentar las gambetas, el pase, la apertura por derecha y Schiaffino saca un remate alto, fuerte, inatajable. Empate. Todavía alcanza. Pero la tribuna enmudece.
Moacir sabe que ya está. En el silencio previo a su segunda muerte no tiene miedo. El ya sabe lo que es morir, lo que es sentir a la muchedumbre sin ruido. A los 34 minutos del segundo tiempo, Alcides Ghiggia entra nuevamente por derecha y saca un remate bajo, justo, milimétrico. Moacir la toca, siente la pelota rozando sus dedos y piensa que esta vez, como tantas otras, ha evitado el gol, ha mandado la pelota al saque de esquina. Pero no. La guillotina cae sobre el cuello del portero.
Moacir Barbosa Nascimento muere el 16 de julio de 1950 ante 200.000 espectadores y todo un país ansioso de encontrar culpables ante la derrota. Él seguirá atajando hasta los 41 años pero la gente lo señalará siempre como el responsable de la tristeza. Paradójicamente pasará el resto de su vida cortando el césped del Estadio Municipal de Río de Janeiro, el Maracaná. Repasará la jugada una y otra vez, como si de un accidente fatal se tratara. El día que cambiaron los arcos del estadio, Moacir pidió que le dieran los viejos postes de madera y los quemó, como si de un ritual curatorio se tratase, para que las llamas le quiten la maldición. Será entrevistado en algunas ocasiones por alguna revista o programa de televisión. Se refugiará en los amigos, los que lo apoyaron siempre, aunque él sospeche que ellos también lo crean culpable del gol. Consolará sus noches con caipirinha y la música de Tabaré Cardozo: “Un viejo vaga solo. La gente sin piedad señala su fantasma sin edad por la ciudad. Su sombra corta el pasto en el Maracaná. Retrasa la jugada en soledad mil veces mas. Cuida los palos Barbosa del arco del Brasil. La condena de maracaná se paga hasta morir. Quema los palos Barbosa del arco del Brasil. La condena del maracaná se paga hasta morir”. Moacir sabe que ya está. El 7 de abril del 2000 muere nuevamente, esta vez en soledad.
Moacir sabe que ya está. En esos segundos previos a la partida recuerda los pies descalzos, la vida dura, sus hermanos, la favela y el fútbol. A pesar de su altura la movía bastante bien. Jugaba de volante por la izquierda, desbordando, amagando ir por adentro y saliendo por afuera, echando centros, metiendo alguna que otra vez un gol. Pero no le gustaba mucho correr y un día se encontró apoyado al poste, descansando y alguien le dijo que probara. Y el negro probó.
Moacir sabe que ya está. Que el tiempo ya no se mide con el reloj. Tirado en la vida, recuerda las revolcadas en la tierra, las voladas fantásticas, la mano cambiada, la pelota yendo al corner, la ovación de la tribuna. El Vasco da Gama lo hace sentir como en casa y él, en devolución por tanto afecto, pone un candado en el arco. De ahora en más no pasarán más balones. Y llegan los títulos, primero uno, después el otro y otro más. Seis veces campeón del Torneo Carioca. Sale de la pobreza que viene con la cuna de todo brasilero de raza negra. La fama, el reconocimiento y la convocatoria a la Selección.
Moacir sabe que ya está. Suspira aliviado. Es el último suspiro. Lejos quedaron los años mozos, los resortes en las piernas. Se viene el Mundial. El país está de fiesta. Brasil 1950 promete ser un año inolvidable. Y sí que lo será. Sus compañeros se divierten en la cancha. Meten de a tres, de a cinco goles por partidos. A Suiza le hacen precio 7 a 1, y las calles y las tribunas son una fiesta, y eso es algo que los brasileros saben hacer muy bien. Se viene la final. La gente, los diarios, las radios, todos presagian un final feliz, un simple trámite, noventa minutos más para alzarse con la gloria.
Moacir sabe que ya está. La condena fue larguísima. “Treinta años es la pena máxima por matar a alguien y yo todavía sigo pagando por un crimen que no cometí”, piensa. Brasil arrasó en los encuentros previos. Llegó al último partido contra Uruguay sin sacar el pie del acelerador. Metió el primero y la victoria se festejaba por adelantado. Pero los celestes comenzaron a enfriar el trámite. Un toque para allá, otro por acá, una pierna fuerte para amedrentar las gambetas, el pase, la apertura por derecha y Schiaffino saca un remate alto, fuerte, inatajable. Empate. Todavía alcanza. Pero la tribuna enmudece.
Moacir sabe que ya está. En el silencio previo a su segunda muerte no tiene miedo. El ya sabe lo que es morir, lo que es sentir a la muchedumbre sin ruido. A los 34 minutos del segundo tiempo, Alcides Ghiggia entra nuevamente por derecha y saca un remate bajo, justo, milimétrico. Moacir la toca, siente la pelota rozando sus dedos y piensa que esta vez, como tantas otras, ha evitado el gol, ha mandado la pelota al saque de esquina. Pero no. La guillotina cae sobre el cuello del portero.
Moacir Barbosa Nascimento muere el 16 de julio de 1950 ante 200.000 espectadores y todo un país ansioso de encontrar culpables ante la derrota. Él seguirá atajando hasta los 41 años pero la gente lo señalará siempre como el responsable de la tristeza. Paradójicamente pasará el resto de su vida cortando el césped del Estadio Municipal de Río de Janeiro, el Maracaná. Repasará la jugada una y otra vez, como si de un accidente fatal se tratara. El día que cambiaron los arcos del estadio, Moacir pidió que le dieran los viejos postes de madera y los quemó, como si de un ritual curatorio se tratase, para que las llamas le quiten la maldición. Será entrevistado en algunas ocasiones por alguna revista o programa de televisión. Se refugiará en los amigos, los que lo apoyaron siempre, aunque él sospeche que ellos también lo crean culpable del gol. Consolará sus noches con caipirinha y la música de Tabaré Cardozo: “Un viejo vaga solo. La gente sin piedad señala su fantasma sin edad por la ciudad. Su sombra corta el pasto en el Maracaná. Retrasa la jugada en soledad mil veces mas. Cuida los palos Barbosa del arco del Brasil. La condena de maracaná se paga hasta morir. Quema los palos Barbosa del arco del Brasil. La condena del maracaná se paga hasta morir”. Moacir sabe que ya está. El 7 de abril del 2000 muere nuevamente, esta vez en soledad.
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